Aleph

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El bambú chino

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Estar en este tren yendo de París a Londres, camino de la Feria del Libro, es una bendición para mí. Cada vez que vengo a Inglaterra me acuerdo de 1977, cuando dejé mi empleo en una discográfica decidido a pasar el resto de mi vida viviendo de la literatura. Alquilé un apartamento en Basset Road, hice algunos amigos, estudié vampirología, conocí la ciudad a pie, ligué, vi todas las películas de la cartelera y, en menos de un año, estaba de vuelta en Río de Janeiro, incapaz de escribir una sola línea. Esta vez me voy a quedar en la ciudad sólo tres días. Un encuentro con lectores, cenas en restaurantes indios y libaneses, conversaciones en el vestíbulo del hotel sobre libros, librerías y autores. No tengo planes de regresar a mi casa en Saint Martin hasta final de año. Desde aquí cojo un avión de regreso a Río de Janeiro, donde puedo escuchar mi lengua materna en la calle, tomar zumo de açaí[1] todas las noches y contemplar desde mi ventana, sin cansarme nunca, la vista más bella del mundo: la playa de Copacabana.

Poco antes de llegar, un chico entra en el vagón con un ramo de rosas y se pone a mirar a su alrededor. Es algo extraño, porque nunca he visto vendedores de flores en el Eurostar.

—Necesito doce voluntarios —dice en voz alta—. Cada uno llevará una rosa cuando lleguemos. La mujer de mi vida me está esperando, y me gustaría pedir su mano en matrimonio.

Varias personas se ofrecen, yo también, pero al final no resulto elegido. Aun así, cuando llegamos decido acompañar al grupo. El chico señala a una muchacha que está en el andén. Uno a uno, los pasajeros le van entregando las rosas. Al final, él le declara su amor, todos aplauden y la chica baja la cabeza, muerta de vergüenza. Después se besan y salen abrazados.

Un sobrecargo comenta:

—Esto es lo más romántico que ha sucedido en esta estación desde que trabajo aquí.

El único encuentro con lectores programado duró sólo cinco horas, pero me llenó de energía positiva y me hizo preguntarme: «¿Por qué tantos conflictos todos estos meses? Si mi progreso espiritual parece haber topado con una barrera infranqueable, ¿no será mejor tener un poco de paciencia? He vivido lo que poquísimas de las personas que me rodean han tenido la oportunidad de experimentar.»

Antes del viaje fui a una pequeña capilla en Barbazan-Debat. Allí le pedí a la Virgen que me orientase con su amor y me hiciera ser capaz de ver todas las señales que me llevasen a encontrarme de nuevo conmigo mismo. Sé que estoy en las personas que me rodean, y ellas están en mí. Juntos escribimos el Libro de la Vida, con nuestros encuentros siempre determinados por el destino y nuestras manos unidas en la fe de que podemos cambiar este mundo. Cada uno colabora con una palabra, una frase, una imagen, pero al final todo tiene sentido: la felicidad de uno se transforma en la alegría de todos.

Siempre nos preguntaremos las mismas cosas. Siempre necesitaremos tener la suficiente humildad para aceptar que nuestro corazón entiende la razón por la que estamos aquí. Sí, es difícil hablar con el corazón, pero ¿será realmente necesario? Basta tener confianza, seguir las señales, vivir tu Leyenda Personal y, tarde o temprano, nos damos cuenta de que formamos parte de algo, aunque no podamos comprenderlo racionalmente. Dice la tradición que, el segundo antes de nuestra muerte, nos damos cuenta de la verdadera razón de la existencia. En ese momento nace el Infierno o el Paraíso.

El Infierno es mirar hacia atrás en esa fracción de segundo y saber que hemos desperdiciado una oportunidad de dignificar el milagro de la vida. El Paraíso es poder decir en ese momento: «He cometido algunos errores pero no he sido cobarde. He vivido mi vida y he hecho lo que debía hacer.»

Entonces, no es necesario anticipar mi infierno y seguir dándole vueltas al hecho de no ser capaz de seguir adelante en lo que entiendo como «Búsqueda Espiritual». Debo seguir intentándolo, y eso basta. Incluso aquellos que no hicieron todo lo que podían haber hecho ya están perdonados; pagaron su pena mientras vivían, fueron infelices cuando podían estar en paz y armonía. Estamos todos redimidos, libres para seguir adelante en esta caminata que no tuvo comienzo y no tendrá fin.

No he traído ningún libro. Mientras espero para bajar y cenar con mis editores rusos, hojeo una de esas revistas que siempre hay en las habitaciones de los hoteles. Leo sin mucha curiosidad un artículo sobre el bambú chino. Después de plantada la semilla, no se ve nada durante aproximadamente cinco años, salvo un brote diminuto. Todo el crecimiento es subterráneo; se está construyendo una compleja estructura de raíces que se extiende vertical y horizontalmente por la tierra. Entonces, al final del quinto año, el bambú chino crece velozmente hasta alcanzar una altura de veinticinco metros.

No podía haber encontrado una lectura más aburrida para pasar el rato. Será mejor bajar y observar lo que sucede en el vestíbulo del hotel.

Tomo un café mientras espero la hora de la cena. Mónica, mi agente y mi mejor amiga, también baja y se sienta a mi mesa. Hablamos de algunas cosas sin importancia. Veo que está cansada de haber pasado todo el día con los profesionales del libro, mientras controlaba por teléfono, junto a la editora inglesa, lo que sucedía en mi encuentro con los lectores.

Empezamos a trabajar juntos cuando ella aún tenía veinte años; era una lectora entusiasmada que estaba convencida de que un escritor brasileño podría ser traducido y publicado fuera de su país. Mónica abandonó la facultad de Ingeniería Química, en Río de Janeiro, se mudó a España con su novio y se puso a llamar a las puertas de las editoriales, a enviar cartas explicándoles que tenían que prestarle atención a mi trabajo.

Un día fui hasta la pequeña ciudad de Cataluña en la que ella vivía, la invité a un café y le pedí que dejase todo aquello y que pensase más en su vida y en su futuro, ya que nada estaba dando resultado. Ella se negó y me dijo que no podría volver a Brasil con una derrota. Intenté convencerla de que había vencido, había sido capaz de sobrevivir (distribuyendo panfletos, trabajando de camarera) y había tenido la experiencia única de vivir fuera de su país. Mónica siguió negándose. Salí de aquel café con la sensación de que ella estaba desperdiciando su vida, pero que nunca conseguiría hacerla cambiar de idea, pues era muy testaruda. Seis meses después la situación cambió por completo y, en otros seis meses, ella tenía el dinero suficiente para comprar un apartamento.

Creyó en lo imposible y, precisamente por eso, venció batallas que todos —incluido yo— considerábamos perdidas. Ésa es la cualidad del guerrero: entender que voluntad y coraje no son lo mismo. El coraje puede atraer el miedo y la adulación, pero la fuerza de voluntad requiere paciencia y compromiso. Los hombres y las mujeres con una inmensa fuerza de voluntad son generalmente solitarios, porque transmiten frialdad. Mucha gente piensa que Mónica es un poco fría, pero no podrían estar más lejos de la verdad: en su corazón arde un fuego secreto, tan intenso como en la época en la que nos reunimos en aquel café. A pesar de todo lo que ha conseguido, mantiene el entusiasmo de siempre.

Cuando le iba a contar —para distraerla— mi conversación con J., entran en el café las dos editoras de Bulgaria. Muchos de los participantes de la Feria del Libro se hospedan en el mismo hotel. Hablamos de trivialidades y en seguida Mónica asume el rumbo de la conversación. Como es costumbre, una de ellas se vuelve hacia mí y me hace la pregunta de rigor:

—¿Cuándo vas a visitar de nuevo nuestro país?

—Si conseguís organizar el viaje, la semana que viene. Lo único que quiero es una fiesta después de la tarde de firmas.

Ambas me miran incrédulas.

«¡EL BAMBÚ CHINO!»

Mónica se dirige a mí horrorizada:

—Vamos a ver la agenda…

—… pero seguro que puedo estar en Sofía la semana que viene —interrumpo a Mónica.

Y para ella, en portugués:

—Más tarde te lo explico.

Mónica ve que no estoy de broma, pero las editoras dudan. Preguntan si no me gustaría esperar un poco, hasta que puedan hacer un trabajo de promoción adecuado.

—La semana que viene —insisto—. O lo dejamos para otra ocasión.

Es entonces cuando entienden que estoy hablando en serio. Se vuelven hacia Mónica esperando los detalles. En ese preciso momento llega mi editor español. La conversación en la mesa se interrumpe, se hacen las presentaciones de rigor y llega la pregunta de siempre:

—Entonces, ¿cuándo vamos a tener el placer de verte de nuevo en nuestro país?

—Justo después de mi visita a Bulgaria.

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de dos semanas. Podemos planear una tarde de firmas en Santiago de Compostela y otra en el País Vasco. Con fiestas para celebrar esos encuentros, a las que invitaremos a algunos lectores.

Las editoras búlgaras empiezan a dudar de nuevo, y Mónica esboza una sonrisa forzada.

«¡Comprométete!», había dicho J.

El bar empieza a llenarse. En todas las grandes ferias, sean de libros o de maquinaria pesada, los profesionales suelen quedarse en dos o tres hoteles, y gran parte de los negocios se cierran en los vestíbulos y en las cenas como la que se va a celebrar esa noche. Saludo a todos los editores y voy aceptando invitaciones a medida que repiten la pregunta de siempre: «¿Cuándo vas a visitar nuestro país?» Intento mantener la conversación el tiempo suficiente para evitar que Mónica me pregunte qué está sucediendo. Su única opción es anotar los compromisos que voy asumiendo.

En un determinado momento interrumpo una discusión con el editor árabe para saber cuántas visitas hay anotadas.

—Me estás poniendo en una situación complicadísima —responde Mónica en portugués, irritada.

—¿Cuántos?

—Seis países, cinco semanas. ¿No sabes que esta feria es para profesionales y no para escritores? No tienes que aceptar ninguna invitación, ya me encargo yo de…

Llega el editor portugués y no podemos seguir hablando en nuestra lengua secreta. Como él no dice nada aparte de las trivialidades de siempre, me adelanto yo:

—¿No me vas a invitar a visitar Portugal?

Confiesa que estaba cerca y que ha podido escuchar lo que Mónica y yo decíamos.

—No estoy de broma. Me gustaría mucho organizar una tarde de firmas en Guimarães y otra en Fátima.

—Llegado el momento no se puede cancelar. Ya sabes…

—No voy a cancelarlo. Lo prometo.

Él acepta, y Mónica pone Portugal en la agenda: otros cinco días. Finalmente, mis editores rusos —un hombre y una mujer— se acercan y nos saludan. Mónica respira aliviada. Es el momento de arrastrarme hasta el restaurante.

Mientras esperamos el taxi, ella me llama a un lado.

—¿Te has vuelto loco?

—Hace muchos años, como ya sabes. ¿Conoces la historia del bambú chino? Pasa cinco años siendo un brote, durante los cuales sólo se desarrollan sus raíces. Y después, en muy poco tiempo, crece veinticinco metros.

—¿Y qué tiene eso que ver con la locura que acabo de presenciar?

—Más tarde te cuento la conversación que tuve hace un mes con J. Pero lo que importa ahora es que eso es lo que me estaba sucediendo a mí: invertí trabajo, tiempo y esfuerzo, intenté nutrir el crecimiento con mucho amor y mucha dedicación, y nada sucedía. No sucedió nada durante años.

—¿Cómo que no sucedió nada? ¿No te das cuenta de quién eres?

El taxi llega. El editor ruso abre la puerta para que Mónica entre.

—Estoy hablando del lado espiritual. Pienso que soy un bambú chino y que ha llegado mi quinto año. Es hora de levantarme de nuevo. Me has preguntado si me he vuelto loco y te he respondido con una broma. Pero la verdad es que me estaba volviendo loco. Empecé a pensar que todo lo que había aprendido no echaba raíces.

Durante una fracción de segundo, justo después de la llegada de las editoras búlgaras, sentí la presencia de J. a mi lado y entonces comprendí sus palabras, aunque ese

insight hubiese ocurrido después de hojear una revista de jardinería en un momento de tedio absoluto. Mi exilio autoimpuesto, que por un lado me hizo descubrir cosas muy importantes de mí mismo, también tuvo un serio efecto colateral: la soledad se convirtió en un vicio. Mi universo se había limitado a los pocos amigos en las montañas, las respuestas a cartas y correos electrónicos, y la ilusión de que todo el resto del tiempo era mío. En fin, una vida sin los problemas habituales que resultan de la convivencia con otras personas, del contacto humano.

Pero ¿es eso lo que estoy buscando? ¿Una vida sin desafíos? ¿Y cuál es la gracia de buscar a Dios fuera de las personas?

Conozco a muchos que lo hicieron. Una vez tuve una discusión seria y al mismo tiempo graciosa con una monja budista que había pasado veinte años aislada en una cueva del Nepal. Le pregunté qué había conseguido. «Un orgasmo espiritual», respondió. Le comenté que hay maneras más fáciles de conseguir orgasmos.

Nunca sería capaz de recorrer ese camino, no está en mi horizonte. Simplemente no puedo; no podría pasar el resto de mi vida buscando orgasmos espirituales o contemplando el roble del jardín de mi casa y esperando que la sabiduría viniese de la contemplación. J. lo sabe y me incitó a hacer este viaje para que entendiese que mi camino está reflejado en la mirada de los otros y, si quiero encontrarme a mí mismo, necesito ese mapa.

Les pido disculpas a los editores rusos y les digo que tengo que terminar una conversación con Mónica en portugués. Empiezo a contarle una historia:

—Un hombre resbaló y cayó en un agujero. Un cura pasaba por el lugar y el hombre le pidió que lo ayudase a salir de allí. El cura lo bendijo, pero siguió adelante. Horas después apareció un médico. El hombre pidió ayuda, y el médico se limitó a observar de lejos los arañazos, escribir una receta y decirle que comprase los medicamentos en la farmacia más cercana. Finalmente apareció alguien a quien no había visto nunca antes. De nuevo, el hombre pidió ayuda, y el extraño se tiró dentro del agujero. «¿Y ahora? ¡Estamos los dos atrapados aquí!» A lo que el extraño respondió: «No, no lo estamos. Yo soy de aquí y sé cómo llegar ahí arriba.»

—Lo cual significa… —dice Mónica.

—Que necesito extraños como ése —explico—. Mis raíces están listas, pero sólo podré seguir adelante con la ayuda de los demás. No sólo la tuya, o la de J., o la de mi mujer, sino la de gente que nunca he visto. Estoy seguro. Ésa es la razón por la que pedí una fiesta al final de las tardes de firmas.

—Nunca estás satisfecho —se queja Mónica.

—Y es precisamente por eso por lo que me adoras —le respondo con una sonrisa.

En el restaurante hablamos un poco de todo, celebramos algunas conquistas e intentamos concretar ciertos detalles. Tengo que controlarme para no entrometerme demasiado, ya que Mónica es la que manda en todo lo que se refiere a la edición. Pero, en un determinado momento, surge de nuevo la pregunta, esta vez dirigida a ella:

—¿Y cuándo vamos a poder contar con la presencia de Paulo en Rusia?

Mónica empieza a explicarles que mi agenda está muy complicada, ya que tengo una serie de compromisos a partir de la semana que viene. Y en ese momento la interrumpo:

—Siempre he tenido un sueño. Ya intenté realizarlo dos veces y no pude. Si me ayudáis, voy a Rusia.

—¿Y qué sueño es ése?

—Atravesar el país en tren y llegar hasta el océano Pacífico. Podemos parar en algunos lugares y organizar tardes de firmas. Así honraremos a los lectores que nunca tienen la oportunidad de ir hasta Moscú.

Los ojos de mi editor brillan de alegría. Precisamente estaba hablando sobre las crecientes dificultades de distribución en un país tan grande, con siete husos horarios diferentes.

—Es una idea muy romántica, muy bambú chino, pero poco práctica —ríe Mónica—. Sabes que no podré acompañarte porque acabo de tener un hijo.

El editor, sin embargo, está entusiasmado. Pide su quinto café de esa noche, explica que se encargará de todo, que la subagente de Mónica podrá representarla, que no tiene que preocuparse por nada: todo va a ir bien.

Completo así la agenda de dos meses seguidos de viajes, dejando por el camino a una serie de personas contentas pero estresadas porque van a tener que organizarlo todo en el momento, una agente y amiga que me mira con cariño y respeto y un maestro que no está aquí pero que sabe que me he comprometido aun sin entender lo que me decía. Es una noche fría y prefiero volver andando solo al hotel, asustado de mí mismo pero alegre porque ahora ya no puedo dar marcha atrás.

Y era eso precisamente lo que yo quería. Si creyese que iba a vencer, la victoria también creería en mí. Ninguna vida está completa sin un toque de locura. O, usando las palabras de J.: necesitaba reconquistar mi reino. Si era capaz de entender lo que pasaba en el mundo, sería capaz de entender lo que me pasaba a mí.

En el hotel hay un mensaje de mi mujer que dice que no ha conseguido localizarme y me pide que la llame en cuanto pueda. Mi corazón se dispara, pues casi nunca llama cuando estoy de viaje. Le devuelvo inmediatamente la llamada. Los segundos entre un tono y otro parecen una eternidad. Al fin contesta:

—Veronique ha sufrido un aparatoso accidente de coche, pero su vida no corre peligro —dice, nerviosa.

Le pregunto si puedo llamarla ahora, pero la respuesta es no. Veronique está en el hospital.

—¿Recuerdas al vidente?

¡Sí, lo recuerdo! También predijo algo para mí. Colgamos y llamo inmediatamente a la habitación de Mónica. Le pregunto si he concertado alguna visita a Turquía.

—¿No recuerdas las invitaciones que aceptaste?

Le digo que no. Estaba como eufórico cuando empecé a decir «sí» a todos los editores.

—Pero sabes los compromisos que has asumido, ¿no? Aún se pueden cancelar, si quieres.

Le explico que estoy contento por los compromisos, no se trata de eso. A esa hora de la noche resulta muy difícil explicar lo del vidente, la predicción, el accidente de Veronique. Insisto para que Mónica me diga si he concertado algún acto en Turquía.

—No —responde ella—. Los editores turcos están hospedados en un hotel diferente. En caso contrario…

Ambos nos reímos.

Puedo dormir tranquilo.

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