Alaska

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IX. X. SALMÓN

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IX. X. SALMÓN

Al este de Juneau hay un formidable estuario que en Escandinavia recibiría el nombre de fiordo. El estuario del Taku se adentra en la tierra, entre giros y meandros, pasando a veces por desolados promontorios; otras, por colinas cubiertas de árboles. Por todas partes se elevan montañas de cumbres nevadas, algunas a una altura superior a los dos mil cuatrocientos metros. Una característica del Taku es la familia de poderosos glaciares que asoma el hocico al borde del agua, donde ocasionalmente se les desprende algún témpano, que cae con estruendo en las frías olas, levantando ecos que retumban entre colinas y montañas. Es un estrecho curso de agua, salvaje, solitario y majestuoso, que sirve de desagüe a una vasta zona, prolongada en el Canadá casi hasta los lagos que atravesaban los mineros de Chilkoot en 1897 y 1898. Viajar aguas arriba por el estuario del Taku es sondear el corazón del continente, con los glaciares visibles estirándose desde campos interiores mucho más extensos, donde la capa de hielo subsiste desde hace miles y miles de años.

El estuario del Taku se extiende principalmente de norte a sur, con los glaciares asomando por la costa occidental. En la orilla este, justo al frente del extremo de un bello glaciar esmeralda, desemboca un río, pequeño pero torrentoso, con muchas cascadas; catorce o quince kilómetros aguas arriba se abre un lago de gracia celestial, no muy grande si se lo compara con otros lagos de Alaska, pero incomparable por su anillo de seis montañas (siete, vistas desde ciertos lugares) que forman un estrecho círculo para protegerlo. Este sitio remoto, al que pocos visitantes llegaban (y tampoco muchos nativos) fue denominado lago de las Pléyades por Arkady Voronov, en una de sus exploraciones, tal como explica su diario.

Hoy acampamos frente al bello glaciar verde que asoma en el estuario del oeste. Un río que centelleaba a la luz del sol me llamó la atención y partí con dos marineros del Romanov para explorarlo, a lo largo de catorce kilómetros. Ni siquiera una canoa podría navegarlo, pues cae a tumbos entre rocas y forma, a veces, pequeñas cascadas de dos o tres metros.

Como nos parecía obvio que no íbamos a encontrar un curso de agua mejor en ese río, y puesto que los osos nos atacaron dos veces, obligándonos a alejarnos disparando por encima de sus cabezas, habíamos decidido regresar a nuestra nave, sin otro logro que un bonito paseo a cambio de nuestros esfuerzos, cuando uno de los marineros, que estaba abriendo camino aguas arriba, gritó hacia atrás: «¡Capitán Voronov! ¡Dése prisa! ¡Aquí hay algo notable!».

Al alcanzarlo, vimos que su exclamación no era injustificada, hacia delante, rodeado por seis bellas montañas, se abría uno de los lagos más claros que he visto jamás. Ocupaba una elevación de unos veintisiete metros, según pude juzgar por la naturaleza de nuestro ascenso, y nada lo opacaba. Sólo habitaban ese magnífico refugio los osos y los peces que pudiera haber en el pequeño lago. Al momento, los tres decidimos acampar para pasar la noche allí, pues nos resistíamos a alejarnos de un lugar tan idílico.

Por lo tanto, pedí un voluntario para que volviera rápidamente al Romanov, en busca de tiendas, y trajera consigo a uno o dos marineros deseosos de compartir la experiencia con nosotros. El hombre que se adelantó dijo: «Habiendo tantos osos, capitán, creo que él también debería venir y traer su arma». Señalaba a su compañero. Consentí, comprendiendo que YO, con mi propia arma, estaría protegido si no me movía de un sitio, mientras que ellos, al estar en movimiento, atraerían más la atención de los osos.

Cuando partieron, me quedé solo en ese sitio de rara belleza. Pero no permanecí en un mismo lugar, como planeaba, pues me tentó el cambio constante de las seis montañas, que parecían centinelas. Al caminar un trecho hacia el este, vi con sorpresa que las montañas no eran seis, sino siete. Y en ese momento decidí el nombre de este lago: De las Pléyades, pues todos sabemos que esa pequeña constelación tiene siete estrellas, aunque sin telescopio sólo se ven seis. Tal como enseña la mitología, las seis hermanas visibles se casaron con dioses, pero Merope, la séptima oculta, se enamoró de un mortal y por eso oculta el rostro, avergonzada. Así se llamó lago de las Pléyades y, en tres visitas subsiguientes a esa zona oriental, acampé allí. Es uno de los recuerdos más felices de mi servicio en Alaska. Confío en que las generaciones futuras, si alguno de mis descendientes decide regresar a estas tierras rusas, lea estas notas y quiera buscar esa joya.

En septiembre de 1900, en los arroyuelos que alimentaban ese lago fueron depositados cien millones de huevos extremadamente pequeños. Allí los pusieron las hembras de salmón rojo, a razón de cuatro mil cada una. Seguiremos las aventuras de uno de esos grupos y de un salmón dentro de ese grupo.

El salmón rojo, uno de los cinco tipos distintos que pueblan las aguas de Alaska, recibió su denominación de un naturalista alemán que viajaba con Vitus Bering. Utilizando el correcto nombre latino de la especie, más una palabra nativa, lo llamó Oncorhynchus Nerka. Y ese nombre llevará el único huevo, entre esos cien millones, cuyo progreso observaremos.

El huevo que, una vez fertilizado por la lecha, se convertiría en Nerka, fue puesto por su madre en un nido cuidadosamente preparado en el fondo de grava de un arroyuelo próximo al lago; allí quedaría por seis meses, sin más atenciones. Sus padres no lo abandonaban por descuido, sino porque la inexorable naturaleza los condenaba a morir poco después de depositar y fertilizar los huevos que perpetuaban su especie.

El sitio elegido para el nido de Nerka debía cumplir varios requisitos. Tenía que estar cerca del lago donde viviría el salmón durante los tres años de su crecimiento. El arroyo elegido debía tener fondo de grava, a fin de que los diminutos huevos quedaran bien escondidos; se requería una buena provisión de gravilla que se pudiera arrojar sobre el nido, para ocultar los huevos en incubación; y, lo más curioso de todo, se necesitaba un suministro constante de agua dulce que surgiera desde abajo, a una temperatura invariable que rondara los 8.3 grados centígrados y con abundante oxígeno.

En verdad, la zona que circundaba al lago de las Pléyades había variado radicalmente en los últimos cien mil años, pues en los tiempos del puente de tierra en el mar de Bering había descendido el nivel del océano y con él, el de ese lago; al fluctuar la profundidad del lago, también lo hacía su costa. Así pues, se habían formado diversos bancos en diversas épocas; la madre de Nerka eligió un banco sumergido, donde el correr del tiempo había acumulado mucha grava del tamaño preferido por los salmones.

Pero ¿de dónde salía el flujo de agua desde abajo, a temperatura constante? Tal como había existido un río antiguo allí donde corre el actual arroyo Eldorado, aunque a una altura muy diferente, así también surgía allí otro río subterráneo, muy al pie de las montañas circundantes; fluía entre las arenillas de ese banco hundido, proporcionando la abundante provisión de oxígeno y la temperatura constante que conservaba la vitalidad tanto del lago como de sus salmones.

Por seis meses, mucho después de morir sus padres, Nerka anidó en su diminuto huevo bajo la arena, mientras el agua vivificante brotaba desde abajo. Era una de las operaciones más precisas de la naturaleza: el perfecto flujo de agua, la perfecta temperatura, el perfecto escondrijo y un comienzo perfecto para una de las vidas más extraordinarias del reino animal. El lago de las Pléyades tenía un último atributo, quizás el más notable, como veremos seis años después: las rocas que bordeaban el lago y las aguas que llegaban a él desde los arroyuelos sumergidos llevaban diminutas partículas de minerales, quizás una parte en mil millones; como resultado, el lago de las Pléyades tenía unas señas de identidad, algo como una especie de huella digital lacustre, que lo diferenciaría de cualquier otro lago y de cualquier río del mundo entero.

Cualquier salmón nacido en este lago, como estaba Nerka a punto de hacer, llevaría siempre consigo la huella única de las Pléyades lago. Ese recuerdo, ¿corría en su torrente sanguíneo, estaba en su cerebro o en su sistema olfativo? ¿O tal vez en un grupo de estos atributos, en conjunción con las fases de la luna o el girar de la Tierra? Nadie lo sabe. Sólo es posible hacer conjeturas; pero que Nerka y el lago de las Pléyades, en la costa occidental de Alaska, estaban indisolublemente ligados, es algo que nadie puede negar.

Siendo todavía un huevo diminuto, anidaba en la grava, mantenido por las aguas subterráneas que brotaban del banco aluvial, y con cada semana se acercaba más al nacimiento. En enero de 1901, muy por debajo del grueso hielo que presionaba contra el arroyo tributario, el huevo que llegaría a ser Nerka, junto con los otros cuatro mil huevos fertilizados de su grupo, sufrió un cambio dramático. A través de la piel del huevo, de intenso color anaranjado se vio aparecer un ojo de borde brillante y centro muy negro. Era un ojo, incuestionablemente, y revelaba la vida emergente dentro del huevo; la incesante provisión de agua fría y dulce que brotaba a través de la grava garantizaba la continuidad y el crecimiento de esa vida. Pero la reducción natural que diezmaba a esas diminutas criaturas era bestial. De los cuatro mil originales, sólo seiscientos sobrevivían a la grava congelada, las enfermedades y la depredación de las especies más grandes. A finales de febrero de ese mismo año, esos seiscientos huevos sobrevivientes del grupo de Nerka empezaron a experimentar una serie de cambios milagrosos, que una vez concluidos los convirtieron en salmones hechos y derechos. El embrión Nerka absorbía lentamente los elementos nutritivos a través de la membrana vitelina. Ahora recibía el primero de una desconcertante serie de nombres, cada uno de los cuales señalaría un paso en su proceso de crecimiento. Era un alevín.

Una vez absorbida totalmente la clara, la criatura no era aún un pez propiamente dicho, sino sólo una minúscula varilla traslúcida, de enormes ojos negros que llevaba fijada al vientre una enorme bolsa de líquidos nutritivos, con los cuales debía vivir durante las cruciales semanas siguientes. Era un objeto feo y sin forma definida que se retorcía; cualquier predador se podía tragar centenares como él de una sola vez. Pero también era un pez en potencia, tenía una cabeza monstruosamente larga, hacía servir los ojos y arrastraba una cola traslúcida. En las aguas constantemente móviles de su arroyo comenzó a consumir plancton con mucha celeridad; con el crecimiento que esto produjo, la bolsa protuberante desapareció poco a poco, hasta que esa cosa que se movía en el agua se transformó en una pequeña cría autosuficiente.

A esas alturas, Nerka abandonó el arroyo natal y recorrió la breve distancia que lo llevaba al lago; entonces pasó a ser un esguín, etapa en la que presentaba todas las características de un pez normal de agua dulce, salvo el tamaño: respiraba por las agallas y comía lo que ellos; aprendería a nadar velozmente para escapar de los depredadores y, a los ojos de cualquier observador, estaba bien adaptado para pasar el resto de la vida en ese lago. En esos primeros años habría sido ridículo pensar que algún día, a determinar según el ritmo de su crecimiento y maduración, podría transformar tan radicalmente sus procesos vitales como para adaptarse al agua salada; en esa etapa de su desarrollo el agua de mar habría sido una morada inclemente.

Ignorante de su extraño destino, Nerka pasó los años de 1901 y 1902 adaptándose a la vida en el lago, que presentaba dos aspectos contradictorios. Por una parte, era un hogar salvaje, donde los esguines eran aniquilados en proporciones atroces. Los peces más grandes estaban hambrientos de ellos, las aves los buscaban, sobre todo los grandes mergos que abundaban en el lago, pero también los martines pescadores y otras aves de largas patas y Picos más largos aún, capaces de atravesar el agua con increíble precisión para cazar un sabroso salmón. Era como si todos en el lago vivieran de los esguines; de los hermanos sobrevivientes de Nerka, la mitad desapareció en algún buche antes de cumplir el primer año de vida.

Pero el lago era también una madre nutriente, que proporcionaba a los jóvenes salmones una multitud de lugares oscuros donde ocultarse durante las horas del día, y también una selva de plantas subacuáticas en las que perderse si la luz, al reflejarse en su piel brillante, revelaba su presencia a los peces más grandes. Nerka aprendió a moverse sólo en las noches más oscuras y a evitar los sitios donde esos peces solían alimentarse. Como en esos dos años apenas había alcanzado los siete centímetros, casi todos los que nadaban allí eran más grandes y más fuertes que él; por lo tanto, sólo poniendo en práctica esas precauciones podría sobrevivir.

Ahora era un murgón, tenía el tamaño del dedo meñique de una mujer; a medida que aumentaba su apetito, el confortable lago le proporcionaba, en las partes más seguras de sus aguas, nutritivas larvas de insectos y varios tipos de plancton. Al crecer, empezó a alimentarse con la miríada de pececillos que cruzaban el lago, pero su mayor deleite era curvarse hacia arriba, sacando la cabeza del agua, para atrapar algún insecto desprevenido.

Mientras tanto, en la ciudad de Juneau, a sólo veintisiete kilómetros de distancia, por una ruta sembrada de glaciares e imposible de recorrer a pie, o a sesenta kilómetros por agua, ciertas criaturas, cuya vida era muy diferente, trataban de resolver sus propios y enmarañados destinos.

En la primavera de 1902, cuando Tom Venn llegó a Juneau para abrir la tienda de Ross Raglan, la vida en esa próspera población le pareció un deleite, tras el frío intenso y la cruda violencia de Nome. Ese asentamiento, que muchos proponían como nueva capital de Alaska para reemplazar a la anticuada Sitka, se levantaba a orillas del océano Pacífico y era ya un sitio atractivo, pese a encontrarse reducido a una estrecha franja entre las altas montañas del nordeste y un bello canal marítimo al sudoeste.

Dondequiera que Tom mirara, encontraba variedad, pues hasta la cercana isla Douglas, al sur, tenía sus montañas características; los barcos provenientes de Seattle amarraban a un palmo de la calle principal. Pero el mayor atractivo de Juneau, lo que la diferenciaba de las otras ciudades de Alaska, era el enorme y relumbrante glaciar Mendenhall, que llegaba hasta el borde del agua por el oeste de la ciudad. Era una magnífica mole de hielo que se resquebrajaba al abrirse paso rumbo al mar; sin embargo, era tan accesible que los niños, en verano, hacían excursiones a lo largo de su borde.

Otro glaciar, menos famoso y visible, se acercaba a Juneau desde el lado opuesto, como si quisiera encerrar en su abrazo a la pequeña ciudad; pero el hielo circundante no determinaba la temperatura de Juneau, entibiada por las grandes corrientes que llegaban desde el Japón. El clima era agradable, caracterizado por las lluvias y las nieblas abundantes, pero con días de encantadora pureza, en que el sol hacía centellear como gemas todos los componentes del variado panorama.

Después de haber pasado unos pocos días en la ciudad, Tom eligió un sitio para su tienda: un solar en Franklin Street, próximo a la esquina con Front Street. Ofrecía la ventaja de estar frente a la costa, permitiéndole un fácil acceso a los barcos que amarraban allí. Pero también tenía su desventaja, pues ya estaba ocupado por una pequeña choza. Tom tendría que comprar el cobertizo si deseaba adquirir la tierra. Teniendo en cuenta el interés de la empresa a largo plazo, decidió hacerlo así.

Cuando llegó el momento de cerrar el trato se enteró de que el solar y la choza pertenecían a diferentes personas. El primero era de un caballero de Seattle; la construcción, de un tlingit que trabajaba en el puerto. Por tanto, después de pagar por el solar, Tom se encontró enfrascado en negociaciones con un indio de buen porte y piel oscura, que se acercaba a los cuarenta años. Según todos los informes recogidos en los muelles, era un individuo muy capaz, que llevaba el extraño nombre de Sam Bigears («orejas grandes»). A primera vista, Tom temió tener problemas con ese taciturno personaje, pero no fue así.

—Tú quiere casa, yo contento vender.

—¿Y adónde irás?

—Tengo tierra, bonita tierra estuario del Taku. Río Pléyades.

—¿Te irás de Juneau?

—No. Un día viaje canoa, na más. —Tom descubriría que Sam Bigears utilizaba esa amplia expresión para descartar todo un mundo de aflicciones: «Pez rompió línea, escapa, na más», o: «Lluvia siete días, na más».

En el curso de quince minutos, Tom y Bigears acordaron un precio por el cobertizo: sesenta dólares. Cuando Venn le entregó el cheque, Bigears rió entre dientes:

—Gracias. Quizá casa vale nada. Quizá es de señor Harris, como tierra.

—Bueno, pero era tu casa. Vivías en ella. Y para mí sería un placer que te quedaras a ayudarme en la construcción de la tienda.

—Me gusta.

Así quedó constituida la informal sociedad; Sam Bigears asumió el control de los materiales y los horarios de trabajo. Demostró ser un artesano inteligente y sagaz, extraordinariamente creativo cuando se trataba de idear maneras nuevas de ejecutar viejas tareas. Como era hábil con la madera, se hizo cargo de las puertas y de las escaleras.

—¿Dónde aprendiste a construir escaleras? —le preguntó Tom un día—. Eso no es fácil.

—Muchos edificios —respondió Sam, señalando las calles Franklin y Front, donde se arracimaban tiendas y depósitos—. Trabaja con buen carpintero alemán. Me gusta madera, árboles, todo.

Una mañana, al presentarse Tom a trabajar después de un amplio desayuno en su hotel, quedó atónito al descubrir que un gigantesco témpano, mucho más grande que su tienda y con una altura de tres pisos, había sido llevado hasta el canal por una borrasca del oeste. Allí estaba, justo en el sitio donde él trabajaba, irguiéndose ante los hombres que clavaban con los clavos.

—¿Qué se hace con esto? —quiso saber.

Y Bigears respondió:

—Espera que alguien remolca.

Antes del mediodía, una lancha de vapor asombrosamente pequeña llegó de prisa, arrojó un lazo y una cadena al témpano, rodeando un saliente, y lo sacó poco a poco del canal. A Tom le sorprendió que un navío tan pequeño pudiera imponerse a una montaña tan enorme, pero Bigears dijo:

—Bote sabe qué hace. Témpano deriva, na más.

Y ésa era la diferencia. Una vez que el témpano empezaba a alejarse lentamente de la costa, la lancha no tenía dificultades para encaminarlo en la dirección correcta. Al promediar la tarde, ya había desaparecido de la vista.

—¿De dónde vino? —preguntó Tom.

—Glaciares —respondió Bigears—. Quizá nuestro glaciar. ¿Viste Mendenhall?

Como el muchacho respondió negativamente, Sam le dio un suave golpe en el brazo.

—Domingo hacemos excursión. Me gusta excursión.

El domingo, después de asistir a la iglesia presbiteriana e inspeccionar con satisfacción los progresos del edificio, Tom esperó a que Bigears fuera a buscarle para ir al glaciar. Para su sorpresa, el tlingit apareció en un carruaje de dos caballos, alquilado a un hombre para quien había trabajado. Lo conducía una atractiva muchacha india, de unos catorce años, a quien presentó como su hija.

—Ella Nancy Bigears. Su madre ve glaciar muchas veces, queda en casa.

—Soy Nancy —dijo ella, alargando la mano.

Tom percibió a un tiempo que era muy joven y que parecía bastante madura por su firme actitud frente al mundo, pues lo miraba sin azoramiento y conducía los caballos con seguridad.

Tom se inclinó ante la muchacha, y le preguntó:

—¿Por qué Nancy y no un nombre tlingit?

Y Sam respondió:

—También nombre tlingit. Pero vive con gente blanca en Juneau. Tiene nombre esposa del misionero. Bonito nombre, na más.

Nancy era india, sin lugar a dudas; tenía piel oscura y lisa, pelo y ojos negros y ese pícaro aire de libertad que otorga la vida en estrecha relación con la tierra. Vestía a la manera occidental, aunque con un toque de ribetes o unas pieles aquí y allá, para mantener el estilo indio. Pero lo que la caracterizaba como tlingit eran las bonitas trenzas oscuras que le pendían por debajo de los hombros y las grandes botas llenas de adornos que le cubrían los pies. Daban a su cuerpo, por lo demás delgado, un aspecto muy sólido, que concordaba con su actitud pragmática.

El paseo hasta el glaciar fue muy agradable. Bigears explicó dónde vivía, ahora que su cobertizo había desaparecido; Nancy hablaba de sus estudios; no asistía a la escuela misionera para indios, sino a la de los blancos, y al parecer se desempeñaba bien, pues podía conversar con facilidad sobre temas de música o de geografía.

—Me gustaría conocer Seattle. Las niñas me dicen que es bonita.

—Es cierto —le aseguró Tom.

—¿Tú vivías en Seattle? —preguntó la muchacha, cuando ya se acercaban hacia el giro que los llevaría al glaciar, rumbo norte.

—Sí.

—¿Naciste allí?

—No, en Chicago. Pero pasé medio año en Seattle.

—¿Muchos barcos? ¿Mucha gente?

—Tal como te dicen tus amigas.

—Me gustaría conocerla, pero no querría vivir más que en Alaska. —Se volvió hacia Tom—: ¿Qué te gusta más: Seattle o Juneau?

Y él respondió con sinceridad:

—Me muero por volver a esa ciudad. Tal vez por R R, después de mi aprendizaje…

—¿Qué es eso?

—Los años en que aprendes a trabajar. Cuando lo sepa todo sobre tiendas, barcos y sobre otras partes de Alaska, tal vez me permitan trabajar en Seattle.

—¡Allí está! —gritó Bigears.

Habían llegado a una cresta desde la cual el gran glaciar aparecía a la vista; era más grande y más imponente de lo que Tom imaginaba, por las muchas fotos que había visto. No era verde azulado, como tantos decían, sino de un blanco bastante sucio pues durante siglos enteros, la nieve, bien apretada, había ido llegando al punto de ruptura en que moría el glaciar.

Le sorprendió que Nancy pudiera llevar el coche casi hasta la entrada de una cueva abierta en el hielo. Bigears se quedó con los caballos, mientras Nancy acompañaba a Tom al interior de una profunda caverna. Al pasear la mirada de un lado a otro, vio en el techo un punto más delgado que el resto; allí el sol brillaba a través del hielo cristalino, demostrando que tenía el azul verdoso esperado. Era un radiante y glorioso toque de naturaleza que no muchos verían, esa espléndida y vibrante caverna donde se encontraban sol y hielo.

—Mi pueblo dice que el cuervo nació en esta cueva —dijo ella.

Tom preguntó, en su ignorancia:

—¿El cuervo es algo especial… para vosotros?

Y la muchacha dijo con orgullo:

—Yo soy cuervo.

Allí, en lo profundo de la caverna natal de su tótem, le explicó que el mundo se dividía entre águilas y cuervos.

Y él dijo, reflexionando sobre Sus estudios de historia americana:

—Supongo que yo sería águila.

Y ella asintió.

—Los cuervos son más sagaces. Ganan los juegos de la soga. Pero las águilas también son necesarias.

En esa primera visita al glaciar, Tom no vio desprenderse ningún témpano. Nancy creía que eso pasaba con más frecuencia en otros glaciares, más al norte. Pero cuando salieron de la cueva, Tom arrojó algunas piedras al extremo y, al ver desprenderse fragmentos de hielo, comprendió el mecanismo por el cual ese témpano había llegado hasta su tienda.

Bigears añadió más información, reunida por su pueblo a lo largo de varios siglos:

—En Nome no hay glaciares, ¿eh? Te digo por qué. No mucha lluvia allá en verano, no mucha nieve en invierno. Norte del Yukón, hasta norte del Kuskokwim, no glaciares. Poca nieve. Pero aquí, mucha lluvia, mucha nieve, cae, cae y nunca derrite.

—¿De dónde viene el hielo?

—Cae nieve este año, el año que viene, muchos años, no puede fundir. Nieve pone dura, hace hielo. Cien años, hielo grueso. Mil años, muy grueso.

—Pero ¿cómo baja por los valles?

—Hielo viene, queda, dice como el salmón: «Tengo que ir al océano». Y se arrastra, se arrastra, un poquito cada año, muchos años, muchos témpanos grandes se rompen, pero siempre sigue y sigue al mar.

—El año próximo ¿existirá todavía esa cueva?

—Tal vez semana que viene se va. Siempre arrastra al mar.

En los días siguientes al paseo hasta el glaciar, Tom notó con preocupación que Sam Bigears no se presentaba a trabajar ni enviaba noticias suyas. Fue preciso continuar sin él. Uno de los carpinteros blancos, que había llegado a depender de Bigears para muchos trabajos importantes, dijo:

—En estos tlingits no se puede confiar. En general son buena gente, pero cuando uno los necesita nunca están.

—¿Qué puede haberle pasado? —preguntó Tom, realmente afligido, pues echaba de menos a Bigears.

Y el carpintero dijo:

—Cincuenta cosas distintas. Tiene la tía enferma, muy resfriada, y se cree en la obligación de acompañarla. Hay bacalaos en la zona y él tiene que aprovechar para pescar. O lo más probable es que haya sentido la necesidad de pasearse por los bosques. Cualquier día de éstos aparecerá como si tal cosa; así son los tlingits.

La predicción era acertada pues, tras dos semanas de ausencia, Bigears apareció tranquilamente para reanudar sus trabajos de carpintería, como si nunca se hubiera ausentado.

—Tenía que preparar cosas —fue su única explicación.

Y cuando Tom le preguntó:

—¿Qué cosas? ¿Dónde? —Él dijo, crípticamente:

—Tienda está muy bien. Pronto terminada. Entonces tú, yo, vamos mi casa.

—¡Pero si ya derribamos ese cobertizo!

—Mi casa de verdad, digo. Río Pléyades.

Tom notó, con una vaga desilusión, que esa vez no había traído a su hija y supuso que se había quedado en la otra casa. A finales de agosto, cuando la tienda estaba casi acabada y sólo faltaban algunos detalles, el muchacho juzgó que se podía tomar sin problemas algunos días de descanso. Entonces dijo a Bigears:

—Podemos partir mañana, si preparas tu canoa.

Una luminosa mañana, cuando el sol se elevaba sobre las grandes superficies heladas de Juneau, los dos iniciaron el fácil trayecto hacia el estuario del Taku.

Pero en Juneau sólo los tontos creían en el buen tiempo; no habían avanzado mucho por el canal Gastineau cuando empezó a llover. Por varias horas continuaron viaje sin quejarse, pues la lluvia de esa ciudad no era como la de otros lugares: no caía a gotas, grandes ni pequeñas, sino como una especie de bruma benévola que lo impregnaba todo sin mojar nada a fondo.

El paseo en canoa fue una nueva experiencia para Tom, un viaje de inusual belleza. Bigears era un remero fuerte, que impulsaba la embarcación de modo parejo; Tom, desde la proa, agregaba su vigor juvenil mientras estudiaba el paisaje cambiante. Antes de entrar en el estuario, vio a su alrededor las colinas que protegían Juneau por todas partes, haciendo de sus cursos de agua tentadores canales; pero cuando viraron por el estuario, el paisaje cambió radicalmente. Ahora estaban frente a la cadena de altos picos que coronan la frontera entre Alaska y Canadá, y por primera vez, Tom tuvo la sensación de estar entrando en uno de los fiordos sobre los que había leído de niño. Pero sobre todo tenía conciencia de estar adentrándose en un lugar salvaje y primitivo, sin señales de ocupación humana; sus paladas se hicieron más potentes a medida que la canoa se deslizaba silenciosamente en el estuario.

Antes de que avanzaran mucho, Tom vio un paisaje tan encantador y equilibrado que parecía dibujado por un artista. Desde el oeste descendía un pequeño glaciar, de chispeante color azul, como si intentara encontrarse con una roca grande que apenas emergía en medio del estuario; más allá, se elevaban las grandes montañas de Canadá.

—¡Esto es estupendo! —exclamó el muchacho.

Y Bigears dijo:

—Agua baja como ahora, se ve la Morsa; agua alta, no se ve más.

Cuando Tom preguntó qué era la Morsa, Sam señaló una roca semisumergida que, en verdad, tenía el aspecto de una morsa que saliera del mar para tomar aliento. Mientras pasaban ante la faz del glaciar, Tom exclamó:

—¡Qué hermoso paseo, Sam!

Pero remar más de cuarenta y cinco kilómetros, aun con aguas relativamente tranquilas, llevaba tiempo. Cuando ya empezaba a oscurecer, el muchacho preguntó:

—¿Llegaremos esta noche?

Bigears respondió, aplicando a la canoa un impulso más potente:

—Muy pronto viene oscuridad, vemos luces.

Y en el momento en que el crepúsculo parecía a punto de envolver el estuario, Tom vio más adelante, en la ribera izquierda, los últimos rayos del sol contra la faz de un glaciar, cuyo hielo relucía como una cascada de esmeraldas, mientras en lo alto de un promontorio, sobre la orilla derecha, brillaban las ventanas iluminadas de una cabaña de troncos.

—¡Eh, hola! —gritó Bigears—. ¡Hola!

Tom vio movimientos en el promontorio, pero estaban ya en el extremo sur del estuario formado por la entrada del río de las Pléyades y tuvieron que remar con energía para cruzarlo. Entonces el muchacho divisó a una mujer india y a una jovencita que descendían a la orilla para saludarlos.

—Ella mi esposa —dijo Bigears, mientras sus manos potentes arrastraban la canoa a tierra—. Nancy ya conoces.

La señora Bigears era más baja y rechoncha que su esposo, una mujer taciturna a la que nunca sorprendía lo que su emprendedor esposo hiciera; su tarea consistía en supervisar la casa que ocuparan, cualquiera que fuese, y era obvio que en esa cabaña había hecho un buen trabajo, pues las tierras circundantes estaban pulcras y el interior era un modelo de vivienda tlingit tradicional. Aunque no hablaba inglés, indicó con un gesto de la mano derecha que el joven invitado de su esposo ocuparía un pequeño recinto; Nancy, al parecer, tenía su propio rincón, mientras que los padres dispondrían de la gran cama de agujas de pícea.

En la cocina de hierro que Sam había comprado en Juneau algunos años antes, varias cacerolas producían un aroma que auguraba cosas buenas, pero Tom estaba extenuado de tanto remar y se durmió mucho antes de que la familia Bigears estuviera preparada para comer. No le despertaron.

Por la mañana, tras un abundante desayuno de tortas y embutido de venado, Nancy dijo:

—Tienes que ver dónde estamos. —Y lo guió por la cuña de tierra en la que sus antepasados habían edificado su refugio contra los rusos—. Tenemos esta colina protegida. Al otro lado del estuario se ve el glaciar verde. Allá abajo, la bahía en donde desagua el río de las Pléyades. Y dondequiera que mires, las montañas que nos protegen.

Tom aún estaba admirando el lugar, tan adecuado para una cabaña, cuando ella señaló las amplias tierras del este, con un amplio ademán del brazo:

—En esos bosques, venados de los que alimentarnos. En el río, salmones todos los años. Pronto pescaremos muchos salmones para secarlos allí.

Al mirar hacia los secaderos, Tom vio que en el suelo, detrás de la cabaña, había un objeto grande, considerablemente largo, con muchas astillas de cierto material esparcidas alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Y Nancy gritó, con una mezcla de placer y reverencia:

—Para eso quería mi padre que vinieras.

Y lo condujo hacia un objeto extraordinario, que ejercería una influencia decisiva en la vida de Tom.

Era el tronco de un gran abeto, transportado hasta allí desde una considerable distancia. La corteza había sido cuidadosamente retirada para dejar al descubierto la madera beis en que Sam había estado trabajando. Tom quedó asombrado al ver el tipo de trabajo que su carpintero estaba haciendo. Porque eso era un tótem tlingit en proceso, una majestuosa obra de arte que simbolizaba las experiencias de su pueblo. Tal como estaba todavía, estirado en el suelo, provocaba una impresión poderosa; las figuras que lo componían parecían fluir, arrastrarse y retorcerse en desconcertante confusión.

—¡Qué grande es! —exclamó Tom—. ¿Lo ha tallado todo tu padre?

—Hace mucho tiempo que trabaja en él.

—¿Ya está acabado?

—Creo que sí. Pero como no ha cortado la parte superior, no sé.

—¿Qué significan las figuras?

—Será mejor que se lo preguntemos a papá.

La muchacha llamó a Sam. Éste salió con las herramientas que había utilizado para tallar esa obra maestra: una azuela, dos cinceles, una gubia y Un mazo; también traía un serrucho para el acto final de cortar el extremo.

—¿Qué significa? —preguntó Tom.

Bigears dejó todas las herramientas a un lado, salvo el serrucho, que conservó en la mano derecha a manera de puntero con el que señalar las figuras contorsionadas.

—Primero, la rana que nos trajo aquí. Luego, la cara del abuelo de mi abuelo, el que construyó la fortaleza de Sitka. Luego, el venado que nos alimentó, el barco que trajo a los rusos, los árboles.

—¿Y el hombre del sombrero de copa?

—El gobernador Baranov.

—¿No era enemigo de ustedes? ¿No combatió contra los tlingits y mató a los guerreros?

—Sí, pero triunfó.

—¿Y ahora está aquí, arriba de todo?

—No del todo. Hoy termino.

A lo largo de todo ese día, Tom Venn permaneció junto a Nancy Bigears, mientras la madre traía comida a su esposo y éste aplicaba vigorosamente sus herramientas a la madera del extremo. Primero aserró la punta del abeto, dejando sesenta centímetros de madera. Luego, con su tosca gubia, empezó a desprender los grandes trozos que sobresalían del sombrero de Baranov; su trabajo parecía tan carente de sentido que Tom preguntó:

—¿Qué haces, Sam?

Pero no recibió respuesta. Era como si el tallador trabajara en una especie de trance.

Al caer la tarde, mientras una llovizna fina reemplazaba al sol de la mañana, Tom ya estaba completamente desconcertado. Pero entonces Bigears empezó a trabajar con la azuela, haciendo cortes mucho menos impresionantes que los anteriores. Gradualmente, en el extremo superior del árbol caído, iba emergiendo la silueta difuminada de un ave… y nadie hablaba. Por fin, con toques rápidos y seguros, el artista tlingit dio vibrante forma a la figura del extremo y, en triunfante conclusión, presentó al cuervo, símbolo de su tribu y de su pueblo. Los rusos, con sus sombreros altos, habían triunfado momentáneamente, pero sobre los rusos estaba el cuervo, en concordancia con la historia. A su modo, silencioso y persistente, los tlingits también habían triunfado.

—¿Cómo harás para erguirlo? —preguntó Tom.

Y Bigears, por fin dispuesto a hablar, señaló un sitio elevado desde donde el tótem sería visible en muchos kilómetros a la redonda, desde el estuario y también desde el río.

—Cavamos agujero allí, tú, yo, Nancy.

—Pero ¿cómo arrastraremos el tótem hasta allí?

—Potlatch.

Tom no conocía la palabra ni comprendía su significado, pero aceptó el hecho de que algún tipo de milagro tlingit llevaría el tótem hasta la cima del promontorio y lo pondría en su posición erguida. Pero, en qué consistía ese misterioso potlatch[9], era algo que no lograba adivinar.

Cuando el tótem estuvo terminado, con todas sus partes pulidas, Bigears desapareció secretamente en su canoa. Cuando Tom preguntó adónde había ido, Nancy respondió, simplemente:

—A avisar a los otros.

Durante seis días no le vieron. En el período de espera Nancy sugirió a su madre que preparara un hatillo de comida para que ella y Tom pudieran hacer una excursión a un lago, en el nacimiento del río.

—Es un hermoso lugar. Tranquilo. Todo montañas. Quince kilómetros; es un paseo fácil.

Partieron una bonita mañana de septiembre. Mientras marchaban, Nancy iba indicando el camino, un sendero largamente usado por su pueblo; Tom experimentaba el sereno encanto de esa parte de Alaska, tan diferente del desolado poder del Yukón, del vasto desierto de Nome y del mar de Bering. Le gustaban los árboles, las cascadas, los helechos que daban gracia al paisaje y el omnipresente ondular del pequeño río.

—¿Hay pesca aquí? —preguntó.

Y Nancy respondió:

—Siempre vienen algunos salmones, pero en septiembre llegan muchísimos.

—¿Salmones, en este arroyuelo diminuto?

—Vienen al lago. Llegaremos pronto.

Y al terminar el ascenso, Tom vio uno de los sitios escogidos del sudeste de Alaska: el lago de las Pléyades, circundado por sus seis montañas.

—Valía la pena —exclamó, al contemplar el agua plácida, con las montañas reflejadas en su superficie.

Almorzaron en su serena orilla, luego Tom hizo rebotar piedras planas en la superficie del agua; ella comentó que el muchacho parecía tener muchas habilidades.

En el camino de regreso a la cabaña, con el sol brillante guiñándoles el ojo al pasar junto a las cascadas, Nancy iba la primera, unos seis metros más adelante. De pronto, Tom se dio cuenta de que alguien le seguía. Suponiendo que sería algún tlingit con intenciones de visitar la cabaña de Bigears, se volvió para hablarle. Entonces se encontró frente a un gran oso pardo que se acercaba con celeridad.

Como el oso estaba aún a cierta distancia, Tom supuso erróneamente que podría escapar corriendo, pero en el momento en que iba a clavar la punta de los pies para huir a un lugar seguro, recordó algo que había narrado, en una noche de invierno, un anciano al que le faltaba la mitad de la cara:

—No hay quien pueda correr más que un oso pardo. Yo lo intenté. Me atrapó desde atrás. Un solo zarpazo. Mírenme ustedes.

Impulsado por el miedo, Tom aceleró el paso, pero al oír que el oso le iba restando ventaja aulló:

—¡Nancy! ¡Socorro!

Al oír su grito, la muchachita giró y vio, horrorizada, que él no tenía ninguna posibilidad de escapar corriendo: el animal, disfrutando de la cacería, avanzaba a pasos cada vez más grandes y pronto saltaría hacia Tom desde atrás. Estaba aterrorizada, pues sabía que el oso no iba a detenerse hasta someter a su presa. Bastaría un movimiento de esa gigantesca zarpa, con sus uñas de espada, para desgarrar la cara a Tom y, tal vez, cortarle la garganta.

En ese momento, Nancy Bigears supo lo que debía hacer, lo que habían aprendido sus antepasados tlingits a lo largo de los siglos, enfrentados al oso pardo en las tierras que compartían con esa bestia feroz. «Puedes hacer una de estas tres cosas», le había dicho su abuela. «Correr y que te mate. Trepar a un árbol y sobrevivir, tal vez. O detenerte a hablar con el oso, haciéndole creer que eres más grande de lo que eres».

Había árboles a poca distancia, pero ninguno lo suficientemente cerca ni adecuado para trepar. La única esperanza consistía en hablar con el oso. Con valentía casi espontánea, Nancy corrió hacia Tom, a quien el animal ya casi había alcanzado, y lo detuvo asiéndole la mano con firmeza. Entonces enfrentó al oso, que aminoró la velocidad y se detuvo abruptamente, a unos tres metros de distancia, parpadeando ante el objeto que ahora le bloqueaba el paso.

—El oso tenía un olfato excepcional y éste le aseguró que su presa aún estaba cerca; pero su vista era deficiente, cuanto menos, y le fallaba con frecuencia; por eso no pudo determinar qué era lo que se interponía. Entonces se oyó una voz grave y potente, que dijo en tlingit, sin miedo:

—Señor Oso, no tengas miedo. Somos amigos tuyos y no queremos hacerte daño.

La bestia permaneció inmóvil, con las orejas erguidas para captar esos sonidos tranquilizadores.

—Deténte ahí, señor Oso. Sigue tu camino, que nosotros seguiremos el nuestro.

El pequeño cerebro se confundió. Al perseguir al hombre, el animal no hacía otra cosa que jugar, en cierto modo; probablemente lo habría matado al alcanzarlo, más por diversión que por furia. Sabía que ese hombre no representaba una amenaza, sólo una intromisión en sus riberas. Mientras Tom corrió, fue una presa atractiva, pero ahora todo había cambiado: no había nada que perseguir, ninguna cosa esbelta con que jugar. Sólo había esa cosa grande e inmóvil, esos sonidos firmes que provenían de ella, esa sensación de misterio y confusión. En un instante todo se había alterado.

Poco a poco, el oso volvió la grupa, miró por encima del hombro ese extraño objeto del sendero y dio el primer brinco potente de la retirada. Al marcharse, seguía oyendo esos sonidos serenos, pero enérgicos:

—Sigue tu camino, señor Oso. Vuelve a tus salmones y que tu pesca sea buena.

Sólo cuando el enorme oso se hubo ido soltó Nancy a Tom, sabiendo que ahora él podía bajar la guardia. Si hubiera echado a correr, si hubiera hecho siquiera un movimiento llamativo frente al oso, tal vez ambos habrían perecido. Al dejar la mano de Tom sintió que él se aflojaba, trémulo.

—Faltó muy poco.

—Sí, para los dos.

—No sabía que eras capaz de hablar con los osos.

Ella se irguió a la luz del sol, con el rostro plácido y redondo, sonriente como si no hubiera ocurrido nada.

—Necesitaba que le hablasen.

—Fuiste muy valiente, Nancy.

—No tenía hambre. Sólo curiosidad. Ganas de jugar. Había que hablarle.

El viernes comenzaron a llegar las familias indias vecinas; navegaban por el estuario del Taku en sus canoas pintadas o en pequeñas embarcaciones a vela, impulsadas por el famoso viento Taku que soplaba desde Canadá. No vestían ropas de trabajo, sino atuendos festivos: vestidos llenos de cuentas, pantalones ribeteados de piel y sombreros que Tom nunca había visto. Los niños iban adornados de conchillas y se abrigaban con decorados mantos de venado. Formaban un grupo colorido. Cada vez que llegaba una familia, Nancy y su madre la recibían con las mismas palabras, que la muchachita tradujo para Tom:

—Es un honor para nosotros que hayáis venido. El amo pronto estará aquí.

Ante eso, los visitantes hacían una reverencia y se alejaban para inspeccionar el tótem postrado, que consideraban excelente.

De pronto se produjo un alboroto a lo largo de la costa y los niños bajaron corriendo para saludar a Sam Bigears, que llegaba remando, con la canoa llena de cosas compradas en Juneau. Los pequeños le ayudaron ansiosos a descargar, pasándose los paquetes que pronto prestarían dignidad al potlatch. Cuando les llegó el turno a tres pequeños envoltorios bastante pesados, los niños preguntaron con impertinencia:

—¿Qué hay aquí?

Y él les indicó que rompieran las envolturas. Al hacerlo, se encontraron con tres latitas de pintura hecha por los blancos, que fueron llevadas al sitio donde descansaba el tótem medio terminado.

Sus segmentos principales estaban ya coloreados con los tonos apagados que proporcionaba la tierra: un gris suave, un azul reluciente, un rojo discreto. Lo que Bigears se proponía era dar vistosidad al poste con toques de verde vivo, carmín chispeante y negro azabache. Se encaminó directamente al tótem, sin detenerse siquiera para saludar a sus invitados, y abrió las tres latas. Luego entregó sus propios pinceles a dos artesanos tan dotados como él y les explicó lo que deseaba:

—La rana tiene que ser negra, con puntos negros. El sombrero, negro, por supuesto. Las caras, rojas; las alas del otro pájaro, verdes; los ojos del castor, rojos también.

Los hombres aplicaron diestramente los últimos toques. Los puristas del grupo habrían preferido que sólo se usaran colores naturales, como en tiempos pasados, pero aun ellos tuvieron que reconocer que los moderados toques de pintura industrial se fundían agradablemente con el resto del diseño, proporcionándole acentos de intensidad reveladores del carácter de su tallador.

Cuando aplicaron la tercera mano, con el sol apretando para ligarla a la madera, las mujeres se acercaron para aplaudir y todos estuvieron de acuerdo en que Bigears había hecho su trabajo como un tallador de los viejos tiempos. Una mujer señaló que el tótem de su aldea era más alto; otra no estaba demasiado satisfecha con los toques de rojo intenso, pero en general la obra fue aprobada:

—Se erguirá en esta cala como corresponde: de frente al glaciar, para hablar con todos los que naveguen por el estuario.

Entonces se dio comienzo al potlatch. Habían acudido diecisiete familias para participar de la hospitalidad de Sam Bigears; a medida que los visitantes fueron recibiendo la comida y los regalos, todos reconocieron que Sam era tan generoso como sus antepasados. Tom Venn quedó atónito ante tal dispendio. «Esto debe de haberle costado muchísimo», pensó. Durante la celebración, Sam se paseaba entre sus huéspedes, sin dar muestras de que sus regalos le parecieran excesivos; tampoco hacía comentario alguno sobre los abundantes montones de comida. Cuando Tom, con los ojos dilatados, le preguntó:

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