Alaska

Alaska


XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

Página 101 de 123

Mientras se entrenaba para la nueva misión, Nate solía preguntarse por qué, si Dashiell Hammett era tan brillante como aseguraban los aviadores, no pasaba de cabo, y nunca pudo salir de su perplejidad. Pero se Olvidó de Hammett en la segunda semana de enero de 1943, pues su viejo equipo volvió a reunirse (el capitán Ruggles, Ben Krickel y él) y viajó en bote de goma a un destructor que los esperaba. El barco esquivó las tormentas aleutianas hasta llegar a la isla larga, baja y plana que proporcionaría una estupenda pista aérea para el bombardeo de Kiska y Attu, si los estadounidenses lograban ocuparla antes que el enemigo.

Como Amchitka estaba a sólo noventa kilómetros de la gran base aérea que los japoneses tenían en Kiska, los tres exploradores suponían que el enemigo ya había destacado a esa isla sus propias patrullas. Y así fue. Durante tres peligrosos días con sus noches, Nate y su equipo deambularon Por la isla, oyendo ocasionalmente a los japoneses y tratando de evitar el contacto con ellos. En medio de terribles tormentas, con el granizo y la nieve azotándoles la cara, los estadounidenses exploraban las playas, tratando de protegerse. Una noche, acurrucados los tres en la oscuridad, el capitán Ruggles dijo:

La nieve cae en Siberia, pero aterriza en Amchitka… paralela al suelo, a ciento veinte kilómetros por hora.

Allí se enfrentaban a un peligro más, pues los aviones japoneses sobrevolaban en vuelo rasante la isla y bombardeaban cualquier sitio en donde pudieran ocultarse espías estadounidenses. En una ocasión, al escabullirse para escapar de un ataque, los tres llegaron demasiado cerca de un campamento ocupado por siete exploradores japoneses. Con el corazón acelerado, los estadounidenses retrocedieron con sigilo y escaparon sin ser vistos.

Era una guerra difícil; a su modo, tan difícil como la que se estaba desarrollando en el mundo entero: mares agitados, crueles ventiscas, noches interminables y grandes tormentas azotando las plazas donde debía desembarcar cualquier invasor. Pero algunos hombres resueltos, estadounidenses y japoneses por igual, se aferraban a Amchitka y enviaban sus mensajes a los cuarteles generales. Ruggles anunciaba en código: «Aviones japoneses pasan constantemente. Grave peligro para cualquier desembarco».

Estando Nate de guardia, la armada estadounidense se aproximó a la isla: cientos de embarcaciones de todos los tamaños. El muchacho supuso que los aviones japoneses los atacarían sin misericordia, pero en ese momento la tempestad se tornó tan violenta que los aviones no podían volar; los barcos grandes se acercaron penosamente a la costa. Pese a la ausencia de aviones enemigos, el desembarco fue un infierno. El Worden se hundió y sus catorce tripulantes murieron ahogados. Un grupo que corría a la costa detectó a los exploradores japoneses y, tomándolos por la avanzada de un batallón, los aniquiló con los lanzallamas. Otro equipo estadounidense intentó desembarcar cuatro veces, sólo para retroceder cada vez ante las enormes olas que azotaban la playa. Pero continuaron intentándolo, aun cuando el largo día se transformaba ya en noche; en el quinto intento, con el auxilio de reflectores, lograron llegar.

Al día siguiente la base del Pacífico, en Hawaii, transmitió un breve comunicado: «Ayer nuestras tropas desembarcaron con éxito en Amchitka». Los periodistas señalaban: «Preludio a la recuperación de Attu y Kiska». Pero nadie decía una palabra de las condiciones infernales en que los estadounidenses habían obtenido ese punto vital en la brutal batalla de las Aleutianas.

Desde enero hasta mediados de marzo, Nate, Ben Krickel y otros trabajaron como caballos de tiro, acarreando mercancías desde la costa al interior de la isla; allí las apilaban y volvían a chapotear, hundidos hasta la rodilla en el agua helada, para traer más carga. Era un trabajo agotador, que habitualmente era necesario hacer con el viento siberiano helándole a uno las cejas. Y cuando el equipo estuvo finalmente en tierra, los improvisados estibadores fueron apresuradamente transferidos a la zona plana donde la pista aérea iba emergiendo de la tundra. De todos modos, en cualquier sitio donde trabajaran, Nate y Ben vivían miserablemente: los barcos de aprovisionamiento no llegaban; cuando aparecían, a duras penas, casi siempre traían alimentos y ropa destinados a los trópicos. Por lo general, cuando trabajaba en el otro extremo de la pista, Nate se pasaba varios días sin comer nada caliente, y cuando se cocinaba algo, solía ser un tipo de comida con el que no estaba familiarizado.

Por ejemplo: un día el capitán Ruggles se tomó grandes molestias para robar una gran bolsa de harina de trigo integral, con la que podría haberse hecho un pan rico y crujiente. Pero cuando los panaderos convirtieron la harina en hogazas, Nate y sus compañeros se negaron a comerlas. Un granjero de Georgia habló en nombre de todos:

—Tenemos que estar aquí, en Alaska, capitán Ruggles, porque es nuestro deber. Tenemos que congelarnos hasta que se nos caiga el culo, porque el enemigo está ahí. Y tenemos que comer cosas frías, porque no hay cocinas a mano. Pero por Dios, nadie puede obligarnos a comer ese pan sucio, comida para negros. Queremos pan blanco. Ruggles trató de explicar que el trigo integral era doblemente nutritivo y doblemente preferible para quien no estaba recibiendo raciones suficientes, pero no pudo convencer a esos campesinos bien intencionados:

—El pan sucio como ése no es para que lo coma un blanco.

Pero lo que causaba más angustia a esos hombres, allí en Amchitka, era lo que expresó el granjero de Georgia:

—A cualquiera se le rompe el corazón. Uno trabaja aquí, en esta pista aérea, y esos guapos muchachos suben a sus aviones, saludan con la mano, vuelan a Kiska o Attu y caen en una tormenta. Siempre hay una tormenta, Cristo, y ellos chocan con alguna montaña, maldita sea. A veces se nos van tres o cuatro en un mismo día. Y no se los vuelve a ver.

Las bajas eran numerosas. Tal como añadió un desesperado aviador a la carta esperanzada y animosa que acababa de escribir a su novia: «No hay nada en el mundo como volar en las Aleutianas. Perdemos a tantos que me muero de miedo cuando subo a mi avión; las probabilidades de caer son tan altas…».

Dos días después le escribió otra carta, disculpándose por ese arrebato. Y no hubo más.

En esas condiciones, Nate reanudó su estudio de los textos que le había dado el cabo Hammett; obediente a sus indicaciones, continuó memorizando diez palabras nuevas por día, hasta que su vocabulario llegó a ser civilizado; aun así hablaba utilizando frases cortas, inseguro del conocimiento que iba adquiriendo.

Hacía lo posible para protegerse de las ventiscas, pero evitaba trabar amistad con los aviadores que llegaban a Amchitka, con los ojos brillantes diez días después de haber terminado su entrenamiento. Comprendía que ellos tenían unos problemas muy diferentes de los de los soldados comunes, y se decía: «Tengo que soportar este clima horrible. Aprendo tretas, como hallar las construcciones que están en la mayoría de los casos bajo tierra. Así el viento no puede azotarte. Pero ellos, en esos aviones, tienen que vivir en medio del viento. En el centro mismo. Y no viven mucho».

Claro que tenía sus propias pesadillas. Cuando se rumoreó que el próximo ataque no sería a la cercana Kiska, sino a la distante Attu, comprendió que los superiores querrían enviar exploradores para averiguar cuál era la situación exacta. Entonces se presentó al capitán Ruggles, y dijo:

—Si esta vez piden voluntarios, yo no voy.

—Espera un poco, Coop. Tú eres el mejor de nuestros hombres. No sabes lo que es el miedo.

—Sí que lo sé. —Y para sorpresa propia y del capitán, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Al cabo de un rato Ruggles dijo, en voz baja:

—Nate: estoy seguro de que me enviarán a Attu para ver cuánto tardaremos en hacer una pista, después del desembarco. No me gustaría nada ir sin ti.

—Quizá —murmuró Nate.

Cuando fue obvio que se ordenaría al mismo grupo explorar la isla de Attu, experimentó miedo de verdad y se dijo: «No puedes seguir yendo a islas ocupadas sin que te maten». Pero se mordió las uñas y se calló sus aprensiones. Una noche llegó la orden: «El PBY está frente a la costa sur. Los pilotos dicen que conocen un lugar seguro para desembarcar. Ustedes llegarán remando tranquilamente. Después quedarán solos».

Con un gran temblor, Nate siguió al capitán Ruggles y a Ben Krickel por la oscuridad, pero la incómoda tarea de subir al PBY le exigió tanto que su nerviosismo cedió; aprovechó el vuelo a Attu para concentrar sus fuerzas y su coraje para la peligrosísima tarea que tenía ante sí.

Con gran habilidad, el PBY voló siguiendo un trayecto que evitaba pasar por Kiska, entrando en nubes de tormenta y saliendo de ellas, hasta posarse en el mar picado. Estaba a kilómetro y medio del extremo sur de la bahía de la Masacre, donde el cosaco Trofim Zhdanko había desembarcado en 1745, con sus doce traficantes de pieles. Después de abordar la embarcación de goma, los tres hombres remaron entre las olas hasta la costa y ocultaron el bote bajo una maraña de ramitas y pequeños arbustos. Satisfechos por la facilidad del desembarco, echaron a andar tierra adentro por el sitio que utilizarían, en días subsiguientes, los grandes grupos de ataque; por fin llegaron a una leve elevación, desde donde Ben pudo estudiar la zona que tan bien conocía:

—Aquí no hay instalaciones defensivas. Nuestros hombres podrán desembarcar. Pero allá donde están los japoneses… —Señaló las colinas, unos ochocientos metros más al norte—. Muy fuertes.

Mientras tanto, el capitán Ruggles estaba inspeccionando con los prismáticos, a la luz creciente, la pista que los japoneses trataban de completar antes del esperado ataque.

—¡Bien! Cuando nos apoderemos de ella, estará en buenas condiciones.

Los sobrevolaron aviones de exploración, dedicados a buscar intrusos como ellos, pero no vieron nada. Los estadounidenses pasaron dos días de intensísima concentración, tomando mentalmente nota de lo que haría falta para la conquista de Attu; las conclusiones no eran nada prometedoras. Ruggles confirmó los planes que había oído en el cuartel:

—En cuanto desembarquemos en Masacre debemos avanzar hacia el norte, hasta la bahía Holtz. Rechazarlos allí y limpiar las posiciones hacia el este.

Pidió a Ben y a Nate que memorizaran las características montañosas del terreno. Al caer la segunda noche, él y sus hombres volvieron sigilosamente al bote y remaron hacia el sur, donde los recogerían a medianoche.

Una vez sanos y salvos a bordo del PBY, con tazas de caldo caliente para entibiar las manos, Ruggles dio un codazo a Nate y le dijo, bromeando:

—Es como una comida campestre, ¿no?

Y Nate replicó:

—Siempre fácil; los japoneses no se acercan. Pero para el ataque a Kiska no cuentes conmigo.

La reconquista de Attu por parte de los estadounidenses que se inició el 11 de mayo de 1943, fue una de las batallas más importantes de la segunda guerra mundial, pues, si bien participó un número de soldados relativamente reducido, en ella se decidió si Japón tendría alguna esperanza de utilizar una parte de Alaska como base desde la cual atacar a Estados Unidos y Canadá. Los nipones que defendían Attu eran unos dos mil seiscientos soldados resueltos, dedicados a la tarea de retener ese asidero en territorio norteamericano. A las órdenes de oficiales muy inteligentes y audaces, habían construido una cadena de posiciones que eran un modelo de guerra defensiva. Pero en la tierra había otros hoyos, cavados casi al desgaire, en los cuales los soldados japoneses entraban sabiendo que no podrían escapar ni siquiera de milagro. Todos los accesos que los estadounidenses pudieran usar estaban flanqueados por profundas cuevas para dos hombres; había una línea de posiciones tan sagazmente concebida, que aseguraba la muerte de los atacantes estadounidenses, pero también el fin seguro de los defensores japoneses. Desalojar a soldados heroicos como ésos sería una misión infernal, que se llevaría a cabo entre tormentas árticas y vendavales siberianos.

Para lograrlo, dieciséis mil reclutas estadounidenses, más unos cuantos exploradores de Alaska y un ilimitado poderío aéreo, aplicarían una implacable presión a un coste enorme, tanto para atacantes como para defensores. En la víspera de esa extraña batalla, librada en el extremo más alejado del imperio, toda la guerra del Pacífico pendía en la balanza: Japón, el audaz atacante, iba a convertirse en el tesonero defensor; Estados Unidos, el gigante dormido al que habían pillado por sorpresa, reunía tardíamente sus fuerzas para dar una serie de golpes aplastantes. Ese atardecer, mientras el sol se ponía en un resplandor sombrío, nadie habría podido predecir cómo se desarrollaría la batalla de Attu; pero en ambos bandos los hombres mostraban igual valentía, idéntica decisión y la misma entrega a sus opuestos estilos de vida.

Al amanecer, una temible armada asomó entre las brumas, por la esquina nordeste de Attu; Nate y Ben, desde su bote de desembarco, observaron sobrecogidos al enorme buque de guerra Pennsylvania, que preparaba sus grandes cañones para limpiar la costa, en la que pronto desembarcarían las tropas. Ciento cincuenta proyectiles enormes barrieron la costa sin matar a un solo japonés, pues éstos habían construido sus refugios tan sólidamente que sólo un golpe directo podía aplastarlos; aun en ese caso, el Mayor daño lo provocarían los fragmentos despedidos, que se podrían quitar más tarde.

La mayor parte de la armada norteamericana apareció entre la niebla que amortajaba la bahía de la Masacre; allí, los enormes barcos pudieron dejar su carga y a sus hombres sin hallar la menor oposición. Pero una vez en tierra, tal como Nate había predicho y ahora veía desde su bote, los atacantes se verían obligados a virar bruscamente colina arriba, hacia la bahía Holtz, en cuyo perímetro habían cavado sus posiciones los japoneses. Lo que en un principio había parecido un desembarco fácil, se convirtió en un ataque enconado, dificultado por la lluvia y por el lodo; cientos de estadounidenses recibieron balas de francotiradores que, si no mataban, mutilaban. Los estadounidenses se morían sin haber visto al enemigo.

El ataque continuó durante diecinueve días horribles, sin que hubiera un respiro y con frecuencia sin comida. En ese implacable combate, Nate Coop y Ben Krickel se protegían mutuamente, compartían un mismo hoyo o corrían juntos, para arrojar granadas activadas a la boca de las cuevas de donde surgía el fuego enemigo.

—Siempre pasa lo mismo —observó Ben, jadeando, después de atacar una cueva—, arrojas tu granada y oyes tres explosiones. Los dos hombres de dentro la ven llegar y, como saben que no tienen salida, hacen detonar sus propias granadas. Supongo que eso es un trabajo limpio.

Durante unos días infernales, el grupo de Nate despejó todas las cuevas de una ladera, de una en una y, casi siempre, con el espantoso ruido de las tres explosiones por cada granada estadounidense. En todo ese tiempo no se hizo ningún prisionero, se comió muy poco y nadie durmió con la ropa seca. Era un combate penoso, sin bayonetas y con pocos disparos de mortero: sólo el oscuro y terrorífico trabajo de despejar instalaciones que no se podían atacar de otro modo. Ningún estadounidense luchó nunca en condiciones tan difíciles como las de Attu; ningún japonés defendió nunca sus posiciones con un mayor sentido del honor. Tras ocho días de desmantelar cueva por cueva, quedaron eliminados unos mil quinientos enemigos, pero también habían muerto más de cuatrocientos estadounidenses. Entonces se produjo la embestida final, en la que morirían mil quinientos japoneses más y otros ciento cincuenta estadounidenses. Todos ellos perecerían en medio de lluvias heladas, vientos tempestuosos y barro, pero nadie murió de una forma más diabólica que el valiente oficial estadounidense que guiaba a Nate y a Ben colina arriba, y a los seis japoneses responsables de su muerte.

Como el capitán Ruggles era aviador, habría debido estar en el aire, en algún avión sacudido por la tormenta; pero debido a su habilidad para detectar los lugares donde se debían localizar las pistas aéreas en las primeras horas siguientes al desembarco, había sido objeto de una especie de nombramiento permanente para los trabajos más difíciles, pues cumplida su misión volvía a ser un simple soldado de infantería, aunque su raro valor le hiciera sobresalir del resto.

La responsabilidad que Ruggles se había asignado parecía cosa de rutina. Los atacantes estadounidenses estaban diseminados al pie de una pendiente que ascendía hacia el norte con gran inclinación; los defensores japoneses atrincherados en una hilera de cuevas, a lo largo de la cresta. A primera vista, la tarea de los estadounidenses podía parecer imposible, pero Ruggles había ideado la solución mucho tiempo antes; requería de una exquisita sincronización.

El capitán, con uno o dos hombres de confianza, avanzaba por el centro de la pendiente, mientras su equipo abría una cortina de fuego para mantener a los japoneses en el fondo de las cuevas. Mientras tanto, escaladores veloces, a derecha e izquierda, establecían una especie de movimiento de pinzas que los llevaría a un punto situado encima de las cuevas; desde allí descenderían sigilosamente hacia ellas por la retaguardia, destruyendo al enemigo con granadas arrojadas dentro.

Esa coordinada maniobra tenía éxito cuando todas sus partes funcionaban a la perfección; Ruggles era uno de los mejores:

—Terminamos con esa hilera de cuevas y vamos a buscar un plato caliente.

Pero en esta ocasión se produciría una sutil diferencia, pues a mitad de la cuesta, fuera de la vista para quien mirara desde abajo, se elevaba un montículo leve, pero considerable; cualquiera podría haber pensado que los japoneses habrían puesto en él una serie de trincheras apuntando colina abajo para hacer retroceder a los estadounidenses que trataran de subir.

Pero los decididos japoneses no lo hicieron así; en cambio cavaron seis hoyos al otro lado del montículo, colina arriba. Cuando estuvieron listos, el coronel a cargo dijo, solemnemente:

—El emperador pide doce voluntarios.

Y doce jóvenes nipones, lejos del hogar y acosados por el hambre, dieron un paso al frente, saludaron y se instalaron de dos en dos en las trincheras suicidas.

Estaban condenados porque la táctica que iban a ejecutar les llevaría a la muerte con toda seguridad:

—Permitid que los atacantes estadounidenses pasen sobre esas posiciones. Esperad a que haya pasado un número considerable. Luego abrid fuego por la espalda, cuando no sospechen nada.

De ese modo caerían muchos estadounidenses, pero los doce hombres de las trincheras, también, serían masacrados en cuanto se identificaran sus Posiciones.

Como cabe suponer, Ruggles encabezaría la carga frontal, con Nate en el flanco izquierdo, Ben a su derecha y dos hábiles equipos corriendo por los lados, para caer sobre las cuevas superiores desde la retaguardia. Todo salió como estaba planeado, salvo por una cosa: cuando Ruggles y sus acompañantes corrieron sobre la pequeña elevación del centro, se les permitió continuar unos doce metros colina arriba. Luego, desde las trincheras ocultas que apuntaban hacia arriba, los japoneses dispararon a quemarropa contra la espalda de los atacantes; por puro hábito, casi todos apuntaron al Oficial, el capitán Ruggles, que cayó destrozado por siete descargas. Una alcanzó a Ben Krickel en el hombro izquierdo. Otras tres mataron a dos de los compañeros de Nate; una más pasó rozando la oreja de éste.

Sobrevivieron cuatro estadounidenses, incluyendo a Nate COOP y a Krickel, aunque este último resultó herido. Por un momento quedaron confundidos, pero de inmediato Nate comprendió lo que debían hacer:

—¡Ben! ¡Atrás, tras el montículo!

Y condujo a los restos de su equipo hasta el lado inferior de la elevación, donde los hombres de las trincheras no podían atacarlos. Allí se reagruparon; al ver el cuerpo mutilado del capitán diez metros más arriba, una ira sorda se apoderó de ellos. Hasta Ben Krickel, gravemente herido, insistió en tomar parte en la acción que seguiría. Nate, en esos momentos, había tomado el mando:

—Cuerpo a tierra, granadas listas y, en cuanto lleguemos, las arrojamos adentro.

Así lo hicieron: cuatro vengadores resueltos, acercándose a las trincheras desde atrás, sin prestar atención a las balas que les llegaban desde el barranco, arrojaron las mortíferas granadas dentro de las trincheras y retrocedieron para oír las tres explosiones.

Quedaban aún dos trincheras intactas en los flancos exteriores. Nate gritó:

—¡Yo me ocupo de ésa! Ben, encárgate de aquélla. —Pero notó que Ben se había desmayado y dirigió la orden a un joven de Nebraska—: ¡Límpiala tú!

Como descubrieron que no tenían más granadas, dos de ellos arrancaron largas tiras de tela de sus camisas y un tercero las empapó con el combustible que llevaban para esos casos; ya encendidas, las arrojaron audazmente a la boca de las trincheras, y cuando los cuatro japoneses salieron trabajosamente buscando aire, los descalabraron a culatazos.

La conquista de esa colina representa uno de los últimos ataques planificados de las fuerzas estadounidenses en Attu. Esa noche, los hombres creían haber dominado a los japoneses. Pero a medianoche, no habiendo nadie que montara guardia, oyeron un susurro en el flanco de la colina, donde no podía haber ningún japonés sensato; luego, el rumor de pasos ligeros, por fin, los gritos salvajes de hombres lanzados a una

carga banzai[10], decididos a matar o morir. Estalló el infierno en ese sector del frente indefinido. Los japoneses, enloquecidos por lo que reconocían como los momentos finales, corrían en todas direcciones, sujetando con las manos los fusiles que les apuntaban, blandiendo cuchillos largos e incendiando todo lo que se encontraba a su Paso.

Eran imparables; embestían contra posiciones que nadie habría soñado con atacar, mucho menos someter. Y llegaban aullando. Pasó casi una hora antes de que Nate y sus hombres establecieran algún tipo de línea defensiva. Entonces comenzaron a ocurrir cosas asombrosas. Un japonés, que blandía sólo una ramita de cuarenta centímetros, se arrojó directamente contra un soldado estadounidense armado con una pistola; le apartó el arma, golpeó al sorprendido enemigo con su rama y, dando gritos, desapareció en la oscuridad. Otros dos japoneses corrieron hacia Ben Krickel, con bayonetas Precariamente atadas al extremo de sus palos, tratando de herirle con esas armas endebles. Lograron alcanzarle, pero las bayonetas se deslizaron a un lado, mientras él los mataba a ambos golpeándoles en la cabeza con el brazo sano.

Un cuarto japonés fue el más loco de todos. Entonando una canción salvaje y blandiendo una mortífera pistola, superó todos los obstáculos y corrió hacia Nate Coop, que no podía hacer nada por detenerle. Plantó su pistola contra la cara de Nate y, con un grito, apretó el gatillo. Se oyó el chasquido, Nate se dio por muerto, pero no ocurrió nada. Con un fuerte impulso de su bayoneta, Nate mató al japonés. Luego, al estudiar el arma de ese hombre, descubrió que era de juguete. Después de arrancarla de entre los dedos del muerto, Nate apretó dos veces el gatillo y despertó ecos en el húmedo amanecer. La batalla de Attu había concluido.

Ahora sólo quedaba Kiska. No era tan grande como Attu, pero estaba mucho mejor defendida. Los informes de inteligencia decían que allí había cinco mil trescientos sesenta japoneses (el doble), con una capacidad defensiva diez veces mayor. Para tomar la isla se trasladó por la cadena Aleutiana a más de treinta y cinco mil soldados estadounidenses, que constituían la armada más grande de ese frente. En esa ocasión, no se envió a ningún equipo de exploradores para el reconocimiento, lo cual Nate agradeció: no era necesario, pues las poderosas instalaciones japonesas eran visibles desde el aire.

En cambio, el mismo cuerpo de la Fuerza Aérea dejó caer sobre la isla una increíble cantidad de fuertes explosivos, utilizando aviones que, en algunos casos, despegaban desde la nueva pista de Attu. Cien mil panfletos, impresos en Anchorage, pedían a los japoneses que se rindieran, pero esos papeles tuvieron aún menos efecto que las bombas. También ahora, en aquel último reducto de las Aleutianas, los japoneses estaban bien atrincherados. Sacarlos de allí sería la brutal culminación de esa terrible campaña. Transcurridas diez semanas desde la caída de Attu, la gran fuerza de ataque estaba lista. Una vez más, el general Shafter voló a las Aleutianas, con LeRoy Flatch como piloto, para participar en la planificación final. Esta vez, LeRoy encontró a su cuñado callado e irritable:

—Si los japoneses intentan algo, no dudo que a Ben y a mí nos tocará ir a explorar, si es que se le cura el brazo.

—¿Dónde está Ben?

—En el hospital de campaña. Por su brazo.

LeRoy, preocupado por el nerviosismo de Nate, preguntó:

—¿Ocurre algo?

—¡No! —le contestó Nate—. ¿Por qué?

—Bueno, con tantas batallas… y la herida de Ben…

—Es el trabajo.

—Sigue así. Ahora quiero ver a Ben.

Encontraron al cansado criador de zorros en la enfermería, donde le estaban aplicando un vendaje. Parecía tener mucho más de cincuenta y un años, pues el cansancio le minaba el cuerpo, como a Nate. Pero expresó su sorpresa cuando LeRoy le saludó, en erguida pose militar, y dijo en tono formal:

—Señor Krickel, he venido hasta su casa de verano para Pedirle la mano de su hija.

Las huellas del cansancio abandonaron la cara de Ben y el dolor, su brazo herido. Mirando de frente al joven Flatch, preguntó en voz baja:

—¿Dónde está Sandy?

—En Anchorage, con un buen empleo. Aproveché la influencia del general Shafter para hacerla salir del campo de concentración. Y vamos a casarnos… con su permiso, señor. —Como Ben y Nate empezaron a darle grandes palmadas de felicitación, él los detuvo—: Dijo Sandy que no se casaría sin su consentimiento, señor, porque usted es su padre y su madre al mismo tiempo. —Y miró a los ojos al viejo isleño—. ¿Cuento con su autorización?

Y Ben, gravemente, añadió:

—Cuenta con ella, hijo. Y ahora vamos a emborracharnos como cerdos.

No pudieron hacerlo, pues llegó un mensaje de los generales reunidos. Tanto Nate como Ben adivinaron de qué se trataba. En efecto, si Ben estaba en condiciones, harían una última incursión tras las líneas enemigas:

—Los japoneses se están comportando de un modo extraño. Debemos saber cuánto van a costarnos esas playas de Kiska. Ustedes nunca nos han fallado. —El general comandante clavó un dedo en el brazo de Ben—. ¿Está lo suficientemente recuperado como para intentarlo?

Los amigos comprendieron que bastaría un momento de vacilación para que le excusaran de esa peligrosa misión, pero el criador de zorros dijo:

—Está listo.

Y antes del amanecer, esos dos leales hombres de frontera, esos prototipos de Alaska, estaban otra vez en su bote de goma, viajando silenciosamente hacia el PBY que se mecía en las oscuras aguas aleutianas. Muerto el capitán Ruggles, estarían a las órdenes de un joven y entusiasta teniente llamado Gray. Cuando ya se aproximaban a la costa, éste les dijo:

—No pienso imponer mi rango. Ustedes saben mucho más que yo de estas cosas. —Y añadió, como para tranquilizarlos—: Pero cuando ustedes avancen, yo estaré allí. Pueden contar con eso.

Mientras remaban en la oscuridad, hacia lo que podía resultar una violenta confrontación, Gray susurró:

—¡Caramba! ¡Desembarcar en una isla pequeña, ocupada por todo un ejército japonés!

Ir a la siguiente página

Report Page