Aleph

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El anillo de fuego

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El anillo de fuego

«Es necesario desarrollar una estrategia que utilice todo lo que está a tu alrededor. La mejor manera de prepararse para un desafío es tener a mano una capacidad infinita de respuesta.»

Por fin consigo acceso a Internet. Necesitaba recordar todo lo que había aprendido sobre el Camino de la Paz.

«La búsqueda de la paz es una manera de rezar que acaba generando luz y calor. Olvídate un poco de ti mismo, has de saber que en la luz está la sabiduría y en el calor reside la compasión. Al caminar por este planeta, procura notar la verdadera forma de los cielos y de la tierra. Podrás si no te dejas paralizar por el miedo y decides que todos tus gestos y actitudes se corresponderán con aquello que piensas.»

Alguien llama a la puerta. Estoy tan concentrado que me cuesta entender qué sucede. Mi primer impulso es simplemente no responder, pero imagino que pueda ser algo urgente; ¿quién tendría el valor de despertar a alguien a aquellas horas?

Mientras voy a abrir, me doy cuenta de que existe una persona con el valor suficiente para hacer eso.

Hilal está al otro lado, con camiseta roja y pantalón de pijama. Sin decir nada, entra en la habitación y se acuesta en mi cama.

Me acuesto a su lado. Ella se acerca, y yo la abrazo.

—¿Dónde has estado? —pregunta.

«Dónde has estado» es más que una frase. El que lo pregunta también dice «Te he echado de menos», «me gustaría estar contigo», «tienes que contarme todo lo que haces».

No respondo, simplemente acaricio sus cabellos.

—Llamé a Tatiana y pasamos la tarde juntas —responde a algo que yo no he preguntado y tampoco he respondido—. Es una mujer triste, y la tristeza es contagiosa. Me contó que tiene una hermana gemela, drogadicta, incapaz de conseguir un trabajo ni de tener una relación amorosa normal. Pero la tristeza de Tatiana no se debe a eso, sino al hecho de que tiene éxito, es guapa, deseada por los hombres, tiene un trabajo que le gusta y, aunque esté divorciada, ya ha encontrado a otro hombre que está enamorado de ella. El problema es que, cada vez que ve a su hermana, siente un terrible complejo de culpa. Primero, porque no puede hacer nada. Segundo, porque su victoria hace la derrota de su hermana más amarga. Es decir, nunca somos felices, sean cuales sean las circunstancias. Tatiana no es la única persona en el mundo que piensa así.

Yo sigo acariciando sus cabellos.

—Recuerdas lo que conté en la embajada, ¿verdad? Todo el mundo está convencido de que tengo un talento extraordinario, de que soy una gran violinista y de que mi carrera estará llena de reconocimiento y de gloria. La profesora te lo dijo, y añadió: «Es muy insegura, inestable.» No es verdad; domino la técnica, conozco los lugares en los que sumergirme para buscar la inspiración, pero NO nací para eso y nadie me va a convencer de lo contrario. El instrumento es mi manera de huir de la realidad, el carro de fuego que me lleva muy lejos de mí misma, y gracias a él estoy viva. Sobreviví para poder encontrar a una persona que me iba a redimir de todo el odio que siento. Al leer tus libros, entendí que esa persona eras tú. Claro.

—Claro.

—He intentado ayudar a Tatiana, diciéndole que desde muy joven me he dedicado a destruir a todos los hombres que se acercan a mí sólo porque uno de ellos intentó inconscientemente destruirme. Pero no lo cree, piensa que soy una niña. Aceptó quedar conmigo para tener acceso a ti.

Se mueve, se acerca más. Siento el calor de su cuerpo.

—Me preguntó si podía ir con nosotros hasta el lago Baikal. Dice que, aunque el tren pasa todos los días por Novosibirsk, nunca ha tenido una razón para cogerlo. Ahora la tiene.

Tal como pensaba, ahora que estamos juntos en la cama simplemente siento ternura por la chica que está a mi lado. Apago la luz, y la habitación queda iluminada por las chispas del acero que está siendo moldeado por el fuego en una obra que hay al lado.

—Le he dicho que no. Que, aunque coja el tren, nunca conseguirá llegar a tu vagón. Los revisores no dejan pasar de una clase a otra. Entendió que no la quería cerca.

—La gente aquí trabaja toda la noche —digo.

—¿Me estás escuchando?

—Te estoy escuchando, pero no comprendo. Otra persona me busca en las mismas circunstancias que tú. En vez de ayudarla, la apartas totalmente.

—Porque tengo miedo. Miedo de que ella se acerque demasiado y que pierdas el interés por mí. Como no sé exactamente quién soy ni lo que hago aquí, todo puede desaparecer de un momento a otro.

Muevo el brazo izquierdo, encuentro los cigarrillos, enciendo uno para mí y otro para ella. Pongo el cenicero en mi pecho.

—¿Me deseas? —pregunta.

Tengo ganas de decir: «Sí, te deseo cuando estás lejos, cuando sólo eres una fantasía en mi cabeza. Hoy luché durante casi una hora pensando en ti, en tu cuerpo, en tus piernas, en tus senos, y la lucha consumió sólo una parte ínfima de esa energía. Soy un hombre que ama y desea a su mujer, y aun así te deseo. No soy el único que te desea, no soy el único hombre casado que desea a otra mujer. Todos cometemos adulterio de pensamiento, pedimos perdón y volvemos a cometerlo. Y no es el miedo al pecado lo que me hace permanecer aquí contigo en mis brazos y no tocar tu cuerpo. No tengo ese tipo de culpa. Pero hay algo muchísimo más importante que hacer el amor contigo ahora. Por eso estoy en paz a tu lado, viendo la habitación del hotel iluminada por la luz de las chispas de la obra de al lado.»

—Claro que te deseo. Mucho. Soy un hombre y tú una mujer muy atractiva. Además siento una inmensa ternura por ti, que crece cada día. Admiro cómo pasas con facilidad de mujer a niña y de niña a mujer. Es como el arco que toca las cuerdas del violín y que crea una melodía divina.

Las brasas de ambos cigarrillos aumentan. Dos caladas.

—¿Y por qué no me tocas?

Apago mi cigarrillo, ella apaga el suyo. Sigo acariciando sus cabellos y forzando el viaje al pasado.

—Tengo que hacer algo muy importante para los dos. ¿Recuerdas el Aleph? Tengo que entrar por aquella puerta que nos asustó.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Nada. Simplemente quedarte a mi lado.

Empiezo a imaginar el anillo de luz dorada subiendo y bajando por mi cuerpo. Empieza en los pies, va hasta la cabeza y vuelve. Al principio es difícil concentrarme, pero poco a poco adquiere velocidad.

—¿Puedo hablar?

Sí, puede. El anillo de fuego está más allá de este mundo.

—No hay nada peor en el mundo que ser rechazada. Tu luz encuentra la luz de otra alma, crees que las ventanas se van a abrir, va a entrar el sol y las heridas del pasado por fin van a cicatrizar. Y, de repente, nada de lo que has imaginado sucede. Tal vez estoy pagando por todos los hombres a los que he hecho sufrir.

La luz dorada, que antes era sólo un esfuerzo de mi imaginación, un ejercicio clásico y conocido para volver a las vidas pasadas, empieza a moverse de manera independiente.

—No, no estás pagando nada. Yo no estoy pagando nada. Recuerda lo que te dije en el tren: estamos viviendo ahora todo lo que está en el pasado y en el futuro. En este preciso momento, en un hotel de Novosibirsk, el mundo está siendo creado y destruido. Estamos redimiendo todos los pecados, si ése es nuestro deseo.

No sólo en Novosibirsk, sino en todos los lugares del Universo, el tiempo late como el gigantesco corazón de Dios, expandiéndose y contrayéndose. Ella se acerca más, y yo siento su pequeño corazón latiendo a mi lado, cada vez más fuerte.

También se mueve más rápido el anillo dorado alrededor de mi cuerpo. La primera vez que hice ese ejercicio —después de leer un libro que enseñaba «cómo descubrir los misterios de las vidas pasadas»— fui proyectado inmediatamente hacia Francia, a mediados del siglo XIX, y allí me vi escribiendo un libro sobre los mismos temas acerca de los que escribo hoy en día. Descubrí mi nombre, dónde vivía, qué tipo de pluma usaba y cuál era la frase que acababa de terminar. El susto fue tan grande que inmediatamente volví al presente, a la playa de Copacabana, a la habitación donde mi mujer dormía plácidamente a mi lado. Al día siguiente investigué todo lo que pude sobre quién había sido y decidí, una semana después, volver a encontrarme conmigo mismo. No funcionó. Y, por más que lo intenté, siguió sin funcionar.

Hablé con J. al respecto. Me explicó que siempre se da una especie de «suerte del principiante», concebida por Dios sólo para demostrar que es posible; pero después esa situación se invierte y el proceso pasa a ser como cualquier otro. Me sugirió que no volviese a hacerlo, a no ser que tuviese algo realmente importante que resolver en alguna de mis vidas pasadas; además, era una pura y simple pérdida de tiempo.

Años más tarde me presentaron a una mujer en São Paulo. Médica homeópata, con éxito en la vida y con una profunda compasión por sus clientes. Cada vez que nos veíamos era como si ya la conociera de antes. Hablamos sobre el tema y me dijo que ella sentía lo mismo. Un hermoso día estábamos en el balcón de mi hotel, contemplando la ciudad, cuando le propuse que hiciésemos juntos el ejercicio del anillo. Ambos fuimos proyectados por la puerta que vi cuando Hilal y yo descubrimos el Aleph. Aquel día la médica se despidió con una sonrisa en la cara, pero nunca más conseguí volver a ponerme en contacto con ella. Ya no me contestaba al teléfono, se negó a recibirme cuando fui a la clínica en la que trabajaba, y entendí que de nada valía insistir.

La puerta, sin embargo, estaba abierta; el pequeño orificio en el dique se había convertido en un agujero de donde brotaba el agua cada vez con más fuerza. Con el paso de los años, volví a encontrarme con tres mujeres que me causaron la misma sensación de que nos conocíamos, pero no repetí el error que había cometido con la médica e hice el ejercicio yo solo. Ninguna de ellas supo jamás que yo era el responsable de algo terrible de sus vidas pasadas.

El conocimiento de mi error, sin embargo, jamás me ha paralizado. Estaba sinceramente decidido a corregirlo. Ocho mujeres habían sido víctimas de la tragedia, y yo tenía la certeza de que una de ellas me acabaría contando exactamente el final de aquella historia. Porque lo sabía casi todo, menos la maldición que había sido lanzada sobre mí.

Y fue así como me embarqué en el Transiberiano y, más de una década después, me sumergí de nuevo en el Aleph. La quinta mujer ahora está acostada a mi lado, hablando de cosas que ya no me interesan, porque el anillo de fuego gira cada vez más rápido. No, no quiero llevarla conmigo a donde nos encontramos antes.

—Sólo las mujeres creen en el amor. Los hombres, no —dice.

—Los hombres creen en el amor —respondo.

Sigo acariciando sus cabellos. Los latidos de su corazón empiezan a disminuir de intensidad. Imagino que sus ojos están cerrados, se siente amada, protegida, y la idea de rechazo desaparece tan rápidamente como llegó.

Su respiración empieza a ser más lenta. Vuelve a moverse, pero esta vez es sólo para encontrar una posición más cómoda. Yo también me muevo, saco el cenicero de mi pecho, vuelvo a ponerlo en la mesilla y la rodeo con mis brazos.

El anillo dorado ahora se mueve a una velocidad increíble, va de los pies a la cabeza, de la cabeza a los pies. Y de repente siento que el aire a mi alrededor se mueve, como si algo hubiese explotado.

Mis gafas están empañadas. Mis uñas, sucias. La vela apenas ilumina el ambiente, pero puedo ver las mangas de la ropa que llevo puesta: áspera y mal cosida.

Delante de mí hay una carta. Siempre la misma.

Córdoba, 11 de julio de 1492

Estimado:

Pocas armas nos han quedado, entre ellas la Inquisición, que ha sido objeto de los más férreos ataques. La mala fe de algunos y los prejuicios de otros hacen pasar al inquisidor por un monstruo. En este momento difícil y delicado, cuando esta supuesta Reforma está fomentando la rebelión en los hogares y los desórdenes en las calles, calumniando a este tribunal de Cristo y acusándolo de torturas y monstruosidades, ¡nosotros somos la autoridad! Y la autoridad tiene el deber de castigar con la pena máxima a aquellos que perjudican gravemente el bien general, amputando del cuerpo enfermo un miembro que lo contamina, para impedir que los otros imiten su ejemplo. Así, es justo que la pena de muerte les sea aplicada a los que, propagando la herejía con obstinación, hacen que muchas almas sean lanzadas al fuego del Infierno.

Esas mujeres piensan que tienen plena libertad para proclamar el veneno de sus errores, para sembrar la lujuria y la adoración al diablo. ¡Son brujas! Los castigos espirituales no siempre son suficientes. La mayoría de la gente es incapaz de comprenderlos. La Iglesia debe poseer —y posee— el derecho a denunciar lo que está mal y a exigir una actitud radical de las autoridades.

Esas mujeres apartan al marido de la esposa, al hermano de la hermana, al padre de los hijos. Sin duda, la Iglesia es una madre llena de misericordia, siempre dispuesta a perdonar. Nuestra única preocupación es conseguir que se arrepientan, con el fin de que podamos entregar sus almas ya purificadas al Creador. Como un arte divino —en el que se reconoce la inspirada palabra de Cristo—, administra los castigos hasta que confiesen sus rituales, sus maquinaciones, los hechizos que hicieron por la ciudad ahora transformada en caos y anarquía.

Este año hemos conseguido expulsar a los musulmanes al otro lado de África, porque nos guiaba el brazo victorioso de Cristo. Dominaban casi toda Europa, pero la fe nos ha ayudado y hemos vencido todas las batallas. Los judíos también han huido, y los que se han quedado serán convertidos a sangre y fuego.

Peor que los judíos y los árabes fue la traición de aquellos que decían creer en Cristo y que nos apuñalaron por la espalda. Pero también ellos serán castigados cuando menos se lo esperen; es sólo una cuestión de tiempo.

En este momento, debemos concentrar nuestras fuerzas en aquellos que, de manera insidiosa, se infiltran en nuestro rebaño, verdaderos lobos vestidos con piel de cordero. Tenéis la oportunidad de demostrarles a todos que el mal jamás pasará desapercibido, porque si esas mujeres se salen con la suya, la noticia se difundirá, se dará mal ejemplo, el viento del pecado se convertirá en huracán; nos veremos debilitados, volverán los árabes, los judíos se agruparán otra vez y mil quinientos años de lucha por la paz de Cristo habrán sido en vano.

Se ha dicho que la tortura fue instituida por el tribunal del Santo Oficio. ¡Nada más falso! Todo lo contrario: cuando el derecho romano admitió la tortura, la Iglesia inicialmente la rechazó. Y ahora, apremiados por la necesidad, la hemos adoptado, ¡pero su uso es LIMITADO! El papa permitió —pero no ordenó— que en casos excepcionales se aplique la tortura. Sin embargo, este permiso se restringe exclusivamente a los herejes. En este tribunal de la Inquisición, tan injustamente desacreditado, todo su código es sabio, honesto y prudente. Después de cualquier denuncia, siempre les permitimos a los pecadores la gracia del sacramento de la confesión antes de volver para afrontar el juicio en los Cielos, donde secretos que no conocemos serán revelados. Nuestro mayor interés es salvar esas pobres almas, y el inquisidor tiene derecho a interrogar y a prescribir los métodos necesarios para que el culpable CONFIESE. Es entonces cuando interviene, a veces, la aplicación de la tortura, pero sólo de la forma indicada anteriormente.

Sin embargo, los adversarios de la gloria divina nos acusan de ser verdugos sin corazón, sin tener en cuenta que la Inquisición aplica la tortura ¡con una mesura y una indulgencia desconocidas ante todos los tribunales civiles de nuestro tiempo! La tortura sólo puede ser empleada UNA vez en cada proceso, de modo que espero que no desperdicies la única oportunidad que tienes. Si no actúas de la manera correcta, estarás desacreditando al tribunal, y nos veremos obligados a liberar a aquellas que sólo han venido a este mundo para sembrar la semilla del pecado. Todos somos débiles, sólo el Señor es fuerte. Pero Él nos hace fuertes cuando nos da el honor de luchar por la gloria de Su nombre.

No tienes derecho a errar. Si esas mujeres son culpables, tienen que confesar antes de poder entregarlas a la misericordia del Padre.

Y, aunque sea tu primera vez y tu corazón esté lleno de lo que cree ser compasión, que en verdad no es más que debilidad, recuerda que Jesús no dudó en echar a los mercaderes del Templo. Tu Superior se encargará de mostrarte los procedimientos correctos, de modo que, cuando llegue el momento de reaccionar en el futuro, puedas usar el látigo, la rueda, lo que esté a tu alcance, sin que tu espíritu se debilite. Recuerda que no hay nada más piadoso que la muerte en la hoguera. Es la forma más legítima de purificación. ¡El fuego quema la carne pero limpia el alma, que entonces podrá subir a la gloria de Dios!

Tu trabajo es fundamental para mantener el orden, para que nuestro país supere las dificultades internas, para que la Iglesia reconquiste el poder amenazado por las iniquidades y la palabra del Cordero vuelva a resonar en el corazón de la gente. A veces es necesario utilizar el miedo para que el alma encuentre su camino. A veces es preciso recurrir a la guerra para que finalmente podamos vivir en paz. No nos importa la manera en que nos juzgan ahora, porque el futuro nos hará justicia y reconocerá nuestro trabajo.

Sin embargo, aunque en el futuro no se comprenda lo que hemos hecho y se olvide que nos vimos obligados a ser duros para que todos pudieran vivir en la mansedumbre predicada por el Hijo, sabemos que la recompensa nos espera en el Cielo.

Las semillas del mal han de ser arrancadas de la tierra antes de que echen raíces y crezcan. Ayuda a tu Superior a cumplir el deber sagrado, sin odio contra esas pobres criaturas, pero sin piedad con el Maligno.

Recuerda que hay otro tribunal en el Cielo, y te pedirá cuentas por cómo administraste el deseo de Dios en la Tierra.

F. T. T., O. P.

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