Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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—¿Y sabéis que no podéis mancillar su impecable reputación con un matrimonio indecoroso?

—Por supuesto. Mis padres quedarían consternados si yo me comportara indignamente.

—¿Y acaso en los círculos cortesanos no se juzgaría imprudente que os casarais con cualquier chiquilla de aquí, de Nueva Arkangel? Una criolla, sin duda.

—Yo nunca haría eso. Esta señorita es hija de una princesa. Es encantadora y brillará hasta en los más altos círculos de la corte.

—¿Una princesa? Yo tenía entendido que mi esposa era la única princesa de Nueva Arkangel, y no está aquí. —Ermelov tosió—. ¿Quién es ese dechado de perfecciones?

—Irina, la hija de Baranov.

Ermelov pasó de toser a atragantarse; después farfulló:

—¿Creéis acaso esa tontería de que Baranov está casado con la hija de no sé qué estúpido rey de no sé dónde?

—Sí, Excelencia, lo creo. Baranov me mostró un documento, firmado por el zar en persona, que legitima su segundo matrimonio, y otro que confirma el título de princesa de Kenai de su esposa.

—¿Cómo es que nadie me ha hablado de ese ucase? —vociferó Ermelov.

—Llegó cuando habíais regresado a Rusia —explicó el joven pretendiente.

Pidió prestados los valiosos documentos para mostrarlos a Ermelov y el reticente oficial no tuvo más remedio que acatarlos. Un solemne día de verano, mientras el sol se reflejaba en las numerosas cumbres, el comandante Ermelov, con su mejor uniforme de gala, acompañó a su asistente hasta la colina; allí les recibió Su Excelencia Baranov, con su peluca sobre las orejas y su medalla sobre el pecho.

—Excelencia —comenzó Ermelov, aunque las palabras se le atascaban en la garganta—: mi distinguido asistente, joven de excelente familia a quien el zar tiene en gran concepto, desea que le permitáis casarse con vuestra hija Irina, descendiente directa de los reyes de Kenai.

Baranov hizo una reverencia ante aquel hombre que ahora ya no le superaba en rango, pero que merecía su respeto por ser de linaje más antiguo, y contestó en voz baja:

—Es un gran honor para nuestro humilde hogar. Concedo mi autorización.

Los tres hombres salieron a una terraza desde la que se podía contemplar, hacia el oeste, el volcán ante el cual se había ido a pique el Neva; hacia el norte, el lugar donde se levantaba el reducto de San Miguel antes de que Kot-le-an y Corazón de Cuervo lo destruyeran; y también de las montañas en las que Corazón de Cuervo se encontraba planeando su venganza.

Ahora que su hija se había casado con un aristócrata y que él mismo tenía su propio certificado de nobleza colgado del cuello (se ponía la medalla en cualquier ocasión, incluso cuando bebía cerveza al atardecer), Baranov tendría que haber alcanzado la cumbre dorada de su vida y ser un hombre respetado en Nueva Arkangel, apreciado en las oficinas centrales de la Compañía, en Irkutsk, y estimado en San Petersburgo por la prudencia con que encaraba los problemas del Pacífico; sin embargo, con el correr de los meses se supo que el comandante Ermelov investigaba los libros de registro de la Compañía para demostrar que el anciano era un ladrón, y, a medida que aumentaba el escándalo, Baranov se iba marchitando.

Había cumplido ya setenta, había residido en las islas durante un difícil período ininterrumpido de veintiséis años y, desde el día en que llegó a la bahía de los Tres Santos, medio muerto, en el fondo de un bote improvisado, no había gozado de buena salud. Después había estado a punto de morir cuatro o cinco veces, pero continuó luchando y consiguió superar desgracias que hubieran abatido a un hombre de menor valía. Logró imponer el orden entre los cazadores de pieles, empleó a los

aleutas de una forma creativa y conquistó a los belicosos

tlingits. En una isla montañosa, en los límites de América del Norte, construyó una capital digna de un vasto territorio; pero lo más importante es que gastó su propio dinero para proteger a las viudas y ocuparse de los huérfanos. Resultaba insoportable acabar su existencia acusado de robos de poca monta; en dos ocasiones, pensó en suicidarse, pero no llegó a cometer un acto tan negativo porque se lo impidió la inquebrantable fidelidad de tres amigos de confianza: el padre Vasili y su mujer, y su asistente Kyril Zhdanko, quien, en los últimos tiempos, se estaba convirtiendo en su defensor y en el hombre que se encargaría de llevar adelante sus importantes proyectos.

Al aumentar los rumores sobre el robo, Baranov dejó de presentarse en público; en sus raras salidas caminaba furtivamente, como si se diera cuenta de que los habitantes de la colonia se preguntaban cuándo le iban a cargar de cadenas y embarcarlo en el Moscovia para deportarlo a Rusia. El comandante Ermelov no hacía nada para acallar los rumores, sino que más bien los alentaba; aguardaba el día en que podría informar al hombre que enviara San Petersburgo como sustituto de Baranov: «Creo que podemos levantar un proceso contra él. Pronto nos iremos a Rusia».

Por aquellos días, ancló en Sitka un barco estadounidense, que se dedicó a comerciar abiertamente con ron y armas, cuando a Baranov ya no le quedaban fuerzas para combatir un intercambio tan pernicioso. El barco zarpó con rumbo norte, hacia el lejano asentamiento donde se encontraban Kot-le-an y Corazón de Cuervo, que continuaban reuniendo rifles para el día en que volvieran a atacar a los rusos. Los

tlingits, cuando se enteraron por los estadounidenses de que su antiguo enemigo Baranov había sufrido represalias y se le deportaba a Rusia, decidieron que tenían una última cuenta pendiente con el anciano. En cuanto zarpó el barco, aquellos dos hombres que habían luchado tantas veces contra Baranov subieron a una canoa y empezaron a remar hacia el sur, para reunirse por última vez con su adversario.

Les divisaron desde lejos, en el instante en que llegaron al estrecho; y mientras navegaban resueltamente entre la infinidad de islas, por la capital corrió la noticia de que se aproximaban

tlingits a la colina, con indumentaria de guerra, y todos los que podían corrieron hacia los muelles, para ver a los dos guerreros que se acercaban con mucha dignidad al desembarcadero.

Cuando llegaron a una altura que permitió reconocerles, entre los habitantes de la colonia surgió un grito furioso:

—¡Kot-le-an ha vuelto! ¡Llega Corazón de Cuervo!

Baranov en persona descendió los ochenta escalones que separaban su casa de la playa y se encaminó directamente hacia el lugar donde había atracado la canoa, sin prestar atención a los que se apartaban para Murmurar sobre él.

Corazón de Cuervo, en cuanto pisó tierra firme, se detuvo con la mano en alto y pronunció, con grave voz de trueno, un discurso de diez minutos.

Los puntos importantes de su mensaje eran memorables:

—Jefe guerrero Baranov, constructor de fuertes, incendiario de fuertes: tus dos enemigos, los que destruimos tu fortaleza del norte, los que perdimos aquí mismo nuestra fortaleza, venimos a saludarte. En todas nuestras batallas tú fuiste

toyón. Combatiste bien. En la victoria te comportaste con generosidad. Has permitido que nuestra gente, la que vive junto a la empalizada, tenga una vida agradable. Director Baranov: te saludamos.

Dicho esto, los dos guerreros, que seguían siendo fuertes y corpulentos, se adelantaron para abrazar a su antiguo enemigo.

—Subamos juntos la colina —sugirió Baranov, después de ofrecerles una cordial bienvenida.

En lo alto de la colina, en el portal de su casa, esos tres hombres de buena voluntad, que estaban a punto de perder tantas cosas, contemplaron el espléndido teatro en donde habían representado hasta entonces su tragedia.

—Allí arriba está el fuerte del que os expulsamos —dijo Corazón de Cuervo; y explicó cómo, en la época en que se dedicaba a ahumar salmones, había estado espiando el sistema de defensas.

—Y allá abajo, el fuerte que vosotros, los

tlingits, pensabais que era imposible de conquistar —replicó Baranov.

—Se me partió el corazón cuando tu cañón destrozó nuestro tótem, pues entonces comprendí que habíamos perdido —explicó Kot-le-an, ante la sorpresa de los otros dos.

Conversaron sobre los tristes reveses que caen sobre los ancianos y sobre la pérdida de las ilusiones; al anochecer, la oscuridad trajo una intensa tristeza, que se mitigó en parte cuando Baranov les dejó un momento, para ir en busca de un extraño regalo.

Se retiró a su cuarto y se puso la peluca, tal como lo requería la solemnidad de la ocasión; se colgó del cuello la medalla que proclamaba su nobleza y sacó de un arcón un objeto voluminoso, que le inspiraba un considerable orgullo. Era la armadura de madera y cuero que había llevado en el ataque al fuerte de los

tlingits. La cargó en sus brazos y se la llevó a Kot-le-an.

—Valiente cacique… —le dijo.

En aquel momento, se quedó sin habla. Esperó un poco, en la creciente oscuridad, tratando de dominar sus lágrimas; los hombros le temblaban y la peluca se agitaba arriba y abajo, lo que le daba un aspecto demasiado ridículo para resultar un comodoro convincente. Por fin se dominó, pero, como no podía contar con su voz, permaneció en silencio y, demostrando cierto amor por esos hombres que habían sido tan valientes, les entregó la armadura, pese a tener buenos motivos para pensar que, en alguna fecha futura, cuando él ya no estuviera, regresarían para intentar, una vez más, aniquilar a los rusos.

Baranov, que había sido castigado y amenazado con ingresar en prisión en cuanto llegara a San Petersburgo (aunque el padre Vasili Voronov se había ofrecido a viajar hasta la capital, de su propio peculio, para defender a su amigo de los absurdos cargos presentados contra él), abandonó Sitka como prisionero a bordo de un barco militar ruso; el buque atravesó el Pacífico hasta Hawai, esas maravillosas islas que Baranov había estado a punto de obtener para el imperio Ruso, y luego descendió hasta llegar a Java, al difícil puerto de Batavia, uno de los puestos militares más calurosos y activos del Pacífico, donde se quedó encerrado a bordo, hasta que su frágil cuerpo se derrumbó, rindiéndose por fin.

Murió el 16 de abril de 1819, cerca del estrecho que separa Java de Sumatra; casi inmediatamente, los marineros le cargaron un lastre de hierro y arrojaron su cuerpo al océano, con su querida medalla colgada del cuello.

Tres hombres de admirable comportamiento se habían batido con el océano Pacífico y habían perecido en el intento. En 1741, Vitus Bering murió de escorbuto en una isla perdida en el mar, que recibió su nombre. En 1779, james Cook fue asesinado en una remota isla de Hawai. Y en 1819, Aleksandr Baranov murió de fiebre y agotamiento cerca del estrecho de la Sonda. Los tres habían amado ese gran océano; en parte lo habían conquistado, y, cuando él acabó con ellos, sus cadáveres se depositaron en sus vastas y acogedoras aguas.

Baranov no fue un gran hombre; a veces, como cuando esclavizó a los

aleutas, ni siquiera se comportó como un hombre bueno. Pero sí que fue un hombre de honor, y siempre se venerará su memoria en la Alaska que él contribuyó a formar.

En 1829, diez años después de la muerte de Baranov, el antiguo barco de guerra Moscovia ancló en el estrecho de Sitka. Traía un pasajero que venía de San Petersburgo; era un joven de mirada viva, que regresaba a la isla tras haberse distinguido en los estudios universitarios. En esa misma época, Kyril Zhdanko, amigo de su padre, ocupaba provisionalmente el cargo de administrador general; era extraordinario que le hubieran nombrado, pues se trataba del primer criollo que accedía a un cargo de tanto poder.

El joven pasajero era Arkady Voronov, también criollo, hijo del sacerdote ruso y de la

aleuta conversa Sofía Kuchovskaya. Tenía veintiocho años y venía a ocupar el puesto de subdirector de asuntos comerciales; mantenía una apasionada relación con cierta joven a la que había conocido en un viaje a Moscú. Por eso, después de saludar a sus padres con el afecto que siempre había caracterizado su trato, presentó sus respetos al administrador general Zhdanko y se retiró a su habitación, en la vivienda parroquial situada junto a la catedral de San Miguel, aquella pequeña iglesia de madera con una gran cúpula en forma de cebolla, de nombre tan pretencioso. Después de guardar el equipaje, escribió a su amada, que seguía en Moscú:

Mi querida Praskovia:

El viaje fue más tranquilo de lo que me habían asegurado. Cinco meses sin complicaciones, con una escala en El Cabo y otra en Hawai, donde yo esperaba reencontrarme con muchos amigos de los tiempos de Baranov. Lamentablemente, ahora son nuestros enemigos, por culpa de errores cometidos por otros, y temo que hemos perdido nuestra oportunidad de convertir esas islas en parte de nuestro imperio.

Sitka es tan bonita como la recordaba; no veo el día en que estés aquí, a mi lado, para disfrutar de la majestad de las islas, las montañas y el hermoso volcán. Por favor, te ruego que convenzas a tus padres de que el viaje no es tan largo ni tan peligroso, como tampoco lo es vivir aquí, en lo que se está convirtiendo en una importante ciudad.

Lo primero que he sacado del equipaje ha sido tu retrato, con su marco de marfil, y le he reservado un lugar de honor sobre mi mesa; ahora corro a las oficinas de la Compañía, a pedir información sobre Nueva Arkangel, a fin de que tus padres puedan comprobar que es una verdadera ciudad y no un mero puesto de avanzada, perdido en tierras salvajes. Antes de acostarme reanudaré la carta.

El joven Voronov, al salir de la catedral y subir la colina hasta el castillo, donde le aguardaba Zhdanko para explicarle sus obligaciones, vio a su alrededor los indicios de una población bulliciosa; aunque no era una gran ciudad, como se la había descrito a Praskovia, sí era una colonia próspera, cuya riqueza ya no dependía solamente de las pieles. A un lado, veía un alto molino de viento que hacía funcionar una rueda; en otro, veía fogatas humeantes en las que se fundía grasa de diversos animales marinos, para fabricar jabón. Había un pasaje donde se trenzaban sogas, una herrería donde se forjaban diversos aparatos, un calderero que se fabricaba él mismo los remaches, una fundición para hacer piezas de bronce y todo tipo de carpinteros y fabricantes de aparejos o de vidrio.

Lo que le sorprendió fue ver un pequeño taller para la construcción y reparación de relojes, además de otro donde se arreglaban las brújulas Y otros instrumentos de navegación. La población disponía de un sastre, tres costureras, dos médicos y tres sacerdotes. También había una escuela, un hospital, una casa de comidas, el orfanato que dirigía su madre y una biblioteca.

Se detuvo en una esquina donde se cruzaban la calle principal y otra que corría perpendicular a la bahía y preguntó a un hombre cargado de tablones:

—¿Aquí siempre hay tanto ajetreo?

—Tendría que ver cuando hace escala para comerciar un barco estadounidense —respondió el hombre.

Zhdanko en persona le informó sobre su nuevo destino:

—Me enorgullece tener como hombre de confianza al hijo de dos Personas que tan importantes han sido para mí. Tus padres son extraordinarios, Arkady, y confío en que no lo olvides. Pero me has pedido datos: la población total, dentro de la empalizada, es de novecientas ochenta y tres personas. Es decir, trescientos treinta y dos rusos, que tienen derecho a volver a la patria, y otros ciento treinta y seis entre sus mujeres e hijos. Luego tenemos ciento treinta y cinco criollos, que no tienen derecho de retorno. En el orfanato hay cuarenta y dos niños, un número impresionante, porque ocurren percances y los padres a veces evaden sus responsabilidades. Para terminar, dentro de las murallas hay trescientos treinta y ocho

aleutas que nos ayudan en la caza de nutrias y focas. En total, son novecientos ochenta y tres habitantes.

—¿Siguen viviendo los

tlingits fuera de la empalizada? —preguntó Arkady.

—Es mejor así —respondió secamente Zhdanko. Luego habló de la experiencia de los rusos con esa raza valiente y rebelde—: Los

tlingits son diferentes. No se puede pacificar a un grupo de

tlingits. Aman su tierra y siempre están dispuestos a luchar por ella.

—¿Cree usted que las murallas siguen siendo necesarias?

—Sin duda. Nunca se sabe cuándo esa gente de ahí fuera volverá a intentar expulsarnos de la isla. Observa los cañones que tenemos arriba.

Arkady miró hacia la cumbre de la colina y vio que tres de los cañones apuntaban a la bahía, para alejar a cualquier barco que pudiera colarse inesperadamente; pero nueve estaban dirigidos hacia la aldea que los

tlingits habían levantado junto a las murallas.

Lo que le tranquilizó, más aún que los cañones, fue la energía con que rusos, criollos y

aleutas afrontaban los problemas de la vida diaria. Unos pocos criollos instruidos, como él mismo, o de probada confianza, como Zhdanko, supervisaban los asuntos de la Compañía; había algún oficinista ruso, como el señor Malakov, que se encargaba de las cuentas, pero la mayoría de la gente estaba en la calle, dedicada a las actividades habituales en cualquier puerto marítimo próspero. Los criollos, por lo común, se ocupaban de las labores manuales; los

aleutas, en su mayoría, zarpaban regularmente en sus kayaks.

La primera noche, Arkady no tuvo tiempo de terminar la carta, porque Zhdanko, el administrador general, y su mujer criolla le invitaron a la colina, donde se habían reunido dieciséis rusos acompañados de sus esposas (cada uno convencido de que sería capaz de gobernar la colonia mejor que el criollo) para dar la bienvenida a Voronov hijo, que se incorporaba a su nuevo cargo. Arkady quedó impresionado al contemplar el bonito edificio nuevo que ocupaba el lugar de la casa donde había vivido Baranov y que él alguna vez había visitado. Se había convertido en una mansión bastante imponente, con varios pisos, muebles importados y una vista mejor del estrecho, pues se habían talado los árboles que ocultaban el panorama.

—Todo el mundo lo llama el castillo de Baranov —explicó Zhdanko—. Porque nos parece que está habitado por su espíritu.

Fue una cena de gala: un matrimonio tocó a cuatro manos en los dos Pianos, y Malakov, el secretario principal, cantó una serie de solos para barítono, extraordinariamente buenos. Cantó primero una selección de arias de Mozart; después, un alegre popurrí de canciones populares rusas, que los demás invitados corearon; para acabar, interpretó una conmovedora versión del Stenka Razin, cuya impresionante melodía consiguió llevar la lejana Rusia a la memoria del público.

La siguiente noche, después de pasar la jornada inspeccionando la empalizada y vigilando el complicado pórtico por el que se permitía el acceso para comerciar a un número limitado de

tlingits, Arkady tuvo tiempo de completar su carta:

He visitado el interior y el exterior de Nueva Arkangel y te suplico, Praskovia, que obtengas el permiso de tus padres para venir hasta aquí en el próximo barco, porque a este pueblo no le falta de nada. Tenemos un buen hospital, médicos con experiencia en Moscú y hasta un hombre que arregla la dentadura. Las casas son de madera, eso es cierto, pero la ciudad crece de año en año, tanto el administrador general como yo creemos que alcanzará dentro de poco los dos mil habitantes. Claro que, si se cuenta a los

tlingits que viven fuera de las murallas, ya los ha alcanzado.

Tengo que añadir una cosa más, que te confieso con gran orgullo. Mi padre y mi madre son muy respetados en esta región de Rusia. La devoción de mi padre es famosa en todas las islas, los nativos le quieren porque se ha tomado el trabajo de aprender su idioma y porque respeta su modo de vida sin exigirles que se conviertan en cristianos. Si existe hoy un santo en esta tierra, ése es mi padre. En realidad, le llaman el santo viviente.

Y mi madre está a su altura. Tal como dije muy explícitamente a tus padres, es

aleuta de nacimiento, pero me parece que ha llegado a ser mejor cristiana que mi padre mismo. Su rostro irradia bondad y su espíritu, santidad.

Como recordarás, me impresionó la importante tradición de tu familia, los Kostilevsky, y he repetido muchas veces que tienes derecho a estar orgullosa de tu estirpe; pero yo siento lo mismo respecto a mis padres, que han iniciado un nuevo linaje nobiliario en la América rusa.

Hay un dato de grandísima importancia, Praskovia. Cuando salgas de Moscú para venir aquí, no tienes que pensar que vas a exiliarte en el fin del mundo. Todos los días salen de aquí personas que regresan al continente. Irkutsk es una espléndida ciudad, donde mi familia ha ocupado cargos tanto en el gobierno como en la Iglesia. Hawai es un lugar precioso, con una gran variedad de flores. Y algunos viajeros vuelven a Europa pasando por América; se tarda mucho, si hay que bordear el Cabo, pero me han dicho que vale la pena.

Si conseguimos, tal como Baranov indicó a Zhdanko, establecer colonias importantes en el continente de América del Norte, tú y yo podríamos ser elementos relevantes en la nueva Rusia. El corazón me palpita de entusiasmo ante esta posibilidad.

Con todo mi amor, ARKADY.

Por un extraño giro de las cosas, esta carta precipitó la inesperada crisis final del matrimonio Voronov, porque los padres de Praskovia, en cuanto la recibieron, quedaron tan impresionados por el apasionado párrafo donde Arkady hablaba de los logros de su padre en Kodiak y en Sitka que el señor Kostilevsky la enseñó a las autoridades eclesiásticas de Moscú; éstas, a su vez, copiaron el párrafo, añadieron el referido a Sofía, la esposa del padre Vasili, y lo hicieron circular entre las autoridades de San Petersburgo. Allí se encontraba el comandante Vladimir Ermelov, a quien solicitaron su opinión sobre el sacerdote Voronov, de Nueva Arkangel.

—Es uno de los mejores —respondió Ermelov, entusiasmado.

El comandante Ermelov instruyó a los padres de la Iglesia, las personas que en aquel momento estaban residiendo en Moscú y que conocían personalmente los territorios orientales, y todos los consultados atestiguaron que Vasili Voronov, sacerdote blanco originario de la destacada familia de los Voronov, de Irkutsk, era uno de los clérigos más fervorosos con los que había contado en mucho tiempo la iglesia ortodoxa. En el debate que se formó se repitieron con frecuencia las afortunadas palabras de Arkady:

—Le llaman el santo viviente.

Por improbable que pudiera parecer entonces e increíble que parezca ahora, los dignatarios de la Iglesia, bajo el impulso del zar Nicolás I, que intentaba recuperar la fuerza espiritual de la religión ortodoxa rusa, decidieron que en San Petersburgo se necesitaba a un hombre devoto y apasionado, procedente de la frontera, todavía sin contaminar por la política eclesiástica y reconocido por su santidad. Debido a una compleja serie de motivos, centraron su atención en el padre Vasili Voronov, el taumaturgo de las islas; cuanto más investigaban sus referencias, más se convencían de que era la solución para sus problemas. Pero en cuanto anunciaron su decisión al zar, que la celebró, surgió un espinoso problema.

—Queda entendido, por supuesto —observó el arzobispo metropolitano—, que si el padre Vasili acepta nuestra invitación de venir a San Petersburgo para convertirse en mi sucesor, tendrá que renunciar al hábito blanco y adoptar el negro.

—No es un problema, santidad. Recuerde que, cuando se ordenó en Irkutsk, lo hizo como sacerdote negro.

—¿Y por qué cambió? ¿Para casarse?

—Sí; cuando ocupó su primer cargo en aquella gran isla que llaman Kodiak…

—Ahora me acuerdo. Me habló usted de eso la semana pasada, ¿verdad?

—Era un día muy ajetreado, Santidad. El padre Vasili Voronov se enamoró de una mujer

aleuta, como recordará.

—Claro —el arzobispo caviló durante algunos instantes, intentando rememorar su propia juventud e imaginarse las lejanas fronteras, que le resultaban completamente desconocidas—. Esos

aleutas… son paganos, ¿no es cierto?

—Esta mujer lo era, pero ha demostrado ser una persona extraordinaria. Es más cristiana que los cristianos, según dicen. Practica la caridad entre los niños.

—Eso siempre es una buena señal —opinó el metropolitano; pero entonces el que había sido durante tanto tiempo guardián espiritual de su Iglesia, indicó el verdadero problema—: Si esa mujer es tan piadosa como dice usted, y su marido tiene que renunciar al hábito blanco para tomar el negro, ¿no habrá protestas contra él y contra nosotros si su esposo la abandona a tan avanzada edad? ¿Cuántos años tiene ella?

Nadie lo sabía con exactitud, pero un sacerdote que había estado en Nueva Arkangel intentó calcularlo:

—Sabemos que el marido tiene sesenta y tres. Ella debe de tener cincuenta y tantos. La vi un par de veces y me pareció que era más o menos de esa edad. —Hizo una pausa, pero antes de que nadie pudiera decir algo más, comentó—: Es una mujer elegante, ¿saben? Es de poca estatura, pero no tiene nada de salvaje.

—¿Estaría dispuesto Voronov a divorciarse para volver a adoptar el hábito negro? —preguntó el metropolitano, que no quería desviar la discusión del asunto más importante.

—Por encabezar la iglesia de Cristo, un hombre estaría dispuesto a todo —respondió un anciano sacerdote.

El metropolitano le dijo mirándolo con aspereza:

—Aunque no lo creas, Hilarion, hay ciertas cosas que yo no habría estado dispuesto a hacer para conseguir el hábito. —Después preguntó a los demás—: Bueno, ¿adoptará el hábito negro?

—Creo que sí —dijo un clérigo que había trabajado en Irkutsk—. Le tentará servir a la causa del Señor. Y tampoco se puede dejar pasar a la ligera la oportunidad de hacer el bien.

—Si se refiere al poder, dígalo —le espetó el metropolitano.

—Pues bien, me refiero al poder —contestó secamente el clérigo.

—Y el tal Voronov, ¿va en busca del poder? —preguntó el anciano.

—Nunca lo ha buscado ni lo ha rechazado —afirmó con convicción uno de sus ayudantes más jóvenes—. Le aseguro que el hombre es un verdadero santo.

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