Aleph

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La rosa dorada

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Siento un insoportable dolor de cabeza por culpa del vodka mongolsiberiano, a pesar de todas las pastillas y antiácidos que he tomado. El viento es cortante, incluso con el día claro y sin nubes en el cielo. Los bloques de hielo se confunden con las piedras de la orilla, aunque ya sea primavera. El frío es insoportable, a pesar de toda la ropa que llevo encima.

Y un solo pensamiento: «¡Dios mío, estoy en casa!»

Un lago en el que casi no puedo ver la otra orilla, agua transparente, las montañas nevadas al fondo, un barco de pescadores que parte y debe volver al atardecer. Quiero estar allí, completamente presente, porque no sé si algún día voy a volver. Respiro hondo varias veces, procurando interiorizarlo todo.

—Una de las visiones más hermosas que he tenido en toda mi vida.

Yao se envalentona con mi comentario y decide darme más datos técnicos. Me explica que el lago Baikal, llamado «mar del Norte» en los antiguos textos chinos, concentra el veinte por ciento del agua dulce del planeta y tiene veinticinco millones de años, pero nada de eso me interesa.

—No me distraigas, quiero interiorizar todo este paisaje dentro de mi alma.

—Muy grande. ¿Por qué no lo haces al revés: te sumerges y te unes al alma del lago?

O sea, provocar un choque térmico y morirme congelado en Siberia. Pero por fin consiguió desconcentrarme; mi cabeza está pesada, el viento, insoportable, y decidimos irnos al lugar donde vamos a pasar la noche.

—Gracias por haber venido. No te arrepentirás.

Nos dirigimos a la posada de una aldea que tiene calles de tierra y casas parecidas a las que había visto en Irkutsk. Delante de la puerta hay un pozo. Delante del pozo, una cría intenta sacar un cubo de agua. Hilal se acerca para ayudarla, pero, en vez de tirar de la cuerda, pone a la niña peligrosamente en el borde.

—Dice el

I Ching: «Puedes mover una ciudad, pero no un pozo». Yo digo que puedes mover el caldero, pero no a la cría. Ten cuidado.

La madre de la niña se acerca y discute con Hilal. Las dejo a las dos, entro y me voy a mi habitación. Yao no quería de ninguna manera que Hilal viniese. El lugar en el que nos vamos a reunir con el chamán no permite la entrada a mujeres. Le expliqué que la visita no me interesaba mucho. Yo conocía la Tradición, propagada por toda la Tierra, y ya había estado con varios chamanes en mi país. Sólo había aceptado ir hasta allí porque Yao me había ayudado y me había enseñado muchas cosas durante el viaje.

—Necesito pasar cada segundo que pueda al lado de Hilal —le dije cuando aún estábamos en Irkutsk—. Sé lo que hago. Estoy en el camino de vuelta a mi reino. Si no me ayuda ahora, sólo me quedarán otras tres oportunidades en esta «vida».

Aunque no entendió bien lo que quería decir, acabó cediendo.

Coloco la mochila en un rincón, pongo la calefacción al máximo, cierro las cortinas y me echo en la cama, deseando que el dolor de cabeza se me pase ya. Entra Hilal.

—Me has dejado ahí fuera hablando con esa mujer. Sabes que detesto a los extraños.

—Aquí somos nosotros los extraños.

—Detesto que me juzguen todo el tiempo, mientras oculto mi miedo, mis emociones, mi vulnerabilidad. Tú me ves como una chica con talento, valiente, que no se deja intimidar por nada. ¡Te equivocas! Me dejo intimidar por todo. Evito miradas, sonrisas, contactos más directos, sólo he hablado contigo. ¿O acaso no te has dado cuenta?

Lago Baikal, montañas nevadas, agua límpida, uno de los lugares más hermosos del planeta, y esta discusión estúpida.

—Vamos a descansar un poco. Después saldremos a dar una vuelta. Por la noche me voy a reunir con un chamán.

Ella se dispone a dejar su mochila.

—Tienes tu habitación.

—Pero en el tren…

No termina la frase. Golpea la puerta. Me quedo mirando el techo, preguntándome a mí mismo qué hacer en ese momento. No me puedo dejar llevar por la culpa. No puedo y no quiero porque amo a otra mujer que en este momento está lejos, confiada, a pesar de conocer bien a su marido. Si todas las tentativas anteriores fueron inútiles, tal vez éste sea el lugar ideal para dejárselo bien claro a una cría obsesiva y flexible, fuerte y frágil.

No tengo la culpa de lo que sucede. Hilal tampoco. La vida nos ha puesto en esta situación y espero que sea por nuestro bien. ¿Espero? Necesito estar seguro. Lo estoy. Empiezo a rezar y me quedo dormido en seguida.

Cuando me despierto, voy hasta su habitación y escucho la música del violín. Espero a que termine antes de llamar a la puerta.

—Vamos a dar un paseo.

Ella me mira entre sorprendida y feliz.

—¿Estás mejor? ¿Puedes aguantar el viento y el frío?

—Sí, estoy mucho mejor. Salgamos.

Caminamos por el pueblo, que parece salido de un cuento de hadas. Un día los turistas van a llegar aquí, se construirán enormes hoteles, las tiendas venderán camisetas, mecheros, postales, imitaciones de las casas de madera. Después harán gigantescos aparcamientos para los autobuses de dos pisos que descargarán gente con cámaras fotográficas digitales, decidida a capturar todo el lago en un chip. El pozo que vimos será destruido y sustituido por otro, que servirá para adornar la calle, pero ya no dará agua a sus habitantes; estará cerrado por orden municipal, para evitar el riesgo de que los niños extranjeros se asomen al borde. El barco de pesca que vi por la mañana dejará de existir. Las aguas del Baikal serán surcadas por yates modernos que ofrecen excursiones de un día al centro del lago (comida incluida). Pescadores y cazadores profesionales vendrán a la región, provistos de licencias para ejercer sus actividades, por las que pagarán al día el equivalente a lo que los cazadores y pescadores de la región ganan en un año.

Pero de momento no es más que una ciudad perdida en Siberia, donde un hombre y una mujer mucho más joven que él caminan cerca de un río que ha creado el deshielo. Se sientan en la orilla.

—¿Recuerdas nuestra conversación de ayer en el restaurante?

—Más o menos. Bebí mucho. Recuerdo que Yao no se dejó acobardar cuando se acercó aquel inglés a nuestra mesa.

—Yo hablé del pasado.

—Me acuerdo. Entendí perfectamente lo que decías, porque, en aquel segundo en el que estuvimos en el Aleph, te vi con ojos de amor y de indiferencia, con la cabeza cubierta por una capucha. Me sentía traicionada, humillada. Mis relaciones en mis vidas pasadas no me interesan. Estamos en el presente.

—¿Ves este río que hay frente a nosotros? Pues en la sala de mi casa hay un cuadro con una rosa puesta en un río parecido a éste. La mitad de la pintura desapareció con el agua y las inclemencias del tiempo, de modo que los bordes son irregulares; aun así todavía puedo ver la hermosa rosa roja, pintada sobre un fondo dorado. Conozco a la artista. En 2003, fuimos juntos a un bosque de los Pirineos, descubrimos el riachuelo, que en aquel momento estaba seco, y escondimos el lienzo debajo de las piedras que cubrían su lecho.

»Es mi mujer. En este momento, está físicamente a miles de kilómetros de distancia, durmiendo porque todavía no es de día, aunque aquí ya sean las cuatro de la tarde. Estamos juntos desde hace más de un cuarto de siglo: cuando la conocí, tuve la absoluta certeza de que lo nuestro no iba a salir bien. Durante los dos primeros años, yo estaba siempre preparado para que alguno de los dos se fuese. Durante los cinco años siguientes, seguí pensando que simplemente nos habíamos acostumbrado el uno al otro, pero que pronto nos íbamos a dar cuenta y cada uno seguiría su destino. Me había convencido a mí mismo de que cualquier compromiso más serio me privaría de “libertad” y me impediría vivir todo lo que deseaba.

Noto que la chica que está a mi lado empieza a sentirse incómoda.

—¿Y eso qué tiene que ver con el río y la rosa?

—Estábamos en el verano de 2002, yo ya era un escritor conocido, tenía dinero y creía que mis valores básicos no habían cambiado. Pero ¿cómo estar absolutamente seguro? Probando. Alquilamos una pequeña habitación en un hotel de dos estrellas en Francia, donde empezamos a pasar cinco meses al año. El armario no podía crecer, de modo que limitamos nuestra ropa a lo esencial. Recorríamos bosques y montañas, cenábamos fuera, pasábamos horas charlando, íbamos al cine todos los días. Vivir en esas condiciones nos confirmó que las cosas más sofisticadas del mundo son precisamente aquellas que están al alcance de todos.

»A ambos nos apasiona lo que hacemos. Para mi trabajo todo lo que necesito es un ordenador portátil. Sucede que mi mujer es… pintora. Y los pintores necesitan gigantescos talleres para producir y guardar sus trabajos. No quería de ninguna manera que sacrificase su vocación por mí, de modo que me propuse alquilar algún local. Sin embargo, mirando a su alrededor, viendo las montañas, los valles, los ríos, los lagos, los bosques, ella pensó: ¿por qué no lo almaceno aquí? ¿Y por qué no dejo que la naturaleza trabaje conmigo?

Hilal no puede dejar de mirar el río.

—De ahí nació la idea de «guardar» las pinturas al aire libre. Yo llevaba el portátil y escribía. Ella se arrodillaba en la hierba y pintaba. Un año después, cuando sacamos los primeros lienzos, el resultado era original y magnífico. El primer cuadro que sacó fue el de la rosa. Hoy, aunque tengamos una casa en los Pirineos, ella sigue enterrando y desenterrando sus pinturas por el mundo. Lo que nació de una necesidad se convirtió en su manera de crear. Yo veo el río, recuerdo la rosa y siento un amor casi palpable, físico, como si ella estuviese aquí.

El viento ya no es tan fuerte como antes, y gracias a eso el sol calienta un poco. La luz a nuestro alrededor no podía ser más perfecta.

—Lo entiendo y lo respeto —dice ella—. Pero dijiste una frase en el restaurante, cuando hablabas del pasado: el amor es más fuerte. El amor es más grande que una persona.

—Sí. Pero el amor está hecho de elecciones.

—En Novosibirsk me hiciste concederte el perdón, y yo te lo concedí. Ahora te pido: di que me amas.

Le cojo la mano. Miramos el río juntos.

—La ausencia de respuesta también es una respuesta —dice ella.

Yo la abrazo y pongo su cabeza en mi hombro.

—Yo te amo. Te amo porque todos los amores del mundo son como ríos diferentes que corren hacia un mismo lago, y allí se encuentran y se transforman en un amor único que se hace lluvia y bendice la tierra.

»Yo te amo como un río, que crea las condiciones para que la vegetación y las flores crezcan por donde él pasa. Yo te amo como un río, que da de beber al que tiene sed y transporta a la gente hasta donde quiere llegar.

»Yo te amo como un río, que entiende que tiene que correr de manera distinta en una cascada y aprender a reposar en una depresión del terreno. Yo te amo porque todos nacemos en el mismo lugar, en la misma fuente, que sigue alimentándonos siempre con más agua. Así, cuando somos débiles todo lo que tenemos que hacer es esperar un poco. Vuelve la primavera, las nieves del invierno se derriten y vuelven a llenarnos de nueva energía.

»Yo te amo como un río que empieza solitario y débil en una montaña, poco a poco va creciendo y uniéndose a otros ríos que se acercan hasta que, a partir de un determinado momento, puede evitar cualquier obstáculo para llegar a donde desea.

»Entonces, yo recibo tu amor y te entrego mi amor. No el amor de un hombre por una mujer, no el amor de un padre por una hija, no el amor de Dios por sus criaturas. Sino un amor sin nombre, sin explicación, como un río que no puede explicar su curso, simplemente sigue adelante. Un amor que no pide y que no da nada a cambio, simplemente se manifiesta. Nunca voy a ser tuyo, tú nunca vas a ser mía, pero aun así puedo decir: yo te amo, yo te amo, yo te amo.

Puede que fuese la tarde, puede que fuese la luz, pero en aquel momento el Universo parecía estar por fin en armonía. Nos quedamos allí sentados, sin la menor voluntad de volver al hotel, donde Yao ya debía de estar esperándome.

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