Aleph

Aleph


La ciudad

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Ajusto el reloj por última vez en este viaje: son las cinco de la mañana del 30 de mayo de 2006. En Moscú, a siete horas de diferencia, la gente todavía está cenando en la noche del día 29.

Todos en el vagón se han despertado temprano o no han conseguido dormir. No por culpa del balanceo del tren, al cual ya nos hemos acostumbrado, sino porque dentro de nada llegaremos a Vladivostok, la estación final. Pasamos esos dos días en el vagón, gran parte del tiempo alrededor de esa mesa que durante toda esta eternidad ha sido el centro de nuestro universo. Comemos, contamos historias y les describo las sensaciones al sumergirme en el Baikal, aunque estaban más interesados por el encuentro con el chamán.

Mis editores tuvieron una idea genial: avisar a las siguientes ciudades en las que había paradas de la hora a la que iba a llegar el tren. Fuera de noche o de día yo me bajaba del vagón, la gente me esperaba en el andén, me daban libros para firmar, me daban las gracias y yo les daba las gracias a ellos. A veces nos quedábamos cinco minutos, otras veinte. Me bendecían, y yo aceptaba todas las bendiciones que me daban, tanto señoras mayores de largos abrigos, botas y pañuelo en la cabeza como chicos que salían de trabajar o que volvían a casa, generalmente vestidos con una simple camisa de trabajo, como diciéndoles a todos: «Soy más fuerte que el frío».

El día anterior decidí recorrer todo el tren. Siempre lo pensaba, pero acababa dejándolo para otro día, ya que nos quedaba un largo viaje por delante. Hasta que me di cuenta de que ya casi estábamos llegando.

Le pedí a Yao que me acompañase. Abrimos y cerramos una infinidad de puertas, imposible contar cuántas. Entonces entendí que no estaba en un tren, sino en una ciudad, en un país, en todo el Universo. Debería haberlo hecho antes; el viaje habría sido más rico, podría haber descubierto a personas interesantísimas, escuchar historias que tal vez podría transformar en libros.

Durante toda la tarde recorrí aquella ciudad sobre raíles, bajando sólo en las paradas para reunirme con los lectores que esperaban en las estaciones. Caminé por esta ciudad grande como por tantas otras en este mundo y asistí a las mismas escenas: el hombre que habla por el móvil, el chico que corre para coger algo que ha olvidado en el vagón restaurante, la madre con el bebé en el regazo, dos jóvenes que se besan en el estrecho pasillo al lado de los compartimentos sin prestar atención al paisaje que desfila fuera, radios con el volumen alto, señales que no soy capaz de descifrar, gente que ofrece cosas o que pide, un hombre con un diente de oro que se ríe con sus compañeros, una mujer con pañuelo en la cabeza que llora mirando al vacío. Me fumé unos cigarrillos con un grupo de gente al atravesar la estrecha puerta que daba al siguiente vagón, miré disimuladamente a hombres pensativos, bien vestidos, que parecían llevar el mundo en su espalda.

Caminé por aquella ciudad que se extiende como un gran río de acero que no deja de correr, en la que no hablo la lengua local, pero ¿eso qué importa? Escuché todo tipo de idiomas y de sonidos, y observé que, tal como sucede en las grandes ciudades, la mayoría de la gente no habla con nadie; cada pasajero va inmerso en sus problemas y sueños, obligado a convivir con tres extraños en el mismo compartimento, gente que no volverá a ver nunca más y que tiene problemas y sueños propios de los que preocuparse. Por más miserables y solitarios que se sientan, por más que necesiten compartir la alegría de una conquista o la tristeza que ahoga, es mejor y más seguro permanecer en silencio.

Decidí abordar a alguien, una mujer que supuse tendría mi edad. Le pregunté por dónde estábamos pasando. Yao empezó a traducir mis palabras, pero le pedí que no me ayudase, necesitaba imaginar cómo sería hacer este viaje solo: ¿conseguiría llegar hasta el final? La mujer hizo un gesto con la cabeza, diciendo que no había entendido lo que yo le había dicho; el sonido de las ruedas sobre los raíles era muy ruidoso. Repetí la pregunta, esta vez escuchó mis palabras, pero no entendió nada. Debió de pensar que era un loco y siguió adelante.

Lo intenté con una segunda, una tercera persona. Cambié la pregunta, quería saber por qué viajaban, qué hacían en aquel tren. Nadie entendió lo que quería y me alegré, porque mi pregunta es ridícula, todos saben lo que hacen, adónde van, incluso yo, aunque tal vez no haya llegado a donde quería. Alguien que se abría camino entre nosotros por el estrecho pasillo me oyó hablando inglés, se detuvo y me dijo con voz tranquila:

—¿Puedo ayudarlo? ¿Está usted perdido?

—No, no estoy perdido. ¿Por dónde estamos pasando?

—Estamos en la frontera con China, pronto giraremos a la derecha y bajaremos hacia Vladivostok.

Le di las gracias y seguí adelante. Había conseguido establecer un diálogo, podría viajar solo, nunca estaría perdido mientras hubiese tanta gente para ayudarme.

Caminé por la ciudad que parecía no terminar nunca y volví al punto de partida llevando conmigo las risas, las miradas, los besos, la música, las palabras en tantas lenguas diferentes, el bosque que pasaba por fuera y que seguramente no volveré a ver en mi vida, aunque vaya a permanecer siempre conmigo, en mi retina y en mi corazón.

Volví a la mesa que fue el centro de nuestro universo, escribí algunas líneas y las puse en el lugar en el que Yao pegaba siempre sus pensamientos diarios.

Leo lo que escribí ayer, después del paseo por el tren.

«No soy un extranjero porque no me pasé el tiempo rezando para volver seguro, no perdí el tiempo imaginando cómo estaría mi casa, mi mesa, mi lado de la cama. No soy un extranjero porque todos viajamos, tenemos las mismas preguntas, el mismo cansancio, los mismos miedos, el mismo egoísmo y la misma generosidad. No soy un extranjero porque, cuando necesité, recibí. Cuando llamé, la puerta se abrió. Cuando busqué, encontré lo que buscaba.»

Recuerdo que ésas fueron las palabras del chamán. Pronto nuestro vagón volverá a su punto de partida. Este papel desaparecerá en cuanto la mujer de la limpieza entre a limpiarlo. Pero yo no olvidaré nunca lo que escribí: porque no soy y nunca seré un extranjero.

Hilal se quedó la mayor parte del tiempo en su cuarto, tocando desesperadamente el violín. A veces sentía que hablaba con los ángeles, otras era simplemente una repetición para mantener la práctica y la técnica. En el camino de vuelta a Irkustk, tuve la certeza de que en mi paseo con el águila del Baikal no estaba solo. Nuestros espíritus habían visto juntos las mismas maravillas.

La noche anterior le pedí otra vez que durmiésemos juntos. Había intentado hacer el ejercicio del anillo luminoso yo solo, pero no conseguí ningún resultado aparte de conducirme —sin que yo lo desease— al escritor que fui en la Francia del siglo XIX. Él (o yo) terminaba un párrafo:

«Los momentos que anteceden al sueño son semejantes a la imagen de la muerte. El torpor nos invade, y es imposible determinar cuándo el “Yo” pasa a existir bajo otra forma. Nuestros sueños son nuestra segunda vida: soy incapaz de cruzar los portones que nos llevan al mundo invisible sin sentir un escalofrío.»

Esa noche ella se acostó a mi lado, puse la cabeza en su pecho y permanecimos en silencio —como si nuestras almas ya se conociesen desde mucho tiempo atrás y ya no hubiese necesidad de palabras, sólo de este contacto físico—. Por fin conseguí que el anillo dorado me llevase exactamente al lugar en el que quería estar: la ciudad cerca de Córdoba.

La sentencia se pronuncia en público, en medio de la plaza, como si estuviésemos en una gran fiesta popular. Las ocho chicas llevan una pieza de ropa blanca hasta los tobillos, tiemblan de frío, pero en breve van a experimentar el calor del fuego del Infierno, encendido por los hombres que creen actuar en nombre del Cielo. Le pedí a mi superior que me dispensase de estar entre los miembros de la Iglesia. No tuve que convencerlo, creo que está furioso por mi cobardía y me deja ir a donde quiera. Estoy entre la multitud, avergonzado, con la cabeza cubierta por la capucha de mi hábito de dominico.

Durante todo el día han llegado curiosos de las ciudades vecinas e, incluso antes de caer la tarde, ya llenaban la plaza. Los nobles han venido con sus trajes más llamativos, están sentados en sus sillas especiales de la primera fila. Las mujeres tuvieron tiempo para arreglarse el pelo y para maquillarse, de modo que todos puedan apreciar lo que creen es una manifestación de belleza. En las miradas de los presentes hay algo más que curiosidad; un sentimiento de venganza parece ser la emoción común. No se trata de alivio al ver cómo los culpables son castigados, sino de una represalia por el hecho de que sean bonitas, jóvenes, sensuales e hijas de gente muy rica. Merecen ser castigadas por todo lo que gran parte de las personas ahí congregadas dejó atrás en su juventud, o que nunca consiguió alcanzar. Venguémonos, pues, de la belleza. Venguémonos de la alegría, de las risas y de la esperanza. En un mundo como ése no hay lugar para sentimientos que demuestren que todos somos miserables, estamos frustrados, nos sentimos impotentes.

El inquisidor celebra una misa en latín. En un momento dado, durante el sermón en el que amonesta a la gente sobre las terribles penas que les esperan a los culpables de herejía, se oyen gritos. Son los padres de las jóvenes que están a punto de ser quemadas, a los que se ha mantenido hasta entonces fuera de la plaza, pero han conseguido romper la barrera y entrar.

El inquisidor interrumpe el sermón, la multitud los abuchea, los guardias se dirigen a ellos y los sacan de allí.

Llega un carro empujado por bueyes. Las chicas ponen los brazos hacia atrás, les atan las manos y los dominicos las ayudan a subir. Los guardias forman un cordón de seguridad alrededor del vehículo, la multitud deja espacio y los bueyes con su carga macabra son conducidos hacia la hoguera que se va a encender en un campo cercano.

Las chicas mantienen la cabeza baja; desde donde estoy es imposible saber si hay miedo o lágrimas en sus ojos. Una de ellas fue torturada de una forma tan bárbara que no puede permanecer de pie sin la ayuda de las otras. Los soldados intentan con mucha dificultad controlar a la multitud que se ríe, insulta y lanza cosas. Veo que el carro va a pasar cerca de donde yo estoy, intento salir de ahí, pero es tarde. La masa compacta de hombres, mujeres y niños que hay detrás no me deja moverme.

Ellas se acercan; la vestimenta blanca ahora está sucia de huevos, cerveza, vino, trozos de cáscara de patata. Que Dios se apiade de ellas. Espero que, en el momento en el que se encienda la hoguera, pidan perdón otra vez por sus pecados, —pecados que nadie de los que estamos ahí podríamos imaginar que serán transformados en virtudes—. Si piden la absolución, un cura escuchará una vez más sus confesiones, entregará sus almas a Dios, y todas serán estranguladas con una cuerda atada alrededor del cuello y pasada por detrás de la estaca. Sólo se quemarán sus cadáveres.

Si insisten en su inocencia, serán quemadas vivas.

Ya he asistido a otras ejecuciones como las de esta noche. Espero sinceramente que los padres de las niñas le hayan dado dinero al verdugo; así, mezclará un poco de aceite con la madera, el fuego arderá con rapidez, y la humareda las asfixiará antes de que el fuego empiece a consumir primero el pelo, después los pies, las manos, la cara, las piernas y finalmente el tronco. Sin embargo, si no ha habido oportunidad de sobornarlo, se quemarán lentamente, con un sufrimiento imposible de describir.

El carro ahora está delante de mí. Bajo la cabeza pero una de ellas me ve. Se vuelven todas, y me preparo para ser ofendido y agredido porque lo merezco, soy el más culpable de todos, el que se lavó las manos cuando una simple palabra podía haberlo cambiado todo.

Ellas me llaman. La gente de alrededor me mira, sorprendida; ¿conocía a aquellas brujas? Si no fuera por mi hábito de dominico, posiblemente me estarían pegando. Una fracción de segundo después, la gente que hay a mi alrededor se da cuenta de que debo de ser uno de los que las condenaron. Alguien me da una palmada de felicitación en la espalda; una mujer me dice: «Enhorabuena por tu fe.»

Ellas siguen llamándome. Y yo, que ya me he cansado de ser cobarde, decido levantar la cabeza y mirarlas.

En ese momento, todo queda congelado y no puedo ver más allá.

Pensé en llevarla hasta el Aleph, tan cercano a nosotros, pero ¿era ése realmente el sentido del viaje? Manipular a una persona que me ama sólo para obtener una respuesta acerca de algo que me atormenta: ¿me haría eso volver a ser el rey de mi reino? Si no lo conseguía ahora, lo conseguiría más adelante; con toda seguridad, otras tres mujeres esperaban en mi camino, si tenía el coraje de recorrerlo hasta el final. Con casi toda seguridad no me iba a ir de esta reencarnación sin saber la respuesta.

Ya es de día. La ciudad grande aparece en las ventanas laterales, la gente se levanta sin entusiasmo ni felicidad por estar llegando. Tal vez nuestro viaje comience realmente aquí.

La velocidad va disminuyendo, la ciudad de acero va parando lentamente, esta vez de manera definitiva. Me vuelvo hacia Hilal y le digo:

—Baja a mi lado.

Ella baja conmigo. La gente espera fuera. Una chica de ojos grandes sostiene un gran cartel con la bandera de Brasil y palabras escritas en portugués. Los periodistas se acercan, yo les doy las gracias a todos los rusos por el cariño que he recibido en cada momento mientras cruzaba el continente asiático. Me dan flores, los fotógrafos me piden que pose para algunas fotos delante de una gran columna de bronce, rematada por un águila de dos cabezas, con el siguiente grabado en su base:

9.288

No es necesario añadir «kilómetros». Todos los que han llegado hasta aquí saben qué quiere decir ese número.

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