Alaska

Alaska


IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

Página 72 de 123

—Todo el mundo dice que Nome tendrá pronto veinte o treinta mil personas más. ¿Cómo lo saben? Si hasta aquí no llegan las noticias, ¿cómo es Posible que salgan de aquí?

Tom se puso a la defensiva.

—Nadie lo sabe con certeza, pero si quieres saber cómo hice mi cálculo, escucha. Cuando la noticia de que había oro en estas playas llegó a Dawson City, nuestro barco, el Parker, estaba a punto de zarpar con dieciséis pasajeros. Media hora después teníamos más de cien. Y cuando zarpó llevaba casi doscientas personas a bordo. Creo que habríamos podido recoger cincuenta más en Circle y otras cincuenta en Fuerte Yukón, si hubiéramos tenido capacidad. ¡La gente dormía de pie!

—¿Y qué significa eso? —preguntó el empleado.

—Significa que harías bien en terminar esa suma, pues siento en los huesos que, en este mismo instante, Seattle y San Francisco están llenos de gente que arde por llegar a Nome.

Por diversas razones, el hallazgo de oro en Nome era triplemente atractivo. El metal estaba en suelo estadounidense, no en territorio del Canadá. El minero podía llegar hasta allí en un vapor cómodo, igual a los que hacían el viaje a Europa. Y al desembarcar, según se pensaba, no tenía más que cribar arena y llevarse los lingotes de oro a su casa. Eso era prospección de lujo. Y había un último atractivo: todo el que hubiera perdido las estampidas anteriores hacia Colorado, Australia y el Yukón podía encontrar compensación en Nome.

La cosa tenía sus contratiempos. Como el hielo grueso apresaba el mar de Bering en fecha temprana y con firmeza, los barcos sólo podían navegar desde junio hasta septiembre, y eso con grave riesgo, pues la ciudad no tenía instalaciones portuarias ni podía tenerlas. Además, las horas de luz disponibles para buscar oro oscilaban radicalmente a lo largo del año: cuatro en invierno, veintidós en verano. Y como esas interminables noches de invierno podían ser terribles, la gente de Nome recibía de buen grado cualquier cosa que sirviera de distracción, como el comienzo de un año nuevo.

Al ponerse el sol, a las dos de la tarde del día 31, los ciudadanos comenzaron a reunirse en los bares. En el Segundo Bar, Lars Skjellerup aseguró a todos que ocurrirían tres cosas:

—El Congreso aprobará la ley que nos concede un gobierno. Tendremos un buen juez. Y el oro de la playa no se acabará nunca, porque todavía hay más a cinco y a diez metros de profundidad. Cada tormenta pone al descubierto nuevas concentraciones.

Sus oyentes pasaron gran parte de la tarde discutiendo cómo llegaba el oro a las playas de Nome, pues eso no había ocurrido en ningún otro lugar de la Tierra. Un minero que había recogido una pequeña fortuna dijo:

—El mar de Bering está lleno de oro. El oleaje lo trae hacia aquí.

Otro razonó:

—Hay un pequeño volcán a quince kilómetros, bajo las olas, que vomita oro regularmente.

Otros aseguraban que, en tiempos pasados, un río de lava había surgido de un volcán continental, ya desaparecido, depositando su oro a medida que la roca se pulverizaba en el mar. Arkikov tenía otra idea, que expresó con dificultad, mediante un abundante uso de las manos; para él, ese oro no se diferenciaba del que había en el Yukón.

—Muchos años… río pequeño… pasa rocas con oro. Muchos años… oro lavado, libre… llega playa… mí encuentra… mí sabe.

Pero esas palabras entrecortadas no pudieron convencer siquiera a sus propios socios, cada uno de los cuales tenía su propia teoría, a cuál más absurda. El oro de Nome era común en todos los aspectos, salvo en un detalle: el sitio al que iba a parar… y su abundancia.

Cuando Tom Venn se sumó a las celebraciones, después de cerrar su tienda por lo que restaba del año, alguien gritó:

—Un brindis por el benefactor de Nome. —Y los hombres le vitorearon.

—¿Qué hizo este jovencito? —preguntó un minero que había llegado en noviembre, caminando desde el río Koyukuk, después de mucho excavar sin resultado.

Y otro le contó lo de las latas que Tom había vendido por cinco céntimos cada una.

—Éste será el John Wanamaker de Nome.

Un minuto antes de medianoche, el banquero subió al mostrador y sacó su reloj:

—Contaremos los segundos para dar la bienvenida al mejor siglo que Nome tendrá jamás. Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres, cuarenta y dos…

Cuando llegaron a diez, todos los del bar estaban gritando al unísono, al amanecer el año nuevo, los hombres besaron a cuanta mujer cayó bajo sus ojos y descargaron palmadas contra la espalda de los nuevos amigos. Tom Venn buscó a Missy Peckham y la besó con fervor.

—Desde mil ochocientos noventa y tres quería hacer esto.

Y Missy dijo:

—Ya era hora.

En los tres largos meses que siguieron a la celebración, Nome entró en su hibernación anual, pues la vida en un gélido campamento minero era increíblemente monótona. Hasta Tom Venn, que prefería esa ciudad antes que Dawson, notaba sus desventajas y estaba dispuesto a analizarlas con sus clientes:

—Está más al norte. Los días son más breves. En Dawson no existe este viento que sopla desde el mar. Nome tiene muchos inconvenientes, pero ¡es su empuje lo que me gusta!

Las cosas que las gentes de Nome ideaban para entretenerse eran ingeniosas, pero había dos diversiones especialmente apreciadas. Aunque el profesor Hale nunca había enseñado más allá del séptimo grado, le convencieron para que ofreciera lecturas de Shakespeare. En algún salón lleno de mineros, el profesor ocupaba una silla puesta sobre un estrado; vestía una especie de toga que le llegaba a los pies y tenía a mano un gran vaso de

whisky para mantener la voz lubricada; en tonos potentes, leía en voz alta las obras más conocidas del dramaturgo.

Él hacía todos los papeles y todas las voces. Amaba tanto a Shakespeare que, cuando la acción se aceleraba o cuando llegaba a uno de sus fragmentos favoritos, abandonaba la silla para pasearse por el estrado, gritando las palabras hasta despertar ecos en el salón lleno de humo. Cuando debía representar a

Lady Macbeth o a cualquiera de las otras heroínas, manipulaba su toga y hablaba en voz aguda y quejumbrosa, de modo tal que se convertía en una asesina perturbada o en la enamorada Julieta. En verdad, era tan divertido escuchar al profesor Hale que, al terminar el ciclo de obras, los mineros insistieron para que las repitiera, pero él se negó. En cambio anunció una velada especial en la que recitaría, «en voz sonora, los inmortales sonetos del Bardo de Avon».

Cuando salió al estrado, el salón estaba a reventar. Los que se habían sentado delante notaron que, además de un delgado volumen de sonetos, tenía consigo un vaso mucho más grande que el de costumbre.

—No estoy en absoluto seguro, damas y caballeros, de hacer estos sonetos tan interesantes como las obras, puesto que debo leerlos con el mismo tono de voz. Pero créanme ustedes que, si fracaso, la falla será mía y no de Shakespeare.

Aún no había llegado a los grandes sonetos, los de versos resonantes cuando empezó a leer algunos como si los balbuceara una muchacha joven: otros, un anciano o un guerrero. Cuando llegó a los doce últimos, con el vaso ya casi vacío y el público arrebatado por su torrente de palabras, se dejó ir por completo; leía como si esos sonetos fueran los más poderosos y dramáticos de los escritos por el Bardo. Gritaba, adoptaba distintas posturas, se lanzaba hacia delante y retrocedía sigilosamente, siempre emitiendo esa voz potente que apasionaba a sus oyentes. Rara vez habían recibido esos sonetos una interpretación tan entusiasta.

La segunda recreación valorada era la danza esquimal, un acontecimiento extraño, casi onírico, inventado como reacción a una de las características más importantes de Alaska.

Durante la mayor parte de su historia reciente, Alaska padecía el problema de que los hombres llegaban a ese distrito sin mujeres. Ocurrió con los mercaderes rusos, que acudieron en cantidad, pero sin compañeras; con los exploradores de occidente, que recorrieron el mar por años enteros, sin ver mujeres de su propia raza, y con la llegada de los balleneros de Nueva Inglaterra, también solos. Más recientemente, los buscadores de oro invadían la zona en proporción de cuarenta o cincuenta hombres por cada mujer.

Como consecuencia, la historia de Alaska ha tenido que centrarse en la amistad entre hombres: su lealtad, sus tragedias, sus triunfos al concluir actos increíblemente heroicos. Cuando aparecía alguna señora en estos episodios tan estructurados, generalmente se trataba de prostitutas o de nativas ya casadas con un esquimal, un

aleuta o un

atapasco. En los campamentos mineros, donde se concentraban muchos hombres, se creó el rito del baile nocturno. Allí, los hombres deseosos de entretenimiento y de tratar con mujeres, aunque fuera en las condiciones más extrañas, contrataban a uno o dos violinistas (casi siempre nativos que habían adquirido alguna habilidad) y se anunciaba un baile.

Entrada: Hombres, un dólar. Mujeres, gratis

En la zona había, quizás, una sola mujer blanca, que se ponía su mejor vestido y debía bailar con cada uno de los concurrentes. El resto de ellas, en número de ocho o nueve, eran nativas de cualquier edad, de trece a cincuenta. Llegaban tímidamente, casi siempre cuando el violinista ya llevaba un buen rato de actuación; entraban discretamente y se quedaban contra la pared, sin sonreír ni mirar a ningún blanco en particular.

Cuando tomaban más confianza, una de las mujeres se apartaba del muro e iniciaba una danza monótona, moviéndose de arriba abajo, y meneando los hombros. Al cabo de un momento se adelantaba un minero y se ponía frente a ella, sin tocarla, para efectuar su propia interpretación de la danza. Así se movían ambos hasta que la música cesaba.

Una vez roto el hielo y la expresión es adecuada, pues la temperatura exterior podía ser de treinta y cinco grados bajo cero otras mujeres comenzaban a bailar, cada una a su modo, siempre como soñando, y otros hombres formaban parejas con ella, siempre sin tocarse y sin hablar. Como ellas no se quitaban más de un par de prendas, parecían animalitos peludos y redondos; algunas acentuaban esa impresión bailando con un bebé atado a la espalda. No tenía importancia, pues los mineros solitarios iban al baile para ver mujeres, en su mayoría, no bailaban, se limitaban a mirar, pues pertenecían a ese tipo de personas para quienes tratar con prostitutas es inconcebible y participar del baile, improbable; en casos extremos es algo que está completamente fuera de cuestión. Esos hombres necesitaban desesperadamente recordar cómo eran las mujeres y pagaban con gusto por ese privilegio.

A eso de las once, los violinistas dejaban de tocar y el silencio colmaba el salón. Entonces las nativas se iban de una en una, después de recibir un dólar por cabeza por la actuación de la noche. En general, ningún hombre les había dirigido la palabra; no reían con ellas ni las tocaban siquiera en el brazo. Era costumbre que, al terminar el baile, las mujeres fueran acompañadas de vuelta al hogar por sus compañeros, que esperaban fuera y les confiscaban el dólar para cubrir las necesidades de la familia.

Ésa era la famosa danza esquimal, curioso símbolo de la soledad masculina y la sed de trato con otros seres humanos. Existía casi por necesidad, porque los hombres insistían en viajar al Ártico sin sus mujeres.

En Nome, el baile tenía una peculiaridad que ocasionó algunas dificultades a Missy Peckham, mujercita blanca y atractiva con quien los mineros querían bailar a la manera estadounidense. Resultaba halagador que los hombres, tanto los jóvenes como los maduros, formaran fila ante ella al comenzar cada pieza; pero eso también tenía sus inconvenientes pues en el curso de cualquier velada, Missy recibía tres o cuatro invitaciones para trasladarse al alojamiento de uno u otro minero. Constantemente se veía obligada a explicar que Murphy, su compañero, llegaría a Dawson en cualquier momento. Eso provocaba diversión entre sus pretendientes:

«¿Cómo va a llegar desde el Yukón? ¿Nadando? —Señalaban que Murphy, si en verdad existía, no podía llegar antes del deshielo de junio, cuando se reanudara la navegación; entonces ¿por qué desperdiciar el invierno?».

Ella repetía que su hombre podía llegar en cualquier momento:

—Sobrevivió en el río Mackenzie, en el Canadá, que es mucho peor que el Yukón.

Como Penélope, se resistía a los pretendientes que la acosaban, sin apartarse de su convicción: un día de ésos su Ulises, de un modo u otro, se reuniría con ella en Nome. Lo que no sabía era por qué medio. Y si alguien le hubiera susurrado cuál era el plan de Matt, ella habría opinado que era un proyecto completamente descabellado.

Cuando el jos. Parker, último barco en partir de Dawson hacia Nome, zarpó llevándose a Missy Peckham, Matt Murphy quedó varado en la costa, con varias opciones muy poco atractivas para reunirse con su amiga en la ciudad «en cuya playa se recogen pepitas de oro como huevos de paloma». Podía aguardar nueve meses hasta que el Yukón se deshelara y tomar el primer barco que hiciera el trayecto, pero por entonces las concesiones buenas estarían ocupadas. Podía asociarse con un grupo de hombres que tratara de llegar a pie, pero él era un irlandés independiente y no le gustaban las aventuras en grupo. Y para intentarlo solo necesitaba comprar un tiro de perros, un trineo y carne suficiente para alimentar a los perros durante dos meses, mientras cubrían ese recorrido de mil seiscientos kilómetros.

Rechazando todas esas alternativas, se decidió por una tan absurda que sólo un irlandés chiflado y en la mala hora podía intentar. Puesto que el río Yukón pronto estaría congelado casi por completo hasta el mar de Bering, ¿por qué no utilizarlo como autopista? ¡Y al diablo con lo de esperar hasta el deshielo! La idea era buena, pero ¿qué podía usar como transporte, si la caminata quedaba descartada y no tenía dinero para el equipo?

En Dawson había una sucia tienda administrada por un comerciante de San Francisco que no había hallado oro. Tenía de todo; era una especie de minúsculo montepío, con una gastada balanza para pesar polvo de oro y, dentro de la puerta, colgada de ganchos en la pared, una bicicleta casi nueva, fabricada por Wm. Read Sons de Boston. Era la mejor de su tipo; en 1899 se vendía en Seattle por ciento cinco dólares, incluidos un equipo para remendar las llantas, una ingeniosa herramienta para reemplazar los radios rotos y doce radios de repuesto.

Matt la vio por casualidad un día en que fue a empeñar sus últimas pertenencias para mantenerse durante el invierno del Klondike. Fue entonces cuando se le ocurrió:

—Con un aparato como éste, uno podría pedalear directamente hasta Nome. —Sólo el hombre que había conquistado al gran río Mackenzie podía concebir un plan tan atrevido para el Yukón.

—¿Y por qué caminos? —preguntó el tendero.

La respuesta de Matt le dejó atónito:

—Por el Yukón. Está helado en todo su curso.

El comerciante observó:

—El Yukón no llega hasta Nome.

—Pero el golfo de Norton sí, y ése también se congela por completo.

Finalmente, después de empeñar sus pertenencias, Matt preguntó:

—¿Cuánto cuesta?

—Es una bicicleta especial —dijo el tendero. Y le mostró un papel que venía con el vehículo, donde se lo describía como: «Nuestro modelo New Mail Special, ampliamente utilizado por los miembros del Servicio postal. 85 dólares».

—Guárdemela —pidió Matt, sin vacilar.

—Son ciento cuarenta y cinco dólares.

—Pero aquí dice, bien claro, que vale ochenta y cinco.

—Eso era en Boston —dijo el comerciante—. Aquí estamos en Dawson.

En las semanas siguientes, Matt, cautivado por la idea de viajar en bicicleta hasta Nome, volvió con frecuencia a la tienda para verificar que la bicicleta no había sido vendida; siempre era un alivio comprobar que seguía allí. Pero había dos impedimentos: carecía de dinero para comprarla y, de cualquier modo, la máquina le hubiera servido de poco, pues nunca había montado en una y casi no tenía idea de cómo funcionaba.

Cuando el gran río se congeló, formando una carretera «directo hasta Nome», como él había dicho, se volvió casi monomaníaco. Fastidiaba a todo el que tuviera un céntimo de sobra para que le diera trabajo. A medida que pasaban octubre, noviembre y diciembre, fue acumulando penosamente los fondos para la compra de su bicicleta. El 2 de enero de 1900 entró en la tienda e hizo un depósito de ochenta dólares. Hecho esto, suplicó al propietario que le permitiera practicar con el vehículo. Cuando los mineros de Dawson le veían tratando de pedalear por los caminos cubiertos de nieve, comentaban:

—Sería mejor que lo encerráramos para salvarle la vida.

Y cuando supieron que se proponía viajar así hasta Nome consideraron seriamente la idea de encarcelarlo hasta que se le pasara la locura.

Pero a mediados de febrero Matt hizo el último pago y, con una habilidad penosamente adquirida, pedaleó hasta el centro del río. Allí, en medio de una temperatura de cuarenta grados bajo cero, agitó el brazo para despedirse de los dubitativos espectadores. En el último momento se le ocurrió una idea que convertiría su largo viaje en una especie de triunfo: giró abruptamente y volvió a la orilla, pasando por alto las burlas:

—¡Apenas ha probado el frío y ya se arrepiente! ¡No es tan bobo como pensábamos!

Había regresado para comprar ejemplares de cuatro periódicos que por entonces circulaban a lo largo del Klondike, con las últimas noticias políticas de Estados Unidos: el Daily News y el Nugget de Dawson y dos de flamantes titulares rojos: el Examiner de San Francisco y el Post-Intelligencer de Seattle.

Con ellos en el equipaje, volvió al centro del río y se puso en marcha.

Las ruedas, una vez adaptadas al intenso frío, funcionaban perfectamente; para sorpresa de los espectadores, pronto desapareció de la vista. Matt, como su vehículo, no se dejaba intimidar por el frío, lo cual era asombroso, porque no estaba vestido como cabía esperar: no llevaba pieles gruesas, ni anteojeras, ni una inmensa gorra de piel de foca con bordes de piel de glotón, ni tan siquiera chaquetas forradas de piel. Usaba más o menos lo mismo que se habría puesto en Irlanda para un día frío y lluvioso: botas gruesas, pantalones de cazador, resistentes mitones de piel, tres chaquetas de lana, una bufanda alrededor del cuello y una ingeniosa gorra hecha de lana y piel, con tres grandes solapas: una para cada oreja y otra para proteger los ojos. Cuando salió de Dawson, pedaleando, los veteranos pronosticaron:

—Es totalmente imposible que pueda llegar a Nome. Demonios, si no llegará siquiera a Eagle. —Eagle se hallaba sólo a ciento cuarenta kilómetros río abajo.

Ese día, Matt recorrió cien kilómetros; al día siguiente, ciento diez. Mucho antes de lo que esperaba entró en Fuerte Yukón. Y allí sus periódicos demostraron lo que valían, pues los ocupantes del tosco hotel se entusiasmaron tanto al recibir noticias de la patria que pasaron la noche levantados, leyendo en voz alta los diarios mientras Matt dormía; por la mañana el gerente del hotel no quiso cobrarle dinero. En cualquier lugar que se detuviera (y a lo largo del río había una asombrosa cantidad de cabañas solitarias, dedicadas a recibir correspondencia o campamentos de los cuales salían los leñadores a acumular leña para los barcos que pasarían en el verano), él y su bicicleta eran recibidos con incredulidad; sus periódicos, con alegría. Y aunque era pleno invierno, debido a que el Yukón sigue su curso al sur del Círculo Polar Ártico, había una luz grisácea durante cinco o seis horas al día, en que la temperatura ascendía a unos cómodos treinta grados bajo cero.

La New Mail Special se desempeñó aun mejor de lo que sus constructores de Boston habían predicho; al promediar el viaje, Matt aún no había tenido problemas con las llantas, y aunque se congelaban por completo a temperaturas inferiores a cuarenta grados bajo cero, en ese tiempo sólo se le aflojó un radio. En los primeros días, el equipaje, que llevaba atado a la espalda, le hizo algunas ampollas pero él resolvió el problema reacomodando la mochila. Durante ese largo y solitario viaje por el Yukón, se entretenía con frecuencia cantando a todo pulmón viejas canciones irlandesas. Lo único que le retrasaba era algún ataque ocasional de ceguera por la nieve, que se curaba con un día de reposo en alguna cabaña oscura.

Continuaba cubriendo más de noventa y seis kilómetros por día. Una vez se consideró obligado a compensar el tiempo que había perdido al detenerse, obligado por la ceguera, y recorrió ciento veinticinco. Esa noche compartió una cabaña con un viejo desdentado, el cual le preguntó:

¿Dices que vienes de Dawson? ¿Y cómo puedo saber que es cierto?

Matt le mostró los periódicos con la fecha de publicación. Entonces el anciano dijo:

—¿Y crees que tu idea servirá en este río?

—No hay que llevar comida para los perros ni pasarse una hora cocinándola al terminar la jornada.

A lo cual el anciano, recordando las privaciones que había sufrido con sus perros, replicó:

—Sí que sería una ventaja.

Conductor y bicicleta estaban en tan excelentes condiciones cuando llegaron a Kaltag, la aldea donde el padre Fyodor Afanasi había actuado como misionero y donde conoció a su esposa

atapasca, que Matt se sentía emocionalmente preparado para enfrentarse a la difícil elección siguiente:

—Puedes continuar por el Yukón, recorriendo más de seiscientos kilómetros hasta el mar de Bering, o abandonar el río y caminar cien kilómetros a través de las montañas, hasta Unalakleet.

—¿Cómo llevo la bicicleta?

—Cargándola.

Matt eligió las montañas; después de buscar a un indio para que le llevara el equipo, desarmó su bicicleta lo mejor que pudo, se la ató a la espalda y escaló las laderas orientales; luego descendió hasta la grata aparición de Unalakleet, encaramada al borde del golfo de Norton; tal como él había calculado, estaba completamente helado hasta Nome.

Feliz de pedalear otra vez, emprendió alegremente la etapa final: doscientos cuarenta kilómetros en línea recta. El 29 de marzo de 1900, a eso de las cuatro de la tarde, bajó pedaleando por la calle principal de Nome. Había hecho uno de los viajes más notables del siglo moribundo: de Dawson a Nome, solo en pleno invierno, en treinta y seis días.

Después de entregar su bicicleta a los admirados espectadores y los cuatro periódicos al editor del diario local, corrió al encuentro de Missy Peckham, quien lo abrazó con ardor y le informó:

—Todas las concesiones buenas están ocupadas, pero estoy segura de que puedes conseguir un empleo. Yo ya lo tengo.

En la última semana de febrero, mientras Matt Murphy y su bicicleta circulaban aún por el Yukón, llegó el momento de prueba para los hombres y las mujeres que habitaban la parte norte de Alaska. La existencia era muy difícil. Durante todo febrero aulló el viento del mar de Bering; caía poca nieve, pero tan agitada que la ventisca borraba los edificios a media calle de distancia. Luego se produjo la temible claridad en que la Tierra, el horizonte y el cielo desaparecen en una fina niebla y los cazadores se quedan ciegos si no se ponen anteojeras.

Lo que dificultaba más las cosas eran los grandes bloques de hielo que se abrían paso hacia arriba entre las capas heladas que ya cubrían el mar de Bering, pues se erguían ominosamente, arrojando sombras extrañas cuando la luna de medianoche o el débil sol de mediodía brillaban sobre ellos.

—No veo la hora de que pase febrero —comentó Tom Venn, observando el mar desde su tienda.

Pero una experimentada clienta le advirtió:

—Peor es marzo. En marzo hay que cuidarse.

En esa visita no explicó el por qué de su extraño comentario. Al llegar marzo, trajo consigo tan buen tiempo que a Tom le pareció que estaba a punto de llegar la primavera. Le agradó mucho que los días empezaran a alargarse y el mar pareciera a punto de aflojar su puño de hielo, para permitir el paso de los barcos. Cuatro días después, todavía con un clima perfecto, volvió la mujer:

—Éstos son los días peligrosos. Los maridos comienzan a golpear y pegar a sus mujeres, los hombres que comparten una cabaña se pelean entre sí y de pronto se matan a tiros.

Poco después, Tom supo de dos escándalos de ese tipo. Cuando preguntó por qué ocurrían justo cuando el invierno empezaba a aflojar, la misma clienta le explicó:

—Justamente por eso. En la oscuridad de enero y febrero una sabe que debe ser fuerte. Cuando llegan marzo y abril hay más luz que oscuridad. Todo parece más alegre. Pero lo cierto es que tenemos otros tres largos meses de invierno: marzo, abril y mayo. Aunque brille el sol, el mar sigue helado. Sentimos que la vida se mueve, pero el condenado mar sigue bloqueado. Entonces empezamos a gritar a nuestros amigos: «¿Cuándo va a terminar esto?». ¡Cuidado con marzo!

Tom descubrió que estaba reaccionando exactamente como ella decía: le Parecía que el invierno debía terminar, que los barcos debían llegar con mercancía nueva, y allí estaba el mar helado, en grandes montículos inmóviles, como si el invierno fuera a durar eternamente.

En sus diecisiete años ningún mes había sido tan malo como ese mayo cuando era ya primavera en todo el mundo, hasta en el Ártico. Sin embargo, el mar seguía bloqueado por el invierno. Al terminar mayo, cuando el mar de Bering empezó a quebrarse en monstruosos témpanos, grandes como catedrales, los hombres comenzaron a preguntarse cuánto tardarían los barcos en llegar, aun sabiendo que era ése el momento en que la navegación resultaba más peligrosa, pues cualquiera de esos bloques inmensos podía aplastar a un navío común.

Era espléndido, en un año normal, estar en Nome al comienzo de junio y ver llegar los primeros barcos de la temporada. Los hombres disparaban a modo de saludo, estudiaban el perfil de las naves y corrían a la costa para saludar al primero en desembarcar. Era costumbre que el diario del lugar imprimiera en grandes letras el nombre del afortunado:

HENRY HARPER, PRIMERO EN 1899

Y cada año el mismo grito saludaba a todo el que pisaba la costa:

—¿Tiene usted algún periódico de Seattle? ¿Tiene revistas?

Ir a la siguiente página

Report Page