Agnes

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—Frank Lloyd Wright construyó una treintena de casas en Oak Park —dijo el padre de Louise. Tenía un acento francés más marcado que su hija.

—Y aquí nació Hemingway —dijo la madre—. Suiza es un país maravilloso. El año pasado estuvimos en Stanton.

—St. Anton está en Austria, chérie —dijo su marido y volvió a dirigirse a mí—. Me han dicho que usted escribe libros.

—Louise ya nos lo ha contado todo —dijo la madre—, le cae usted muy bien. Y nos alegraríamos si de verdad se serenara un poco. Los hombres son tan poco serios en este país. Fíjese que yo misma me casé con un europeo.

Le guiñó el ojo a su marido, que sonrió como disculpándose y dijo:

—Nos conocimos en París. Mi esposa había viajado a Europa para pescar a un aristócrata. Al final se conformó conmigo.

—Espero que le guste el pavo —dijo la madre—. Vamos a comer un plato genuinamente tradicional del día de Acción de Gracias.

Sentí un gran alivio cuando llegó Louise y, cogiéndome del brazo, me rescató de la compañía de sus padres.

—Voy a enseñarle el jardín —dijo.

Su madre me hizo un guiño diciendo:

—Pero claro. Vosotros los jóvenes queréis estar solos.

Paseamos por el jardín. Bajo un arce descomunal había una piscina de un azul eléctrico, en cuya superficie flotaba la hojarasca agostada. Hacía frío y tiritábamos aunque lucía un sol que abrasaba la piel. El aire era seco y diáfano. Al mirar hacia las copas de los árboles, el cielo se atisbaba casi negro por entre el follaje de un rojo subido.

—Siempre me asombra ver cuánto más intensos son los colores de las cosas en esta parte del mundo —dije—, de las hojas de los árboles, del cielo y hasta de la hierba. Todo rezuma mayor fuerza que en Europa. Como si todo fuera aún muy joven.

—El hombre vive y muere en lo que ve, dice Paul Valéry, pero sólo ve lo que piensa —dijo Louise con ironía.

—Creo de veras que aquí los colores son diferentes. Quizás tenga que ver con el aire.

—Mi pequeño Thoreau. No seas ingenuo. Este país es tan viejo o tan joven como todos los demás.

—Pero aquí tengo la sensación de que todo es posible aún.

—Porque aquí no tienes historia. La imagen que los europeos se forman de América tiene que ver más con ellos mismos que con este continente. Claro que esto también sucede a la inversa. El abuelo de mi madre fue redactor en jefe del Chicago Tribune. Venía de una antigua familia inglesa, de gente que se sabía de memoria su árbol genealógico hasta el siglo XIV. Puestos a comparar, la familia de mi madre tiene mucha más historia que la de mi padre. Él es de origen humilde y le salió un buen partido. Y mi madre presume de su europeo, que en el fondo es justo el self-made-man que los europeos creen reconocer en todo americano.

Se rió.

—¿Qué les has contado a tus padres? —pregunté—. Me tratan como si fuera su futuro yerno.

—Ah, no le des importancia. Lo que pasa es que les gustaría verme colocada. Y se alegran de que por fin tenga un amigo con una profesión digna. Les he dicho que eres periodista y que te dedicas a escribir libros.

—Tu madre me dijo que Hemingway nació aquí.

—Sí, ya sé. A mi madre le encanta darse pisto sacando a relucir nombres de artistas.

—¿Te gusta Hemingway?

—No lo sé —dijo—. Me gustó A Farewell to Arms, pero creo que fue por Gary Cooper y por la música.

Después de comer me enseñó el piso que sus padres le habían montado en la planta superior del edificio. Luego me paseó en coche por el barrio para enseñarme los lugares en que había trabajado Frank Lloyd Wright y dónde había nacido Hemingway. En la librería de la casa del escritor compré A Farewell to Arms y se lo regalé.

—Tienes que leerlo —dije—, es mejor que la película.

—Y tú lo que tienes que hacer es pasar de una vez por mi oficina para que pueda enseñarte nuestro archivo.

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