Aleph

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El Aleph

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La omnipresente Hilal continúa desaparecida.

Después de controlarme durante buena parte de la cena, agradeciéndoles a todos la organización de la tarde de firmas, la música y el baile ruso de la fiesta que vino a continuación (las bandas en Moscú y en otros países normalmente tocaban un repertorio internacional), pregunto si alguien le ha dado la dirección del restaurante.

La gente me mira con sorpresa: ¡claro que no! Por lo que habían entendido, aquella chica no me dejaba en paz. Menos mal que no apareció durante mi reunión con los lectores.

—Podría querer dar otro concierto de violín para cobrar protagonismo —comenta la editora.

Yao me mira desde el otro lado de la mesa y entiende que lo que quiero decir es en realidad lo contrario: «Me encantaría que estuviese aquí.» Pero ¿por qué? ¿Para visitar el Aleph una vez más y acabar entrando por la puerta que no me trae ningún buen recuerdo? Sé adónde me lleva esa puerta; ya he estado allí cuatro veces y nunca conseguí encontrar la respuesta que necesitaba. No es eso lo que vine a buscar cuando decidí empezar el largo viaje de regreso a mi reino.

Terminamos la cena. Los dos invitados que representan a los lectores, escogidos al azar, sacan fotos y me preguntan si me gustaría conocer la ciudad. Sí, me gustaría.

—Habíamos quedado —dice Yao.

La irritación de los editores, antes dirigida a una determinada chica que insistía en estar siempre presente, empieza a volverse contra el traductor que han contratado y ahora exige mi presencia, cuando debería ser exactamente lo contrario.

—Creo que está cansado —dice la editora—. Ha sido un día largo.

—No está cansado. Su energía es muy buena, gracias a las vibraciones de amor de esta tarde.

Los editores tienen razón. A pesar de la edad, Yao parece querer demostrar a todos que ocupa una posición privilegiada en «mi reino». Comprendo su tristeza por ver partir de este mundo a la mujer que amaba y, en el momento justo, sabré qué y cómo decírselo. Pero me temo que en este momento quiere contarme «una historia fantástica, que sería un libro genial». Ya he escuchado eso muchas veces, sobre todo de gente que ha perdido a alguien.

Decido satisfacer a todo el mundo:

—Voy a ir andando hasta el hotel con Yao. Después, necesito estar un rato solo. Va a ser mi primera noche de soledad desde que embarcamos.

La temperatura ha bajado más de lo que habíamos imaginado, el viento sopla, la sensación de frío es todavía más aguda. Pasamos por una calle con movimiento y veo que no soy el único que quiere ir directamente a casa. Las puertas de las tiendas se cierran, las sillas se apilan sobre las mesas, los letreros luminosos empiezan a apagarse. Aun así, después de un día y medio encerrado en un tren y sabiendo que todavía quedan muchísimos kilómetros por delante, quiero aprovechar cada oportunidad para hacer algún tipo de ejercicio físico.

Yao se para delante de un furgón que vende bebidas y pide dos zumos de naranja. Yo no tenía la menor intención de beber nada, pero tal vez sea una buena idea un poco de vitamina C, debido a la temperatura.

—Guarda el vaso.

No lo entiendo muy bien, pero lo guardo. Continuamos caminando por lo que parece ser la calle principal de Ekaterinburg. En un determinado momento, nos paramos delante de un cine.

—Perfecto. Con la capucha del abrigo y el pañuelo, nadie te va a reconocer. Pidamos limosna.

—¿Pedir limosna? En primer lugar, es algo que no hago desde mi época hippy. Además, sería una ofensa para el que realmente lo necesita.

—Tú lo necesitas. Cuando visitamos la casa Ipatiev, había momentos en los que no estabas allí; parecías distante, amarrado al pasado, a todo lo que has conseguido e intentas mantener a toda costa. Estoy preocupado por la chica y si realmente deseas cambiar un poco, pedir limosna ahora te va a transformar en otra persona, más inocente, más abierta.

También estoy preocupado por la chica. Le explico que entiendo perfectamente lo que quiere decir, pero que una de las muchas razones de este viaje es precisamente volver al pasado, a lo que está debajo de la tierra, a mis raíces.

Iba a contarle la historia del bambú chino, pero desisto.

—El que está amarrado al pasado eres tú. En vez de aceptar la pérdida de tu mujer, no te conformas. Y el resultado es que ella permanece aquí a tu lado, intentando consolarte, cuando a estas alturas debería seguir adelante, al encuentro de la Luz Divina. —Después completo—: Nadie pierde a nadie. Todos somos una única alma que precisa desarrollarse para que el mundo siga adelante y volvamos a encontrarnos. La tristeza no ayuda a nada.

Reflexiona sobre mi respuesta y dice:

—Pero eso no es todo.

—No es todo —acepto—. Cuando llegue el momento preciso, te lo explicaré. Vayamos al hotel.

Yao tiende su vaso y empieza a pedir dinero a los que pasan. Me pide que haga lo mismo.

—Aprendí en Japón, con monjes budistas zen, el

Takuhatsu, la peregrinación para mendigar. Además de ayudar a los monasterios que viven de donaciones y forzar al discípulo a ser humilde, esa práctica tiene otro sentido más: purificar la ciudad en la que vive. Porque el donante, el que pide y la propia limosna forman parte de una importante cadena de equilibrio.

»El que pide lo hace porque lo necesita, pero el que da actúa de esa manera porque también lo necesita. La limosna sirve de conexión entre dos necesidades y el ambiente de la ciudad mejora, ya que todos han podido realizar acciones que debían suceder. Estás peregrinando, es hora de que ayudes a las ciudades que conoces.

Estoy tan sorprendido que no reacciono. Yao se da cuenta de que tal vez ha exagerado; se dispone a volver a meter el vaso en el bolsillo.

—¡No! ¡En realidad es una idea excelente!

Durante los diez minutos siguientes nos quedamos allí, cada uno en una acera, saltando de un pie a otro para combatir el frío, con los vasos tendidos hacia la gente que pasa. Al principio me limito a mantener el vaso delante de mí, pero poco a poco voy perdiendo la inhibición y empiezo a pedir ayuda; soy un extranjero perdido.

Nunca he tenido el menor problema para pedir. A lo largo de la vida he conocido a mucha gente que se preocupa por los demás, que es extremadamente generosa a la hora de dar y que siente un profundo placer cuando alguien les pide un consejo o apoyo. Hasta ahí todo bien; es genial poder hacer el bien al prójimo.

Sin embargo, conozco a muy pocas personas que sean capaces de recibir algo, incluso cuando les es dado con amor y generosidad. Les parece que el acto de recibir los sitúa en una posición inferior, como si depender de alguien fuese indigno. Piensan: «Si alguien nos da algo, es porque somos incompetentes para conseguirlo con nuestro propio esfuerzo.» O: «La persona que ahora me da me lo cobrará algún día con intereses.» O lo que es peor: «No merezco el bien que me quieren hacer.»

Esos diez minutos allí me hacen recordar al que ya fui, me liberan. Al final, cuando cruzo la calle, tengo el equivalente a once dólares en mi vaso de zumo de naranja. Yao ha conseguido más o menos lo mismo. Al contrario de lo que él dijo, ha sido un hermoso regreso al pasado; revivir algo que hacía mucho tiempo que no experimentaba, por lo que he renovado no sólo la ciudad, sino también a mí mismo.

—¿Qué vamos a hacer con el dinero? —le pregunto.

Mi opinión sobre él empieza a cambiar otra vez. Debe de saber algunas cosas, yo sé otras, y podemos seguir enseñándonos el uno al otro.

—En teoría es nuestro, porque nos lo han dado. Así que guárdalo aparte y úsalo para todo lo que consideres importante.

Pongo las monedas en el bolsillo izquierdo y voy a hacer exactamente lo que sugiere. Nos dirigimos al hotel con pasos rápidos, porque el tiempo al aire libre ya ha quemado todas las calorías de la cena.

Cuando llego al vestíbulo del hotel, la omnipresente Hilal nos está esperando. Junto a ella están una señora muy guapa y un señor con traje y corbata.

—Hola —digo—. Entiendo que ya estás en casa. Pero me ha alegrado que hayas hecho este trecho del viaje conmigo. ¿Son tus padres?

El hombre no muestra la menor reacción, pero la hermosa señora se ríe.

—¡Ojalá! Esta chica es un verdadero prodigio. Es una pena que no consiga dedicarse lo suficiente a su vocación. ¡Qué gran artista se está perdiendo el mundo!

Hilal parece no haber oído el comentario. Se vuelve directamente hacia mí:

—¿Hola? ¿Eso es todo lo que tienes que decir después de lo que sucedió en el tren?

La mujer mira desconcertada. Imagino lo que está pensando: «¿Qué pasó en el tren?» ¿Acaso cree que no entiendo que podría ser el padre de esta chica?

Yao comenta que es hora de subir a su habitación. El señor del traje y corbata no reacciona, probablemente porque no entiende el inglés.

—No pasó nada en el tren. ¡Al menos nada de lo que os imagináis! Y en cuanto a ti, chica, ¿qué esperabas que te dijese? ¿Que te he echado de menos? He estado muy ocupado todo el día.

La mujer traduce para el señor de corbata y todos sonríen, incluida Hilal. Por mi frase, ha entendido que la he echado de menos, ya que no había preguntado nada sobre eso y yo lo he mencionado espontáneamente.

Le pido a Yao que se quede un poco más porque no sé adónde va a ir a parar esta conversación. Nos sentamos y pedimos un té. La mujer guapa se presenta como profesora de violín y explica que el señor que las acompaña es el director del conservatorio local.

—Creo que Hilal es uno de esos talentos desperdiciados —dice la profesora—. Es extremadamente insegura. Ya se lo he dicho varias veces y lo repito ahora. No tiene confianza en lo que hace, piensa que no se la reconoce, que la gente detesta su repertorio. No es verdad.

¿Hilal insegura? Creo que he conocido a pocas personas tan resueltas como ella.

—Y como todas las personas muy sensibles —continúa la profesora de ojos dulces y complacientes— es un poco… digamos… inestable.

—¡Inestable! —repite Hilal en voz alta—. Una palabra educada para decir: ¡LOCA!

La profesora se vuelve hacia ella con cariño y se dirige de nuevo hacia mí, esperando que yo diga algo. No digo nada.

—Sé que usted puede ayudarla. Sé que la ha visto tocar el violín en Moscú. Y también sé que la aplaudieron. Eso nos da una idea de su talento, porque en Moscú son muy exigentes con la música. Hilal es disciplinada, estudia más que la mayoría, ya ha tocado en orquestas importantes aquí en Rusia y ha viajado al extranjero con una de ellas. Pero, de repente, algo sucedió. Ya no puede progresar.

Yo creo en la ternura de aquella mujer. Pienso que de verdad quiere ayudarnos, a Hilal y a todos nosotros. Pero la frase «De repente, algo sucedió. Ya no puede progresar» resuena en mi corazón. Es precisamente por esa razón por la que yo estoy aquí.

El señor de corbata no puede participar en la conversación; su presencia allí debe de ser para apoyar a la hermosa mujer de ojos dulces y a la talentosa violinista. Yao finge estar concentrado en el té.

—Pero ¿qué puedo hacer?

—Usted sabe lo que puede hacer. Aunque ya no es una niña, sus padres están preocupados. No puede dejar su carrera profesional en medio de los ensayos y seguir una ilusión. —La mujer guapa hace una pausa. Entiende que la frase adecuada no era exactamente la que acaba de decir—. O sea, que puede ir hasta el Pacífico en cualquier otro momento, pero no ahora, que tenemos un nuevo concierto que ensayar.

Estoy de acuerdo. No importa lo que yo diga. Hilal hará exactamente lo que le dé la gana. Pienso que ha llevado allí a aquellas dos personas para probarme, para saber si realmente es bienvenida o si debe parar ya.

—Les agradezco mucho la visita. Respeto su cuidado y su compromiso con el trabajo —digo, levantándome—. Pero no fui yo quien invitó a Hilal. No soy yo el que le paga el billete. No la conozco mucho.

La mirada de Hilal dice: «Mentira.» Pero continúo:

—De manera que, si mañana está en el tren camino de Novosibirsk, no será en absoluto mi responsabilidad. Por mí, se quedaría aquí. Si usted consigue convencerla de ello, tendrá no sólo mi gratitud, sino la de mucha gente en el tren.

Yao y Hilal sueltan una carcajada.

La bella mujer me da las gracias, dice que entiende perfectamente mi situación y que va a hablar con ella, a explicarle un poco más las realidades de la vida. Todos nos despedimos, el señor con traje y corbata me da la mano, sonríe y, no sé por qué, pienso que desea que Hilal continúe su viaje. Debe de ser un problema para toda la orquesta.

Yao me da las gracias por esa noche especial y sube a su habitación. Hilal no se mueve.

—Voy a dormir. Has escuchado la conversación. Y, francamente, no entiendo qué fuiste a hacer al conservatorio de música: ¿a pedir permiso para seguir? ¿Para decirles que estabas viajando con nosotros y despertar la envidia de tus colegas?

—Fui para saber que existo. Después de lo que pasó en el tren ya no estoy segura de nada. ¿Qué era aquello?

Recuerdo mi primera experiencia con el Aleph, completamente casual, en el campo de concentración de Dachau, en Alemania, en 1982. Estuve desorientado durante unos días, y, de no haber sido por mi mujer, habría pensado que se trataba de un derrame cerebral.

—¿Lo que sucedió? —insisto.

—Mi corazón se disparó, y creí que ya no estaba en este mundo, sentí un pánico absoluto y vi la muerte de cerca. Todo a mi alrededor parecía raro, y, si no me hubieses agarrado por el brazo, creo que no habría podido moverme. Tenía la sensación de que estaban pasando cosas importantísimas ante mis ojos, pero no conseguí entender ninguna de ellas.

Tuve ganas de decir: «Acostúmbrate.»

—El Aleph —digo.

—En algún momento de ese tiempo interminable, en el que permanecí en un trance que jamás había experimentado, te oí decir esa palabra.

El simple recuerdo de lo que sucedió hace que ella vuelva a tener miedo. Hora de aprovechar el momento:

—¿Todavía crees que debes continuar el viaje?

—Más que nunca. El terror siempre me ha fascinado. ¿Recuerdas la historia que conté en la embajada…?

Le pido que vaya al bar y que traiga café; sólo ella puede conseguirlo, porque somos los únicos clientes y seguro que el camarero está deseando apagar las luces. Hace lo que le pido, discute con el chico y vuelve con dos tazas de café turco, en el que el polvo no se filtra. Como brasileño que soy, el café fuerte por la noche no me asusta: duermo bien o mal dependiendo de otras cosas.

—No se puede explicar el Aleph, como tú misma has visto. Sin embargo, en la Tradición mágica se presenta de dos formas. La primera de ellas es un punto en el Universo que contiene todos los demás, presentes y pasados, pequeños y grandes. Generalmente lo descubrimos por casualidad, como sucedió en el tren. Para que eso suceda, la persona (o las personas) tiene que estar en el lugar físico en el que se encuentra. A eso le llamamos pequeño Aleph.

—O sea: ¿todo el que entre en aquel vagón y vaya a ese lugar va a sentir lo que nosotros sentimos?

—Si me dejas hablar hasta el final, tal vez lo entiendas. Sí, lo sentirá, pero no de la misma manera que nosotros. Seguro que ya has ido a alguna fiesta y descubriste que en cierto lugar de la sala te sientes mejor y más segura que en otro. Eso es una pálida comparación con el Aleph, pero lo cierto es que la energía divina surge de manera diferente para cada uno. Si encuentras el lugar adecuado para estar en la fiesta, esa energía te ayuda a estar más segura y más presente. En el caso de que alguna persona pase por ese punto del vagón, notará una sensación extraña, como si lo conociese todo. Pero no se va a parar para prestar atención, y el efecto se disolverá en un momento.

—¿Cuántos de esos puntos existen en el mundo?

—No lo sé exactamente. Pero son millones.

—¿Cuál es la segunda?

—Antes tengo que terminar: el ejemplo de la fiesta no es más que una comparación. El pequeño Aleph siempre aparece por casualidad. Vas andando por una calle, o te sientas en un lugar determinado, y de repente el Universo entero está ahí. Lo primero que se nota son unas inmensas ganas de llorar, no de tristeza ni de alegría, sino de emoción. Sabes que estás comprendiendo algo, aunque no puedas explicártelo.

El camarero se acerca, dice algo en ruso y me da la nota para firmarla. Hilal me explica que debemos irnos. Caminamos hasta la puerta.

¡Salvado por la campana!

—Sigue: ¿cuál es la segunda?

Por lo visto aún no se ha acabado la partida.

—Lo segundo es el gran Aleph.

Es mejor decírselo todo de una vez, mientras todavía puede volver al conservatorio de música y olvidar lo que ha pasado.

—El gran Aleph sucede cuando dos o más personas que tienen algún tipo de afinidad muy grande se encuentran por casualidad en el pequeño Aleph. Esas dos energías diferentes se complementan y provocan una reacción en cadena. Esas dos energías…

No sé si debo ir más allá, pero es inútil. Hilal completa la frase:

—Son el polo positivo y el negativo de cualquier batería, lo que hace que se encienda la lámpara. Se transforman en la misma luz. Los planetas que se atraen y acaban chocando. Los amantes que se encuentran después de mucho, mucho tiempo. El segundo es aquel que también se provoca por casualidad cuando dos personas que el destino ha escogido para una misión específica se encuentran en el lugar adecuado.

Eso. Pero quiero estar seguro de que lo ha entendido.

—¿Qué quiere decir «lugar adecuado»? —pregunto.

—Quiero decir que dos personas pueden vivir toda la vida juntas, trabajar juntas, o pueden encontrarse sólo una vez, y despedirse para siempre porque no pasaron por el punto físico que hace brotar de manera descontrolada aquello que las unió en este mundo. O sea, se apartan sin entender muy bien lo que las acercó. Pero, si Dios así lo desea, aquellos que una vez conocieron el amor vuelven a reencontrarse.

—No necesariamente. Pero personas que tengan afinidades, como mi maestro y yo, por ejemplo…

—Antes, en vidas pasadas —me interrumpe ella—. Que en esa fiesta que utilizaste como ejemplo, se encuentran en el pequeño Aleph y se enamoran inmediatamente. El famoso amor a primera vista.

Mejor seguir con el ejemplo que usaba ella.

—Que a su vez no es «a primera vista», sino que está relacionado con una serie de cosas que ya ocurrieron en el pasado. Eso no quiere decir que todo esté relacionado con el amor romántico. La mayoría de las veces ocurre porque hay cosas que todavía no han sido resueltas y necesitamos una nueva reencarnación para poner en su debido lugar aquello que fue interrumpido. Lees cosas que no se corresponden con la realidad.

—Te amo.

—No, no es eso lo que estoy diciendo —me exaspero—. Ya he encontrado a la mujer que tenía que encontrar en esta reencarnación. Me llevó tres matrimonios, pero ahora no pretendo dejarla por nadie de este mundo. Nos conocemos desde hace muchos siglos y permaneceremos juntos en los siglos venideros.

Pero ella no desea escuchar el resto. Como había hecho en Moscú, me da un rápido beso en la boca y sale hacia la noche helada de Ekaterinburg.

Los soñadores no pueden ser domados

La vida es el tren, no la estación. Y después de casi dos días de viaje, es cansancio, desorientación, tensión que crece cuando un grupo de personas está confinado en el mismo lugar y nostalgia de los días que pasamos en Ekaterinburg. El día que nos embarcamos me encontré un mensaje de Yao en recepción en el que me preguntaba si no me gustaría entrenar un poco de aikido, pero no respondí, necesitaba estar solo algunas horas.

Pasé toda la mañana haciendo el máximo de ejercicio físico posible, que para mí significa caminar y correr. Así cuando regresase al vagón, seguro que estaría lo suficientemente cansado como para dormir. Conseguí hablar por teléfono con mi mujer, pues mi teléfono no funcionaba en el tren. Le expliqué que tal vez lo del Transiberiano no había sido la mejor idea del mundo, que no estaba convencido de llegar hasta el final, pero de todos modos servía como experiencia.

Ella me dijo que lo que decidiese estaría bien para ella, que no me preocupase, que estaba muy ocupada con sus pinturas. Sin embargo, había tenido un sueño que no podía entender: yo estaba en una playa, alguien llegaba del mar y me decía que por fin estaba cumpliendo mi misión. Luego desaparecía.

Le pregunté si era una mujer o un hombre. Me explicó que su rostro estaba tapado por una capucha, por lo que no sabía la respuesta. Me bendijo y me repitió que no me preocupase, Río de Janeiro era un horno a pesar de que era otoño. Pero que yo siguiese mi intuición, sin importarme lo que dijeran los demás.

—En ese mismo sueño, una mujer o una joven, no lo sé exactamente, estaba en la playa contigo.

—Hay una joven aquí. No sé su edad exacta, pero no debe de llegar a los treinta años.

—Confía en ella.

Por la tarde quedé con los editores, concedí alguna entrevista, cenamos en un excelente restaurante y regresamos a la estación alrededor de las once de la noche. Atravesamos los montes Urales —la cadena de montañas que separa Europa de Asia— en plena oscuridad. Nadie vio absolutamente nada.

Y, a partir de ahí, volvió a instalarse la rutina. Cuando empezaba el día, como movidos por una señal invisible, ya estaban todos otra vez alrededor de la mesa del desayuno. De nuevo, nadie había conseguido pegar ojo. Ni Yao, que parecía estar acostumbrado a ese tipo de viajes; parecía cada vez más cansado y triste.

Hilal esperaba allí. Y, como siempre, había dormido mejor que todo el mundo. Empezábamos la conversación con las quejas sobre el balanceo del tren, comíamos, yo volvía a la habitación para intentar dormir, me levantaba después de algunas horas, iba a la sala, me encontraba a las mismas personas, comentábamos los miles de kilómetros que nos quedaban por delante, mirábamos por la ventana, escuchábamos música sin gracia que llegaba del sistema de altavoces del tren.

Hilal ahora apenas decía nada. Se instalaba siempre en el mismo rincón, abría un libro y se ponía a leer, cada vez más ausente del resto del grupo. A nadie parecía importarle, salvo a mí, que pensaba que su actitud era una falta de respeto absoluta hacia los demás. Sin embargo, considerando la otra posibilidad —sus comentarios inapropiados de siempre— decidí callarme.

Terminaba el desayuno, volvía de nuevo a la habitación, escribía un poco, intentaba dormir otra vez, cabeceaba unas horas; ahora la noción del tiempo se estaba perdiendo rápidamente, todos lo decían. Ya a nadie le preocupaba si era de día o de noche; nos guiábamos por las comidas, como imagino que hacen los presos.

En algún momento todos volvían a la sala, se servía la cena, más vodka que agua mineral, más silencio que conversación. El editor me contó que, cuando no estoy cerca, Hilal se pone a tocar un violín imaginario, como si estuviese ensayando. Sé que los jugadores de ajedrez hacen lo mismo: trabajan partidas enteras en sus cabezas, aunque no tengan tablero.

—Sí, toca música silenciosa para seres invisibles. Puede que la necesiten.

Otro desayuno. Sin embargo, hoy las cosas son diferentes; como sucede con todo en la vida, empezamos a acostumbrarnos. Mi editor se queja de que su móvil no funciona bien (el mío no funciona nunca). Su mujer va vestida como una odalisca, lo cual me parece gracioso y absurdo al mismo tiempo. Aunque no habla inglés, siempre conseguimos entendernos muy bien mediante gestos y miradas. Hilal decide participar en la conversación, hablando un poco de las dificultades de los músicos para vivir de su trabajo. A pesar de todo el prestigio, un músico profesional puede llegar a ganar menos que un taxista.

—¿Qué edad tienes? —pregunta la editora.

—Veintiún años.

—No lo parece.

«No lo parece» generalmente significa «pareces más vieja». Lo cual realmente es cierto. No imaginaba que fuese tan joven.

—El director del conservatorio de música fue a verme al hotel en Ekaterinburg —continúa la editora—. Me dijo que eras una de las violinistas con más talento que ha conocido. Pero que de repente perdiste el interés por la música.

—Fue el Aleph —responde, sin mirarme directamente.

—¿Aleph?

Todos la miran, sorprendidos. Yo finjo no haber oído nada.

—Eso mismo. El Aleph. No era capaz de encontrarlo, la energía no fluía como yo esperaba. Algo estaba bloqueado en mi pasado.

Ahora la conversación parece totalmente surrealista. Yo sigo callado, pero mi editor intenta enmendar la situación:

—Publiqué un libro de matemáticas que lleva esa palabra en el título. En lenguaje técnico significa «el número que contiene todos los números». El libro era sobre la cábala y las matemáticas. Los matemáticos usan el Aleph como una referencia para el número cardinal que define el infinito…

Nadie parece estar siguiendo la explicación. Él para.

—También está en el Apocalipsis —digo como si fuera la primera vez que estoy escuchando—. Cuando el Cordero lo define como el principio y el fin, aquel que está más allá del tiempo. Es la primera letra de los alfabetos hebraico, árabe y arameo.

A esas alturas la editora está arrepentida de haber convertido a Hilal en el centro de atención. Hay que satirizar un poco más.

—Sea como fuere, para una chica de veintiún años, que acaba de salir del colegio y que tiene una brillante carrera por delante, haber venido desde Moscú hasta Ekaterinburg, ya debería ser más que suficiente.

—Aún más si es

spalla.

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