Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Durante sus cuatro años de universitaria, Kendra salió sólo con dos hombres, tan parecidos entre sí que hubieran podido ser mellizos: de constitución delgada, pelo muy rubio, hablar vacilante y movimientos torpes. El primero la invitó tres veces; el segundo, siete u ocho. Pero las veladas eran tan aburridas e improductivas que, para Kendra, no valían la pena. Para colmo, su madre le hizo quince o veinte preguntas sobre cada uno y llegó a hacer un viaje de sesenta kilómetros para investigar a los padres del segundo. Quedó muy favorablemente impresionada por la pareja, a la que clasificó como «lo mejor de la sociedad mormona, y eso es mucho decir». Alentó vigorosamente a su hija para que continuara con esa amistad, pero tanto el joven como ella sintieron tanto bochorno por ese proceder (y tan poco interés mutuo) que «el cortejo de Kendra», según dijo su madre, terminó sin pena ni gloria. En realidad, ni siquiera terminó: se fue apagando como un lento gemido.

Kendra se graduó como maestra a los veintiún años, con buenas calificaciones y la posibilidad de elegir entre cuatro o cinco escuelas públicas de renombre que le ofrecían empleo. Entonces se produjo la primera crisis de su vida, pues una de esas escuelas estaba en Karnas, Utah, a menos de cuarenta kilómetros del hogar, y sus padres consideraban que debía optar por ésa, al menos durante los primeros cinco o seis años de su carrera. Tal como señaló la señora Scott:

—Podrías pasar los fines de semana en casa.

En un acto de desafío que sorprendió y alarmó a sus padres, Kendra se decidió, sin consultarles, por la escuela más alejada de su casa. Estaba en Grand Junction, Colorado, cruzando la frontera interestatal, pero aun así a poca distancia de Heber City. Durante el primer otoño que Kendra pasó en su nueva escuela, la señora Scott recorrió en coche aquellos doscientos cincuenta kilómetros en seis ocasiones, para comentar con su hija los problemas a los que se enfrentaba, las maestras con quienes trataba y cualquier hombre de la escuela o de la ciudad que hubiera podido conocer. Según la firme opinión de la señora Scott, los hombres de Colorado eran mucho más peligrosos que los de Utah; por ende, aconsejaba a su hija que se mantuviera alejada de ellos.

—Nunca he podido entender por qué rechazaste a ese joven de Nephi, que era tan buen muchacho.

—YO no le rechacé, mamá. No tuve ocasión de hacerlo.

Consciente de que su hija estaba desarrollando cierta tendencia a la terquedad, las plegarias de Grand Junction manifestaron sutiles cambios:

—Dios Todopoderoso, haz que Tu hija Kendra recuerde siempre Tus preceptos; protégela de las decisiones arrogantes y apresuradas y, con Tu constante supervisión, ayúdala a mantenerse pura.

La bibliotecaria Deller entregó a Kendra aquella copia del National Geographic un martes por la mañana. Esa pequeña que caminaba hacia la ventisca obsesionó a la joven maestra durante tres días enteros. En vez de pasar la revista a sus alumnos, la mantuvo en el escritorio durante el miércoles y el jueves, para contemplarla de vez en cuando. El jueves por la noche se la llevó a casa y la estudió con gran detenimiento antes de acostarse. El viernes se levantó temprano, puso la revista junto a su espejo y se comparó con esa criatura extraordinaria. Se observó en el cristal con claridad, sin exagerar ni denigrarse, pero cada vez que se comparaba con la niña de la tormenta debía admitir, con gran dolor, que le correspondía el segundo puesto:

«Soy inteligente, siempre tuve buenas calificaciones y sé contribuir a los proyectos de grupo. Es decir: no soy idiota ni huraña ni estoy mal de la cabeza. Y no soy una modelo, pero tampoco una mujer repulsiva. De vez en cuando los hombres se vuelven a mirarme y creo que, si los alentara… bueno, eso no tiene nada que ver.

»Buen cutis. Buena postura. Pelo, algo desteñido, pero debo deshacerme de estas trenzas. No soy demasiado flaca, gracias a Dios, ni tampoco demasiado gorda; no tengo marcas que me desfiguren. Mi sonrisa no es gran cosa, pero podría fabricarme una. Mis alumnos me quieren, de verdad, y creo que los otros docentes también».

Y entonces, con la niña ante sí, rompió en sollozos convulsivos, balbuceando palabras que la horrorizaron al pronunciarlas y la abochornaron después:

—Soy una fracasada de mierda.

Retrocediendo como si alguien la hubiera abofeteado, se miró en el espejo y murmuró, llevándose la mano a la boca:

—¿Qué dije? ¿Qué me ha pasado? —Una vez aplacado el apasionamiento, comprendió exactamente lo que había dicho y por qué. «Comparada con esa niña, soy una cobarde sin remedio. Da asco el modo en que me he dejado dominar por mi madre. Creo en Dios, pero no creo que Él esté sentado allá arriba, observando con una lupa todo lo que haga una simple maestra de Grand Junction. No soy capaz de enfrentar siquiera una nevada, ni hablar de una ventisca».

Cogió la revista y se la llevó a los labios para besar a la pequeña esquimal:

—Me has salvado la vida, pequeñita. Me has dado lo que nunca tuve: coraje.

Después de vestirse sin prisa, caminó hasta Terrences’s Tresses, la principal peluquería de la región, y se acomodó con expresión ceñuda en la silla, diciendo:

—Tiene que cortarme estas condenadas trenzas, Terrence.

El peluquero objetó, algo espantado:

—¡Pero señorita! ¡Aquí no hay trenzas tan encantadoras como las suyas!

Ella le refutó:

—Mi madre las usa para estrangularme.

Ante la obvia perplejidad de Terrence, añadió:

—Cada vez que viene a visitarme insiste en trenzarme el pelo; me sienta en una silla, delante de ella… para reforzar mi cautiverio.

—Pero ¿con qué las reemplazará señorita? Quiero decir, ¿qué corte le hago?

—Eso lo decidiremos después. —Y cuando las tijeras cortaron las trenzas exclamó, exultante—: Ahora puedo respirar.

Ya liberada de su carga, estudió con Terrence veinte fotografías con diversos peinados. Por fin dijo él:

—Si me permite el atrevimiento, señorita, este peinado de paje sería perfecto para usted: pulcro y limpio, como su personalidad.

—¡Adelante! —dijo ella.

Diestramente, el peluquero aplicó peine, tijera y fijador, hasta lograr un resultado que daba a Kendra un aspecto más refinado, pero también más juvenil y aventurero.

—Me gusta —comentó al salir.

Corrió a la escuela, cruzó corriendo el vestíbulo e irrumpió en la biblioteca:

—Señorita Deller, voy a ser muy atrevida…

—¡Kendra! Casi no te reconozco. ¡Ese peinado es estupendo! Pero ¿qué hiciste con esas trenzas adorables?

—Gracias, pero mi problema es bastante diferente. La verdad es que me da vergüenza plantearlo.

—¡Cuéntame! Yo sé escuchar.

La señorita Deller usaba el pelo corto y ahuecado; sus movimientos y su manera de hablar eran bruscos. Kendra creía recordar que era de Arkansas.

La maestra se sentó, aspiró hondo y dijo:

—Los fines de semana… es decir, algunas veces… usted va a un albergue de Gunnison, ¿verdad?

—Somos varios los que vamos. Para los maestros hay descuentos especiales. Viene gente de todas partes: Salida, Montrose…

—¿De qué se trata, exactamente?

—Es una especie de seminario. Invitamos a conferenciantes de distintas universidades. Hay quienes muestran diapositivas de Arabia, del Uruguay y ese tipo de cosas. El domingo por la mañana casi todos vamos a la iglesia. Y luego volvemos a casa, renovados.

—¿Hay que ir… con un hombre?

—Caramba, no. Algunas van acompañadas. Y a veces una maestra de aquí entabla relación con algún hombre de Salida, pero es una cuestión puramente casual.

Kendra tomó aliento para preguntar:

—¿Puedo ir? ¿Este fin de semana?

—¡Por supuesto! Habíamos pensado invitarte, pero nos pareció que eras algo… Cómo decirlo… Reservada, tal vez.

—Así era.

Dio las gracias con tanta sencillez, con la cabeza tan gacha, que la señorita Deller, ocho años mayor, abandonó su escritorio para rodearle los hombros con un brazo:

—¿Qué te pasa, hija?

—Mi madre. Es tan fuerte… como una bomba de neutrones, modelo nuevo, tamaño familiar.

—Sí, ya lo habíamos notado.

—Quiero ir con vosotros a Gunnison. Dejaré una nota en mi puerta, anunciando que pasaré el fin de semana fuera.

—Dile que te fuiste a Kansas City con un camionero.

—¡Un momento! De hecho es buena.

—Creo que todas las bombas de neutrones están convencidas de ser buenas, de obrar en beneficio de la humanidad. Dile que se vaya al diablo. No le pidas permiso: infórmale de que te vas, simplemente. Te esperaremos.

Por un momento Kendra temió que, al solicitar la ayuda de la señorita Deller, estuviera metiéndose en aguas demasiado profundas. ¿Qué sabía de la bibliotecaria? ¿Era «una mujer de su casa», como habría dicho su madre? ¿Y qué pasaba en el albergue de Gunnison? Pero la señorita Deller, como si le adivinara los pensamientos, le apretó el hombro, diciendo:

—Las cosas nunca son tan feas como una espera, salvo cuando se ponen peor. Si quieres mi opinión, Kendra, harás bien en liberarte. —Después de volver a su escritorio exclamó, chasqueando los dedos—: Creo que tu idea es la más adecuada: déjale una nota y nada más. Hazlo cuatro o cinco veces y dejará de venir.

Ese viernes, a la hora de almorzar, Kendra corrió a su casa y escribió a máquina una pulcra nota que decía:

Querida mamá: Me voy a Montrose a un seminario para docentes.

Disculpa. Surgió inesperadamente.

KENDRA

Después de preparar rápidamente dos mudas de ropa, recogió su equipo para la nieve y volvió apresuradamente a la escuela, para hablar con elocuencia sobre los esquimales.

Cuatro maestros recorrieron juntos aquellos doscientos diez kilómetros por el hermoso camino de montaña que llevaba a Gunnison: la señorita Deller, una maestra de ciencias, el asistente del entrenador de fútbol y Kendra, que formaron un grupo animado: El entrenador estaba casado, pero su esposa ya conocía el albergue de Gunnison y, como no le gustaban mucho los deportes de invierno ni las discusiones sesudas, se había quedado en casa. Después de analizar los errores que cometía la administración de escuelas en Grand Junction y criticar la política de Colorado, la conversación recayó en los asuntos nacionales; todos estaban de acuerdo en que el presidente Reagan representaba un saludable giro hacia la derecha.

—Ya era hora de que hubiera un poco de disciplina en este país —dijo el entrenador—. Él está en el buen camino.

Para sorpresa de Kendra, los otros mostraron un marcado interés por saber cómo era una universidad mormona; como a ella le había gustado Brigham Young, hizo una buena descripción. Pero el entrenador preguntó:

—¿No discriminan a los negros? Ya se sabe que, hoy en día, sin negros no se puede formar un equipo de fútbol decente.

—Todo eso es cosa pasada —le aseguró Kendra—. A mí no me discriminaron, aunque no soy mormona.

Quince minutos después de llegar al albergue ocurrió algo que vino a demostrar, una vez más, de qué modo hechos debidos al mero azar pueden alterar una vida. Al grupo de Kendra se sumó un joven que enseñaba matemáticas en Canon City, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Traía seis copias de multicopista grapadas.

—¡Hola, Joe! —saludó—. Seguí tu consejo y escribí al Departamento de Educación de Alaska. A vuelta de correo recibí todo esto.

—¿Qué es? —preguntó Joe.

—Información. Formularios de solicitud, si quieres.

El grupo demostró tanto interés por el material que él retiró la grapa y distribuyó los documentos. A medida que varios maestros de Colorado iban leyendo datos de las páginas recibidas, la cafetería se llenó de gruñidos y exclamaciones de alegría.

—¡Dios mío! ¡Escuchad esto!: «Tres años de experiencia en una buena escuela secundaria. Recomendaciones de la universidad donde se estudió. Escuela rural. Usted dictará todos los niveles y materias del ciclo básico secundario».

Ante esta referencia a un sistema que había desaparecido cincuenta años antes en casi todo el mundo, las exclamaciones fueron en aumento. Un hombre dijo:

—Quieren un milagro. Son cuatro niveles distintos, ocho materias diferentes, y apostaría a que todo se dicta en una misma aula.

—Así es —continuó el que leía—. Aquí lo dice. «Un aula común, pero no atestada».

El protestón se quejó, pero la frase siguiente lo acalló del todo:

—«Sueldo inicial: treinta y seis mil dólares».

—¿Qué?

La exclamación surgió de seis maestros, que empezaron a pasar de mano en mano ese increíble documento. Sí, la cifra era exacta: treinta y seis mil dólares como sueldo inicial para el maestro principiante, con incrementos anuales hasta alcanzar los setenta y tres mil dólares para el profesor de secundaria y más aún para el director. Esos maestros de Colorado, que constituían un grupo escogido y experimentado, promediaban los diecisiete mil dólares anuales. Por eso les alteró saber que, en Alaska, los principiantes ganarían más del doble, sin tener en cuenta las condiciones. Para Kendra Scott, que ganaba sólo once mil quinientos por carecer de antigüedad, la diferencia era asombrosa.

Pero la página suelta que había llegado a sus manos contenía un mensaje más profundo que el sueldo a cobrar. Provenía de una entidad de la que ella no había oído hablar: el Distrito Escolar de la Vertiente Norte. Había sido redactado por un equipo de genios que utilizaron todas las triquiñuelas descubiertas por las empresas de turismo para tentar a posibles pasajeros:

Usted viajará en avión hasta Seattle, donde abordará un elegante

jet que le llevará a Anchorage. Allí, un representante del cuerpo docente de Alaska lo conducirá a un moderno hotel, donde usted se reunirá con otros maestros principiantes para participar en un seminario titulado: «Introducción al Norte», con filmaciones en colores. A la mañana siguiente, ese cordial representante le llevará a usted al aeropuerto, para que aborde un avión más pequeño, en el que viajará sobre las nevadas cumbres del Denali hasta la metrópoli septentrional de Fairbanks y luego a Prudhoe Bay, donde brota el petróleo que provee a Alaska de sus millones.

Desde Prudhoe volará usted hacia el oeste, sobre el territorio del millón de lagos, con un brazo del gran Océano Glacial Ártico a su derecha. Aterrizará en Barrow, el extremo más septentrional de Estados Unidos. Allí pasará tres días visitando una de las mejores escuelas secundarias de la nación, después de lo cual, un pequeño avión le conducirá al sur, a su escuela de Cabo Desolación, donde se ha desarrollado gran parte de la historia de Alaska. Hay allí una excitante aldea esquimal, cuyos habitantes se esmerarán de buen grado por que usted se sienta como en su casa.

Al terminar este párrafo, Kendra sentía tantos deseos de partir inmediatamente que echó un vistazo a la página, buscando algún número de teléfono. Lo halló en el dorso: «Telefonee usted por cobro revertido a Vladimir Afanasi, Cabo Desolación, Alaska, 907-851-3305». El nombre de ese personaje despertó en ella mucha curiosidad por la historia que resumía. El nombre de pila era, obviamente de origen ruso, pero la muchacha no logró adivinar qué significaba el apellido. «Quizá sea esquimal. ¡Qué sonoro!». Y lo repitió varias veces en voz alta. Pero fueron los dos párrafos siguientes los que cautivaron su imaginación, tal como lo habían buscado sus insidiosos redactores:

Usted no va a ejercer en algún cobertizo de frontera. ¡Nada de eso! La Escuela Centralizada de Desolation, una de las más modernas y mejor equipadas de Norteamérica, tiene instalaciones para la enseñanza primaria y secundaria. Fue construida hace tres años, con un presupuesto de nueve millones de dólares. Se alza sobre una pequeña elevación, frente al mar de Chukotsk; en días claros, desde su aula verá jugar a las ballenas frente a la costa. Pero lo que convierte en una rica experiencia la enseñanza en Desolation (y no se deje intimidar por el nombre, pues a nosotros nos encanta y lo mismo le ocurrirá a usted) son los niños. Su clase estará compuesta por niños de orígenes interesantísimos: esquimales, rusos, descendientes de aquellos balleneros de Nueva Inglaterra que solían frecuentar esta población y niños como usted, hijos de misioneros y comerciantes que se instalaron aquí. Ver a su alumnado por la mañana, con las caras luminosas a la luz del Ártico, es ver una muestra de lo mejor que ofrece América. Sin embargo, para alcanzar todo aquello de lo que son capaces, necesitan de usted. ¿Le gustaría unirse a nosotros en nuestra nueva y brillante escuela?

La invitación era tan tentadora que la deslumbró. Se imaginó subiendo el tramo de escaleras que llevaba a una gran escuela (sin duda de mármol, a juzgar por ese presupuesto de nueve millones) y caminando por espléndidos corredores hacia un aula provista de todas las comodidades, donde la esperaban unos veinticinco alumnos de todos los colores, aunque todos se parecían a la niñita del National Geographic, con grandes capuchas de piel y anchas bufandas envolviéndoles la cara. Sólo asomaban los ojos, brillantes y muy ansiosos por aprender.

Ese viernes, cuando salió de su habitación para cenar con los otros, buscó con la vista al joven de Canon City y se acercó a él, con una audacia que nunca había exhibido:

—¿Usted es el que escribió a Alaska?

—Sí. Soy Dennis Crider, de Canon City. Siéntese con nosotros.

Ella le explicó que había venido con el grupo de Grand Junction.

—Kendra Scott, maestra de primaria. ¿Puedo ocupar esta silla?

—Por supuesto. ¿Le interesa Alaska?

—Cuando pasé por esa puerta no lo sabía, pero esos papeles que usted me dio a leer… ¡Caramba! ¿Usted piensa ir?

—Me lo estoy pensando. Por eso escribí. Y por la celeridad con que me respondieron, ellos también han de estar interesados.

—Pero ¿cómo supo a quién dirigirse?

—Envié la carta al Departamento de Educación Estatal, Juneau, Alaska. Ni siquiera sabía si el nombre y la dirección eran correctos, pero ellos la hicieron llegar a los distritos esquimales.

—¿Y piensa realmente ir allá?

Las preguntas de Kendra se volvieron tan directas que ella y Dennis, sin prestar atención al resto del grupo, se dedicaron a estudiar profundamente la posibilidad de renunciar a sus puestos para dirigirse a la Vertiente Norte de Alaska, fuera lo que fuese; aunque no tenían mapas de la región, dedujeron que estaba cerca del Océano Glacial Ártico y que, más allá, no existía otra cosa que el Polo Norte.

Pasaron toda la velada del viernes y la mayor parte del sábado analizando seriamente los pasos a dar para mudarse al lejano norte. Cuanto más conversaban, más práctico les parecía tomar la decisión. Pero Dennis señaló un detalle que ella no había leído en su hoja:

—Si te aceptan, debes ir allí en la primera semana de julio, a fin de completar tus planes para el invierno.

—Eso no es problema —aseguró Kendra.

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormir. En la cabeza le atronaban tumultuosas ideas e imágenes; algunas nada halagadoras: «¿Por qué dije aquellas palabras horribles? No son mías. ¿O quizá sí?». Especuló con la posibilidad de ser dos personas distintas: la Kendra que su madre había atendido tan cuidadosamente, aceptable para el mundo, y una Kendra oculta, llena de ambigüedades tan tortuosas que temía profundizar en ellas.

Después de una noche de insomnio, Kendra se levantó para desayunar temprano. Al encontrar a la señorita Deller sentada a solas, le preguntó:

—¿Puedo hablar contigo?

—Sí. Ayer te vi conversar muy animadamente con Dennis Crider. ¿Hay algo serio entre vosotros dos?

—NO, hablábamos de Alaska. Lo que quiero saber es qué diferencia horaria tenemos con Alaska.

Como mucha gente sensata, Kendra suponía que los bibliotecarios sabían de todo, pero la confusión que siguió habría sacado a cualquiera de ese error. Las dos jóvenes pasaron diez minutos tratando de decidir si Alaska estaba antes o después de Colorado; luego, otros quince discutiendo acaloradamente qué significaban «antes» y «después». También se preguntaron si la línea del cambio de fecha estaba al este o al oeste de Alaska y qué significaba, pasara por donde pasase.

Las rescató un pedante profesor de geografía que les explicó:

—Esa pregunta sobre la línea del cambio de fecha no tiene nada de tonta. Estrictamente hablando, debería cortar en dos las islas Aleutianas: para las del este, lunes; para las del oeste, martes, como en Siberia. Pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que era preferible dar el mismo día a toda Alaska. Por eso el meridiano describe una torsión extraña; primero se desvía hacia el este, para que en toda Rusia sea martes, y después hacia el oeste, de modo más marcado aún, para que en toda Alaska sea lunes. Luego vuelve a la normalidad.

—Pero ¿cuál es la diferencia horaria? —preguntó la señorita Deller.

—No puedo hablar de un tema tan complejo si no lo explico todo.

—Prosiga, doctor Einstein.

Él las sorprendió reconociendo:

—No estoy seguro de poder darles la respuesta correcta.

—Sin embargo, usted parece saberlo todo —observó la bibliotecaria, con una sonrisa cordial.

—El problema es que sé demasiado, y que me han estado cambiando las reglas. —Pidió a la camarera que le trajera una hoja de papel, luego sacó los tres rotuladores de colores que llevaba en su estuche y trazó un contorno de la península de Alaska, asombrosamente exacto.

—En la universidad teníamos que saber dibujar bien todos los continentes, pero me he vuelto algo inseguro. —Trazó ocho meridianos—. Sé que son ocho de este a oeste, pero no recuerdo exactamente la numeración. Digamos que la línea del cambio de fecha pasa por aquí. Es de ciento ochenta grados, como ustedes saben.

—Yo no lo sabía —dijo la señorita Deller.

Él le aseguró que así era.

—Por lo tanto éste, más próximo a Rusia, es el de ciento setenta Este, y el que pasa por el este de Alaska, ciento treinta oeste. El territorio abarcado es tan amplio que debería dividirse en cuatro husos horarios diferentes, geográficamente hablando. Por lo tanto, Alaska debería tener la misma diferencia de horas que existe entre los distintos estados de Norteamérica continental. Cuando son las doce en Nueva York, en Los Ángeles son las nueve. Cuando son las ocho en el este de Alaska, deberían ser las cinco en el extremo occidental de Attu.

—¿Y no es así?

—No. Está todo mezclado. Antes Alaska tenía tres husos horarios diferentes; la parte oriental tenía la hora de Seattle; el resto, otra y las Aleutianas, una tercera. Pero el otro día leí que han cambiado todo y ahora no sé cómo son las cosas. Lo que sugiero es que llamemos a la compañía telefónica.

Les atendió una alegre muchacha que les dijo:

—No tengo la menor idea, pero puedo averiguarlo —y llamó a alguien de Denver, que les informó:

—Anchorage va dos horas retrasado con respecto a nosotros. Si aquí son las nueve, allá son las siete de la mañana. Cuando el geógrafo se sentó, Kendra les dejó atónitos:

—Voy a llamar —dijo—. Él tal vez no se haya levantado, pero estará en casa.

—¿Llamar a quién? —preguntó la señorita Deller.

La muchacha les mostró la anotación que tenía consigo: «Vladimir Afanasi, 907-851-3305. Cobro revertido».

—¿Estás loca? —preguntó la bibliotecaria.

—Puede ser.

La señorita Deller llamó a Dennis Crider, que acababa de entrar en el comedor:

—¿Qué has hecho con esta muchacha, que era perfectamente normal?

Al enterarse de los planes de Kendra, el hombre dijo francamente:

—Es una locura. Allá ha de ser noche cerrada.

—Son las siete de la mañana. Y voy a llamar al señor Afanasi.

Dicho esto, se acercó al teléfono público, puso diez céntimos, marcó el número de la operadora y dijo, dominando la voz:

—Quiero hacer una llamada a Alaska, de persona a persona, a cobro revertido.

Y dio el número. Menos de un minuto después oyó una voz grave y algo ronca:

—Hola, habla Vladimir Afanasi.

—Le llamo por el empleo de maestra —dijo Kendra.

Los cinco minutos siguientes los dedicó a detallar su preparación y a dar una lista de personas a las que el señor Afanasi podía telefonear si deseaba verificar los datos. Pero quedó boquiabierta al oírle decir, poniendo muchísima atención en sus palabras:

—Antes de continuar, señorita, debo informarle que no tengo autoridad para hacerle ningún ofrecimiento en concreto. Eso corresponde a nuestro superintendente, que está en Barrow, pero como soy presidente de la junta, puedo asegurarle que usted parece ser la candidata que buscamos. ¿Ha leído los detalles?

—Me los he aprendido de memoria.

Ante eso Afanasi rompió en una carcajada que concluyó con una notable declaración:

—Creo que el superintendente le ofrecerá el puesto esta misma tarde, señorita Scott.

Ella puso una mano sobre el auricular y se volvió para gritar:

—¡Me está ofreciendo un puesto, por Dios!

Siguieron dos preguntas que ella no esperaba:

—¿Tiene alguna deformación facial visible? ¿Alguna discapacidad?

Ella apreció la franqueza de esas preguntas:

—Si la tuviera y no fuera grave, ¿me contrataría?

—Si está usted en condiciones de andar, más o menos, no tendrá la menor importancia.

—Quiero ese empleo, señor Afanasi. No soy lisiada ni tengo ningún defecto facial. Soy una persona muy normal, en todo sentido, y amo a los niños.

—Envíeme dos fotografías y referencias de dos profesores suyos de Brigham Young (allí tienen un excelente equipo de fútbol), del rector y de su sacerdote. Si todo es como usted dice, estoy seguro de que el superintendente le ofrecerá el puesto. ¿Conoce el sueldo?

—Treinta y seis mil. Parece enorme.

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