Aleph

Aleph


El miedo al miedo

Página 24 de 30

El miedo al miedo

La calefacción de la habitación está al máximo. Antes incluso de buscar el interruptor de la luz, me quito el abrigo, el gorro, la bufanda y me dirijo a la ventana con la intención de abrirla para renovar un poco el aire. Como el hotel queda en una pequeña colina, puedo ver cómo se van apagando las luces de la aldea. Me quedo un poco allí, imaginando las maravillas que mi espíritu habrá presenciado. Y cuando me voy a dar la vuelta, escucho la voz.

—No te vuelvas.

Hilal está allí. Y el tono con el que lo ha dicho me asusta. Habla en serio.

—Estoy armada.

No, no puede ser. A no ser que aquellas mujeres…

—Retrocede un poco.

Hago lo que me manda.

—Un poco más. Ahora da un paso a la derecha. Ahí, no te muevas más.

Ya no pienso, el instinto de supervivencia se ha apoderado de mis reacciones. En segundos la mente procesa las posibilidades que tengo de sobrevivir: tirarme al suelo, intentar establecer una conversación, o simplemente aguardar su próximo paso. Si está realmente decidida a matarme, no tardará mucho, pero si no dispara en el próximo minuto, se pondrá a hablar y las probabilidades estarán de mi parte.

Un ruido ensordecedor, una explosión y me veo cubierto de trozos de cristal. La lámpara que estaba sobre mi cabeza había estallado.

—En la mano derecha tengo el arco, en la izquierda mi violín. No te vuelvas.

No lo hago, pero respiro hondo. No había ninguna magia ni efecto especial en lo que acababa de suceder: los cantantes de ópera consiguen el mismo efecto con la voz; romper copas de champán, por ejemplo, haciendo que el aire vibre con tal frecuencia que las cosas muy frágiles acaban rompiéndose.

Otra vez el arco toca las cuerdas, arrancando el sonido estridente.

—Sé todo lo que pasó. Lo vi. Las mujeres me condujeron hasta allí sin necesidad de un anillo de luz.

Lo vio.

Un peso inmenso sale de mi espalda llena de fragmentos de la lámpara. El viaje a aquel lugar, sin que Yao lo supiese, era también mi viaje de regreso a mi reino. No tenía que decir nada. Ella lo había visto.

—Me abandonaste cuando más te necesitaba. Morí por tu culpa y he vuelto para asustarte.

—No me asustas. No me asustas. Fui perdonado.

—Forzaste mi perdón. Te perdoné sin saber exactamente qué estaba haciendo.

Otro acorde agudo y desagradable.

—Si quieres, retira tu perdón.

—No quiero. Estás perdonado. Y, si tuviera que perdonarte setenta veces siete, lo haría. Pero las imágenes aparecieron confusas en mi cabeza. Necesito que me cuentes exactamente lo que pasó. Sólo recuerdo que estaba desnuda, tú me mirabas, yo les decía a todos que te amaba y por eso me condenaban a muerte. Mi amor me condenó.

—¿Puedo darme la vuelta?

—Todavía no. Antes cuéntame qué pasó. Todo lo que sé es que en una vida pasada morí por tu culpa. Puede haber sido aquí, puede haber sido en cualquier lugar del mundo, pero me sacrifiqué en nombre de un amor, para salvarlo.

Mis ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, pero el calor en la habitación es insoportable.

—¿Qué hicieron exactamente las mujeres?

—Nos sentamos en la orilla del lago, encendieron una hoguera, tocaron un tambor, entraron en trance y me dieron algo de beber. Al beber, empezaron esas visiones confusas. Duraron muy poco. Sólo recuerdo lo que te acabo de contar. Pensé que no era más que una pesadilla, pero ellas me aseguraron que ya estuvimos juntos en una vida pasada. Tú me dijiste lo mismo.

—No. Sucedió en el presente, está sucediendo ahora. En este momento estoy en una habitación de hotel en Siberia, en una aldea cuyo nombre desconozco. También estoy en un calabozo cerca de Córdoba, en España. Estoy con mi mujer en Brasil, con las muchas mujeres que he tenido, y en alguna de esas vidas soy mujer. Toca.

Me quito el jersey. Ella se pone a tocar una sonata que no fue hecha para violín; mi madre la tocaba al piano cuando yo era niño.

—Hubo una época en la que el mundo también era mujer, su energía era hermosa, la gente creía en milagros, el momento presente era todo lo que tenía y debido a ello el tiempo no existía. Los griegos tienen dos palabras para el tiempo. La primera es Kairos, el tiempo de Dios, la eternidad. De repente algo cambió. La lucha por la supervivencia, la necesidad de saber dónde plantar para poder recoger y el tiempo tal como lo vivimos hoy pasaron a formar parte de nuestra historia. Los griegos llaman a eso Cronos; los romanos, Saturno, un dios que lo primero que hizo fue devorar a sus hijos. Pasamos a ser esclavos de la memoria. Sigue tocando y te lo explico mejor.

Ella sigue tocando. Empiezo a llorar, pero aun así prosigo:

—En este momento estoy en un jardín en un pueblo, sentado en un banco frente a mi casa, mirando al cielo e intentando descubrir lo que la gente quiere decir cuando usa la expresión «construir castillos en el aire», que oí hace una hora. Tengo siete años. Estoy intentando construir un castillo dorado, pero tengo dificultades para concentrarme. Mis amigos cenan en sus casas, mi madre está tocando esta misma pieza que escucho ahora, pero al piano. Si no fuese por la necesidad de narrar lo que siento, estaría totalmente allí. El olor a verano, las cigarras que cantan en los árboles, y yo pensando en la niña de la que estoy enamorado.

No estoy en el pasado, estoy en el presente. Ahora soy aquel niño que fui. Siempre seré aquel niño, todos seremos los niños, los adultos, los viejos que fuimos y que volveremos a ser. No estoy RECORDANDO. Estoy VIVIENDO de nuevo este tiempo.

No soy capaz de continuar. Pongo las manos en la cara y lloro, mientras ella toca cada vez con más intensidad, más perfección, transportándome a los muchos que soy en esta vida. No lloro por mi madre que se fue, porque ella está aquí ahora, tocando para mí. No lloro por el niño que, sorprendido por aquella expresión tan complicada, intenta construir su castillo dorado que desaparece a cada segundo. El niño también está aquí escuchando a Chopin, sabe lo bonita que es la pieza, ¡ya la ha escuchado muchas veces y le gustaría escucharla muchas más! Lloro porque no hay otra manera de manifestar lo que siento: ESTOY VIVO. En cada poro, en cada célula de mi cuerpo, estoy vivo, nunca nací y nunca morí.

Puedo tener mis momentos de tristeza, mis confusiones mentales, pero por encima de mí está el gran Yo, que lo comprende todo y se ríe de mis angustias. Lloro por lo efímero y por la eternidad, por saber que las palabras son más pobres que la música, y por eso nunca voy a ser capaz de describir este momento. Dejo que Chopin, Beethoven, Wagner me conduzcan al pasado que es presente; su música es más poderosa que todos los anillos dorados que conozco.

Lloro mientras Hilal toca. Y ella toca hasta que yo me canso de llorar.

Se dirige al interruptor. La lámpara rota explota en un cortocircuito. La habitación sigue a oscuras; se dirige a la mesilla y enciende la lámpara.

—Ahora te puedes volver.

Cuando mis ojos se acostumbran a la claridad, puedo verla completamente desnuda, con los brazos abiertos y el violín y el arco en las manos.

—Hoy me dijiste que me amabas como un río. Ahora quiero decirte que te amo como la música de Chopin. Simple y profunda, azul como el lago, capaz de…

—La música habla por sí misma. No tienes que decir nada.

—Tengo miedo. Mucho miedo. ¿Qué fue realmente lo que vi?

Yo le describo en detalle todo lo que sucedió en la celda, mi cobardía y la cría que yo veía exactamente como ella estaba ahora, pero con las manos atadas a cuerdas que no eran de un arco ni de un violín. Ella escucha en silencio, manteniendo los brazos abiertos, absorbiendo cada una de mis palabras. Estamos los dos de pie en el centro de la habitación, su cuerpo es blanco como el de la muchacha de quince años que en este momento es conducida a una hoguera cerca de la ciudad de Córdoba. No voy a poder salvarla, sé que va a desaparecer en las llamas junto a sus amigas. Ya sucedió una vez, sucede muchas otras veces, y volverá a suceder mientras el mundo siga existiendo. Le comento que aquella niña tenía vello púbico y que la que está ahora delante de mí se ha afeitado el suyo, algo que considero abominable, como si todos los hombres buscaran siempre a una niña para tener relaciones sexuales. Le pido que no vuelva a hacerlo, ella me promete que no va a volver a afeitarlo.

Le enseño mis eccemas en la piel, que parecen más visibles y activos que nunca, le explico que son marcas del mismo lugar y del mismo pasado. Le pregunto si recuerda lo que me dijo, o lo que dijeron las otras, mientras se dirigían a la hoguera. Ella hace un gesto negativo con la cabeza.

—¿Me deseas?

—Mucho. Estamos aquí solos, en este lugar único del planeta, tú estás desnuda frente a mí. Te deseo mucho.

—Tengo miedo de mi miedo. Me pido perdón a mí misma no por estar aquí, sino porque siempre he sido egoísta en mi dolor. En vez de perdonar, busqué la venganza. No porque fuese más fuerte, sino porque siempre me he sentido más débil. Mientras hería a los demás, me hería aún más a mí misma. Humillaba para sentirme humillada, atacaba para sentirme violentada por mis propios sentimientos.

»Sé que no soy la única que ha pasado por el tipo de cosas que comenté en la mesa de la embajada de manera tan trivial: ser violada por un vecino que era amigo de mi familia. Aquella noche dije que no era tan raro y estoy segura de que por lo menos una de aquellas mujeres había sufrido abusos sexuales en la infancia. Aun así, no todas se comportan de la misma manera que yo. No consigo estar en paz conmigo misma.

Respira hondo, buscando palabras, y continúa:

—No consigo superar aquello que todo el mundo supera. Tú buscas tu tesoro y yo soy parte de él. Aun así me siento una extranjera en mi propia piel. No quiero echarme en tus brazos, besarte y hacer el amor contigo ahora por una única razón: no tengo coraje, tengo miedo de perderte. Pero, mientras tú buscabas tu reino, yo me encontraba a mí misma, hasta que, en un momento dado del viaje, dejé de progresar. Fue cuando me volví más agresiva. Me siento rechazada, inútil, y no hay nada que puedas decir que me vaya a hacer cambiar de idea.

Me siento en la única silla de la habitación y le pido que se siente en mi regazo. Su cuerpo también está sudado a causa del calor de la habitación. Ella mantiene el violín y el arco en las manos.

—Tengo muchos miedos —le digo—. Y voy a seguir teniéndolos. No voy a intentar explicarte nada. Pero hay algo que puedes hacer en este momento.

—No quiero seguir diciéndome a mí misma que esto se me va a pasar algún día. No es así. ¡Tengo que aprender a convivir con mis demonios!

—Espera. No he hecho este viaje para salvar el mundo, y mucho menos para salvarte a ti. Pero la Tradición mágica dice que es posible transferir el dolor. No desaparece, pero se va perdiendo a medida que lo transfieres a otro lugar. Has estado haciéndolo de manera inconsciente toda la vida. Ahora te sugiero que lo hagas de manera consciente.

—¿No te apetece hacer el amor conmigo?

—Mucho. En este momento, a pesar de que la habitación está muy caliente, puedo sentir un calor todavía más fuerte en las piernas, en el lugar en el que me está tocando tu sexo. No soy un superhombre. Por eso te pido que transfieras tu dolor y mi deseo.

Le pido que se levante, que vaya a su habitación y que toque hasta quedar exhausta.

—Somos los únicos en esta posada, de modo que nadie se va a quejar por el ruido. Pon todo tu sentimiento en la música y mañana haz lo mismo. Siempre que toques, recuerda que aquello que tanto daño te hizo se ha convertido en un don. Al contrario de lo que dices, otras personas jamás superan el trauma, simplemente lo esconden en un lugar que no visitan nunca. Pero, en tu caso, Dios te ha mostrado el camino. La fuente de regeneración está en este momento en tus manos.

—Te amo como amo a Chopin. Siempre he deseado ser pianista, pero el violín era todo lo que mis padres podían comprar en aquella época.

—Yo te amo como un río.

Ella se levanta y se pone a tocar. El cielo escucha la música, los ángeles bajan para ver conmigo a esa mujer desnuda que a veces se queda quieta, a veces balancea su cuerpo acompañando al instrumento. Yo la deseé e hice el amor con ella, sin tocarla y sin tener un orgasmo. No porque yo fuese el hombre más fiel del mundo, sino porque ésa era la manera de que nuestros cuerpos se encontrasen, con los ángeles viéndolo todo.

Por tercera vez esa noche —cuando mi espíritu voló con el águila del Baikal, cuando escuché la canción de la infancia y ahora—, el tiempo se había parado. Estaba allí totalmente, sin pasado y sin futuro, viviendo con ella la música, la oración inesperada, la gratitud por haber salido en busca de mi reino. Me acosté en la cama, y ella siguió tocando. Me quedé dormido con el sonido de su violín.

Me desperté con el primer rayo de sol, fui hasta su habitación y vi su cara; por primera vez, parecía tener realmente veintiún años. La desperté delicadamente y le pedí que se vistiese porque Yao nos esperaba para desayunar. Teníamos que volver pronto a Irkutsk, pues el tren iba a salir en unas horas.

Bajamos, comemos pescado marinado (es la única alternativa a estas horas) y oímos el ruido del coche que viene a buscarnos. El chófer nos da los buenos días, coge nuestras mochilas y las mete en el maletero.

Salimos y el sol brilla, el cielo está limpio, sin viento; las montañas nevadas a lo lejos son claramente visibles. Paro para despedirme del lago, sabiendo que posiblemente nunca más voy a volver aquí. Yao y Hilal entran en el coche, el chófer pone en marcha el motor.

Pero no soy capaz de moverme.

—Vamos. Tenemos una hora de margen, por si hay algún accidente en la carretera, pero no quiero correr ningún riesgo.

El lago me llama.

Yao se baja del coche y se acerca.

—Tal vez esperabas más del encuentro con el chamán, pero para mí fue importante.

No, esperaba menos. Más tarde le contaré lo que pasó con Hilal. Ahora veo el lago amaneciendo, con el sol, sus aguas reflejando cada rayo. Mi espíritu lo visitó con el águila del Baikal, pero necesito conocerlo mejor.

—En fin, a veces las cosas no son como pensamos —prosigue—. Pero, en cualquier caso, te agradezco que hayas venido.

—¿Es posible desviarse del camino que Dios ha trazado? Sí, pero siempre es un error. ¿Es posible evitar el dolor? Sí, pero nunca aprenderás nada. ¿Es posible conocer las cosas sin experimentarlas verdaderamente? Sí, pero nunca formarán realmente parte de ti.

Y con esas palabras voy andando hacia las aguas que me llaman. Primero despacio, dubitativo, sin saber si voy a conseguir llegar hasta allí. Poco a poco, notando que la razón me empuja hacia atrás, aumento la velocidad, corro, mientras me voy quitando la ropa de invierno. Cuando llego a la orilla del lago, estoy en calzoncillos. Durante un momento, una fracción de segundo, dudo. Pero la duda no puede impedirme seguir adelante. El agua helada toca mis pies, mis tobillos, noto que el fondo está lleno de piedras y me cuesta mantener el equilibrio, pero aun así sigo adelante, hasta que el lugar sea lo suficientemente profundo para:

¡SUMERGIRME!

Mi cuerpo entra en el agua helada, siento que miles de agujas se clavan en mi piel, aguanto cuanto puedo, tal vez algunos segundos, tal vez una eternidad, y luego vuelvo a la superficie.

¡Verano! ¡Calor!

Más tarde descubriría que todo el que pasa de un lugar extremadamente helado a otro con temperatura más alta experimenta la misma sensación. Allí estaba yo, sin camisa, con el agua del Baikal hasta las rodillas, alegre como un niño porque me envolvía toda aquella fuerza que ahora formaba parte de mí.

Yao y Hilal me han seguido y me miran desde la orilla. Incrédulos.

—¡Venid! ¡Venid!

Ambos empiezan a desnudarse. Hilal no lleva nada debajo, está otra vez completamente desnuda, pero ¿qué importa? Algunas personas se reúnen en el muelle y nos observan. Pero ¿qué importa eso también? El lago es nuestro. El mundo es nuestro.

Yao entra primero, no nota el fondo irregular y se cae. Vuelve a levantarse, anda un poco más y se sumerge. Hilal debe de haber levitado entre las piedras, porque entra corriendo, va más lejos que todos nosotros, se sumerge largamente, abre los brazos hacia el cielo y se ríe, se ríe como una loca.

Desde el momento en el que me puse a correr hacia el lago hasta que salimos, no pasaron más de cinco minutos. El chófer, preocupadísimo, llega corriendo también con unas toallas que ha conseguido en el hotel. Nosotros tres saltamos de alegría, abrazados, cantando, gritando y diciendo «¡Se está caliente aquí fuera!», como los niños que nunca, nunca, en nuestra vida dejaremos de ser.

Ir a la siguiente página

Report Page