Agnes

Agnes


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Estaba sentado en la Public Library, donde llevaba ya varios días estudiando viejos tomos del Chicago Tribune, cuando vi a Agnes por primera vez. Fue en abril del año pasado. Se sentó frente a mí en la gran sala de lectura, fortuitamente sin duda, pues casi todos los sitios estaban ocupados. Traía un cojín, una cuña de gomaespuma. Colocó ante sí, sobre la mesa, un bloc de notas y, al lado, unos libros, dos o tres lápices, una goma de borrar, una calculadora de bolsillo. Cuando levanté la vista me encontré con su mirada. Bajó los ojos, cogió el primero de los libros apilados y comenzó a leer. Traté de descifrar los títulos de los libros que había traído, pero pareció darse cuenta y acercó el rimero hacia sí girándolo levemente.

Estoy elaborando un libro sobre vagones de lujo de los ferrocarriles americanos y leía en ese momento las declaraciones de un político sobre la intervención de las fuerzas armadas durante la huelga de Pullman. Me había enfrascado en esa huelga, que no tenía ninguna trascendencia para mi libro pero que me fascinaba. En mi trabajo siempre me he dejado llevar por la curiosidad, y en esta ocasión me había desviado bastante del tema.

Desde el momento en que Agnes se sentó frente a mí, ya no pude concentrarme. Su físico no llamaba la atención, era delgada y no muy alta, su tupido pelo castaño le llegaba hasta los hombros, tenía la cara pálida y no estaba maquillada. Lo único insólito era su mirada. Parecía como si sus ojos pudieran transmitir palabras.

No puedo afirmar que ya entonces me hubiera enamorado de ella, pero sí que despertaba mi interés y me intrigaba. Miraba hacia ella una y otra vez, tanto que pronto empecé a sentirme incómodo yo mismo. Sin embargo, no podía evitarlo. Ella no reaccionaba, no alzaba la vista en ningún momento, pero no me cabía la menor duda de que se percataba de mis miradas. Por fin se levantó y abandonó la sala. Dejó sus cosas sobre la mesa, recogiendo sólo la calculadora. La seguí sin saber muy bien por qué. Cuando llegué al vestíbulo ella había desaparecido. Salí del edificio y me senté en las anchas escaleras de la entrada para fumarme un cigarrillo. Aunque no hacía frío tiritaba por haber permanecido horas enteras en aquella biblioteca sobrecalentada. Eran las cuatro de la tarde, y en las aceras los primeros empleados de oficina camino de sus casas se mezclaban con los turistas y la gente que iba de tiendas.

Presentía ya el vacío de las horas vespertinas que se avecinaban. Apenas si conocía a alguien en la ciudad. A nadie, para ser exacto. Un par de veces me había enamorado de un rostro, pero había aprendido a esquivar tales sentimientos antes de que se convirtieran en una amenaza. Atrás quedaban algunas relaciones rotas y, sin proponérmelo de veras, por el momento me había resignado a la soledad. No obstante, sabía que ya no podría trabajar en paz mientras tuviera a esa desconocida sentada frente a mí, de modo que decidí marcharme a casa.

Aplasté el cigarrillo y ya me disponía a levantarme cuando la mujer, con un vaso de cartón con café en la mano, se sentó apenas a un metro de distancia de donde yo me encontraba. Había derramado algunas gotas por el camino, así que colocó el vaso en el peldaño y se secó torpemente los dedos con un kleenex arrugado. Luego extrajo un paquete de tabaco de la pequeña mochila que llevaba consigo y empezó a buscar las cerillas o el mechero. Le pregunté si quería fuego. Se volvió hacia mí como si se sorprendiera, pero en sus ojos no vi sorpresa sino algo que no comprendí.

—Sí, por favor —dijo.

Le encendí su cigarrillo y el segundo mío, y nos pusimos a fumar lado a lado, sin hablar pero vueltos el uno hacia el otro. En algún momento hice una pregunta anodina y empezamos a conversar, sobre la biblioteca, la ciudad, el tiempo. Sólo al levantarnos le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Agnes.

—Agnes…, un nombre raro —dije yo.

—No es usted el primero en decirlo.

Regresamos a la sala de lectura. La breve charla había disipado mi tensión, de modo que conseguí reanudar el trabajo sin tener que mirarla a cada rato. Cuando no obstante lo hacía, ella correspondía a mi mirada amigablemente pero sin sonreír. Me quedé más tiempo de lo previsto, y cuando Agnes recogió por fin sus cosas le pregunté en voz baja si volvería al día siguiente.

—Sí —dijo, sonriendo por primera vez.

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