Agnes

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El domingo por la mañana regresé de Nueva York. Había tomado nuevamente el tren de la noche y telefoneé a Agnes desde la misma estación.

—¿Vienes a mi casa? —preguntó—. Tengo que enseñarte algo.

Era la primera vez que me invitaba a su apartamento. A pesar de sus detalladas indicaciones tardé mucho en encontrar la calle. Agnes, de lo excitada que estaba, tenía las mejillas coloradas cuando me abrió la puerta. Estaba radiante y me hizo pasar.

—Primero comemos —dijo—, termino enseguida. Pero siéntate.

Mientras ella trajinaba en la cocina eché un vistazo a la sala. Se apreciaba que Agnes había procurado crear un ambiente acogedor. En un nicho de la pared había algunos animales de peluche esparcidos sobre un colchón, delante de la ventana se hallaba una gran mesa de trabajo con un ordenador. La mesa de comer, redonda, ocupaba el centro de la sala, estaba puesta y adornada con flores y velas. En la repisa de una vieja chimenea tapiada había fotos de familia y un retrato de Agnes con toga, tomado sin duda durante la ceremonia de graduación en su universidad. Miraba fijamente a la cámara y, aunque sonreía, su semblante era hermético y distante.

—Entonces tenías el pelo más largo —exclamé en dirección a la cocina.

Agnes se asomó a la sala y dijo:

—¿En la fiesta de fin de carrera? La foto la hizo mi padre. Estaba borracha.

—No lo pareces.

—No tengo práctica. En un minuto estoy lista. Tú sigue mirando.

Desapareció de nuevo en la cocina. Me acerqué a la ventana, entreabierta. Era mediodía. Fuera lloviznaba levemente. La calle estaba desierta. Me di la vuelta. Por todas partes había tiestos con plantas, no obstante la sala parecía deshabitada, como si hiciera años que nadie la pisaba. Sólo en ese momento noté que Agnes apenas tenía libros. Excepto una serie de obras de especialidad y manuales de ordenador, pulcramente alineados en un estante de poca altura, no vi más que la Norton Anthology of Poetry.

En las paredes colgaban grabados, un paisaje montañoso de Ludwig Kirchner y el horroroso cartel de una obra de teatro.

Asesinos, esperanza de las mujeres —dijo Agnes, que había salido de la cocina trayendo una fuente. Lo dijo en alemán y me resultó extraño oírla hablar en mi lengua. Su voz sonaba diferente a lo habitual, más ronca y más vieja—. El cartel es de Oskar Kokoschka —dijo pasando nuevamente al inglés.

—¿Sabes lo que significa? —pregunté.

Agnes asintió con la cabeza.

—Sé lo que quiere decir, pero no sé muy bien lo que significa.

—Yo tampoco.

—En aquella ocasión conocí a Herbert —dijo señalando la foto—, fue en la fiesta de fin de carrera. De eso hace tres años. Él trabajaba para una empresa de catering.

—¿Es camarero? —pregunté.

—Actor —contestó ella—. Mis padres habían venido de Florida expresamente. Hubieran podido quedarse a dormir en mi casa, pero mi padre insistió en ir a un hotel. Que no quería molestarme, dijo mi madre. Siempre lo ha excusado. Él se puso furioso cuando se dio cuenta de que Herbert flirteaba conmigo. Se comportó como un idiota, criticándolo todo, y cuando se marchaban se empeñó en que me fuera con ellos. Yo estaba ya bastante borracha y cansada, y la verdad es que deseaba irme a casa. Pero mi padre me había puesto tan furiosa durante toda la noche que me quedé sólo para fastidiarle, y en sus narices le pregunté a Herbert si quería bailar conmigo después de la cena. Tocaba un conjunto, pero tuve que esperar a que Herbert terminara su trabajo. Mi padre me hizo una escena y hasta me llamó furcia. ¿Te imaginas? Mi madre lloraba cuando se marcharon.

—¿Y después? —pregunté.

—Creo que estaba un poco enamorada —dijo Agnes—, bailamos bastante rato. Herbert llegó a besarme y luego me trajo a casa. Pero no pasó nada. Creo que mi toga le infundía demasiado respeto.

—¿Demasiado? —dije yo, y Agnes sonrió guiñándome el ojo.

—Perdió el empleo por devolver tarde el coche de servicio con toda la vajilla sucia.

—¿Aún lo ves?

—Ha encontrado trabajo en Nueva York. Hace anuncios por altavoz en un centro comercial y confía en que alguien descubra su talento.

Después de cenar, Agnes me hizo tomar asiento ante su mesa de trabajo, junto a ella. Encendió el ordenador y abrió un archivo de texto.

—Lee —dijo.

Empecé a leer pero apenas había ojeado las primeras frases me interrumpió diciendo:

—Ves, yo también he escrito una historia. Y quiero escribir más. ¿Qué te parece?

—Déjame leerla primero —dije. Pero ella estaba demasiado tensa como para quedarse sentada tranquilamente a mi lado.

—Voy a preparar café.

Comencé a leer:

Tengo que marcharme. Me levanto. Salgo de casa. Estoy en el tren. Un hombre me mira fijamente. Se sienta a mi lado. Se levanta cuando yo me levanto. Cuando me bajo me sigue. Si me doy la vuelta no lo veo de lo cerca que está de mí. Pero no me toca. Me sigue. No habla. Siempre está conmigo, día y noche. Duerme conmigo sin tocarme. Está dentro de mí, llena todo mi ser. Cuando me miro al espejo sólo lo veo a él. Ya no reconozco mis manos, ni mis pies. Los vestidos me vienen pequeños, los zapatos me aprietan, el pelo se me ha vuelto más claro, la voz, más opaca. Tengo que marcharme. Me levanto. Salgo de casa.

Había leído el texto deprisa y muy por encima. No tenía paciencia. Agnes volvió de la cocina sonriendo turbadamente. Nos sentamos de nuevo a la mesa. Las velas casi se habían consumido.

—¿Y? —dijo ella.

—¿Café? —pregunté. No tenía ganas de emitir un juicio sobre su texto y tomé a mal que me obligara a hacerlo. Cuando se disculpó y me sirvió el café me sentí avergonzado.

—Mira —comencé a explicarle. No aguantaba su mirada expectante, cogí mi taza de café y me acerqué a la ventana—. Mira, uno no se sienta y escribe una novela en una semana. Yo tampoco escribo programas de ordenador.

—Si sólo es una historia cortita —se defendió Agnes.

—No puedo juzgarla —dije—, no quiero. No soy escritor.

Agnes se quedó callada y yo miré a la calle.

—No tienes por qué hacerlo —dijo.

—Me produce el efecto de una fórmula matemática —dije—, parece como si en algún lugar de tu cabeza hubieras tenido una incógnita X que había que resolver. Esa historia se va estrechando cada vez más, lo mismo que un embudo. Y en algún momento el resultado es igual a cero.

Seguí monologando largamente de esta manera, creyéndome sin duda lo que decía. Hacía tiempo que mi discurso no gravitaba ya sobre la historia. Tal vez fuera verdad que no era buena, pero era sin duda alguna mejor que todo cuanto yo había escrito en los últimos diez años.

—Si ni siquiera lees —dije al fin—, si no tienes libros. ¿Cómo quieres escribir si no lees?

Agnes, sin decir nada, partió el pastel de manzana que había preparado para mí.

—¿Quieres acompañarlo con helado? —preguntó sin mirarme. Comimos.

—Está bueno este pastel —dije.

Agnes se levantó y se acercó al ordenador. En la pantalla se veían estrellas, puntos luminosos que se desplazaban hacia la periferia. Cuando Agnes tocó el ratón volvió a aparecer su historia. Apretó un par de teclas y el texto desapareció.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Lo he borrado, olvidado —dijo—. ¿Damos un paseo?

Caminamos por el barrio. Había dejado de llover pero las calles seguían mojadas. Agnes me enseñó dónde hacía la compra, dónde lavaba la ropa, el restaurante en el que a menudo cenaba. Traté de imaginarme cómo debía de ser vivir en esas calles, pero me resultó imposible.

Agnes dijo que le agradaba residir allí, que se sentía a gusto en el barrio aunque no era muy bonito y no conocía a nadie. Cuando volvimos a su apartamento sacó de un armario una pila de pequeñas placas de vidrio ahumado.

—Éste es mi trabajo —dijo.

A primera vista las placas parecían tener el mismo grado de opacidad, pero al mirarlas más de cerca aprecié en su grisalla unos puntos diminutos regularmente dispuestos. En cada una de ellas los puntos configuraban dibujos distintos.

—Son radiografías de redes cristalinas —dijo Agnes—. Muestran el orden real de los átomos. En lo más profundo casi siempre hay simetría.

Le devolví las placas. Se acercó a la ventana y las miró a contraluz.

—Lo misterioso es el vacío del centro —dijo—, aquello que no se ve, los ejes de simetría.

—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros —pregunté—, con la vida, contigo y conmigo? Nosotros somos asimétricos.

—Las asimetrías siempre tienen una causa —dijo Agnes—. La asimetría es la condición sine qua non para que pueda haber vida. Es la diferencia entre los sexos. Es indispensable para que el tiempo sólo discurra en una dirección. La asimetrías siempre tienen una causa y un efecto.

Nunca había oído hablar a Agnes con tanto entusiasmo. La abracé. Alzó las manos para proteger las diapositivas y dijo:

—Ten cuidado, son frágiles.

A pesar de su advertencia la aupé en brazos y la llevé al colchón. Se levantó por un momento para poner a salvo las radiografías, pero luego volvió, se desnudó y se acostó a mi lado. Hicimos el amor. Entretanto fuera ya había oscurecido. Pasé la noche en su casa Al amanecer me despertaron unos toques procedentes de las tuberías de la calefacción. Me incorporé y vi que Agnes también estaba despierta.

—Es alguien que está dando señales acústicas —dije.

—Ésta es una calefacción a vapor y no un sistema de aire acondicionado como en tu apartamento. Las tuberías se dilatan por el calor y producen estos sonidos.

—¿Y no te molesta? No hay quien duerma cor este ruido.

—No, al contrario —dijo Agnes—. Me da la sensación de no estar sola cuando me desvelo por la noche.

—No estás sola.

—No —dijo Agnes—, ahora no.

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