Alabama

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Primera parte » Capítulo 17

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Desde la ventana de su destartalada casa, Jack miraba como John acariciaba a su caballo en la entrada a los establos. Si de verdad había algo en la vida que el joven mulato hubiera deseado tener era haber podido disfrutar de la compañía y amistad de un caballo, pero por la situación social que padecía era imposible.

El hijo de Lucrecia notaba el cariño que procesaba el menor de los Carter al equino y cómo el gesto era devuelto por el animal que miraba a su compañero humano con ojos llenos de agradecimiento y amistad.

A menudo se preguntaba por la razón de haber nacido con un color de piel que lo único que hacía era llenar su vida de miseria. Vestido con harapos y semanas sin lavarse, la salud de Jack empezó a correr peligro. Mulato, bastardo y ahora guarro piojoso, eran las tremendas definiciones a las que se tenía que enfrentar a diario, dirigidas a él por los ciudadanos de su ciudad. Y daba igual la edad, niños, adultos y ancianos increpaban al muchacho cebándose con su condición.

Confinado en su propia casa, era incapaz de dar un solo paso y salir al exterior. Sin lugar a dudas, los insultos, amenazas y agresiones volverían en cuanto rebasara el umbral de su casa. Y todo esto, como es fácil de suponer, acentuaba la desgracia y precipitaba, aún más, los acontecimientos.

Eran muchas las noches que el chico había pasado en vela preguntándose el porqué de todo lo que le estaba sucediendo, sin recibir ninguna respuesta.

No tenía ningún amigo y esta circunstancia lo dificultaba todo. Sin alguien en que poder confiar, era muy complicado que pudiera superarlo.

Como era habitual en él, volvió a caer en los brazos de la desidia y a buscar en los placeres narcóticos y ocultos que le brindaban el silencio y la soledad, la única manera de escapar de semejante situación.

 

Una noche, su madre y él mantuvieron una profunda conversación:

–Hijo, ¿te encuentras bien?

Ante el silencio, Lucrecia insistió:

–Jack, ¿te gustaría venir un día a la iglesia? Sería bueno que la gente te viera por allí. Quizás, incluso te admitirían en la comunidad. Hay muchas personas con graves problemas que buscan la palabra del señor, para afrontar los duros obstáculos que nos proporciona la vida.

–¿Qué estás diciendo, te has vuelto loca?

–Estoy segura de que si fueras a la oración un día, el Señor te ayudaría. Él podría ofrecerte una forma diferente de ver la vida, de concebirla. Su poder, no tiene límites.

–Yo no quiero que me ayude alguien en que no creo.

–No debes hablar así.

–Lo único que me ha traído el Señor en esta maldita vida han sido desgracias. No sé cómo puedes hablarme de un Dios viendo todo lo que me está sucediendo.

–Yo te entiendo, pero también deberías poner algo de tu parte. Hay mucha gente que lo está pasando muy mal. No eres el único. Y ellos han encontrado un motivo en el que poder despertarse con ilusión cada día, gracias a Él.

–No pienso tragarme ningún sermón, de  eso, puedes estar segura – exclamó el mulato.

–¿Estás seguro?

–Sí, por supuesto.

  – Debes meditarlo muy bien.

–No tengo nada que meditar.

–No te precipites tanto. Las cosas se piensan en frío, no en caliente. Algún día Dios se cruzará en tu camino, no lo olvides. Solo tienes que esperar su llamada.

La sirvienta quedó en silencio para dar más énfasis a sus palabras. Al instante, continuó:

–Hijo, al menos, deberías ducharte, apestas.

–Eso ahora es lo que menos me preocupa.

–Debe de ser muy malo para tu salud ¿No te das cuenta? Y también deberías salir a la calle, de vez en cuando...

–No pienso salir más.

–Aquí en casa, encerrado, te vas a volver loco.

–¿Más? No lo creo.

–Si no quieres ir a la oración, por lo menos, sal un poco y permite que te dé un poco el aire, te sentirás muy bien, ya lo verás. Confía en mí, soy tu madre, deseo todo lo mejor para ti.

–No tengo ganas de bañarme y mucho menos de salir. Aquí con la soledad es donde mejor estoy. Todo el mundo me insulta y me pega gracias a ti… Lo he intentado pero no puede ser, en cuanto cruzo la dichosa puerta, toda la ciudad se pone en mi contra y van a por mí. Estoy lleno de magulladuras por todas partes. Mírame. Siempre acabo corriendo por las calles como un cobarde. Como un perro apedreado. Sin dignidad.

–Mira, Jack, la vida a veces es muy dura e incomprensible con las personas. Solo tienes que pensar, en todo lo que debieron de padecer nuestros antepasados en las plantaciones de algodón y con la esclavitud. Muchos niños nacieron mulatos porque sus madres eran violadas de continuo por sus amos blancos. Por supuesto, este no es tu caso. Te entiendo muy bien y creo que debe de ser muy duro para ti, pero siempre tienes que pensar en que quizás hay alguien que está mucho peor que tú. Aunque no te lo parezca.

–Claro, eso es muy fácil de decir. Tendrías que ponerte en mi lugar. Cuando a alguien le llaman bastardo... todas las palabras de consuelo sobran.

Lucrecia no supo que contestar.

 

 

De un impulso el mulato se puso en pie y enfadado se perdió en su habitación. Cuando abrió la puerta un hedor nauseabundo surgió del cuarto e inundó y cubrió el resto de la casa de pesadumbre.

La mujer corrió a abrir las ventanas y desde el exterior, le llegó las exclamaciones y quejas de la gente al oler la semejante inmundicia.

–Esto  no hay  quién  lo  aguante. Serán guarros – exclamó una ciudadana –. A saber que hay dentro de la casa que huele tan mal. Es inaguantable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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