Alaska

Alaska


XII. EL ANILLO DE FUEGO

Página 110 de 123

SnowGo-7 azul y rojo, de orugas anchas, parabrisas de plástico moldeado y manillares de carreras. El precio era de cuatro mil dólares.

—¿Quién ha pedido eso? —preguntaron los jovencitos, muy excitados.

En respuesta a las repetidas preguntas, un joven apuesto, que se había graduado en la escuela dos años antes, se adelantó para reclamarlo. Una mujer le dijo a Kendra:

—Jonathan Borodin. Su padre y su tío trabajaban en Prudhoe. Ganaban una fortuna.

Kendra reconoció el nombre de una familia a la que no conocía: los orgullosos Borodin, que conservaban las costumbres antiguas, en contraste con Vladimir Afanasi, que aceptaba muchos aspectos de las nuevas. La maestra se preguntó cómo era posible que los tradicionalistas Borodin hubieran concedido a su hijo un vehículo para nieve; en eso había una contradicción. Pero ahí estaba la maravillosa máquina. Al ver con qué placer se la llevaba el joven Borodin, ella comprendió que monopolizaría su imaginación y su vida. Entonces se volvió hacia la mujer para preguntar:

—¿Era un buen alumno?

Y la respuesta fue:

—Muy bueno. Habría podido ir a la universidad.

—¿Y por qué su familia se gasta tanto dinero en una

motonieve, en vez de gastárselo en la universidad?

—Oh, ya fue —aclaró la mujer—. El año pasado, a una buena universidad en Oregón. Pero a las tres semanas le atacó la nostalgia. Echaba de menos «el humo y las bromas» de nuestras calles, por la noche. Y volvió.

Al anochecer, cuando todo estuvo guardado, los ciudadanos de Desolation se reunieron en la costa para despedir a la barcaza, que levó anclas y zarpó hacia Barrow, donde descargaría el resto. ¡Qué triste era ver alejarse el inmenso navío, para ausentarse durante todo un año! Era la salvación de la zona, un recordatorio grande y sólido de que existía otro mundo allá abajo, cerca de Seattle. Pero lo más emocionante fue el momento en que la barcaza hizo sonar su sirena a modo de despedida, pues entre los ecos los pobladores de Desolation comentaron entre sí:

—Bueno, ahora comienza el invierno.

Kendra pasó el resto de agosto y la primera semana de septiembre familiarizándose con la aldea: las casas castigadas por el viento, los pasillos largos y oscuros que servían como entradas protectoras, los pozos cavados en el

permafrost para almacenar carnes, el lago hacia el sur de la ciudad, donde se cortaba hielo de agua dulce que se fundiría después, a fin de obtener agua potable. A Dondequiera que mirara, veía indicios de que esos esquimales se habían pasado siglos luchando con el medio ártico y hallando soluciones aceptables. Por las noches, mientras jugaba al bingo con las mujeres de la aldea, las estudiaba con admiración, sin sombra de condescendencia.

Ellas, a cambio, se encargaron de adoctrinarla debidamente.

—Tienes que encargar a alguien tu ropa de invierno —le advirtieron, señalando por encima del hombro el mar de Chukotsk, cuyas olas libres de hielo llegaban a pocos metros de la aldea—. Cuando llega diciembre el viento aúlla en el hielo, necesitas abrigo.

Pero Kendra quedó atónita ante los precios que debería pagar por su equipo.

—Lo primero son los

mukluks[12] —dijeron ellas—. Tienes los pies abrigados, la batalla está ganada.

La maestra descubrió que podía conseguirlos de dos maneras:

—Eres maestra principiante, con poco dinero; tienda vende barato Sorrel Packs, hechos a máquina, goma, plantillas de fieltro y forro, bastante buenos. Quieres ser como esquimales, compras

mukluk, suelas de piel de foca, arriba caribú hasta la rodilla, calcetines de vellón, tal vez doscientos cincuenta dólares.

Kendra reflexionó sólo por un momento:

—Si estoy en la tierra de los esquimales porque así lo quise, haremos las cosas como corresponde. Quiero

mukluks de verdad.

Su parka, lo esencial del atuendo esquimal visible, presentaba las mismas alternativas:

—J. C. Penney hace una comercial buena, a trescientos dólares. Muchos esquimales la usan porque las verdaderas son muy caras.

—¿Cuánto cuestan?

—Pieles, hechura, borde para proteger la cara… —La lista de prendas extrañas era interminable—. En total, unos ochocientos dólares.

La respuesta la dejó atónita, pues a Kendra nunca le habían permitido gastar más de cuarenta y cinco dólares por un vestido. Después de aspirar hondo, preguntó:

—¿Quedaría muy ridícula con

mukluks de verdad y una parka de confección comercial?

Las mujeres discutieron entre ellas ese importante problema y dieron una respuesta unánime:

—Sí.

Sin más vacilaciones, Kendra dijo, casi alegremente:

—En ese caso, que sea una parka esquimal.

Para no ofender a las mujeres esquimales con una pregunta sobre dinero, esperó hasta quedarse a solas con los Hooker:

—¿Cómo hacen estas pobres mujeres para pagar semejantes precios? ¿Y lo que gastan apostando al bingo?

La señora Hooker se echó a reír.

—¡Estas mujeres tienen los bolsillos forrados, señorita Scott! Los maridos ganan salarios enormes trabajando en los yacimientos petrolíferos de Prudhoe Bay. Además, todos los años reciben una bonificación del gobierno.

—¿Qué bonificación?

—En Alaska no pagamos impuestos. El dinero del petróleo corre tanto que es el gobierno el que nos paga a nosotros. Dicen que este año serán cerca de setecientos dólares.

Kasm intervino:

—¿No ha notado usted que casi todas las casas esquimales, aquí en el norte, tienen dos o tres

motonieves abandonadas en el patio delantero?

—Iba a preguntar eso.

Y Kasm explicó:

—Como el dinero se gana con facilidad, resulta más barato comprar una nueva que hacer reparar la vieja. Las desarman y sacan repuestos de una máquina para reparar otra.

Cuando las costureras ataviaron a Kendra con su nuevo atuendo invernal, cubriéndole la cara con el borde de la capucha y disimulando los contornos de su cuerpo con el voluminoso ropaje, la maestra se convirtió en una esquimal más, redonda, anadeante y bien protegida. Empezó a transpirar, pero las mujeres le aseguraron:

—En diciembre no hará tanto calor. —Y volvieron a señalar en dirección al mar—. Los vientos de Siberia. Ya verás.

Una de ellas añadió solemnemente:

—Ahora te llamas Kunik. Es «copo de nieve». Ella, yo, todos te llamamos Kunik.

Y la nueva maestra, llamada ahora Kunik, continuó su campaña para entender las costumbres esquimales y hacerse aceptar en la comunidad.

El primer día de clase, Kendra recibió unas cuanta sorpresas: algunas, agradables; otras, no. Cuando entró en la cavernosa aula, con capacidad para cuarenta y cinco estudiantes, encontró en su escritorio un ramillete, hecho con algas marinas y una especie de brezo que crecía en la tundra. Nunca había recibido flores que encerraran tanta emoción. Quedó sin aliento, tratando de adivinar a quién se debía ese gesto de amistad, pero no pudo llegar a adivinarlo.

Después de que sonara un cencerro que pendía del techo de la escuela, dieciséis estudiantes entraron en el edificio. Trece giraron hacia la izquierda, donde el señor Hooker dictaba las clases de primaria; sólo tres, una niña y dos varones, fueron hacia el sector de Kendra. Con ellos sentados en la primera fila, el cuarto parecía decididamente desierto, y la maestra comprendió que a ella le tocaba llenarlo de actividad. El aula era ella, no los libros ni la enorme estructura que había costado la mitad de nueve millones de dólares. Sólo ella podía dar vitalidad a ese sitio inanimado. Y decidió hacerlo así. Esos jovencitos de cara redonda, pelo oscuro, ojos negros y obvia ansiedad, estaban dispuestos a ayudarla a dar vida a esa caverna, pero aunque la maestra había llegado a apreciar a cada uno de ellos durante el verano, sólo al verlos en la escuela notó lo exageradamente asiático de su aspecto. Eran esquimales. Y se sintió orgullosa de ser su maestra.

En muchas escuelas esquimales era costumbre que el maestro se dirigiera a sus alumnos reunidos llamándoles «chicos», palabra que transmitía una buena familiaridad. Desde el comienzo, Kendra la utilizó con frecuencia. Cuando quería infundir una sensación de camaradería, decía a su clase:

—Bueno, chicos, veamos los problemas de matemáticas.

Pero cuando le parecía necesario restablecer la disciplina, pasaba a:

—Bueno, chicos, basta de bulla.

Entonces ellos sabían que hablaba en serio y volvían al orden.

Sus alumnos le inspiraban un gran cariño. Después de unas cuantas preguntas y respuestas de prueba, llegó a la conclusión de que tenía tres discípulos superiores al promedio. Pero antes de que pudiera comenzar realmente la clase se produjo una interrupción que modificó todo el día, y de hecho, todo el año.

Vladimir Afanasi entró en la sala llevando de la mano a una asustada niña esquimal de catorce años. Antes de indicarle el asiento que debería ocupar a la aterrorizada pequeña, llevó a Kendra al porche para decirle:

—Se llama Amy Ekseavik. Sus padres son los parias de nuestra aldea. Pasan seis meses al año pescando río arriba. Viven en una casucha, lejos. Amy ha ido a la escuela, a lo sumo, siete u ocho semanas al año.

—¿Y por qué se permite semejante cosa?

—No se permite. Informé de ello a la policía de Barrow. La niña debe asistir a la escuela, así que sus padres la trajeron para que pase el invierno con la señora Pelowook.

Afanasi volvió al aula y se acercó a la niña, diciendo:

—Éstos son tus compañeros, Amy. Y ella es tu maestra, la señorita Scott.

Dicho esto, besó a la trémula jovencita e indicó a Kendra que a ella le tocaba hacerse cargo.

Pero la maestra no lo oyó, pues ante la aparición de Amy había recibido una abrumadora impresión: «¡Es la niñita de la revista!». El parecido entre la pequeña de seis o siete años y esa muchachita de catorce era tan grande que Kendra se llevó el índice izquierdo a la boca y se lo mordió. Era un milagro, nada menos, que una réplica de aquella fotografía, por la cual la maestra había llegado a ese sitio remoto, hubiera entrado en su aula. Y también era una orden: se la había enviado allí para que sirviera a esa criatura.

—Examínela —dijo Afanasi a punto de salir—. Sabe leer y escribir un poco, pero ha pasado mucho tiempo fuera de la escuela, aparte de las pocas semanas que asistió el año pasado.

Con eso desapareció. Kendra, demasiado sorprendida para reaccionar de inmediato, dejó a la nueva alumna de pie, pero entonces se levantó la otra niña de la clase, se acercó a Amy y la condujo a una silla, que uno de los varones trajo al círculo. Con ese gesto considerado se daba la bienvenida a la extraña que había crecido aislada en las márgenes del mundo.

En su tercer día de trabajo, Kendra encontró en uno de sus cajones un panfleto con datos sobre el distrito escolar de la Vertiente Norte, del que su escuela formaba parte. Tenía una extensión de 219 530 kilómetros cuadrados, con una población total de siete mil seiscientas personas. Como ya experimentaba cierto orgullo por lo que llamaba «mi pradera del norte», esperó a que terminaran las clases del día y visitó al señor Hooker, para pedirle su calculadora portátil.

—La escuela tiene que proporcionarle una —dijo el director, casi gruñendo. Y rebuscó en su escritorio hasta hallar la que le estaba destinada—. Debo de tener por aquí otras cosas que son para usted. Ya las buscaré.

Ese regalo la sorprendió, pero cuanto mejor conocía esa notable escuela más la impresionaba su generosidad. Cada alumno recibía gratuitamente un cepillo de dientes, dentífrico, lápices, bolígrafo, cuaderno, todo el material de lectura, una merienda, una comida caliente y atención médica completa. Los maestros también participaban de la bonanza: hospitalización totalmente gratuita, un seguro de vida por el doble del salario anual, alojamiento, calefacción y electricidad gratuitos y el famoso Plan de Ahorro, que Afanasi explicó así:

—La invitamos a depositar en nuestras manos el seis por ciento de su sueldo. En su caso equivale a dos mil seiscientos cuarenta dólares anuales. Nosotros añadimos el cincuenta por ciento y, sobre el total, le pagamos un once por ciento anual. No queremos que nuestros maestros pasen hambre.

Para probar su calculadora, Kendra se dedicó a ese tipo de juegos tontos que encantan a los académicos: «¿Qué estado tiene aproximadamente el tamaño de nuestro distrito escolar? ¿Cuántos de los estados más pequeños tendrían que unirse para igualar nuestra superficie?». Utilizando los datos proporcionados por la escuela, descubrió con intenso placer que el estado de tamaño más aproximado era el suyo, Utah. El hecho de trabajar en un distrito escolar más grande que todo Utah la dejó estupefacta.

Luego procedió a hacer un segundo cálculo. Descubrió que la Vertiente Norte era más grande que los diez estados menores sumados, comenzando por Rhode Island y terminando con Virginia Occidental. Pero antes de jactarse se preguntó: «Sí, pero, ¿y la población?». La población total de esos diez estados superaba los veintiséis millones de personas, mientras que la Vertiente Norte no llegaba a las ocho mil. Sólo entonces captó la desmesurada extensión de esa zona de Alaska y lo desierta que estaba.

La regordeta Amy Ekseavik, la nueva alumna, estaba resultando ser una personita difícil. En las dos primeras semanas rechazó cualquier intento de quebrar su reserva; su adusta actitud repelía a estudiantes y maestra por igual. Como era la única que vivía lejos de la aldea, nunca había tenido amigos. El concepto de congeniar con otros o confiar en ellos le era extraño; desconfiaba mucho de sus compañeros y, como sus padres la habían tratado siempre con dureza, no podía concebir que la señorita Scott fuera muy diferente. Por lo tanto, la atmósfera del aula era tensa.

A esas alturas, Kendra consultó con el director y descubrió que, en lo relativo a los asuntos escolares, el señor Hooker era un veterano cauto, que enfocaba cualquier problema desde un peculiar punto de vista: «¿Cómo puede perjudicarme esto? Y si puede causar dificultades ¿cómo desactivarlo?». Con esa estrategia dominante, no le hizo muy feliz enterarse de que la nueva maestra tenía problemas con la alumna nueva, pues tenía motivos para creer que Amy Ekseavik, por algún motivo, despertaba un interés especial en Vladimir Afanasi, miembro de la junta escolar de la Vertiente Norte; por lo tanto, había que manejarla con cuidado.

—¿Dice usted que es intratable?

Kendra solía sorprenderse ante el vocabulario del señor Hooker. Aunque el hombre había cursado magisterio en Greeley, Colorado, una de las mejores escuelas en su especialidad, en realidad era torpe, aunque con posibilidades latentes, y decidió revelarle sus aprensiones.

—Amy es una criatura salvaje, Kasm. ¿Es posible que en su casa la castigaran?

—Ni remotamente. Afanasi no siente simpatía por sus padres, pero dice que no son brutos. Los esquimales nunca maltratan a sus hijos.

—En ese caso, tal vez sea así porque fue criada en un ambiente solitario.

—Es posible. O quizá por ser la menor de la clase. Tal vez estuviera más a gusto si volviera a la escuela primaria. Yo he sabido ablandar a niños como ella.

Automáticamente, con una energía que no habría empleado de sospechar el efecto que podía causar, Kendra exclamó:

—Oh, no. Está donde debe estar. Sus compañeros la ayudarán. Y yo haré todo lo posible por que se sienta a gusto. —De pronto cayó en la cuenta de que estaba tocando una zona sensible y rectificó, diciendo—: Por ayudarla a aprender.

El director Hooker sonrió de una manera tan comprensiva que sorprendió a Kendra:

—No se identifique demasiado con ella, señorita Scott.

—Llámeme Kendra, por favor… si quiere que yo le llame Kasm.

—De acuerdo. ¿Conque desea conservarla? Pero la niña ¿aprende algo?

—Es muy inteligente, Kasm. Muestra gran capacidad de aprendizaje.

—Siga con ella, pues. Felicítela cuando se porte bien y no tema regañarla cuando falle.

En esos fantasmales días del otoño, mientras el sol se hundía más y más en el cielo, como para advertir a la gente de Desolation que pronto se iría, dejando caer la noche, Kendra se esforzó en quebrar la reserva de esa niña huraña, casi salvaje, que le había sido encomendada. La fortalecía en esa difícil tarea la portada del National Geographic que había clavado sobre su escritorio, en el apartamento, y la decisión con que esa otra Amy de seis años avanzaba en medio de la ventisca: «Una criatura criada así tiene que ser recia al llegar a los catorce años. Mi Amy es tal como ésta ha de ser en la actualidad. Y a mí me corresponde mostrarle cuánto mejor puede ser a los veinte».

Así continuaba el difícil proceso educativo que todos los animales jóvenes deben soportar, si quieren convertirse en osos o águilas de primera. Kendra aplicaba constantemente amor y presiones; la dura Amy resistía con todas sus fuerzas. Los otros tres alumnos, niños de crianza normal que habían perdido sus peculiaridades individuales en el contacto con otros niños tan tozudos como ellos, progresaban rápidamente bajo la guía de Kendra. Por tanto, la escuela secundaria de Desolation funcionaba a un ritmo más que satisfactorio.

En una cena organizada por la iglesia, que marcó por casualidad el fin del otoño y el principio de la larga noche invernal, varios padres dijeron a Kendra:

—No oímos más que elogios de usted. Fue Dios el que nos la envió.

Pero la familia que alojaba a Amy Ekseavik le comentó:

—Ella nunca menciona la escuela. ¿Le va bien?

Y Kendra respondió con franqueza:

—Parece estar adaptándose.

En septiembre, octubre y a principios de noviembre, los habitantes de Desolation hacían frecuentes e inquietantes referencias a «la llegada del invierno». Kendra supuso que se referían a los problemas de la noche perpetua, pero en uno de los primeros días de noviembre descubrió el verdadero significado. Puesto que el frío se acentuaba (la temperatura había descendido a diecinueve grados bajo cero y una nieve ligera cubría la tierra) ella había comenzado a usar su atuendo esquimal y se sentía muy cómoda con él. Pero esa mañana, al salir apresuradamente de la Residencia para ir a la escuela, la golpeó un viento de fuerza tan cruel que ahogó una exclamación y arrugó la cara. Cuando llegaron sus alumnos, envueltos en ropas protectoras, le preguntaron:

—¿Qué le parece el invierno de verdad?

El termómetro señalaba cuarenta grados bajo cero, pero el viento aullante llegaba desde los páramos de Siberia con tanta potencia que la radio de Barrow situó la sensación térmica en «sesenta y ocho grados bajo cero y continúa descendiendo». Era un frío que Kendra no había imaginado nunca, por no hablar de experimentarlo:

—Eh, chicos. ¿Cuánto tiempo dura esto?

Y ellos la tranquilizaron:

—No muchos días.

Estaban en lo cierto. Al cabo de tres espantosos días, el viento cedió. Kendra descubrió entonces que una temperatura de treinta grados bajo cero sin viento era bastante soportable. En esos momentos, en lo profundo de un verdadero invierno ártico, cuando la gente debía unirse para sobrevivir, descubrió en Kasm Hooker a un excelente educador y en Vladimir Afanasi, a un estupendo ciudadano: el gimnasio, que había requerido más de la mitad del presupuesto de la escuela, se convirtió en el punto de reunión de la comunidad. El día de Acción de Gracias y en Navidad hubo celebraciones a las que acudieron todos los aldeanos, salvo los padres de Amy Ekseavik. Trajeron carne helada de ballena, pescado y maravillosos guisos de pato, ganso o caribú. Pero la actividad principal eran los partidos de baloncesto. A veces, Kendra pensaba que el alma de Punta Desolación, al menos en invierno, residía en los partidos que atraían a casi todos los miembros de la comunidad. Pero ella nunca había visto jugar de ese modo, pues la secundaria de Desolation tenía sólo dos varones y, aunque eran bastante buenos jugadores, se necesitaban por lo menos tres más para formar un equipo de cinco.

El problema se resolvía de este modo: cualquier equipo que jugara en Desolation aceptaba la participación de dos muchachos ya graduados y del señor Hooker como quinto miembro, bajo la condición de que no tiraría al aro ni «marcaría» al mejor jugador del equipo contrario. Pero ¿contra quién podía jugar Desolation? La secundaria de Barrow contaba con una brigada completa de quince, pero no ocurría lo mismo con las otras seis pequeñas escuelas de la Vertiente Norte. Lo que la escuela hacía era un tributo a la imaginación de Vladimir Afanasi, el cual explicó así la situación a Kendra:

—Como disponemos de bastante dinero, pagamos los gastos de traslado a otras escuelas para que vengan en avión y jueguen con nosotros una serie de tres partidos amistosos; a veces, sólo dos. La aldea enloquece. Para nuestros muchachos es una gran experiencia. Y los jugadores del equipo contrario tienen la oportunidad de conocer el norte de Alaska. Todo el mundo se beneficia.

El primer equipo importado bajo esas condiciones era el de Ruby, una pequeña ciudad del río Yukón. Llegaron ocho jugadores, acompañados por el entrenador y el director de la escuela. Durante varios días en que el sol no apareció, Desolation sólo pensó en el baloncesto. Como no había diferencia entre la noche y el día, se convocaban los partidos para las cinco de la tarde. Y era algo digno de verse, pues el equipo de Desolation estaba compuesto por los dos estudiantes de Kendra, el graduado Jonathan Borodin (el dueño de la

motonieve), otro mozo que se había fichado dos años antes y el señor Hooker, con su metro ochenta y dos y sus setenta y un kilos de peso. Salían a la pista con bonitas chaquetas, que habían costado noventa y siete dólares cada una, y jerseys azul celeste que proclamaban con brillantes letras doradas: AURORA BOREAL. Como tres de los jugadores eran visiblemente bajos, Jonathan Borodin tenía una estatura promedio y el señor Hooker llegaba a las estrellas, formaban una verdadera mezcla. Pero una vez que sonaba el silbato y el árbitro Afanasi lanzaba el balón, se iniciaba un partido lleno de ataques y cambios salvajes.

Kendra se asombró ante la habilidad de sus dos discípulos. Borodin seguía siendo el jugador estrella, como en sus tiempos de estudiante, pero al Promediar el partido la puntuación era: Ruby 28, Desolation 21. Claro que si se hubiera permitido al señor Hooker tirar a la canasta o «marcar» al mejor jugador del equipo contrario, el resultado habría sido diferente. De cualquier modo, Kendra se sintió orgullosa de su equipo y lo animó vigorosamente.

Esa noche, el equipo de Desolation perdió por 39-49, pero la noche siguiente acertó tiro tras tiro y ganó por un margen cómodo: 44-36. Al día siguiente, antes de que llegara el avión contratado para llevar a los jugadores de Ruby de regreso al Yukón, seiscientos sesenta kilómetros más al sur, los dos equipos compartieron un abundante desayuno a base de sucedáneo de huevos revueltos, embutidos de carnes diversas y panecillos proporcionados por la señora Hooker. Todos estaban de acuerdo en que la visita de Ruby había sido todo un éxito; uno de los jugadores visitantes agradeció la hospitalidad con un discurso formal:

—Sigo creyendo que el sol asomará cuando nos vayamos.

Y uno de los muchachos de Kendra, que se había destacado en el segundo partido, le respondió:

—Ven en junio y verás que tienes razón.

Entonces Kendra experimentó toda la maravilla de la vida al norte del Ártico durante el invierno, en esas interminables semanas de noche prolongada, quebrada apenas por unas pocas horas de resplandor plateado a mediodía. A veces, cuando el sol mordisqueaba el borde de las nubes que pendían sobre el río Yukón, mucho más al sur, Kendra miraba por la ventana de su aula y veía figuras difuminadas, imposibles de identificar, moviéndose lentamente por la aldea. Entonces pensaba: «Estoy sumida en un mundo de sueños y nada de esto es real». Pero entonces comenzaban las veintidós horas de completa oscuridad y ella se decía: «Esto es el Ártico real. Esto es lo que vine a buscar». Y disfrutaba de la oscuridad, como si sólo ella, entre todos los graduados de Brigham Young, hubiera tenido el coraje necesario para esa aventura.

Por eso estaba predispuesta a disfrutar de la experiencia. Cada vez que las mujeres de la aldea organizaban algún tipo de festival, ella las ayudaba a decorar el gimnasio y a servir el refrigerio, hasta que todos llegaron a tomarla por un miembro más de la comunidad. Lo que sus alumnos decían de ella era tranquilizador, exceptuando a la huraña Amy Ekseavik, que no la mencionaba en absoluto.

A finales de diciembre, Kendra inspeccionó su despensa y encontró esas provisiones que había añadido a su pedido en el último momento, con intención de utilizarlas como premio para sus alumnos. Recurrió a ellas, sobre todo a las pacanas, el

karo y los

quinotos[13] en almíbar, y solicitó ayuda a dos mujeres que tenían a sus hijos en la escuela para hacer enormes cantidades de tortas de pacana, cadenas de embutidos de lata, galletas decoradas con frutas escarchadas y muchos litros de batido agridulce, preparado con un concentrado de frutas.

Cuando todo estuvo listo, Kendra invitó a todos los niños de la escuela, con sus padres, y a la pareja con la que Amy vivía. No se hizo nada por impedir la entrada a los vecinos curiosos, que se acercaban para averiguar qué estaba pasando en el gimnasio. Entre los intrusos estaba Vladimir Afanasi, que felicitó a Kendra por la fiesta y por la cordialidad con que introdujo los

quinotos entre las mujeres de la aldea. Para los niños, lo mejor fueron las tortas de pacana. Al terminar el festín, hasta Amy Ekseavik admitió a regañadientes:

—Estaban muy buenos.

Ir a la siguiente página

Report Page