Aleph

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Como lágrimas en la lluvia

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Como lágrimas en la lluvia

Entro en mi habitación y empiezo a anotar febrilmente todo lo que acabo de hablar con los demás. Dentro de nada llegaremos a Novosibirsk. No puedo olvidar nada, ningún detalle. Poco importa quién preguntó qué. Si consigo registrar mis respuestas, tendré un excelente material de reflexión.

Cuando termina la entrevista, sabiendo que el periodista todavía se va a quedar por allí un rato, le pido a Hilal que vaya a su vagón y que coja el violín. Así, el cámara podrá grabarla y su trabajo será presentado al público. Pero el periodista dice que tiene que bajar en ese preciso momento para enviar el material a redacción.

En ese intervalo, Hilal vuelve con el instrumento, que estaba en la habitación vacía, al lado de la mía.

La editora reacciona.

—Si te vas a quedar ahí, tendrás que compartir con nosotros los gastos de alquiler del vagón. Estás ocupando el poco espacio que tenemos para nosotros.

Mi mirada debe de haberle dicho algo; no insiste en el tema.

—Ya que estás lista para el concierto, ¿por qué no nos tocas algo? —dice Yao.

Pido que desconecten los altavoces del vagón. Y le sugiero que toque algo breve, muy breve. Ella lo hace.

Todos tienen que haberlo notado, porque el cansancio ha desaparecido. Me invade una profunda paz, mayor que la que experimenté horas antes en mi habitación.

¿Por qué hace algunos meses me quejé porque no estaba conectado a la energía divina? ¡Qué tontería! Siempre lo estamos, es la rutina la que no nos deja reconocerlo.

—Necesito hablar. Pero no sé exactamente de qué, así que preguntadme lo que queráis —digo.

Porque no iba a ser yo el que hablase. Pero era inútil explicarlo.

—¿Ya me conociste en algún lugar del pasado? —pregunta Hilal.

¿Allí? ¿Delante de todo el mundo? ¿Era eso a lo que ella quería que le respondiese?

—No tiene importancia. Lo que tienes que pensar es dónde está cada uno de nosotros ahora. El momento presente. Solemos medir el tiempo como medimos la distancia entre Moscú y Vladivostok. Pero no es eso. El tiempo no se mueve y tampoco está parado. El tiempo cambia. Ocupamos un punto en esta constante mutación, nuestro Aleph. La idea de que el tiempo pasa es importante en el momento de saber a qué hora va a salir el tren, pero aparte de eso no sirve para mucho más. Ni para cocinar. Cada vez que repetimos una receta, es diferente. ¿He sido claro?

Hilal ha roto el hielo y todos empiezan a preguntar:

—¿No somos fruto de lo que aprendemos?

—Aprendemos en el pasado, pero no somos fruto de ello. Sufrimos en el pasado, amamos en el pasado, lloramos y reímos en el pasado. Pero eso no sirve para el presente. El presente tiene sus desafíos, su mal y su bien. No podemos culpar ni agradecer al pasado por lo que está sucediendo ahora. Cada experiencia de amor no tiene nada que ver con las experiencias pasadas: es siempre nueva.

Estoy hablando con ellos, pero también conmigo mismo.

—¿Alguien puede hacer que el amor se pare en el tiempo? —cuestiono—. Podemos intentarlo, pero transformaremos nuestra vida en un infierno. No estoy casado con la misma persona desde hace más de dos décadas. Es mentira. Ni ella ni yo somos los mismos, por eso nuestra relación continúa más viva que nunca. Yo no espero que ella se comporte como cuando nos conocimos. Ella tampoco desea que yo sea la misma persona que cuando nos encontramos. El amor está más allá del tiempo. Mejor dicho, el amor es el tiempo y el espacio en un solo punto, el Aleph, siempre transformándose.

—La gente no está acostumbrada a eso. Quieren que todo permanezca como…

—… y la única consecuencia es el sufrimiento —interrumpo—. No somos aquello que las personas deseaban que fuésemos. Somos lo que decidimos ser. Culpar a los demás siempre es fácil. Puedes pasarte la vida culpando al mundo, pero tus éxitos o tus derrotas son de tu absoluta responsabilidad. Puedes intentar parar el tiempo, pero estarás desperdiciando tu energía.

El tren da un frenazo inesperado y todos se asustan. Yo sigo asumiendo lo que digo, aunque no estoy seguro de que las personas de la mesa me sigan.

—Imaginad que el tren no frena, hay un accidente y todo se acaba. Todos los recuerdos, todo desaparece como lágrimas en la lluvia, como decía el androide en Blade Runner. ¿Será así? Nada desaparece, todo queda guardado en el tiempo. ¿Dónde está archivado mi primer beso? ¿En un lugar escondido de mi cerebro? ¿En una serie de impulsos eléctricos que ya están desactivados? Mi primer beso está más vivo que nunca, nunca lo olvidaré. Está aquí, a mi alrededor. Me ayuda a componer mi Aleph.

—Pero en este momento hay una serie de cosas que tengo que resolver.

—Esas cosas están en aquello que tú llamas «pasado» y esperan una decisión en aquello que tú llamas «futuro» —digo—. Entorpecen, contaminan y no dejan que entiendas el presente. Trabajar sólo con la experiencia es repetir viejas soluciones para nuevos problemas. Conozco a mucha gente que sólo consigue tener una identidad cuando habla de sus problemas. Así existe: porque tiene problemas que están relacionados con lo que cree que es «su historia».

Como nadie comenta nada, prosigo con mi explicación:

—Es preciso un gran esfuerzo para liberarse de la memoria pero, cuando lo consigues, empiezas a descubrir que eres más capaz de lo que creías. Habitas en este cuerpo gigantesco que es el Universo, donde están las soluciones y todos los problemas. Visita tu alma en vez de visitar tu pasado. El Universo pasa por muchas mutaciones y las lleva con él. A cada una de esas mutaciones la llamamos «una vida». Pero, de la misma manera que las células de tu cuerpo cambian y tú sigues igual, el tiempo no pasa, sólo cambia. Crees que eres la misma persona que estaba en Ekaterinburg haciendo algo. No lo eres. No soy la misma persona que cuando empecé a hablar. Tampoco el tren está en el mismo lugar que donde Hilal tocó su violín. Todo ha cambiado, y no somos capaces de percibirlo claramente.

—Pero un día el tiempo de esta vida se acaba —interviene Yao.

—¿Se acaba? La muerte es una puerta hacia otra dimensión.

—Y sin embargo, a pesar de todo lo que dices, nuestros seres queridos y nosotros mismos partiremos algún día.

—Nunca, absolutamente nunca, perdemos a nuestros seres queridos —afirmo—. Nos acompañan, no desaparecen de nuestras vidas. Simplemente estamos en habitaciones diferentes. No puedo ver lo que hay en el vagón de delante, pero hay gente viajando en el mismo tiempo que yo, que vosotros, que todo el mundo. El hecho de no poder hablar con ellos, de saber lo que ocurre en el otro vagón, es absolutamente irrelevante; están allí. Así, eso que llamamos «vida» es un tren con muchos vagones. A veces estamos en uno, a veces en otro. Otras veces pasamos de uno a otro, cuando soñamos o cuando nos dejamos llevar por lo extraordinario.

—Pero no podemos verlos ni comunicarnos con ellos.

—Sí podemos. Todas las noches pasamos a otro plano mientras dormimos. Hablamos con los vivos, con los que creemos muertos, con los que están en otra dimensión, con nosotros mismos, las personas que hemos sido y que seremos algún día.

La energía se vuelve más fluida, sé que puedo perder la conexión de un momento a otro.

—El amor siempre vence a eso que llamamos muerte. Por eso no tenemos que llorar por nuestros seres queridos, porque siguen siendo queridos y permanecen a nuestro lado. Tenemos una gran dificultad para aceptarlo. Si no lo creéis, no merece la pena que siga con la explicación.

Noto que Yao ha bajado la cabeza. Lo que me preguntó antes está siendo respondido ahora.

—¿Y a los que odiamos?

—Tampoco debemos subestimar a nuestros enemigos que han pasado al otro lado —respondo—. En la Tradición mágica, tienen el curioso nombre de «viajeros». No digo que puedan hacer algún mal aquí. No pueden, a no ser que vosotros lo permitáis. Porque en realidad estamos allí con ellos, y ellos están aquí con nosotros. Aquí en el tren. La única manera de resolver el problema es corregir los errores y superar los conflictos. Sucederá en algún momento, aunque a veces sean necesarias muchas «vidas» para llegar a esa conclusión. Nos estamos encontrando y despidiendo por toda la eternidad. Una partida seguida de un regreso, siempre un regreso seguido de una partida.

—Pero has dicho que somos parte del todo. No existimos.

—Existimos de la misma manera que existe una célula. Puede causar un cáncer destructivo, afectar a gran parte del organismo. O puede esparcir los elementos químicos que producen alegría y bienestar. Pero la célula no es la persona.

—¿Por qué entonces tantos conflictos?

—Para que el Universo camine. Para que el cuerpo se mueva. Nada personal. Escuchad.

Escuchan, pero no oyen. Será mejor ser más claro.

—En este momento el raíl y la rueda están en conflicto y oímos el ruido de la fricción entre los metales. Pero lo que justifica a la rueda es el raíl, y lo que justifica al raíl es la rueda. El ruido del metal es irrelevante. Es simplemente una manifestación, no es un grito de queja.

La energía está prácticamente disipada. La gente sigue preguntando, pero no soy capaz de responder de manera coherente. Todos entienden que es el momento de parar.

—Gracias —dice Yao.

—No me lo agradezcas. Yo también estaba escuchando.

—Te refieres a…

—No me refiero a nada en especial, y me refiero a todo. Veis que he cambiado mi actitud con Hilal. No debería decirlo aquí porque no la va a ayudar en nada; al contrario, algún espíritu débil puede sentir algo que sólo degrada al ser humano, lo que llamamos celos. Pero mi encuentro con Hilal ha abierto una puerta; no la que yo quería, sino otra. He pasado a otra dimensión de mi vida. A otro vagón, en el que hay muchos conflictos no resueltos. La gente me espera, tengo que ir hasta allí.

—Otro plano, otro vagón…

—Eso. Estamos eternamente en el mismo tren, hasta que Dios decida detenerlo por alguna razón que sólo Él conoce. Pero, como es imposible quedarnos siempre en nuestro compartimento, caminamos de un lado a otro, de una vida a otra, como si ocurriesen sucesivamente. No ocurren: soy quien fui y quien seré. Cuando me encontré a Hilal fuera del hotel en Moscú, me habló de una historia que yo escribí sobre un fuego en lo alto de la montaña. Hay otra historia respecto al fuego sagrado que os voy a contar:

»El gran rabino de Israel, Shem Tov, cuando veía que su pueblo estaba siendo maltratado, se iba al bosque, encendía un fuego sagrado y decía una oración especial, pidiéndole a Dios que protegiese a su pueblo. Y Dios enviaba un milagro.

»Más tarde, su discípulo Maggid de Mezritch, siguiendo los pasos de su maestro, iba al mismo lugar del bosque y decía: “Maestro del Universo, no sé cómo encender el fuego sagrado, pero aún conozco la oración especial. ¡Escúchame, por favor!” El milagro sucedía.

»Pasó una generación y el rabino Mosheleib de Sasov, cuando veía cómo se perseguía a su pueblo, iba al bosque y decía: “No sé encender el fuego sagrado ni conozco la oración especial, pero todavía recuerdo el lugar. ¡Ayúdanos, Señor!” Y el Señor los ayudaba.

»Cincuenta años después, el rabino de Israel, Rizbin, en su silla de ruedas, hablaba con Dios: “No sé encender el fuego sagrado, no conozco la oración y ni tan siquiera puedo encontrar el lugar en el bosque. Todo lo que puedo hacer es contar esta historia, esperando que Dios me escuche.”

»Ahora soy yo el que habla. Ya no es la energía divina. Pero, aunque no sepa cómo volver a encender el fuego sagrado, ni siquiera la razón por la que fue encendido, al menos aún puedo contar una historia.

»Sed amables con ella.

Hilal finge no haber escuchado. De hecho, todo el mundo finge no haber escuchado.

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