Aleph

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El Transiberiano es una de las tres mayores redes ferroviarias del mundo. Empieza en cualquier estación de Europa, pero la parte rusa tiene 9.288 kilómetros, que unen cientos de pequeñas y grandes ciudades, cortan el setenta y seis por ciento del país y atraviesan siete husos horarios diferentes. En el momento en que entro en la estación de tren de Moscú, las once de la noche, ya es de día en Vladivostok, el punto final.

Hasta finales del siglo XIX pocos se aventuraban a viajar a Siberia, donde se registró la temperatura más baja del planeta: -71,2 ºC, en la ciudad de Oymyakon. Los ríos que unían la región con el resto del mundo eran el principal medio de transporte, pero permanecían congelados ocho meses al año. La población de Asia Central vivía prácticamente aislada, aunque allí se concentrase buena parte de la riqueza natural del entonces llamado Imperio ruso. Por razones estratégicas y políticas, el zar Alejandro II aprobó su construcción, cuyo precio final sólo fue superado por el presupuesto militar del Imperio ruso durante toda la primera guerra mundial.

Después de la Revolución comunista de 1917, la red sirvió como centro de grandes batallas de la guerra civil que estalló a continuación. Las fuerzas leales al emperador depuesto, en especial la legión Checoslovaca, usaban vagones blindados que utilizaban como tanques sobre raíles y así podían rechazar sin mayores problemas las ofensivas del Ejército Rojo mientras se abastecían con munición y víveres llegados del este. Fue entonces cuando entraron en acción los saboteadores, volando puentes y cortando las comunicaciones. El ejército imperial empezó a retroceder hacia el final del continente asiático y gran parte de él cruzó hacia Canadá, para después dispersarse por otros lugares del mundo.

Cuando entré en la estación de Moscú, el precio de un billete de Europa al océano Pacífico en un compartimento en el que viajaban otras tres personas variaba entre treinta y sesenta euros.

Fui hasta el panel con el horario de trenes y ¡CLICK! ¡La primera foto, que marcaba la partida para las 23.15h! Mi corazón estaba acelerado, como si estuviese otra vez en mi casa de la infancia, con el tren eléctrico girando alrededor de la habitación y mi cabeza viajando a lugares lejanos, tan distantes como el que me encontraba en ese momento.

Mi conversación con J. en Saint Martin, que había tenido lugar hacía poco más de tres meses, parecía haber sido en una reencarnación anterior. ¡Qué preguntas más tontas hice en ese momento! ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué no progreso? ¿Por qué razón siento que el mundo espiritual se aleja cada vez más? La respuesta no podía ser más simple: ¡porque yo ya no estaba viviendo!

Qué bueno era volver a ser niño, sentir la sangre corriendo por las venas y el brillo en los ojos, entusiasmarse con la visión de un andén lleno de gente, oliendo a aceite y a comida, oír el sonido del freno de otros trenes que llegaban, el ruido agudo de los carros portaequipajes y de los silbatos.

Vivir es experimentar. Y no quedarse pensando en el sentido de la vida. Es evidente que no todo el mundo necesita cruzar Asia o hacer el Camino de Santiago. Conocí a un abad en Austria que casi nunca salía del monasterio de Melk y, aun así, entendía el mundo mucho mejor que la mayoría de los viajeros que he conocido. Tengo un amigo que experimentó grandes revelaciones espirituales mientras veía dormir a sus hijos. Mi mujer, cuando empieza a pintar un cuadro nuevo, entra en una especie de trance y habla con su ángel de la guarda.

Pero nací peregrino. Incluso cuando siento una inmensa pereza, o nostalgia de casa, una vez doy el primer paso me dejo llevar por el sentido del viaje. En la estación de Yaroslavl, caminando hacia el andén cinco, me doy cuenta de que jamás llegaré a donde quiero si permanezco todo el tiempo en el mismo lugar. Sólo puedo hablar con mi alma en los desiertos, en las ciudades, en las montañas, en las carreteras.

Nuestro vagón es el último de la composición; lo unirán y lo separarán del tren cuando paremos en algunas ciudades por el camino. Desde donde estoy no puedo ver la locomotora, sólo esa gigantesca serpiente de acero, con mongoles, tártaros, rusos, chinos, algunos de ellos sentados en maletas enormes, todos nosotros esperando que se abran las puertas. La gente viene a charlar pero yo me aparto, no quiero pensar en nada más, sólo en que estoy aquí, ahora, listo para otra partida, un nuevo desafío.

El momento de éxtasis infantil debió de durar unos cinco minutos, pero he absorbido cada detalle, cada ruido, cada olor. Después no seré capaz de acordarme de nada, pero no tiene importancia: el tiempo no es una cinta de radiocasete, que podemos hacer correr hacia adelante o hacia atrás.

«Olvida que se lo vas a contar a los demás. El tiempo es aquí. Aprovéchalo.»

Me acerco al grupo y veo que también los demás están muy excitados. Me presentan al traductor que me va a acompañar: se llama Yao, nació en China y llegó a Brasil como refugiado siendo todavía un niño, durante la guerra civil de su país. Con estudios superiores en Japón, es un profesor de lenguas retirado de la Universidad de Moscú. Debe de tener unos setenta años, es alto y el único del grupo que va impecablemente vestido con traje y corbata.

—Mi nombre quiere decir «muy distante» —dice, rompiendo el hielo.

—Mi nombre significa «pequeña piedra» —respondo sonriendo. En realidad, llevo esa sonrisa pegada en la cara desde la noche anterior, cuando casi no podía dormir pensando en la aventura del día siguiente. Mi humor no puede ser mejor.

La omnipresente Hilal está cerca del vagón que voy a ocupar, aunque su compartimento debe de estar muy lejos. No fue una sorpresa encontrarla allí; me imaginaba que iba a suceder. Le mando un beso a distancia y ella me responde con una sonrisa en los labios. En algún momento del viaje estoy seguro de que será genial que hablemos un poco.

Estoy callado, atento a cada detalle a mi alrededor, como un navegante que parte en busca del Mare Ignotum. El traductor respeta mi silencio. Pero noto que algo está sucediendo: los editores parecen preocupados. Le pido que me diga qué pasa.

Me explica que la persona que me representa en Rusia no ha aparecido. Recuerdo la conversación con mi amigo el día anterior, pero ¿qué importancia tiene eso? Si no ha aparecido el problema es suyo.

Veo que Hilal le dice algo a una mujer de la editorial, y la respuesta es brusca. Pero Hilal ni se inmuta, como tampoco se inmutó las otras veces que le dije que no podíamos vernos. Cada vez me gusta más su presencia, su determinación, su postura. Ambas se ponen a discutir.

Le pregunto de nuevo al traductor qué es lo que ocurre y me explica que la editora le ha pedido que vuelva a su vagón. Batalla perdida, pienso para mí mismo; esa chica sólo hace lo que ella decide. Me divierto con las únicas cosas que puedo entender: la entonación verbal y el lenguaje corporal. Cuando estimo que ya es suficiente, me acerco, todavía sonriendo.

—No vamos a provocar una vibración negativa ahora. Todos estamos contentos y excitados, ¿verdad? Ninguna de vosotras ha hecho antes este viaje.

—Ella quiere…

—Deja. Se irá para su vagón más tarde.

La editora no insiste más.

Se abren las puertas con un ruido que resuena por todo el andén y la gente empieza a moverse. ¿Quién entra en los vagones en ese momento? ¿Qué significa el viaje para cada pasajero? Un reencuentro con la persona amada, una visita a la familia, la búsqueda de un sueño de riqueza, un regreso victorioso o con la cabeza baja, un descubrimiento, una aventura, una necesidad de huir o de encontrar. El tren se va llenando de posibilidades reales.

Hilal coge sus maletas —en realidad, la mochila y una bolsa de colores— y se prepara para subir los peldaños con nosotros. La editora sonríe como si estuviese satisfecha con el fin de la discusión, pero sé que a la primera oportunidad se va a vengar. No merece la pena explicar que en la venganza lo máximo que puede suceder es que nos igualemos a nuestros enemigos, mientras que con el perdón demostramos más sabiduría e inteligencia. Salvo los monjes del Himalaya y los santos de los desiertos, creo que todos tenemos esos sentimientos porque forman parte esencial de la condición humana. No debemos ser juzgados por eso.

Nuestro vagón se compone de cuatro compartimentos, baños, una pequeña sala en la que imagino que pasaremos la mayor parte del tiempo y una cocina.

Voy hasta mi habitación: cama de matrimonio, armario, la mesa con silla mirando hacia la ventana, una puerta que da a los baños. Veo que al final hay otra puerta. Voy hasta allí, abro y veo que da a una habitación vacía. Deduzco que las dos habitaciones comparten el mismo baño.

Sí, la representante que no ha venido. Pero ¿qué importancia tiene?

Suena el silbato. El tren empieza a moverse lentamente. Todos nos apresuramos hacia la ventana de la pequeña sala y decimos adiós a gente que no hemos visto nunca antes, vemos el andén que se queda atrás, las luces que pasan cada vez a más velocidad, los raíles surgiendo, los cables eléctricos mal iluminados. Me impresiona el silencio absoluto de la gente; ninguno de nosotros quiere hablar, estamos todos soñando con lo que puede suceder; estoy absolutamente convencido de que nadie está pensando en lo que ha dejado atrás, sino en lo que se encontrará por delante.

Cuando los raíles desaparecen en la noche cerrada, nos sentamos alrededor de la mesa. Aunque sobre ella hay una cesta con fruta, ya hemos cenado en Moscú y lo único que realmente despierta el interés general es una reluciente botella de vodka, que abrimos inmediatamente. Bebemos y hablamos de todo, menos del viaje, porque es el presente, y no los recuerdos del pasado. Bebemos más y empezamos a hablar un poco de lo que cada uno espera de los próximos días. Volvemos a beber y ahora una alegría general contagia el ambiente. Nos hacemos todos amigos de la infancia.

El traductor me habla un poco de su vida y de sus pasiones: literatura, viajes, artes marciales. Por casualidad aprendí aikido cuando era joven; dice que, si en algún momento de tedio no tenemos de qué hablar, podemos practicar un poco en el exiguo pasillo que está al lado de los compartimentos.

Hilal habla con la editora que no quería dejarla entrar. Sé que ambas se esfuerzan para superar los malentendidos, pero también sé que mañana será otro día, que el confinamiento en un mismo espacio acaba por avivar los conflictos y que en breve presenciaremos otra discusión. Espero que tarde mucho.

El traductor parece leer mis pensamientos. Sirve vodka para todos y habla de cómo se afrontan los conflictos en el aikido:

—No es exactamente una lucha. Siempre intentamos calmar el espíritu y buscar la fuente de donde nace todo, eliminando cualquier vestigio de maldad o egoísmo. Si te preocupas demasiado por descubrir lo que hay de bueno o de malo en tu prójimo, te olvidarás de tu propia alma, te agotarás y serás derrotado por la energía que has gastado en juzgar a los demás.

Nadie parece estar muy interesado en lo que una persona de setenta años tiene que decir. La alegría inicial provocada por el vodka da lugar a un cansancio colectivo. En un momento determinado voy al baño y, al volver, la sala está completamente vacía.

Salvo por Hilal, claro.

—¿Dónde está todo el mundo? —pregunto.

—Esperaban, por educación, a que te ausentases. Se han ido a dormir.

—Entonces vete tú también a dormir.

—Pero sé que hay un compartimento vacío…

Cojo la mochila y la bolsa, la tomo delicadamente por el brazo y la acompaño hasta la puerta del vagón.

—No abuses de tu suerte. Buenas noches.

Ella me mira, no dice nada y se va hacia su compartimento, que no tengo la menor idea de dónde puede estar. Voy hasta mi habitación y la excitación da lugar a un cansancio inmenso. Pongo el ordenador encima de la mesa, mis santos —que siempre me acompañan— al lado de la cama y voy al baño a cepillarme los dientes. Me doy cuenta de que es una tarea mucho más difícil de lo que imaginaba: el balanceo del tren hace que el vaso de agua mineral que tengo se transforme en algo dificilísimo de equilibrar. Después de varios intentos, por fin consigo alcanzar mi objetivo.

Me pongo mi camiseta de dormir, me fumo un pitillo, apago la luz, cierro los ojos e imagino que ese balanceo debe de parecerse al del vientre materno y que voy a tener una noche bendecida por los ángeles.

Dulce ilusión.

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