Agnes

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—Lo único que podemos hacer es visitar el cementerio pues es la única pista solida que tenemos. Con suerte allí encontraremos la manera de descifrar esas estrofas.

—Me parece bien. Buscare vuelos para Rumanía lo más cerca posible del pueblo de Sapanta.

—No, Carla, debemos ser cautelosos. Como ya hemos visto y como te ha contado Agnes hay personas peligrosas que quieren encontrar el tesoro a toda costa y que no dudarían en hacernos daño.

—Entonces, ¿Qué me propones?.

—Tenemos que volar a un punto cercano pero a la vez apartado de nuestro destino final. Déjame ver, … uhhmm…., si creo que este servirá. Volaremos a Debrecen en Hungría. Está a tres horas en coche de Sapanta y ambos países pertenecen a la unión europea por lo que no tienen tramites fronterizos. Así, si alguien averigua lo que hemos estado haciendo aquí no podrá saber a dónde nos dirigimos. Además, el vuelo sale mañana al mediodía lo que nos da tiempo de sobra para recoger nuestras cosas tranquilamente. —Tienes toda la razón como siempre. Gracias Jay, esto es muy importante para mí y no lo estaría consiguiendo sin tu ayuda —dijo Carla acomodando sus brazos alrededor de su cuello—.

—No tienes por qué agradecerme nada. Sabes que lo hago encantado —añadió él e instintivamente puso los suyos en la cintura de Carla.

En aquella posición estuvieron sin hablar unos minutos mirándose a los ojos el uno al otro. Carla movió la cabeza ligeramente a la derecha y se apretó contra el pecho de Jayden que la imitó fundiéndose ambos en un abrazo sentido, directo y honesto. Tras aquellos intensos instantes, poco a poco sus cuerpos se soltaron pero conservaron las manos sobre el otro y comenzaron a acariciarse mutuamente. Sus rostros se acercaron lentamente uno al otro y sus labios anhelantes se tocaron con suavidad, besos tiernos y cortos al principio y profundos y húmedos después. Carla soltó un gemido y se separó un instante mientras notaba como la cálida mano de Jayden se introducía bajo su camisa. Nuevamente, volvieron a unir sus bocas esta vez en un beso lento y profundo mientras se deshacían de toda la ropa.

A la mañana siguiente, Carla despertó sobresaltada con el estridente sonido del reloj-despertador de la mesilla pero Jayden la calmó con un tierno beso en la mejilla.

— Buenos días, dormilona.

—Hola Jay. ¿Hace mucho que estás levantado?. —Sí, hace un rato. He aprovechado para investigar un poco más acerca del poema y he conseguido descubrir cuál es su autor. Se trata de Gustavo Adolfo Becker. —Y, ¿qué tiene que ver eso con el cementerio?. —No tengo ni idea. Pero vamos, lo averiguaremos seguro.

—Tenemos que hablar de lo de anoche.

—No lo creo. Ambos sabemos qué paso y por qué, pero como ya te dije antes esto no puede volver a pasar. —Sí, me lo dijiste pero sigo sin entenderlo. Me atraes mucho y sé que es un sentimiento mutuo.

—Esa no es la cuestión. Nuestro problema son las circunstancias que nos rodean. Nos persiguen personas violentas y temo por nuestras vidas. Por eso, necesitamos evitar las distracciones que nos pongan en riesgo si queremos sobrevivir.

—Entiendo Jay. No te preocupes, no volverá a ocurrir. —asumió con tristeza y resignación ella—. Así que Gustavo Adolfo Becker.

—Sí. Pero no es la estrofa original. Han cambiado unas cuantas palabras y han añadido algunas otras como un motivo que por ahora no conocemos. Espero que al llegar a Sapanta todo se aclare.

Pasaron todo aquel día viajando. Primero tuvieron que volar hasta Estambul, tras cuatro horas de espera, vuelo a Sofía y cinco horas más tarde aterrizaron en el aeropuerto de Debrecen.

Allí, alquilaron un coche y tras otras cinco horas de carretera llegaron a última hora de la noche al hotel Pensiuena lleana en Sapanta. Habían elegido ese hotel por sus excelentes comentarios en internet pero sobre todo porque se encontraba a escasos 20 metros del famoso cementerio.

En la recepción encontraron a su propietaria María que estaba esperándoles pacientemente y que les ofreció una cena casera pero ligera a base de embutidos, quesos y vinos de la zona.

Jayden aprovechó que María hablaba fluidamente su idioma para preguntarla, como si fuera un turista más, sobre cosas del cementerio y averiguar si había enterrado algún famoso poeta.

María les contó la historia del cementerio y les obsequió con un tríptico con algunos de los más famosos epitafios. Pasaron un rato muy agradable, bebiendo juntos una botella de «palinca» y riéndose con el agudo ingenio de aquellas gentes:

“Aquí descansa mi suegra, si hubiera vivido otro año más, yo ocuparía su lugar”.

“Con lo grande que es Rumanía, ¿No pudiste encontrar otro lugar donde pararte y robarme la vida?”.

“Aquí yace mi marido, por fin rígido”.

“Señor recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando”.

“Me encantaba sentarme en una taberna con un buen vino y una mujer a mi lado, que era siempre la mujer de otro”.

“Ya estás en el paraíso, y yo también”.

Carla se mostró tremendamente sorprendida por aquella creatividad. María les explicó que tradicionalmente la gente de esa región se había caracterizado por ser personas a las que les atraía muchísimo la cultura y sobre todo la lectura de libros, de hecho tenían una de las bibliotecas públicas más antiguas de Rumanía, aunque fue totalmente destruida durante la brutal y represiva segunda década del gobierno de Nicolae Ceaucescu.

Siguieron conversando animadamente sentados alrededor de la preciosa chimenea de leña y al finalizar la segunda botella de licor, dieron por terminada la velada y se marcharon a descansar de su largo viaje con la promesa de María de acompañarles al día siguiente en su visita al cementerio alegre.

37

— «En unos minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Bucarest, rogamos a los pasajeros regresen a sus asientos, se abrochen el cinturón de seguridad, sus respaldos en posición vertical y que apaguen los dispositivos electrónicos».

Se apresuró a terminar el informe de seguimiento que había elaborado. Recordaba la noche anterior como había escuchado nítidamente las conversaciones de la pareja y había apuntado minuciosamente todos los datos nuevos que obtenía.

El motivo de su viaje era encontrar un tesoro oculto que le había dejado una tal «Agnes» para lo cual debían seguir unas pistas que no comprendían. Todo aquello le importaba poco pues había averiguado su próximo destino y le fue fácil adelantarse a ellos reservando un vuelo directo a Rumanía. Lo único malo era que sus dos objetivos iban a estar varias horas fuera de su control pero pensó que era un riesgo asumible pues sabía que el destino final de todos era el mismo.

Además —se regañó— ya no había nada que hacer. Debía confiar en que esos otros perseguidores que también querían encontrarlos no tuvieran éxito y llegaran sanos y salvos al hotel de Sapanta donde él les estaría esperando. Siguiendo el hilo de sus pensamientos recordó lo que había sucedido posteriormente en la habitación y que le tenía ampliamente desconcertado.

Al registrar la habitación del hotel, había llegado a la conclusión de que ellos no estaban unidos sentimentalmente y por ello había resuelto tratar ambos encargos por separado pero aquella noche había visto y oído a una pareja de enamorados haciendo el amor.

Terminó el informe y apagó su tablet justo antes de que pasara la azafata de cabina. Pensó que era fundamental averiguar la verdad sobre esa relación antes de actuar. La estrategia final la planeó de camino al aeropuerto. Fingiría un encuentro casual e intentaría pasar algún día con ellos para analizar su conducta al respecto.

Accedió a la zona de tránsito para coger el siguiente vuelo y unas horas más tarde llegó al hotel donde le esperaba complaciente la dueña del establecimiento:

— Buenas tardes, me llamo María y le doy la bienvenida a mi humilde establecimiento.

—Gracias María, soy el padre Erongo. Estoy encantado de haber, por fin, llegado a esta magnífica ciudad y sobre todo a este increíble hotel.

—Hola padre, le he asignado la habitación magenta en la planta baja al fondo del pasillo como me solicitó. —Perfecto hija —dijo mirando en la dirección señalada por ella a sabiendas de que la ubicación de la habitación era la idónea pues desde ella se dominaba toda la puerta de salida—.

—¿Quiere comer algo?. En el salón de la chimenea hay productos típicos de esta zona y un buen vino para que reponga fuerzas.

—Muy amable, pero estoy bastante cansado y quiero darme una ducha y dormir un rato. Luego, si la oferta sigue en pié, probaré con gusto las especialidades locales.

—Por supuesto que la oferta seguirá en pie. Descanse usted padre y cuando guste pase al salón y dé buena cuenta de ello.

—No mucho, no mucho. Ya lo dicen las escrituras: «No podemos permitir que nuestros apetitos nos controlen, sino que debemos ejercer nosotros el control sobre nuestros apetitos».

—Pero padre, la comida es un don que nos ha dado Dios.

—Sí hija, eso es cierto. Pero como dice el Génesis capítulo 25 versículo 30: «La comida es una bendición de Dios pero no debemos ponerla en primer lugar—. —De acuerdo padre, jejeje. No le insisto más. ¿Va a querer visitar mañana el cementerio?.

—Sí, me gustaría mucho.

—Igual también le apetece hablar con el párroco del pueblo. Va a dar misa a las 09.00 horas en la «biserica». Le puedo presentar y así podrán hablar de sus cosas.

—Muchas Gracias, es usted una buena persona pero no puedo pedirla tantos favores pues debe atender a su negocio y a sus otros huéspedes.

—No se preocupe. Ahora estamos en temporada baja de turistas. Solo tengo alojados a una pareja mayor de franceses y a última hora del día llegará otra pareja de recién casados.

—¿También franceses?.

—No, por sus apellidos deben ser portugueses o brasileños. Los señores de Andrade.

—Tiene usted razón, portugueses seguramente — añadió Erongo disimulando su interés por aquellos huéspedes—. Y, ¿por qué supone que son recién casados?.

—Bueno, es verdad padre que eso no lo sé seguro pero si han reservado la Suite Nupcial será por algo. —Es verdad, parece bastante posible. Bueno María no la entretengo más. Voy a dejar mis cosas en la habitación y descansar un rato.

—Bien, bien. Le veré luego.

Erongo entró en su habitación y cerró la puerta nervioso. Aquella mujer le había otorgado mucha información pero a cambio le había robado mucho tiempo y no sabía de cuanto disponía hasta que llegaran Jayden y Carla. Afortunadamente, tenía la ventaja de encontrarse en un hotel rural y no en un súper moderno hotel con complejos sistemas de seguridad.

Extrajo de su maletín un pequeño berbiquí con el que practicó un sutil agujero en el marco de la puerta e instaló en él una micro mira telescópica con la que visualizar toda la entrada del hotel. A continuación esperó a que la dueña saliera al exterior y se acercó al libro de registro de huéspedes donde averiguó cual era el número de habitación de la suite nupcial. Subió raudo, instaló estratégicamente los dispositivos de escucha y el sistema de grabación de video y con cuidado de no ser descubierto regresó a su habitación.

Todo había salido a la perfección y ahora solo tenía que esperar a que llegaran sus objetivos.

Un par de horas más tarde se encontraba descansado y decidió que saldría a hacer un poco de ejercicio. Al pasar por la recepción se encontró nuevamente a María que le saludó efusivamente:

— Hola padre. Ya lo he arreglado todo para la visita de mañana al cementerio y le he hablado al padre Costika de su visita y estará encantado de charlar con usted después de la celebración.

—Otra vez, muchas gracias María. Voy a hacer un poco de ejercicio antes de que se ponga el sol. ¿A qué hora se sirve la cena?.

—No se preocupe padre, tiene tiempo. La pareja francesa acaba de bajar al pueblo de visita y les he dicho que tardaría un par de horas en servir la comida.

—¿Y la otra pareja?.

—Bueno, a ellos no los esperaremos pues llegarán hasta altas horas de la madrugada.

—Bien, un par de horas entonces. Hasta luego.

Decidió correr por un camino forestal que había a la derecha del hotel que se internaba en una espesa arboleda. Tras una hora de esfuerzo regresó por otro camino paralelo para inspeccionar en profundidad aquel nuevo escenario y prever posibles puntos de vigilancia y rutas de escape.

La cena transcurrió apaciblemente. Su anfitriona María hizo las presentaciones cuando llegó al salón de la chimenea. Los otros dos turistas eran dos octogenarios franceses que llevaban tres meses visitando numerosos países europeos. Erongo supuso que estaban haciendo juntos su último viaje antes de pasar el resto de sus días en una apartada y tranquila localidad costera francesa. Al terminar la cena, se sentaron en los cómodos sofás junto al fuego encendido mientras saboreaban unos excelentes licores del país y charlaban animadamente de divertidas anécdotas acontecidas en sus múltiples viajes por el mundo.

Unas horas más tarde, la pareja de ancianos se despidieron para subir a su cuarto y Erongo aprovechó para hacer lo mismo. No quería descubrirse estando presente cuando Jayden y Carla llegaran al hotel. Compró una botella de agua mineral grande y entró en la habitación pero sin cerrar con llave la puerta. A continuación encendió los receptores de los micrófonos y se tumbó en la cama a relajarse mientras esperaba a que aparecieran.

Unas voces conocidas le despertaron un rato después. Miró el reloj y se maldijo por no haber sido capaz de aguantar un par de horas despierto. Estaba perdiendo facultades. Centró su atención en la conversación que mantenían con María y cogiendo una silla, se sentó en su puesto de observación. A través de la mirilla vio a Jayden y a Carla concertando la visita del día siguiente y cómo ambos se dirigían a su habitación. El comportamiento de ellos había cambiado nuevamente pues los veía bastante distantes el uno con el otro. Cuando los perdió de vista se sentó en la cama, cogió su bloc de notas y escuchó pacientemente.

Sin embargo, tras unos minutos de anodina conversación, decidieron que era hora de descansar y Erongo puso fin a la escucha. Tenía que intentar también él descansar un rato aunque su mente todavía estaba activa. Decidió repasar, una vez más, los detalles concretos de los encargos que había recibido. No había duda de qué era lo que quería el cliente hacer con respecto al hombre: «acabar con su vida y de la manera más dolorosa posible». El problema surgía con el encargo para el que le habían contratado respecto a Carla: «debía encontrarla, ayudarla en su búsqueda y protegerla de la persona que la quería ver muerta». Por tanto, debía averiguar cuál era la mejor manera de acercarse a ella y lograr que confiara en él para ayudarla en su búsqueda y, a la vez, matar a aquel individuo que era tan importante en su vida.

38

— Despierta perezoso, despierta.

—¿Por qué me despiertas, abuelo?.

—Tú sabes por qué Jay, tú bien lo sabes.

—No te preocupes, lo tengo todo controlado. Está cerca, lo presiento, y cuando lo tengamos será todo nuestro.

—Y ¿qué harás con la mujer?.

—Nada. La pobre ha sufrido bastante ya y no tiene por qué haber más muertos.

—Sabes que debe morir por lo que hicieron a nuestro pueblo.

—¿Qué culpa tiene ella si no los conocía?.

—¿Cuántas veces te lo he advertido?. Tus enemigos conocen tu debilidad y la aprovechan contra ti ahora como la aprovecharon antes en el pasado. ¿Por qué crees que han nombrado a esa chica heredera y no a cualquier otro de sus familiares?.

—No, no me está engañando, seguro. Ella no sería capaz de algo así.

—Bueno, no me creas a mí si no quieres. Convoca a los dioses y a tus antepasados en el Gran Circulo y ellos te guiarán en tu camino como han hecho siempre.

Jayden abrió repentinamente los ojos y regresó a la realidad. A su lado dormía plácidamente Carla y todavía no había amanecido en aquel remoto lugar de Rumanía. Sin hacer el menor ruido salió de la alcoba, se vistió y cargado con un minúsculo neceser caoba salió del hotel en dirección a la arboleda cercana. Al llegar, se preparó para la ceremonia.

En primer lugar se desnudó completamente —para dejar de ser hombre y transformarse en un ente distinto unido por simbiosis a la madre tierra—.

Luego cubrió su cuerpo con pinturas rituales de vivos colores azules, blancos y lilas —para convertir su cuerpo en un espacio sagrado e imperturbable a todo lo que le rodea—. Sintiéndose en una armonía perfecta encendió un pequeño fuego y se dispuso a invocar a los dioses y a sus antepasados.

Inició sus plegarias cantando mientras danzaba alrededor de la hoguera y siguió con la invocación a la madre naturaleza mientras quemaba varias hojas secas y derramaba sobre ellas un poco de incienso. A continuación inició otra danza ritual de invocación a sus antepasados mientras ponía al fuego un pequeño cuenco con agua y algunas plantas sagradas. Finalmente se tumbó sobre el suelo e ingirió el brebaje caliente de un solo trago. Unos minutos más tarde, se levantó una densa niebla a su alrededor y empezó a sentir mucho frio. Jayden se incorporó, pero permaneció sentado junto al débil fuego. Escuchó el potente chillido de un águila y al mirar hacia arriba cielo la encontró imponente, surcando el cielo con su majestuosa cabeza blanca.

Luego oyó el bramido de un enorme bisonte que se acercaba desde el norte, al que seguían un coyote y una hiena y sobre los que revoloteaba un gran cuervo negro. Se sintió de repente muy cansado y tumbándose nuevamente en el húmedo suelo cerró los ojos. De inmediato comenzó a visualizar escenas de su vida pasada.

Su niñez en aquellas inmensas praderas de Wisconsin; reconociendo los cadáveres de sus padres en aquel lúgubre hospital de campaña de Arizona; las peleas con sus compañeros blancos en la casa de acogida de la Sra. Johnson; la visita sorpresa de su anciano abuelo contándole toda la verdad de la muerte de su familia y, finalmente, su escapada a las montañas para vivir juntos. La densa niebla le invadió la mente y cuando desapareció se encontró sobrevolando unas elevadas montañas. En la cima de una de ellas descubrió un rostro familiar — era Carla—. Vio que estaba sufriendo de frío y se acercó para hablar con ella pero al llegar ella sacó un gran bastón labrado e intentó hacerle caer. Jayden se elevó rápidamente empujado por una fuerte corriente de aire y se alejó lo más que pudo.

Continuó volando explorando las nevadas cumbres y sin poderlo evitar se internó en una densa nube que le impedía la visión. Ahora se había convertido en un imponente bisonte y pastaba alegremente en un extenso campo verde dentro la manada.

A lo lejos vislumbró un grupo de hombres a caballo que se dirigían hacia ellos. Toda la manada comenzó a huir hacia las montañas pero él no podía moverse. Bajó la cabeza y observó como tenía las patas atadas al suelo por una larga estola violeta y oro.

Cuando los vaqueros llegaron a su altura, uno de ellos desmontó de su cabalgadura y, cogiendo su enorme escopeta de caza, se puso frente a él mirándole fijamente. Alzó sus manos, hizo con ellas la señal de la cruz en su frente y alejándose unos pasos disparó su arma entre los ojos.

Jayden se despertó aterido de frio. Había amanecido ya y debía volver al hotel para que Carla no se preocupara. Se acercó al arroyo para quitarse los restos de pintura seca, se vistió, recogió el resto de sus pertenencias y esparció los restos de la hoguera por el camino. Al entrar en el hotel saludó a María que ya estaba preparando el desayuno para sus huéspedes y subió a la habitación. Afortunadamente para él, Carla todavía estaba durmiendo lo que aprovechó para dejar el neceser en su sitio y entró sigilosamente en el cuarto de baño para darse la ducha caliente que necesitaba.

Al salir ella había despertado y le miraba con ojos inquisitivos. Jayden le comentó que había tenido una pesadilla, que se había levantado y se había ido a pasear por la zona.

Una hora más tarde bajaron al salón y allí se encontraron con los otros huéspedes del hotel. María en su calidad de anfitriona hizo las presentaciones. Había una pareja rumana que habían estado visitando a sus familiares y que regresaban ese día a Bucarest, un par de ancianos franceses y un sacerdote negro norteamericano. Tras las presentaciones, les comentó que una hora después iniciarían todos la visita del cementerio alegre para evitar las hordas de turistas que vienen desde otros puntos de la región. Además, así, tras las explicaciones, tendrían tiempo de recorrerlo tranquilamente y hacerse todas las fotos que quisieran.

Al finalizar el opíparo desayuno, salieron conversando todos juntos al exterior y la pareja francesa decidió que aprovecharían para hacer un poco de senderismo por los alrededores antes de la visita.

— Así que es usted un sacerdote norteamericano, aunque su nombre le delata que es un inmigrante — dijo Jayden inquisitivamente—.

—Efectivamente, tiene razón. Soy natural de Namibia y huí hace unos años a Estados Unidos huyendo del régimen de Apartheid.

—¿Qué hace tan alejado de su tierra, padre?. —Me han enviado a Rumanía para unas convivencias espirituales y estando alojado en Bucarest me hablaron de este lugar y decidí que debía verlo con mis propios ojos. Imagino que ustedes también están aquí por turismo.

—No crea padre. Hemos venido fundamentalmente por eso pero también para localizar a un poeta famoso enterrado en este lugar —dijo alegremente Carla—. —Espero que lo encuentren. Y ustedes, ¿son pareja verdad? —añadió Erongo mostrando indiferencia—. —Sí, aunque no estamos casados padre —intervino Jayden—. Pero no nos lo tenga en cuenta.

Todos rieron de buena gana. Siguieron conversando un rato más hasta que María se aproximó al grupo y le dijo a Erongo que el párroco de la iglesia le estaba esperando. Cuando se alejaron, Jayden cogió del brazo a Carla con firmeza y la condujo hacia un lateral de la casa.

— Como se te ocurre decirle a un completo desconocido cual es el propósito de nuestra visita. —Lo siento, Jay. No te pongas así, al fin y al cabo se trata de un sacerdote.

—Eso es lo que te ha dicho. Las personas que nos persiguen no dudaron en matar a Agnes y no dudaran en matarnos a nosotros. No debemos confiarnos si queremos seguir con vida.

—Creo que exageras.

—¿Qué es lo que quieres Carla?. ¿Quieres morir? — dijo elevando el tono de voz—.

—No, claro que no ¿Por qué dices esa bobada?. —Ambos sabemos que no sería la primera vez intentas matarte.

—Eres un hijo de puta, Jay. ¿Qué te he hecho para que me trates así?.

—Bien lo sabes, no disimules Carla.

—No, no lo sé pero no quiero que nos enfademos. Si algo que he hecho te ha molestado te pido perdón. —Acordamos que te acompañaría para mantenerte a salvo y no puedo hacerlo si decides hablar con cualquiera sobre nuestras intenciones. Si quieres que te siga ayudando necesito saber que acatarás mis normas sin protestar, de lo contrario me iré hoy mismo a mi país.

—No, no quiero que te vayas.

—Está bien Carla. Como ya te dije hace un tiempo mi labor consiste en llevarte sana y salva con tu familia y eso es lo único que importa.

Al fondo del camino aparecieron los franceses con María que venían de pasear por el pueblo y juntos iniciaron la visita al cementerio. Todos disfrutaban de las explicaciones de su anfitriona mientras callejeaban buscando las lápidas más divertidas.

Tras una media hora más o menos María les indicó que regresaba al hotel y que disfrutaran de todo el tiempo que quisieran en aquel original sitio turístico realizando un montón de fotos. La pareja francesa se marchó hacia la pared izquierda para iniciar su recorrido y Jayden sugirió a Carla dividirse para tratar de encontrar la lápida que buscaban antes de que los autobuses de turistas lo inundaran todo. Como la iglesia se encontraba en el centro del recinto, acordaron que ella revisaría el lado izquierdo y él el derecho anotando los posibles emplazamientos. Tras una exhaustiva búsqueda de más de una hora, comenzaron a llegar los primeros autobuses repletos de pasajeros.

Ambos se reunieron en la parte de atrás de la iglesia para poner en común sus anotaciones. Él había terminado la inspección de su parte y había tres prometedores opciones. Carla había inspeccionado solo la mitad de la suya y no había encontrado ninguna lápida que se acercara remotamente a lo que buscaban. Decidieron que, con paciencia, recorrerían las que le faltaban a ella y luego se centrarían en las más significativas.

Habían terminado su recorrido cuando se les acercó Erongo acompañado del padre Costika. Tras las presentaciones, el sacerdote les invitó a admirar la coqueta iglesia del cementerio y entraron todos en ella. En verdad era preciosa con excelentes frescos que narraban la vida de Jesús y con magníficos iconos de plata y oro de la virgen María con el niño en brazos.

— Padre, cuénteles a mis amigos lo que me ha contado a mí sobre un familiar suyo que se encuentra enterrado aquí —dijo Erongo—.

—Claro que sí. Como ya le he dicho al padre mi bisabuelo está enterrado en el cementerio.

—¡¡Ahh¡¡, ya veo —dijo Jayden un poco molesto—. Bueno padre gracias por la visita a la iglesia pero vamos a aprovechar que hay todavía poca gente … —Espera un momento. Continúe por favor padre Costika —le interrumpió Erongo—.

—El padre me ha hablado de que están interesados en la tumba de un eminente poeta. Como ya le he dicho a él antes, la gente que está enterrada aquí son simples campesinos del pueblo y de los alrededores y no hay ningún poeta entre ellos. La única persona relacionada con la literatura y las humanidades es mi bisabuelo.

—Sentimos mucho haberle interrumpido —dijo Carla—. Continúe por favor.

—Era una persona extremadamente culta que viajó por toda Europa y por Norteamérica. Al regresar de un viaje notamos que su carácter había cambiado radicalmente. Se hizo más arisco y desconfiado y unos años más tarde reunió a la familia y les expresó sus últimas voluntades pues su muerte estaba cerca. Por supuesto, nadie le hizo el menor caso pero un día apareció su cuerpo flotando en el rio. En ese momento, abrimos una pequeña carta que había guardado en su escritorio y le enterramos tal y como él nos indicaba.

—Y, ¿dónde se encuentra exactamente? —preguntó ella con evidente excitación—.

—No hemos visto ninguna tumba que nos llamase la atención sobremanera —añadió Jayden—.

—Efectivamente, no la han visto porque él se encuentra enterrado dentro de la cripta de la iglesia. Les acompañaré a verla pues me ha dicho el padre Erongo que es muy importante para ustedes. —Así es, gracias. —Carla hizo un gesto al sacerdote de gratitud por aquel detalle—.

—Ahora bajaremos a la cripta. —el padre Costika abrió la cancela de la puerta de hierro y encendió una pequeña luz—. Tengan cuidado, las escaleras son muy estrechas y el techo está ciertamente muy bajo. —Estaremos bien, no se preocupe.

—Bueno aquí les presento a mi bisabuelo —añadió el sacerdote tras caminar unos metros—, el Profesor Gavril Eminescu.

—¿Eminescu?. Pero usted se apellida Costika —dijo Carla extrañada—.

—Permítame padre —terció Erongo—. Se trata de un antepasado de la familia de su madre. Al contraer nupcias con un barón la mujer adopta el apellido de la familia del hombre y por supuesto sus hijos. —Entiendo. Y dígame ¿qué tuvieron que hacer para cumplir con su última voluntad?.

—Nos pidió que lo enterráramos aquí, que lo vistiéramos de una determinada forma y que quería descansar junto a sus libros preferidos.

—La lápida es preciosa —intervino Jayden que llevaba absorto en ella unos minutos—.

—Sí, a eso iba ahora. Esa fue su más extraña petición. Debía construirse la lápida de acuerdo con un extremadamente detallado dibujo que había realizado y para su tallado en mármol estipuló un tercio de su herencia.

—Y veo que pudieron cumplir con el encargo. —No, nosotros no hicimos nada. Él lo había encargado antes de morir en una marmolería cercana a la actual Baia Mare y dos días después de su muerte aparecieron los artesanos con el encargo.

—Un poco extraño todo, ¿no?.

—Bueno, ahora que lo pienso creo que sí, pero en aquel momento pensamos que aquello nos facilitaba nuestra labor.

—¿Nos permite hacer una foto?.

—Por supuesto. Si quieren les puedo hacer una fotografía a los dos juntos.

—Buena idea.

Jayden aprovechó para hacer múltiples fotografías a la lápida que tanto le llamaba la atención y Carla decidió no preguntarle hasta que estuvieran solos.

Continuaron conversando sobre lo interesante de la vida de aquel ilustre fallecido mientras abandonaban la iglesia. Al salir Erongo les comentó de volver al hotel pero ellos declinaron la idea para seguir disfrutando de aquel sitio tan curioso.

Al quedarse solos, Carla preguntó a Jayden pero él la conminó a que guardara silencio mientras observaba disimuladamente a un grupo de cuatro hombres que paseaban alegremente entre las tumbas mientras leían los curiosos epitafios. Al cabo de unos interminables minutos, apareció el guía del grupo y todos subieron al autobús y se alejaron para alivio de ambos. Él sugirió regresar a la habitación del hotel para poder hablar tranquilos y así lo hicieron.

— ¿Qué pasa, Jay?. ¿Has descubierto algo?.

—Déjame que descargue todas las fotos. Creo que tenemos lo que hemos venido a buscar. Sí, estoy seguro mira.

Carla observó las fotografías ampliadas y supo que efectivamente habían encontrado la lápida correcta. Tenía un enorme retrato del fallecido en la parte de arriba rodeado de unas palabras en cirílico y en la parte inferior una frases en chino. Lo primero que hicieron fue traducir las letras cirílicas y encontraron un enigmático mensaje:

«Venturoso aquel que inició esta empresa James Lewis. He fracasado, lo reconozco, pero si ayudo a una única persona a tener esperanza no habré vivido en vano. La gratitud de muchos depende ahora de ti, humilde lector».

Después de anotar la frase en su agenda, estuvieron de acuerdo en intentar traducir las frases en chino:

«El hombre noble, cualesquiera que sean las

circunstancias en que se encuentre se adapta a

ellas con tal de mantenerse siempre en el centro.

En cuanto consigue una nueva virtud, se apega a

ella, la perfecciona en su interior y ya no la

abandona en toda su vida».

Nuevas frases enigmáticas. Desesperada Carla golpeó con rabia el aparador de la habitación haciendo caer un vaso de cristal que se hizo añicos contra el suelo de madera.

— Mierda de acertijos. Estoy harta Jay. Olvidemos todo y vayámonos a casa.

—Debes tener paciencia Carla. Debemos estar cerca de conseguirlo. Agnes te dijo que su marido había conseguido descifrar el segundo documento con estas pistas que ahora tenemos nosotros. Lo único que nos queda es saber cómo lo hizo.

—Pero, ¿de qué sirve eso si nos conduce a nuevos enigmas?.

—Te propongo que investiguemos un poco las frases que dejó escritas el hombre en su lápida. Si llegamos a otro callejón sin salida, abandonaremos la búsqueda para siempre como hizo tu tía-abuela.

—De acuerdo, Jay. Hagamos un último esfuerzo.

Intentaron averiguar el significado de la primera frase sin ningún tipo de resultado. Lo único que encontraron era que el apellido Lewis era muy común en Virginia. Parecía evidente que ese hombre había sido muy importante para el fallecido y de alguna manera estaba conectado con el tesoro oculto.

Pasaron a estudiar el párrafo de las letras chinas. Jayden por su experiencia supuso, con acierto, que se trataban de las enseñanzas de un maestro a sus alumnos y tras una exhaustiva y agotadora búsqueda descubrieron que se trataba de un párrafo del Segundo Libro Clásico escrito por Confucio en el que habla de las reglas de la conducta humana y la justicia de los gobiernos.

Los siguientes pasos que debían de dar estaban bastante claros. Tenían que hacerse con una edición del libro y viajar a Virginia para saber quién era James Lewis. Como siempre, no había tiempo que perder.

Contrataron un vuelo de Bucarest al aeropuerto de Arlintong en Washintong D.C. para el día siguiente. Jayden calculó la ruta para llegar desde el hotel hasta el aeropuerto internacional y sugirió a Carla descansar en el hotel y ponerse en marcha después de la cena y ella estuvo de acuerdo.

Bajaron al salón de la chimenea donde María tenía preparado un tentempié frio con variados fiambres, aceitunas, quesos y panes de varios tipos a los que acompañaba vino, cerveza y agua. Encantados, se sentaron al lado de la pareja francesa mientras comentaban lo espectacular de la visita del cementerio. Pasaron un buen rato riéndose con los curiosos epitafios que cada uno había encontrado y viendo las numerosas fotos realizadas por todos. Al poco apareció Erongo conversando con los nuevos huéspedes llegados esa mañana. Se incorporaron a la conversación e intercambiaron divertidas anécdotas de viajes mientras daban buena cuenta de todos los platos.

Terminaron la comida y cada uno regreso a sus habitaciones para descansar. Mientras Jayden optó por dormir un rato la siesta, Carla retomó la búsqueda en internet para intentar descifrar el por qué de las frases escritas en la lápida. No lograba entender como con aquellas enigmáticas palabras se había podido descifrar el mensaje cifrado. Tras una hora de intento el cansancio se apoderó de ella y decidió tumbarse también un rato. Vio a Jayden completamente dormido a su lado de la cama y comenzó a pensar en él y el cambio que había sufrido de un día para otro. Recordó su preciosa noche de pasión, en la que descubrió un hombre hasta entonces desconocido para ella. Lo alegre y despreocupado que estaba de camino a aquella ciudad en busca del cementerio y lo esquivo y malhumorado que se lo había encontrado esa mañana. En fin, pensó que, como le pasaba a ella, aquella búsqueda se estaba alargando en demasía y ambos comenzaban a estar un poco hartos de todo aquello. Pobrecito —pensó— y todo por mi culpa.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero Jayden se despertó muy descansado. De reojo vio a Carla durmiendo plácidamente al otro lado de la cama y se levantó con cuidado. Salió de la habitación para dar un paseo hasta el pueblo y al llegar al hall encontró a la dueña a la que le preguntó sobre donde poder comprar algún recuerdo en el pueblo. Había caminado apenas un kilometro cuando oyó una voz familiar que le llamaba.

— Jayden, Jayden, espéreme por favor —gritaba Erongo—.

—De acuerdo padre, no se apure. ¿A qué viene tanta urgencia?.

—No, no es ninguna urgencia. Veo que va hacia el pueblo usted solo y he decidido acompañarle, si usted me lo permite por supuesto.

—Faltaría más. Me vendrá muy bien su compañía —dijo él alegremente—.

—¿No ha querido venir Carla?.

—Está descansando pues ha pasado mala noche. Le dije que no se levantara esta mañana para visitar el cementerio y no me hizo caso pero ahora es mejor que no me acompañe. ¿Va a visitar a alguien en el pueblo padre?.

—No, no he quedado con nadie. He pensado acercarme para ver la iglesia y pasear un rato hasta la hora de la cena. ¿Y usted?.

—Más o menos igual. Aprovecharé también para comprar algunos regalos para la familia.

—¿Van a quedarse más días en la ciudad?. —No, nos vamos esta misma noche después de la cena. Queremos estar en Bucarest mañana por la mañana. ¿Y usted?

—Yo me quedaré un día más o dos, todavía no lo he decidido. Es un sitio maravilloso para descansar. —Es verdad, se respira una paz y una tranquilidad que dan ganas de quedarse aquí para siempre.

Repentinamente, Jayden tropezó con una piedra del camino, se trastabillo y cayó al suelo de manera un poco cómica. Erongo sonrió y se aproximó a él para ayudarle a levantarse y no lo vio venir.

Al notar el brazo que le agarraba el hombro para ayudarle a levantarse Jayden se giró repentinamente y le clavó el cuchillo de cocina —que había robado del salón del hotel— en la garganta del sorprendido sacerdote y sin tiempo de reaccionar volvió a apuñalarle en el corazón mientras le cogía entre sus brazos y le arrastraba fuera del camino hacia los matorrales. Satisfecho, observó en los ojos de su oponente cómo poco a poco se le escapaba la vida. De momento todo había salido a la perfección gracias a sus antepasados que le habían advertido de cómo el falso sacerdote los había localizado y quería acabar con su vida.

Al regresar esa mañana a la habitación había descubierto los sistemas de escucha y supo que era cierto. Mientras Carla se aseaba salió de la habitación y escondió un hatillo con varias prendas de ropa y una pala que cogió de la granja que había en la parte de atrás del hotel en un recodo del camino que conducía al pueblo.

Luego esperó pacientemente a que ella se durmiera y salió haciendo bastante ruido y conversando con la dueña del hotel para alertar al cura de que iba a pasear esperando que quisiera acompañarle. Por último tras ganarse su confianza ejecutó la maravillosa técnica que le había enseñado su abuelo y que nunca le había fallado. Pero ahora tenía que ejecutar la segunda parte del plan con similar precisión. Cavó un gran agujero y enterró el cadáver en él. Luego se cambió la ropa deportiva con la que había salido y se vistió con la que tenía escondida. Tras asegurarse que no había nadie en el camino regresó al hotel, colocó la pala que había limpiado cuidadosamente en su sitio y guardó el hatillo debidamente escondido en el maletero del coche.

A continuación entró sigilosamente en la habitación de él con la llave que había cogido de su bolsillo. Recogió cuidadosamente la habitación y todas sus pertenencias e igualmente las guardó en el coche. Quemaría todo aquello de camino al aeropuerto. Terminada toda la faena, subió exhausto a su habitación.

— ¿Dónde has estado, Jay? —inquirió Carla—. —Como estabas tan dormida he decidido visitar el pueblo.

—Vienes sudando. ¿Ha pasado algo?.

—No, no ha pasado nada. Simplemente es que he visto que era tarde y he venido corriendo para que si te despertabas no te preocuparas. Voy a ducharme, me cambio y si quieres hasta la hora de la cena te puedo enseñar el pueblo.

—Me parece una idea excelente. Te espero.

Visitaron la pequeña aldea y regresaron justo a tiempo para la cena. Mientras conversaban sobre el mejor trayecto para llegar a Bucarest, María se extrañó de la tardanza del Padre Erongo y Jayden explicó que se lo había encontrado en el pueblo por casualidad, que le habían llamado de su congregación por una urgencia y debía regresar lo antes posible. Al final, se despidieron en la estación de autobuses mientras él preguntaba en la taquilla los horarios.

Ante aquella revelación, todos estuvieron de acuerdo en comenzar la cena sin él y dieron buena cuenta del extraordinario menú de despedida que les preparó su anfitriona: ensalada de fiambres, el «tocatura» o estofado típico de cerdo al vino tinto, todo acompañado por el no menos tradicional «cozonac» —un pan dulce con nueces y pasas—, con varios quesos y aceitunas negras y verdes. Tras la opípara comida se despidieron de todos y pusieron rumbo a su nuevo destino, Virginia, previo paso claro por Bucarest.

39

— Es un farol, jajaja. Lo veo todo —chilló el teniente Jackson enseñando sus cartas—.

—Lo siento mi teniente, pero tres reyes no son suficientes. Escalera al as.

—Maldición. Bueno basta de jugar señores, vuelvan inmediatamente a sus puestos de combate.

—Pero acabamos de terminar la guardia de 17 horas. Denos un poco más de descanso —protestaron los demás soldados—.

—Que lo hubiera pensado mejor él.

—En pie soldados, ya habéis oído al teniente —boceó el sargento—. Coger las cosas y a vuestros puestos.

Todos «agradecieron» a Rogers el favor y cargando las bayonetas subieron a lo alto de la trinchera. En esos días su división tenía asignada dos semanas de combate ininterrumpido antes de disfrutar de un largo y merecido permiso.

Las unidades se distribuían en el frente de combate básicamente a lo largo de tres tipos de trincheras: una primera línea o «línea del frente» que era la más peligrosa pues durante todo el día era atacada, por la mañana por francotiradores y por la artillería y por la tarde-noche por el movimiento de las tropas enemigas, una segunda línea o «línea de apoyo» a varios metros de la anterior que servía de refugio a los soldados en caso de ataque y una tercera línea o «línea de reserva» que se nutría de aquellos que terminaban el turno en la primera y en la segunda línea. Hoy les tocaba estar en la línea del frente. Fue el último en llegar a su puesto y con enorme cuidado observó la devastada y negra llanura que se extendía hasta las líneas alemanas. Aquella maldita oscuridad lo inundaba todo y la visibilidad lunar era de apenas un metro. Aún con todo ello, los malditos alemanes se las arreglaban para lanzar escaramuzas nocturnas como habían podido comprobar en los primeros días de su estancia cuando varios de sus compañeros cayeron degollados por las bayonetas teutonas.

Con nostalgia recordó como sus amigos y él habían acudido al centro de reclutamiento en Estados Unidos para unirse a la AEF (Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses) envalentonados con el discurso de su Presidente y como, tras el preceptivo entrenamiento, habían partido del puerto de Nueva York con destino a Europa. Al llegar, en junio de 1917, les pusieron el sobrenombre de «Doughboys» y entraron en aquella maldita guerra de trincheras en Nancy. El éxito de aquellos primeros días de conflicto había consistido en sobrevivir a la masacre que tuvo lugar y que acabó con la vida de 6.000 compatriotas, entre ellos sus dos amigos. Los generales aliados recompusieron las líneas y le trasladaron junto con el resto de los supervivientes a la 1ª División de Infantería, al mando del Teniente Jackson. Ahora, un año después, estaban en otra maldita trinchera al noroeste de la ciudad de Verdún.

Un estridente sonido alteró sus pensamientos y como el resto de sus compañeros se agachó como un autómata en busca de su máscara antigás. Hacía un par de años que los alemanes habían empezado a utilizar el gas venenoso, primero el Cloro, en la segunda batalla de Ypres; luego el Fosgeno mucho más mortífero que el Cloro y mucho menos detectable; y ahora estaban usando gas Mostaza que aunque menos mortal era casi indetectable y permanecía durante mucho tiempo sobre la superficie del campo de batalla lo que aumentaba el nivel de bajas del enemigo exponencialmente.

Ya con ella puesta regresó a su posición y se preparó para el combate escudriñando la noche a través de las incómodas gafas protectoras. De repente vislumbró un par de soldados alemanes que reptando sigilosamente se acercaban a su posición con una pequeña bolsa repleta de explosivos. Sin dudar, hizo un gesto a su artillero y apuntando la Ametralladora Browning M16 descargaron dos ráfagas sobre ellos que acabaron con aquella ridícula incursión.

Por fortuna para ellos, no hubo más escaramuzas en aquel lugar y tras otras tres horas de vigilancia les llegó el relevo. Se retiraron detrás de las líneas a la plaza de armas y las entregaron en el arsenal de la compañía. Rogers entró en la tienda-barracón y se tumbó en un catre vacío para descansar como el resto de su pelotón.

— Bien hecho, Rogers. Bien hecho —le dijo el Sargento dándole una patada en el trasero—.

—Va, no es para tanto sargento.

—Sí, si era para tanto. En la mochila llevaban explosivo suficiente para volar toda la maldita trinchera. Además, los del puesto de observación «Bravo» descubrieron que detrás de ellos venía una compañía acorazada ligera para intentar aprovechar la brecha conseguida.

—Entonces, ¿qué hay de mi maldita medalla?. —No te preocupes, en la próxima incursión que hagamos irás en cabeza del pelotón y seguro que los alemanes estarán deseando ponerte una enorme medalla en el centro del pecho.

—No me joda Sargento.

—Descansa Rogers, es una orden. Nada de timbas ni de chanchullos en un par de horas.

Continuó su ronda dando ánimos a sus hombres y sobre todo preocupándose de los heridos. Era buena persona el Sargento —se dijo—. Acto seguido sacó su diario y comenzó a escribir los acontecimientos del día.

Casi había terminado sus anotaciones cuando aparecieron unos sanitarios que portaban una camilla con un soldado con la cabeza vendada y al que le faltaban parte de un brazo y las dos piernas.

— Tú, apártate de ese catre y deja sitio para los heridos —le espetó el teniente médico—.

—A sus órdenes mi teniente —él se incorporó de un salto y obedeció sumiso—.

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