Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Habían cubierto la mitad de la distancia cuando LeRoy lanzó una exclamación muy audible. Venn adivinó que su piloto no había visto nunca el extraordinario panorama que tenía ante sí. Por encima de una guirnalda de nubes que circundaba las cuestas inferiores se elevaba una masa de grandes montañas: Russell, Foraker, Denali, Silverthrone, de sudeste a nordeste. Exceptuando la Russell, figuraban entre las más altas de Norteamérica; y Denali era la más alta.

Formaban una estupenda barrera coronada de blanco en el corazón de Alaska. Después de contemplarlas con religioso respeto por algunos instantes, LeRoy comentó a su pasajero:

—Se puede venir cuarenta veces a Alaska y viajar por todos los flancos de esas montañas sin ver jamás Denali.

—Lo sé —confirmó Venn.

Pero allí estaba, en toda su gloria glacial; no era sólo el pico más alto del subcontinente, sino también el más septentrional, por un amplio margen. Cuando uno presenta sus respetos a Denali, está golpeando a las puertas del Círculo Polar Ártico, que se encuentra sólo a cuatrocientos kilómetros en dirección norte.

Durante unos veinte minutos vieron la gran montaña en todo su solemne esplendor, tan grandiosa que sólo dos grupos de montañeros habían logrado dominarla: el primero, en 1913, cuando un religioso Nenana llegó a la cumbre; el segundo, en 1932, compuesto por cuatro hombres audaces que lograron, con una ingeniosa combinación de esquíes y perros de trineo, dominar los vientos aullantes y las pendientes plagadas de grietas. Al acercarse el avión al perímetro exterior del parque, LeRoy explicó:

—¿Sabe usted, señor Venn, que la montaña no es visible desde abajo?

—Rara vez se la ve —confirmó Venn—. Yo he venido ocho veces sin verla nunca.

Flatch inició el descenso, pero se encontró entre la cubierta de nubes que se arracimaba casi siempre alrededor de las montañas, como si se negara perversamente a dejar ver su tesoro; entonces descubrió que las nubes se prolongaban directamente hasta el suelo, que en esa zona estaba cubierto de nieve de la misma coloración. Tratando de no alarmar a su pasajero, comentó serenamente:

—Al parecer, estamos atrapados en una cortina blanca. Ajústese el cinturón de seguridad.

—¿Nos vamos a estrellar? —preguntó Venn, con esa calma que siempre le había caracterizado ante la adversidad.

—Mientras yo pueda evitarlo, no.

Pero al iniciar un cauteloso descenso fue evidente que ningún piloto, por hábil que fuera, podría determinar dónde terminaban esas nubes blancas y dónde comenzaba el suelo cubierto de nieve. En otras palabras: no había horizonte discernible. Flatch recordó el asombroso número de aviadores que, en esas circunstancias, habían clavado el morro contra la tierra, sin tener idea de dónde estaban ni a qué altura. Desde luego, en ese tipo de accidentes el avión estallaba; sólo en uno o dos casos los jóvenes pilotos habían podido jactarse: «Me estrellé directamente contra la cubierta de nieve y salí caminando».

En un aprieto como ése, resultaba de vital importancia que el piloto no se dejara dominar por el pánico. Venn, que observaba con atención a LeRoy, se sintió complacido al notar que reaccionaba con admirable serenidad. Por tres veces trató de aterrizar en la nieve, sólo para caer en una confusión total, pues no podía adivinar dónde terminaban las nubes y comenzaban las rocas nevadas. Entonces recobró un poco de altura e indicó a Venn:

—Es preciso tratar de ver algo en la nieve. Cualquier cosa. Un caribú, un árbol, lo que sea.

Los dos se esforzaron por determinar dónde estaba el suelo y fracasaron.

—Desabróchese el cinturón, señor Venn. Vaya a la parte trasera y traiga esas ramas de pícea.

Después de forcejear entre el equipaje atado, el empresario reapareció con una gran brazada de ramas.

—Abra su ventanilla, vuelva a ponerse el cinturón y, cuando yo grite: «¡Tírelas!», vaya arrojando las ramas, una por una. Comience por las que tienen más hojas.

Durante algunos segundos volaron en silencio; ambos respiraban con fuerza. Por fin se oyó la orden:

—¡Tírelas!

Las ramas empezaron a caer por la ventanilla de Venn, pero bastó con la primera. En cuanto LeRoy la vio posarse comprendió lo peligrosamente cerca del suelo que estaba y dijo una sola palabra:

—¡Dios!

Pero con ese frágil dato proporcionado por la rama se acomodó en el asiento, puso el morro casi vertical hacia arriba y luego describió un círculo a baja altura, hasta divisar nuevamente la rama caída, que se destacaba en la nieve como un gran faro. Rara vez se había alegrado tanto de ver algo sólido.

—¿Tiene el cinturón bien ajustado? Bueno. Este aterrizaje Puede ser bastante brusco, pero debemos suponer que la nieve es pareja.

Y no prestó más atención a su pasajero, que se comportó bien: Flatch bajó los alerones, inclinó el morro hacia abajo y experimentó un arrebato de alegría triunfal al sentir que los esquíes tocaban la nieve lisa, extendida en todas direcciones.

Mientras el avión se deslizaba hasta detenerse, sano y salvo, Tom Venn se quitó el cinturón de seguridad y preguntó tranquilamente, reclinándose en el asiento:

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Enviar una señal de radio para que todos sepan que estamos bien. —Después de hacerlo, añadió—: Y esperar aquí hasta que pase la tormenta.

—¿Toda la noche?

—Puede ser.

Sin volver a discutir el aprieto en que estaban, los dos hombres se acomodaron para una larga espera.

Tuvieron que pasar la noche allí; a la mañana siguiente, ya con cielo despejado, apareció un avión de rescate para verificar que Flatch y su pasajero estuvieran sanos y salvos. Luego voló en amplios círculos, mientras LeRoy calentaba sus Motores, rodaba hasta el extremo de un espacio relativamente nivelado y, en una distancia tres veces menor de la que el

Cub necesitaba en el agua, alcanzó una asombrosa velocidad y se elevó en el aire.

Obstinadamente, Denali y sus hermanas se destacaban con una belleza tan clara que Venn sugirió:

—Volemos un rato para ver esta zona.

—Tengo combustible suficiente —dijo LeRoy—. Será un placer.

Y pasaron media hora observando la cadena de notables glaciares que brotaban hacia el sur, saliendo del macizo; era un espectáculo conmovedor y regocijante para quien amara la naturaleza. Cuando Flatch depositó finalmente su avión en la nieve, junto a la cabaña de Venn, el millonario de Seattle le felicitó:

—Tú sí que sabes pilotar un avión, muchacho.

Su esposa, Lydia Ross Venn, salió corriendo para saludarles. Era una bonita mujer de pelo gris, que parecía tener poco más de cincuenta años-.

—Te presento a LeRoy Flatch —dijo Tom—, un piloto muy dotado. Le vamos a financiar un cuatro plazas, para que nos traiga a los dos de ahora en adelante.

En ese Primer viaje, LeRoy pasó tres días con los Venn, llevándoles alternativamente a dar paseos de exploración que le permitieron familiarizarse con las grandes montañas. Al acabar la visita Tom Venn preguntó:

—¿Podrías volar hasta Anchorage, LeRoy, para recoger a nuestro hijo y a su flamante esposa? Vendrán a pasar parte de sus vacaciones.

—Será un Placer, si usted me da instrucciones. Pero en mi avión sólo puedo traer a uno.

—Alquila un cuatro plazas. Prueba todos los que encuentres y dime cuál es el mejor para esta zona de Alaska.

Fue así como LeRoy Flatch, pilotando un Fairchild alquilado que sólo tenía algunas horas de vuelo, se presentó en la terminal de Anchorage e hizo llamar al señor Malcolm Venn y su esposa. En cuanto vio al joven, supo que era el hijo de Ton, pues el parecido era notable; pero no estaba preparado para la aparición de la señora, que no era una mujer blanca. Casi igualaba en altura a su esposo; era sumamente esbelta y de pelo muy negro. LeRoy no logró dilucidar si era esquimal,

aleuta o

atapasca, tres tribus que aún estaba tratando de diferenciar, y la buena educación no le permitió preguntar. Pero el joven Venn resolvió el problema, pues al arrojar su equipo al interior del avión dijo:

—Mi esposa viajará junto a la ventanilla. Quiere ver estas tierras. Es

tlingit por parte de madre y todo esto es territorio nuevo para ella.

Como el tema estaba abordado, LeRoy preguntó:

—¿Y por la rama paterna?

—China. Buena mezcla. Muy inteligente, como ya descubrirás.

Cuando el Fairchild llegó a la cabaña de los Venn, al pie de Denali, los tres viajeros habían entablado una respetuosa amistad.

—¿Qué significa ese nombre raro que tu padre ha dado a la casa? —preguntó LeRoy, mientras descargaban el aeroplano.

—¿Por qué no se lo has preguntado a él?

—Por no parecer entrometido.

—Pero me lo preguntas a mí.

—Tú no eres el director de la empresa. Él sí.

—Se llama «El filón de Venn».

—¿Y se refiere a lo que yo pienso?

—Sí. Dice que, en los viejos tiempos, los hombres venían aquí buscando oro… tratando de conseguir un filón. Él y mi madre han venido a buscar su propio filón: la felicidad. Él ama Alaska, ¿sabes? En los viejos tiempos la recorrió de punta a punta.

En otoño de 1939, LeRoy Flatch estaba muy atareado buscando un cuatro Plazas usado que pudiera pagar, aun con la ayuda de los Venn, y no se percató de que en Europa había estallado una gran guerra. Por la razonable suma de tres mil setecientos dólares, consiguió un

Waco YKS-7 bastante bueno, que había sido utilizado en el distrito de Juneau, y con él descubrió lo hambrienta que estaba Alaska de transporte aéreo. De pronto aparecieron militares estadounidenses que pedían ser transportados a lugares extraños; las minas de oro que ya estaban en actividad necesitaban equipos nuevos. La construcción de carreteras experimentó un rápido desarrollo y se abrían nuevas tiendas por doquier. Y allí donde florecían el comercio o la construcción se necesitaban aviadores diestros para volar en territorios salvajes, como LeRoy.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntaba a los hombres que rondaban las pistas aéreas. Lo descubrió una noche, en el invierno de 1940, cuando unos amigos le arrastraron a una reunión que se llevaba a cabo en la escuela de Palmer. Un atildado oficial joven, de la Fuerza Aérea, dio allí una seca disertación que barrió las telarañas:

—Soy el capitán Leonidas Shafter y quien se ría de ese nombre se las verá conmigo. Mi padre era de West Point y me puso el nombre del héroe griego de las Termópilas, el que perdió la cabeza y el contingente entero. Yo tengo intenciones de hacerlo mejor.

Con la ayuda de mapas convertidos por fotografía en diapositivas de color, cuya proyección llenaba buena parte de la pared, detrás de él, se enfrentó a su público, formado por pilotos, operadores de excavadoras y peones comunes, y les ofreció una nueva visión de la guerra europea y de la Posible conexión de Alaska con ella:

Allí la guerra puede haberse reducido a lo que ellos llaman, humorísticamente, Sitkrieg, cada uno de los bandos trata de esperar más que el otro. Pero créanme que va a estallar muy pronto. Y si la historia anterior puede servir de guía, nosotros nos veremos arrastrados a ella. No puedo predecir cuándo o cómo se producirá nuestra participación, pero de un modo u otro tendrá que involucrar a la Rusia soviética. En la actualidad los comunistas son aliados de la Alemania nazi. Eso no puede durar, pero de un modo u otro, lo que haga Rusia afectará a Alaska, ¿se dan cuenta? Aquí, en las islas Diomedes, la Unión Soviética está a poco más de dos kilómetros de Alaska. Claro que son islas diminutas y sin importancia. Pero para un avión moderno, cruzar el mar de Bering, de Rusia a Alaska, es cosa fácil. El contacto es casi ineludible y, cuando se produzca, este territorio estará involucrado en la guerra.

Un piloto que había trabajado un tiempo en la Fuerza Aérea preguntó:

—¿Habla usted de Rusia como enemiga o como aliada nuestra?

Y Shafter le espetó:

—No lo he dicho porque no soy adivino. Tal como está la situación, es nuestra enemiga. Pero las cosas no continuarán así; podría convertirse en aliada nuestra.

—Y en ese caso, ¿cómo se pueden trazar planes?

—En un caso como éste se traza un plan para cada contingencia. Estoy seguro de que, pase lo que pase, ustedes se adaptarán.

Para dar énfasis a lo que decía, descargó una palmada en la zona donde se encontraban las fronteras soviética y estadounidense, para entrar en la médula de su asombroso tema:

—Miren ustedes, por favor, este mapa de Norteamérica y la parte oriental de Siberia. Supongamos que la Unión Soviética continúa siendo enemiga nuestra. ¿Cómo puede atacar más efectivamente a ciudades como Seattle, Minneapolis y Chicago? Pasando directamente por Alaska y Canadá, en línea recta hacia los blancos industriales. Las primeras batallas, las que podrían decidirlo todo, se librarán en lugares como Nome y Fairbanks, y sobre la pista aérea en la que estamos sentados en estos momentos. Pero supongamos que los soviéticos se vuelven contra Hitler, como deberían, y se alían con nosotros. ¿Cómo haremos para aprovisionarlos? ¿Cómo harán los aviones construidos en Detroit para llegar a Moscú? Creo que volarán en una gran trayectoria circular modificada, cruzando Wisconsin y Minnesota hasta Winnipeg; luego, antes de seis meses, tal vez pasarán a Edmonton, Dawson, Fairbanks, Nome y luego a Siberia. Caballeros: es muy posible que ustedes deban usar esta pista de grava como zona de aterrizaje de emergencia para enormes bombarderos.

Mientras los hombres intercambiaban miradas de asombro, les mostró un mapa bien dibujado de la región comprendida entre Edmonton y Fairbanks, diciendo:

—Sea la Unión Soviética amiga o enemiga, lo que debemos hacer ahora mismo es construir una carretera que sirva para el transporte de equipos militares desde aquí… —señaló Dawson Creek, al noroeste de Edmonton—, donde termina el ferrocarril, hasta aquí, cruzando este pantano.

Y sin prestar atención a lo terrible del terreno, marcó una línea a través de Canadá, hasta el centro de Alaska, cerca de Fairbanks.

—No me digan que ya se ha intentado hacer una carretera por ahí, ni que ofrece todo tipo de dificultades. Se tiene que construir.

—¿Por qué? —preguntó un piloto.

Shafter se mostró impaciente.

—Porque está en juego la vida de una gran república. De dos grandes repúblicas: Estados Unidos y Canadá. Tendremos que trasladar equipo de guerra de Detroit y Pittsburgh hasta las costas del mar de Bering. —Y entonces añadió algo extraño y profético, una idea perdida que los presentes llevarían siempre en la memoria—: Debemos estar preparados para rechazar a todo el que venga hacia nosotros desde Asia.

Como ese desafío fue recibido en silencio, se dio una palmada contra la Pierna derecha, riéndose de sí mismo, y dijo en tono jovial:

—Dicen que los norteamericanos originarios, los esquimales y todos los que hay aquí, llegaron cruzando el mar de Bering cuando no era mar. Caminando. Tal vez los mares vuelvan a descender. Tal vez ellos vengan hacia nosotros cruzando algún puente de tierra. Pero vendrán, señores, vendrán.

En los meses siguientes, LeRoy Flatch no prestó atención al desarrollo de la guerra europea ni a las espantosas predicciones del capitán Shafter, ahora tenía dos aviones de los que cuidar: el viejo

Cub y el

Waco, relativamente nuevo, de cuatro plazas. Mantenía al primero con flotadores y lo alojaba en un lago cercano; perfeccionó una manera acelerada de cambiar al cuatro plazas los flotadores por ruedas y éstas por patines. Utilizando creativamente este sistema, pudo sondear el centro de Alaska con tanta efectividad como cualquier piloto solitario que estuviera operando entonces, pues pese a su juventud había adquirido una madura apreciación de lo que sus aviones harían si los mantenía en buen estado y llenos de combustible.

No pasaba año sin que aterrizara con uno de sus aviones en las siguientes superficies: macadán ancho en un aeropuerto oficial como el de Anchorage; macadán estrecho y desigual en algún puerto rural como el de Palmer; grava en un campamento minero, grava suelta y tierra en el siguiente; hierba junto a un albergue de cazadores; bancos de grava junto a un río, lodo y grava junto a un arroyo, hielo, nieve y (lo más peligroso) hielo cubierto por una fina capa de nieve; hierba cubierta de escarcha o de nieve, escarcha y llovizna. También acuatizaba en lagos, ríos, estanques y otras masas de agua cuya longitud, demasiado limitada, no permitía despegar después; entonces arrastraba su avión hasta tierra seca y caminaba en busca de algún aviador audaz, que le llevara de regreso con un par de ruedas para reemplazar a los flotadores y algunas herramientas con las que derribar los árboles pequeños para abrir una pista.

No tardó en aterrizar también sobre las ramas de algún árbol; en esos casos bajaba a esperar que le trajeran un ala de repuesto, la atornillaba cuidadosamente en el muñón intacto y partía otra vez. Estaba siempre en peligro, teniendo en cuenta sus rutas de vuelo, pero con notable previsión hacía que esos accidentes inevitables le ocurrieran siempre con el

Cub y no con el aparato nuevo.

Las misiones más agradables se presentaban cuando recibía un telegrama pidiéndole que recogiera a alguno de los Venn en el aeropuerto de Anchorage, pues eso significaba siempre renovar las relaciones con esa apasionante familia. Todos ellos le gustaban: el padre, frío y reservado, que gobernaba un imperio; la animosa madre que parecía tomar buena parte de las decisiones; el joven que heredaría ese imperio y, especialmente, la joven esposa, tan bonita y segura de lo que deseaba hacer.

—No se parece en nada a los mestizos de los que uno oye hablar —decía LeRoy a otros pilotos—. Una esposa así es motivo de orgullo para cualquier hombre.

—Para mí no —gruñó un veterano—. Las mestizas, las nativas, tarde o temprano te llevan al infierno.

Cuando debía recoger pasajeros, como los Venn en Anchorage, LeROY nunca sabía con certeza cuándo llegaría el otro avión; los horarios de Alaska estaban sometidos a cambios repentinos que a veces se prolongaban días enteros. Por ejemplo: cuando Bob Reeve pilotaba sus aviones hasta el extremo más alejado de las Aleutianas, nadie sabía cuándo regresaría, pues en esa zona el tiempo era imprevisible. Un piloto de Reeve dijo a LeRoy:

—No te miento: volábamos con toda normalidad sobre Alaska cuando surgió una tormenta en el mar de Bering; en un minuto pasamos de la calma a la tempestad, que nos puso cabeza abajo, como lo oyes. Vajilla, camareras, clientes: todo patas arriba. Y yo me libré porque estaba atado.

—¿Cuánto tiempo volaste así?

—Alrededor de medio minuto, aunque parecieron dos horas. La siguiente ráfaga de viento ártico nos enderezó.

—Un día de éstos me gustaría volar contigo por esas islas.

—Cuando quieras.

Durante las largas esperas, a LeRoy le gustaba leer relatos de los antiguos pilotos solitarios, pioneros en las rutas que él cubría; los mejores eran los que se referían a hombres jóvenes, que volaban a sitios colonizados como Sitka y Juneau; los más fascinantes, en su opinión, trataban de aquéllos que habían llevado la aviación hasta el centro del país: Fairbanks, Eagle, pequeños asentamientos a lo largo del Yukón, como Nulato y Ruby, y sobre todo de los pilotos intrépidos que llevaban la correspondencia a las aldeas realmente diminutas, en los flancos norte y sur de la imponente cordillera de Brooks: Beetles, Wiseman, Anaktuvuk y los campamentos del río Colville.

«Esos hombres sí que tenían agallas», pensaba LeRoy, al leer sus hazañas. Pero todos los relatos tenían una luctuosa similitud. Harry Kane era casi el mejor de los pilotos solitarios. El primero en aterrizar en diez sitios diferentes, con pista o sin ella. Le encantaban las riberas, si la arena y la grava eran parejas; pero si no lo eran, aterrizaba igual. En tres ocasiones diferentes ayudó en partos a dos mil setecientos metros de altura. Nunca se arriesgaba. Iba a lo seguro, como los gatos. Uno podía volar a cualquier parte con Harry Kane, el mejor de todos.

Y luego, en las dos últimas páginas del capítulo, uno se enteraba de que una noche, en una cegadora tormenta de nieve, Harry Kane, el mejor de todos, se estrellaba. «Al menos una vez —reflexionaba LeRoy—, me gustaría leer la historia de alguien que, habiendo sido el mejor de los pilotos solitarios, haya muerto en su cama a los setenta y tres años».

Con la ayuda de Tom Venn, LeRoy había acondicionado el interior de su

Waco, acomodando otro asiento atrás, entre el equipaje; de ese modo podía esperar los vuelos comerciales provenientes de Seattle y llevar a los cuatro Venn hasta el albergue. Cierta vez, el avión de Seattle se retrasó y llegaron muy tarde a El Filón de Venn; LeRoy pasó la noche en la casa. Por la mañana, Tom Venn le dijo:

—¿Sabes que es muy deprimente escuchar el informativo de las ocho en Alaska?

—¿Por qué? ¿En Los cuarenta y ocho de abajo no son iguales?

—En absoluto. Aquí todas las mañanas se escucha una interminable letanía en que dicen dónde se han estrellado los aeroplanos la noche anterior: «El biplaza de Harry Janssen, en el lago tal o cual, al oeste de Fairbanks. Ochocientos cuarenta metros de nieve. Hay señales de supervivientes». O como el que acaban de transmitir sobre alguien llamado Livingston. «Cuatro Plazas en un albergue, ocho kilómetros al oeste de Ruby. Nieve. No hay señales de vida. El avión está de costado y parece gravemente dañado».

—¿No será Phil Livingston? —preguntó LeRoy—. Es uno de los mejores. No puede haberse estrellado en una tormenta. Cuando hay tormenta ni siquiera sale.

—Pues ayer debió de haber salido.

Cuando Flatch volvió a Palmer se enteró de que era en efecto Phil Livingston, uno de los mejores, y empezó a escuchar el informativo de las ocho con más atención. Casi todos los días se notificaba la caída de un aeroplano, dónde y a qué altura, si había o no supervivientes. Eso le hizo Comprender lo peligroso que era pilotar aviones pequeños en Alaska.

—Peligroso, pero ineludible —dijo un veterano en la sala de pilotos de Palmer, mientras LeRoy aguardaba a un pasajero que deseaba explorar los maravillosos valles situados entre los glaciares que surgían de Denali.

Peligroso o no, ese tipo de vuelos era, en el centro de Alaska, una de las ocupaciones más excitantes del mundo. Los sistemas climáticos eran muy vastos: eran continentes enteros de aire que brotaban locamente de Siberia. Las montañas eran interminables, grandes ejércitos de picos, muchos de los cuales ni siquiera tenían nombre, extendidos hasta el horizonte. Los glaciares, tal como decía un piloto adiestrado en Texas, «no se parecen en nada a lo que uno vería partiendo de Tulsa». Y entre las gentes que poblaban las pequeñas aldeas o trabajaban en los campamentos mineros había una diversidad infinita y gratificante.

—Aquí en Alaska —decía el piloto de Texas—, están las personas más locas de la civilización… si es que esto puede llamarse civilización.

LeRoy conoció a algunas de ellas cuando se le encargó llevar un pesado equipo de repuesto a un campamento minero, perdido en un rincón de las montañas Talkeetna, al norte de Matanuska. Era la primera vez que viajaba a ese sitio, pero con la ayuda de un mapa apresuradamente dibujado por un piloto que lo conocía, pudo hallar el lugar. Al aterrizar en la nieve vio allí a tres típicos montañeses de Alaska, que esperaban en el borde de la pista improvisada: un veterano de Oregón, un hombre llegado de Oklahoma en tiempos más o menos recientes y un joven mestizo, con un oscuro flequillo sobre los ojos. LeRoy se enteró de que había nacido en otro campamento minero, mucho más al norte; su abuelo, un aventurero llegado de Nuevo México en 1902, se había casado allí con una

atapasca que no sabía leer ni escribir. Como el hijo de ambos formó pareja con otra

atapasca, el nieto, Nathanael Coop, tenía en realidad una cuarta parte de blanco y tres cuartas partes de indio. Su nombre era bien curioso, pues el abuelo había llegado a Alaska con un apellido como Coopersmith o Cooperby. Como todos los amigos llamaban al hijo simplemente Coop, ése era el nombre que figuraba en las listas cuando se hacía algún recuento. El nieto jamás recibió otro nombre que el de Nate Coop.

Nate tenía alrededor de dieciocho años; era un muchacho silencioso, que no parecía relacionarse con sus dos compañeros, y su único amigo era un perro grande y oscuro, de aspecto malhumorado, llamado Killer, (asesino). Estaba adiestrado para atacar a cualquier desconocido que entrara en la mina. Su antipatía hacia LeRoy fue inmediata; lo atacó antes de que Nate gruñera:

—¡Échate!

Entonces saltó salvajemente contra los patines del avión, tratando de asirlos sucesivamente entre sus fuertes mandíbulas, hasta que Nate gruñó por segunda vez:

—¡Échate!

Era obvio que Killer amaba a su dueño, pues se alejó del aparato, aunque mantuvo fijos en LeRoy y en el

Cub sus ojos inyectados en sangre.

Una vez descargado el equipo, LeRoy se enteró de que, en el viaje de regreso, debía dejar a Nate en otra mina, situada algo más lejos entre las montañas Talkeetna.

—Nadie me lo había dicho.

—No era necesario. Por diez dólares más, ¿lo harás?

—No tengo ni idea de dónde está.

—Nate te indicará. —Con el lápiz, el hombre de Oregón añadió unos cuantos garabatos al mapa, preguntando—: ¿Podrás, Nate?

—Creo que sí —dijo el muchacho.

Y con esa única información, LeRoy se dispuso a volar adentrándose entre montañas que nunca había recorrido.

—Sube, Nate. Si conoces los puntos de referencia llegaremos.

Y Nate replicó, sin afligirse:

—Nunca los he visto desde el aire, pero no creo que sean muy diferentes.

Entonces, para estupefacción de LeRoy, Killer también subió.

—¡Un momento! No puedo llevar un perro en…

—Se quedará en mi regazo. No hay problema.

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