Agnes

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Tras cuatro horas de infructuosa investigación, no había ni rastro del sujeto. Desesperado, salió a despejar la mente con un paseo por la orilla del mar. Pensó en buscar los movimientos de la tarjeta de crédito pero además de muy peligroso —el FBI investiga cualquier intromisión ilegal en los archivos bancarios— gastaría muchísimo tiempo dada la cantidad de entidades bancarias existentes y los pocos datos personales de los que disponía. Realmente, empezó a pensar que no podría cumplir con aquel encargo. A esas horas de la madrugada había pocos lugares donde sentarse a tomar algo.

Encontró una hamburguesería tipo años 60 con paredes rojas y blancas, suelo de cuadros y taburetes fijos de barra que recibía a sus clientes con el típico cartel de neón «Open 24 hours».

Al entrar, la oronda empleada le sirvió una taza de humeante café recién hecho y le recomendó la tarta de arándanos casera. Erongo agradeció con fingido entusiasmo la recomendación básicamente para que la simpática camarera le dejara a solas pues necesitaba pensar. Tras otra breve conversación, por fin pudo volver a pensar en Jayden. Repasó mentalmente los datos de que disponía. Según el guardia, había huido precipitadamente de un excelente trabajo supuestamente por que se le había rechazado un proyecto.

Era evidente que su huída estaba motivada porque pensaba que iba a ser descubierto. Sabía, por su experiencia, que las personas recurren a sus costosos servicios cuando el resto de las opciones han resultado infructuosas.

Por ello se le consideraba el mejor en su trabajo y cobraba como tal. La mejor forma de encontrarlo era pensar como haría él para huir de Boston sin dejar rastro. Su antiguo compañero de armas le había enseñado que para desaparecer sin dejar rastro tenía que abandonar lo más rápidamente posible la ciudad y, de ser posible, el país. Miró en su Tablet el plano de Massachusetts y enseguida encontró la que sin duda era la mejor ruta de escape para hacerlo «Canadá».

Y para llegar hasta allí debía haber alquilado un vehículo, seguramente en algún pequeño concesionario de la ciudad. Sonrió satisfecho y decidió que era hora de poner fin a la investigación y descansar un rato.

26

— Jayden, ¿qué te ha pasado? —exclamó aterrorizada Carla—.

—¿No hay nadie contigo, verdad?.

—No, estoy sola. ¿Por qué estás así?. Dime qué pasa. —Me han agredido cerca del Duomo —dijo Jayden después de una breve pausa en la que pensó en ello—. Dos sicarios me han secuestrado y me han llevado a una granja a las afueras de la ciudad.

—Pero, ¿Por qué?. ¿Qué querían?.

—No lo sé. Me habían desnudado para que no escapara, pero he podido aprovechar un descuido suyo para huir y no me ha dado tiempo a saber qué querían de mí.

—Dime la verdad, Jay. ¿Estás metido en algo sucio?. —¿Por qué me haces esa pregunta Carla?.

—Necesito saberlo. He estado pensando cómo una persona normal puede trazar tan metódicamente el plan de huída que usamos para escapar de Argentina o cómo tiene acceso a pasaportes falsos tan perfectos que engañan a todos los sistemas de control aeroportuarios. Y ahora dos sicarios te abordan, te machacan a golpes y te secuestran.

—Mírame a los ojos. Te juro por mi vida que no sé por qué esos sicarios me han apaleado.

—Y, ¿todo lo demás?.

—Estaba en Argentina haciéndole un favor a un amigo del ejercito con problemas. Creo que te he dejado claro que puedes confiar en mí y que nunca te pondría en peligro. Si supiera que esos sicarios me persiguen únicamente a mí huiría lo más lejos posible para no involucrarte.

—¿Si te persiguieran únicamente a ti?. ¿Qué quieres decir con eso Jay?.

—Creo que nos persiguen a ambos y tiene algo que ver con lo de Agnes.

—¿A qué te refieres? —añadió asustada Carla—. —Piensa un momento en todo lo que nos ha ocurrido. Tu tía-abuela desapareció en un viaje desde Sudamérica a Europa. Encontramos una pista oculta en un baldosín acerca de una misteriosa caja de seguridad en el Líbano y unos sicarios me asaltan aquí en Europa cuando hemos comprado dos billetes de avión para ir a buscar dicha caja.

—¿Dices que hay algo oculto en todo esto?.

—Creo que debemos olvidarnos de ella. Es mejor y menos peligroso para nosotros. Tu tendrías que comprar un billete de vuelta a Madrid y yo regresaré a Estados Unidos a continuar con mi proyecto medioambiental.

—Si estás seguro de eso, así lo haremos. He reservado para mañana una visita al refectorio de la ultima cena. Podemos ir juntos a ver esa maravilla y al día siguiente nos volvemos a casa.

—Estoy bastante cansado y dolorido ahora para pensar con claridad. Voy a quitarme este olor a granja, me curaré las heridas y descansaré un poco. Si te parece después pensaremos en todo ello.

—Por supuesto, lo siento, tienes que descansar. No te preocupes por mí. Me voy a entretener enviando mensajes a la familia con todas las fotografías que he hecho.

Carla se sentó un poco angustiada pues lo que había pensado Jayden tenía mucho sentido. Agnes estaba muerta sin duda, pero lo más inquietante era la falta del cadáver. Entre más pensaba en ella más dudas la asaltaban. Unas horas antes había llegado a la conclusión de que debía encontrar esa caja de seguridad para honrar a su tía-abuela pero ahora todo había cambiado. No podía continuar con aquella búsqueda si podía perder la vida o poner en peligro la de él. Era mejor para ambos olvidarse de todo aquello y regresar con la familia.

Continuó comunicándose con sus padres a través de mensajes de texto pues era lo más cómodo para ella. Tras un buen rato, Jayden salió del cuarto de baño. Se había aseado y se había cosido con hilo las heridas pero necesitaba gasas, vendas y analgésicos y Carla se ofreció a conseguirlos mientras él descansaba en la habitación. Él aceptó de mala gana no sin antes aleccionarla sobre como vigilar que nadie la siguiera y de cómo entrar al hotel sin ser vista. Siguiendo las indicaciones del botones del hotel encontró la farmacia y compró todo lo necesario. Carla caminaba eufórica pues era la primera vez que Jayden necesitaba de su cuidado, aunque se regaño mentalmente por portarse como una cría y ser tan egoísta.

Su amigo había recibido una brutal paliza por su culpa y ella estaba feliz con aquella desgracia. Entró en el hotel sin llamar la atención como la había indicado él y al llegar a la habitación oyó como roncaba profundamente. Pobrecito — pensó—, debe estar agotado y más por la paliza recibida pero tenía que despertarle para terminar de curarle las heridas y administrarle los analgésicos para el dolor. Carla lo encontró tumbado semidesnudo. Se había tendido sobre la cama con el albornoz de baño y con los movimientos involuntarios del sueño se había desanudado y apenas le tapaba el cuerpo.

Sin poderlo evitar se quedó mirándole de arriba a abajo. Tenía un precioso cuerpo musculoso y atlético de color cobrizo, signo inequívoco de haber pasado en su infancia muchas horas expuesto al sol. Además, le llamó la atención un precioso y enigmático tatuaje en la pantorrilla de la pierna izquierda, una pluma de ave que está enganchada a un alambre de espinos del que manaba unas gotas de sangre.

Al despertarle notó que tenía fiebre y que necesitaba con urgencia sus cuidados. Terminadas las curas, le ayudó a meterse dentro de la cama y notó que el cansancio y el Jet-Lag se apoderaban de ella por lo que decidió tumbarse también en la cama para descansar. Mientras conciliaba el sueño Carla no paraba de darle vueltas en la cabeza sobre si continuar o no con su búsqueda.

— Mañana lo decidiremos —se dijo—.

Jayden despertó molesto por el dolor y vio a Carla acurrucada sobre su cuerpo desnudo y como le rodeaba con su brazo derecho. Viéndola dormir le invadió una idílica sensación de paz y tranquilidad y pensó si esa era la razón por la que el Gran Espíritu se la había entregado. La acarició la cara con cuidado para intentar liberar el brazo aprisionado y lo consiguió cuando ella cambió de posición entre susurrosas protestas. Se levantó con enorme dificultad y antes de salir de la habitación no pudo evitar mirarla otra vez. Recordó en ese instante un viejo proverbio que había oído en el poblado cuando era joven: «Busca tu camino por tus propios medios y no permitas que nadie lo haga por ti. Es tu senda y solo tuya. Otros pueden caminar contigo pero nadie puede caminar tu senda por ti».

Ya en el salón de la suite inició su rutina matinal de ejercicios. Algunos de ellos le suponían un enorme tormento, dado los traumatismos que sufría, pero sabía que debía mantenerse disciplinado si quería seguir con vida. Tras las nuevas curas de las heridas se sirvió un café bien cargado y se sentó a pensar en el futuro inmediato. Sin embargo, no conseguía centrarse pues solo pensaba en Carla. Se dio cuenta que era absolutamente prioritario para él no exponerla a más peligros y mucho menos por sus problemas personales. No obstante, recordó que aquellos sicarios estaban muertos por lo que no tendrían problemas en permanecer un par de días más en la ciudad si ella quería hacer un poco de turismo. Decidió hablar con ella esa misma mañana y decidir juntos qué hacer.

— Buenos días, Jay. No te he oído levantarte. ¿Cómo te encuentras?.

—Estoy muy bien gracias a tus cuidados, por supuesto. ¿Has dormido bien?.

—A pierna suelta.

—Me alegro. ¿Quieres que pidamos el desayuno al servicio de habitaciones o salimos un poco a ver la ciudad juntos?.

—Si te parece bien me gustaría salir y sentarme en una terraza al aire libre para disfrutar del sol. —Estupendo, entonces arréglate y nos vamos.

Mientras Carla se aseaba, Jayden recogió la ropa de la granja y la metió en la bolsa de la lavandería. Luego guardó las gasas y los analgésicos en su botiquín y se vendó las heridas cuidadosamente. Cogió los restos de las curas de las heridas y las guardó en la pequeña bolsa de la farmacia pues quería deshacerse de todo aquello fuera del hotel. Por último, se guardó la pistola en la cintura y se tumbó a esperarla.

Una hora más tarde estaban los dos sentados en una terraza enfrente del Duomo desayunando, disfrutando de las vistas y manteniendo una cordial conversación respecto a lo bonita que era la fachada de la Iglesia.

Al terminar, ella tomo la palabra:

—Jay, he pensado un poco sobre nuestra conversación de ayer. He decidido que quiero encontrar la caja de seguridad pues creo que se lo debo a Agnes.

—¿Estás segura de eso?. Si estoy en lo cierto y hay malas personas interesadas en tu búsqueda tu vida correrá un serio peligro.

—Sabes que mi vida me importa una mierda. Lo único que le da sentido es Agnes y esta misteriosa búsqueda. Debo saber que le pasó a mi tía-abuela y creo que la mejor pista es encontrar la caja. —Entonces, decidido. Como teníamos planeado, nos vamos al Líbano mañana.

—No, Jay, no me has entendido. Esta es mi búsqueda —recalcó con rotundidad— y no puedo, ni quiero ponerte más en peligro. Tú tienes que volver a tu país y seguir con tu vida.

—¿Qué dices Carla?. Te hice una promesa en Argentina, ¿no la recuerdas?.

—Claro que la recuerdo y la has cumplido con creces. Ahora no quiero que te involucres más pues si te sucede algo malo por mi culpa no podría soportarlo. —¿Y quién vigilará que no te pase algo malo a ti?. Sabes que me necesitas para ayudarte a encontrarla y para protegerte pues en el fondo intuyes que soy algo más que un simple directivo de empresa. La única pregunta a la que debes responder es: ¿Te puedes fiar de mí?.

—Por supuesto que me fío de ti.

—Entonces no hay más que discutir. Acabaremos con esta aventura juntos, encontraremos la caja y después seguiremos con nuestras aburridas vidas. —Jayden la guiñó un ojo, sonriendo—.

Pasaron el día recorriendo la ciudad y cuyo punto culminante fue la visita privada a la ultima cena de Leonardo da Vinci. Él estuvo todo el tiempo en tensión vigilando sus espaldas pero por fortuna no había ni rastro de sus perseguidores.

Al terminar la visita había anochecido y Carla sugirió ir a un buen restaurante para despedirse de la ciudad con buen sabor de boca. Habían buscado en internet y encontraron uno excelente el «Único Restaurant» del cocinero galardonado con una estrella Michelin Fabio Baldassarre.

Localizado en el último piso del rascacielos WJC en la vía Achille Papa, habían reservado una mesa dentro de la cocina donde deleitarse con el fino trabajo de los chefs y degustaron una refinadamente dulce sopa de pescado con fresas, unos gnocchi de remolacha sobre mousse de queso ricota ahumado y una extraordinaria tarta de regaliz con helado de menta como postre. Al finalizar les invitaron a terminar la velada en una sala anexa donde se sentaron en un cómodo sofá de dos plazas para disfrutar de las esplendidas vistas de la ciudad mientras degustaban unos excelentes Gin tonic, cortesía de la casa. Brindaron juntos por la suerte de haberse conocido y por el futuro éxito de su búsqueda. Dieron por terminada la noche y decidieron volver al hotel pues a la mañana siguiente tenían que volar temprano.

Al salir del edificio había numerosos taxis esperando a los comensales. Al entrar en el vehículo Jayden miró furtivamente a través del retrovisor lateral y los vio. Mientras Carla practicaba su italiano con el conductor pensó rápidamente qué hacer.

Debía asegurarse que eran ellos y de ser así tenían que despistarlos pues solo así podrían descansar tranquilos esa noche y, sobre todo, ganar tiempo para coger su vuelo al día siguiente. La ventaja que tenían sobre ellos era el factor sorpresa pues los había descubierto y ellos no lo sabían.

— Cariño, —agarró por el brazo a Carla que le miró extrañada—, no quiero irme a dormir tan pronto. Llévenos a algún local para bailar hasta tarde. —¿Che cosa hai detto?.

—Alcuni locale di danza —tradujo Carla mirando inquisitivamente a Jayden—.

—Presto —dijo sonriendo el taxista mientras farfullaba algo más—.

—¿Qué pasa?.

—Nos están siguiendo creo. No podemos volver al hotel hasta que los despistemos. He pensado ir a un local muy concurrido y así escurrirnos de su vigilancia entre la multitud. En caso de separarnos quedamos en la puerta lateral izquierda del Duomo. Espérame una hora más o menos y si no llego vas al hotel a recoger tus cosas, luego al aeropuerto, coges el primer vuelo a España y te olvidas de todo el asunto.

Llegaron a una macro discoteca, bajaron del taxi y Jayden comprobó que su intuición era acertada pues les estaban siguiendo. Se acercaron a la puerta y, previo pago al portero, accedieron al local ante la protesta de las demás personas que pacientemente estaban esperando en la cola de entrada.

Se dirigieron a la pista de baile y comenzaron a bailar entre la multitud sin perder de vista la puerta de entrada. Diez minutos después, él la cogió de la mano, se acercaron a la barra y pidieron unas copas.

— ¿Todavía crees que nos siguen?.

—Estoy seguro Carla. seguramente, estarán esperándonos cuando salgamos.

—¿Y qué vamos a hacer?.

—Tú no te muevas de aquí. Voy a ver si encuentro otra salida por donde escabullirnos.

—Voy contigo, Jay. No quiero quedarme sola. —No te preocupes, no tardaré. Si pasa mucho tiempo y no he venido lígate a uno de esos chicos y que te lleve a tu hotel. Así no te pasará nada.

—De acuerdo, pero cuídate por favor.

Se acercó a los aseos y preguntó a un grupo de jóvenes si había otra salida del local. Los muchachos se burlaron de la pregunta del viejo y negaron con la cabeza haciendo ostentosos gestos de su estado mental desequilibrado. No obstante uno de ellos le sugirió salir por un pequeño ventanuco que había en la parte superior de los aseos, ocurrencia que todos rieron de buena gana.

Al salir los chavales, pensó que podía ser una buena idea pues lo único que necesitaba era que no entrara ningún miembro de seguridad de la discoteca a aliviarse. Se encaramó a lo alto de la mampara de separación de los urinarios y alcanzó la ventana abriéndola.

Se asomó y calculó que debía ser una caída de unos cuatro metros aproximadamente. No se lo pensó dos veces y se lanzó al vacío. Al caer, rodó sobre sus hombros, como había aprendido en el ejército, y permaneció agachado sobre sus rodillas unos instantes. No hubo ninguna reacción y observó que todo seguía en calma. Sigilosamente se acercó por detrás a la puerta principal y localizó el coche de sus perseguidores.

Eran dos individuos de aspecto similar a los que le habían secuestrado en el centro de Milán. Ahora todo sería distinto —se dijo—. Hecho una mirada a su alrededor y encontró lo que necesitaba.

Apoyado en una esquina había un par de muchachos que dormían, entre vómitos, la borrachera mientras sus amigos se divertían en el local.

Extrajo con cuidado los zapatos de uno de ellos y se los cambió por los suyos. Sin ser visto se acercó al coche de los sicarios, envolvió la pistola con su pañuelo de bolsillo, para evitar dejar huellas, y les disparó dos tiros a cada uno en la cabeza sin que, cogidos por sorpresa, pudieran intentar defenderse. Se deshizo del arma arrojándola lo más lejos que pudo. Volvió sobre sus pasos, cogió sus zapatos dejando el otro par al lado de los jóvenes, borró su rastro con la chaqueta del otro muchacho y se plantó nuevamente en la puerta de la discoteca.

Por fortuna para él, no había cola para entrar. Compró otra entrada, accedió al interior, dejó la chaqueta tirada en el suelo cerca de la consigna, y encontró a Carla.

— Menos mal que has vuelto. Estaba pensando que no te volvería a ver más. —y se abalanzó sobre él abrazándole—.

—Pero aquí estoy, como te dije. He salido saltando por la ventana y he visto que los hemos despistado. —Entonces, ¿qué hacemos ahora Jay?.

—Debemos irnos lo antes posible al hotel. Allí estaremos seguros. Si nos quedamos pueden volver a encontrarnos y correríamos peligro.

—De acuerdo.

Aprovecharon que en ese momento salía un numeroso grupo de personas y se mezclaron entre ellos.

Cogieron un taxi y sin más contratiempos llegaron a su habitación.

¡¡Al día siguiente volarían a Beirut¡¡.

27

Las luces se encendieron y un murmullo se extendió por toda la cabina de la clase turista del avión. Las azafatas empezaron a recorrer los pasillos para repartir el desayuno solicitando a los pasajeros que colocaran correctamente los asientos pues estaban llegando a Buenos Aires. Como únicamente iba a tomar un café, Erongo encendió su tablet y repasó los datos de los que disponía.

Había encontrado el concesionario donde Jayden había robado el vehículo y ese rastro le había llevado hasta el casco histórico de Montreal. Como había supuesto aquella era la mejor ruta de escape. Siguiendo su intuición preguntó en los hoteles cercanos enseñando su fotografía y contando una lacrimógena historia familiar. Así había descubierto su nombre completo —Jayden Shyann— y la empresa para la que ahora trabajaba —VESELGAG—. Y a través de la red había encontrado al sujeto dando una rueda de prensa con las autoridades chilenas.

Todo había resultado demasiado sencillo pero, para su desgracia, surgieron complicaciones posteriores. Tras una breve estancia en Ciudad del Este, perdió su pista. En el Casino-Hotel le confirmaron la peor de las noticias. Había abandonado la suite con todas sus pertenencias. Gracias a su indumentaria religiosa y a una triste historia de cómo les robó dinero a su congregación obtuvo la información que necesitaba y los movimientos de la tarjeta de crédito de la empresa le condujeron a la capital Argentina.

Tras aterrizar, se dirigió primero al Four Seasons. Los empleados del hotel se mostraron reacios a darle ningún tipo de información y a duras penas consiguió que comprobaran sus registros confirmando que se había alojado en el hotel unos meses antes. Tendría que investigar minuciosamente todos los pasos que había dado el sujeto en aquella ciudad para encontrar nuevas pistas de su paradero. Por tanto, necesitaba encontrar un alojamiento.

Preguntando al botones del hotel, éste le recomendó el Hotel Embajador a tres cuadras de allí pues era muy limpio, totalmente remodelado y a un precio muy razonable. Reservó una habitación simple por tres noches con desayuno incluido y conexión ilimitada a Internet por cable Ethernet de alta velocidad. Tras acomodar sus pertenencias, se conectó a la red y visualizó todos los movimientos de la tarjeta de Jayden. Inmediatamente le llamó la atención un cargo efectuado por el Hospital Braulio Aurelio Moyano.

Cogió un taxi y al llegar al centro médico se acercó al mostrador de admisiones.

— Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?.

—Buenos días. Necesitaba su ayuda para encontrar a una persona que sé que ha estado ingresada en este centro.

—Que bien habla usted mi idioma, padre. Lo siento pero está prohibido revelar datos de los pacientes. —Gracias hija, los años de estudio. Sé que lo tenéis prohibido pero lo estoy pidiendo como favor personal. He viajado desde Canadá hasta aquí. Mira, —y le enseño la fotografía—, su nombre es Jayden Shyann y debo encontrarle urgentemente.

—Ya le he dicho que no puedo hacer nada por usted. Le aconsejo que acuda a su embajada y pregunte allí. —Ya he estado allí y me han dado largas —mintió—. Necesito hablar con él pues ha habido una terrible desgracia.

—¿Qué pasó? —preguntó la enfermera con cierto interés—.

—Su mujer, sus hijos. —Erongo empezó a sollozar—. Una desgracia… sí, sí.. Todos muertos… un desafortunado accidente domestico.

—Pobrecillos. Y él, ¿no sabe nada de eso?.

—No, por eso tengo que localizarle. Está en viaje de negocios por Sudamérica. En su empresa me ofrecieron todo tipo de información para localizarle pero he ido a su hotel y ya no está alojado allí. He visto que pagó una estancia en este hospital hace unos meses y he pensado que le había pasado algo. Si pudieras comprobarlo te estaría muy agradecido. —De acuerdo, padre. Espere a ver que puedo averiguar. Siéntese en esa sala y en cuanto tenga algún dato se lo hare saber.

La enfermera comenzó a teclear en su ordenador y él se sentó obediente a esperar. No tardó mucho en hacerle una seña para que se acercara nuevamente al mostrador:

— No le he encontrado, padre. Jayden Shyann no ha entrado como paciente del hospital nunca.

—No puede ser, hija. Tengo un extracto de la tarjeta de crédito de la empresa que confirma que se ha hecho un cargo desde este hospital.

—Espere, Espere. Lo que le digo es que él no fue el paciente. La paciente que ingresó en el hospital fue una mujer llamada Carla Ríos. He enseñado la foto a algunos compañeros y le recordaban pues no se separó de su mujer durante todo el tiempo que estuvo ingresada.

—¿Su mujer? —dijo sorprendido Erongo—. ¿Están seguros de eso?.

—Me temo que sí padre. El hombre al que viene a buscar es un «Hijo de Puta».

—Aun así hija su familia me ha encargado encontrarle y darle la triste noticia. El juzgar, como bien sabes, es cosa únicamente de Dios.

—Pues no puedo decirle nada más, lo siento. Cuando la dieron el alta hospitalaria cogieron un carro privado en la puerta y se fueron.

—De todas formas, muchísimas gracias por la ayuda que me has prestado. Queda en paz, hija.

Otra pista más. Apuntó el nombre de la esposa y buscó su nombre en las principales redes sociales. Encontró que era una mujer española de 27 años que cursaba estudios de postgrado en la Universidad de Salamanca y que había volado a Buenos Aires desde Madrid.

Erongo se dio cuenta que aquella mujer era la mejor forma de encontrar al sujeto y accedió a las bases de datos de los principales organismos públicos de la ciudad. De todo lo que encontró le llamó la atención que estaba buscada por la policía judicial en relación a su intento de suicidio. Con evidente disgusto anotó aquella nueva pista. La intervención policial en el asunto complicaba al máximo su tarea.

Consultó los datos de la denuncia y encontró un nuevo hilo que seguir, pues los hechos se habían producido en el Hotel Patios de San Telmo.

No podía perder tiempo. Si la policía les perseguía seguro que habían huido de la ciudad o incluso del país y debía conocer por donde y, sobre todo, cuál era su destino final. Al llegar a la recepción del hotel preguntó por el director pues era absolutamente necesario hablar con él. —Buenos días, padre. Soy Roberto Hernández y me han dicho que quería hablar conmigo sobre un asunto urgente.

—Buenos días Roberto. Me llamo James Sanchez y acabo de llegar a la ciudad desde España. Me envían los padres de Carla Ríos para encontrar a su hija pues están muy preocupados. Hace bastante tiempo que no saben nada de ella y además la policía les llamó para contarles el intento de suicidio.

—¡Ahh¡, pobre mujer. Sí estuvo aquí alojada hace un tiempo pero ya creo que no la vamos a volver a ver, lo siento.

—¿A qué te refieres con lo de «creo que no la vais a ver»?.

—No quiero yo hablar de más, créame. Debo guardar la confidencialidad de los huéspedes.

—Lo entiendo Roberto. Se lo estoy pidiendo porque necesito llevarla sana y salva al seno de su cristiana familia, como Dios manda.

—Tal vez, tienes razón James. Pero … sí, es la mejor manera. —el director hablaba para sí mismo convenciéndose de cómo afrontar su dilema—. Acompáñeme a mi despacho para tener privacidad. —Explícame lo que te atormenta Roberto —dijo Erongo cuando el director cerró la puerta—. —He pensado que, como usted es un sacerdote, la mejor manera de que yo le cuente todo lo sucedido sin que suponga ningún problema para el hotel es que usted me escuche en confesión.

—De acuerdo Roberto, así lo haremos.

Resultó que el director era un pervertido. En cuanto Carla pasó la primera noche con la otra mujer, de nombre Sabrina, colocó mini-cámaras por toda la habitación para su deleite personal.

Tras unos tórridos días, las visitas comenzaron a ser más esporádicas y un día Carla desapareció. Roberto pensó que se habrían ido a vivir juntas pero quince días después volvió al hotel del

brazo de un hombre llamado Andrew Jones que le contó que había sufrido un ataque violento y había estado hospitalizada. Pero un par de días después, mientras la espiaba en el baño, observó que Carla se cortaba las venas en la bañera de la habitación.

Finalizada la «confesión individual», Erongo dudó qué hacer con aquel asqueroso individuo pero optó por mantener su tapadera y le dio la absolución. Como un último favor le pidió a Roberto que le entregara el pasaporte de Carla, aunque únicamente obtuvo una fotocopia pues el original se lo había llevado la Policía. Agradeció toda su ayuda con un fuerte apretón de manos y salió visiblemente satisfecho. Numerosas nuevas pistas se agolpaban en su mente y entró en un pequeño bar a tomar café, anotarlo todo en su agenda y centrar la búsqueda.

Comenzó la nueva indagación con el otro nombre del sujeto «Andrew Jones». Encontró que se habían sacado dos billetes de autobús a su nombre con destino a Bariloche y sonrió porque había conseguido averiguar la ruta de escape que habían utilizado. Habían cruzado la frontera y habían huido del país por el aeropuerto de Puerto Varas. Afortunadamente para él, aquél era un aeropuerto relativamente pequeño en el que operaban pocas compañías aéreas.

Comprobó su reloj y supo que debía cambiar de ubicación para continuar con la búsqueda. Recorrió dos manzanas más en dirección al obelisco y preguntó a una pareja que pasaba donde podía encontrar una biblioteca con WIFI en la zona.

Al acceder a ella, conectó nuevamente su portátil y, hackeando una a una las compañías aéreas en busca de su objetivo, intentó encontrarlos pero sin resultado. Erongo, sin embargo, no se desanimó. En relativo poco tiempo había encontrado el rastro de Jayden y descubierto que viajaba acompañado de su esposa Carla. Tendría que viajar a Puerto Varas para averiguar sus nuevas identidades. Finalmente, sacó la copia del pasaporte, que le había entregado Roberto, se acercó a la fotocopiadora e hizo una ampliación de la fotografía de Carla. Observó su resultado y emitió un ahogado grito de sorpresa. Rápidamente cogió la tablet, accedió al sitio seguro, tecleó su contraseña y abrió una de las carpetas con los encargos que todavía tenía pendientes de cumplir.

—Estaba en lo cierto, era la misma persona—.

28

— Hace un frio del diablo. —pensó Robert mientras limpiaba metódicamente los vasos de whisky llenos de polvo detrás de la barra de la cantina del «Washington» que regentaba en Lynchburg, Virginia—.

Aburrido, poco imaginaba que aquel mes de enero de 1820 sería el inicio de su terrible pesadilla. Al cabo de media hora entraron tres forasteros y le preguntaron si tenía habitación para ellos pues querían alojarse un par de noches. Tras dejar sus equipajes, Robert entabló una breve conversación con uno de ellos que se dijo llamar Thomas. Medía un metro ochenta aproximadamente, los ojos y el pelo negro, tenía la tez muy morena como si hubiera tomado mucho sol y era de complexión fuerte, pero honesto y educado.

Tras la breve estancia los compañeros de Thomas se fueron del pueblo pero él se quedó a pasar el invierno adquiriendo cierta notoriedad, sobre todo entre las damas. Inesperadamente una mañana a finales de marzo cogió su equipaje, pagó la cuenta y se fue por donde había venido. Ante aquella huída, los habitantes del pueblo preguntaban a Robert sobre su procedencia, la razón de la estancia en el pueblo y, sobre todo, a donde había ido. La respuesta siempre era la misma. Aquél forastero nunca se lo había dicho y Robert nunca se lo preguntó.

Dos años más tarde, Thomas volvió a aparecer en el pueblo para sorpresa de todos.

Y, al igual que la primera vez, llegó a primeros de Enero y se quedó en el pueblo hasta la primavera. Sin embargo, al abandonar el hotel y pagar la cuenta apareció con una caja de metal cerrada y se la entregó a Robert.

— Tengo que pedirte un favor.

—¿Qué quieres que haga por ti?.

—Me voy a marchar del pueblo otra vez. Sabes que te considero un buen amigo y necesito que me guardes esto hasta mi regreso.

—¿Qué contiene la caja?.

—Simplemente tiene importantes papeles de gran valor.

—¿Por qué quieres que sea yo quien la guarde?. No me conoces de nada. Si son de gran valor, ¿quién te asegura que no te los voy a robar?.

—He pasado mucho tiempo en el pueblo, hablando con sus habitantes y he llegado a la conclusión que eres una persona honesta y de fiar.

—¿Vas a tardar mucho en volver?.

—Robert debes guardar la caja en un lugar seguro que nadie más conozca. No sé cuanto voy a tardar en poder volver por aquí pues estoy en medio de en una empresa peligrosa. Pero tranquilo, nadie sabe que he venido y menos que tu posees la caja.

Y se marchó otra vez. Poco más tarde, en mayo, Robert recibió una carta remitida desde la ciudad de San Luis. En ella Thomas le agradecía su paciencia y le revelaba que los papeles de la caja eran de vital importancia para la fortuna suya y de muchos otros. Solo Thomas y él sabían de la existencia de la caja y no podía permitir bajo ningún concepto que cayera en malas manos pues sería una pérdida irreparable. Por último, le daba instrucciones a Robert de cómo abrirla en caso de que no tuviera noticias suyas en diez años, o de que nadie acudiera en su nombre a reclamarla. Para este último caso, además, estableció una extraña contraseña: el desconocido debía identificarse como «Frestón el Sabio».

Robert se obsesionó con aquella caja aunque resistió la tentación de abrirla. Transcurrió otro año desde la última noticia de Thomas y empezó a olvidarse de ella. Su negocio era cada vez más prospero, espoleado por el crecimiento del pueblo debido fundamentalmente al avance del ferrocarril. Sin embargo, un buen día recibió una nueva carta de Thomas. Le comunicaba que temía por su vida y que seguramente debería él abrir la caja. En ella encontraría otra carta con instrucciones para él y unos papeles ininteligibles que necesitaban de una clave para su correcto descifrado. La clave la había depositado en poder de otro amigo suyo de confianza de San Luis dentro de un sobre lacrado y sellado dirigido a Robert y con orden expresa de enviarla en junio de 1832.

—Entonces, solo queda esperar —musitó Robert—.

29

Carla ojeaba la revista de cortesía del avión. En ella había un reportaje sobre la transformación sufrida por la república libanesa desde su esplendor fenicio como potencia dominadora del mediterráneo, pasando por el crisol histórico de maravillosas comunidades cristianas y musulmanas, el esplendor adquirido entre el resto de los países árabes —lo que la convirtió en el centro financiero de Oriente Próximo— y como todo aquel poder se marchitó con la cruenta guerra civil que arrasó el país sumiéndolo en una inestabilidad constante de guerras y conflictos internos y externos que aún perduraba. El reportaje finalizaba afirmando que Beirut había empezado a recuperar su carácter vanguardista y multicultural. Aterrizó el vuelo con un par de horas de retraso debido a que un caza del ejército había tenido que realizar un aterrizaje de emergencia. Luego tuvieron que pasar un exhaustivo control aduanero de ingreso al país dada la nacionalidad americana de Jayden, su aspecto adusto y los hematomas que lucía en el rostro. Habían reservado una suite doble en el Hotel Staybridge que ofrecía traslado gratuito desde y hacia el aeropuerto. Al salir se encontraron con Wasin que estaba esperando a sus huéspedes con un cartel grande con sus nombres.

— Señor y Señora Andrade. Bienvenidos a Beirut. Permítanme su equipaje por favor y síganme hasta el coche.

—Gracias.

—¿Han tenido buen vuelo?.

—Bien, salvo por el retraso al aterrizar, fruto de una desagradable casualidad pues nos han dicho que ha sido por un avión militar que ha tenido problemas. —Ja, ja. Problemas no. Le han disparado un misil tierra-aire desde el sur de Beirut y casi le derriban. —No nos asustes Wasin.

—No se preocupen, ya se acostumbrarán. Si me permiten un consejo, para disfrutar mejor de sus vacaciones les aconsejo que contraten los servicios de alguien de la zona y ¿quién mejor que yo? —dijo sonriendo y les entregó una tarjeta con su nombre y su teléfono—. ¿Ven esos folletos?. Ahí tienen todos los posibles tours que organizamos con cada uno de los precios, pero si contratan dos o más les hago un descuento y si pagan en dólares otro gran descuento. —Gracias. Ahora vamos a descansar del vuelo y luego miraremos atentamente los tours turísticos. —No se fíen de los tours que ofrece el hotel. Son los mismos que hacemos nosotros y muchísimos más caros. Además Wasin es de confianza y les llevará a sitios bonitos pero que se salen fuera de los circuitos turísticos.

—Tranquilo —añadió Jayden para terminar aquella agobiante charla—. En cuanto nos decidamos te llamaremos seguro.

—¿Me da usted su palabra?.

—Por supuesto, la tienes.

Con toda la conversación habían llegado al centro histórico de Beirut y vieron horrorizados el caos que reinaba en él. Wasin les indicó que era día de mercado y que tardarían un rato en salir de todo aquel embotellamiento. Carla y Jayden miraban en silencio y absortos a través de las oscurecidas ventanillas.

Mujeres que transportaban en su cabeza grandes fardos de un lado para otro. Grupos de hombres sentados en el sucio suelo que discutían amigablemente mientras degustaban un té caliente que habían comprado al vendedor ambulante. Más adelante se divisaban ya los puestos del mercado y su marea de gente. Carla, con su mentalidad europea, se escandalizaba observando la poca higiene que la rodeaba y lo poco que les importaba a los compradores. No obstante, ambos coincidían en lo mágico que resultaba ver como la vida fluía a su alrededor. Al final consiguieron llegar al Hotel sin mucha demora gracias a la pericia al volante de su conductor y de un uso exagerado del claxon. Al despedirse le recordó a Jayden la promesa que le había hecho y se marchó a toda velocidad esquivando a los otros coches y a los peatones que circulaban por la calle. El hotel era un oasis de tranquilidad. Se encontraba cerca del distrito financiero y de la universidad y a una pequeña distancia del zoco de Beirut, como habían podido comprobar, y del paseo marítimo de Corniche.

Les correspondió una suite con dos dormitorios y vistas al mar de tamaño gigantesco. Al marcharse el botones que les había subido el equipaje, colocaron sus cosas en sus respectivos vestidores y se acomodaron en el salón. Mientras Carla salía al balcón a disfrutar de las maravillosas vistas Jayden descorchó el champán de bienvenida que había sobre la mesa y sirvió una par de copas.

— Por el éxito de nuestra búsqueda —dijo alzando la copa—.

—Porque no nos ocurra nada malo —añadió ella—. —He pensado Carla que podemos quedar alojados en este hotel y desde aquí ir en coche una mañana al Banco de Biblos.

—Me parece buena idea. Pero ¿Cómo vamos a saber en qué banco está la caja de seguridad?.

—Ni idea. La única manera que se me ocurre es acercarnos al distrito financiero, que está aquí al lado, y averiguar cuáles son los bancos que operaban en esa ciudad y dan la posibilidad a sus clientes de alquilarla durante largos periodos de tiempo.

—Excelente. Estoy muy contenta de que decidieras acompañarme. Vámonos.

—No tan deprisa Carla. Hoy es viernes y es el día de oración solemne del Islam. Tenemos que esperar a mañana porque las oficinas están ya cerradas. —Entonces ¿Qué vamos a hacer hoy?.

—Yo me voy a tumbar en la cama un rato a descansar para recuperarme mejor. Tu puedes quedarte en la habitación o puedes acercarte al zoco para hacer un poco de turismo.

—Pero ¿es seguro pasear sola por la ciudad?. —Cualquier país árabe es muy seguro para el turista. No obstante, ten cuidado en el zoco pues, como en cualquier país, alguno puede aprovechar las aglomeraciones para robarte al descuido.

—No sé si me apetece ir y dejarte aquí solo. —Por mí no lo hagas, Carla. Además, el Líbano es famoso por sus joyas de oro o plata de una excepcional calidad y a buen precio y por sus meticulosos trabajos de ebanistería. Y si no te apetece ir al zoco también puedes acercarte a la Calle Hamra donde existen numerosas tiendas de moda y zapatos de las grandes firmas mundiales.

—¿Quieres que te traiga algo cuando vuelva?. —No, no hace falta.

—Entonces luego nos vemos, Jay.

Carla salió de la suite. No tenía muchas ganas de visitar sola la ciudad pues todavía tenía miedo por los últimos acontecimientos vividos pero sabía que él demandaba un espacio de intimidad y ella había aprendido a respetarlo. Bajó al vestíbulo, solicitó un plano del centro de la ciudad y preguntó cómo llegar al zoco y a la calle de las tiendas. El recepcionista, además, la aconsejó usar dólares al hacer sus compras pues la mayoría de las tiendas no admitían tarjetas de crédito y, además, obtendría suculentos descuentos pagando en efectivo. Decidió sacar dinero de los cajeros automáticos del hotel y luego se acercó al bar para tomar algo antes de salir.

Mientras tanto, Jayden aprovechó la ausencia de Carla para conectarse a la red y consultar las notas de su investigación. Debía centrarse en ocultarse de sus perseguidores hasta conseguir completar su misión con éxito para luego desaparecer sin dejar rastro. Además, sus problemas ponían en peligro a Carla y no podía permitir que eso ocurriera. Al volver a pensar en ella le invadió nuevamente aquella extraña sensación mezcla de inseguridad, miedo y euforia.

Desde que consiguieron huir de Argentina notaba que se había convertido en una persona más emocional y menos racional y la razón era evidente. Estaba completamente enamorado de ella.

— No mires a las nubes mientras trabajas —le había dicho una vez su abuelo—.

—Pero abuelo, seguro que el Gran Espíritu ha creado aquella belleza para ser admirada. Merece la pena hacer un alto en el trabajo y disfrutarla.

—Jay, la naturaleza no es para nuestro disfrute sino que forma parte de nosotros. El Gran Espíritu la ha puesto ahí para que los corazones débiles se desvíen de su búsqueda. Al llegarnos el final volveremos a la naturaleza y seremos parte de esa belleza.

Él tenía razón como siempre. Lo prioritario era completar la misión que iniciaron juntos y no sus sentimientos por ella.

— Tranquilo Abuelo no te defraudaré, te lo prometo — murmuró mientras su agotado cuerpo demandaba un sueño reparador—.

Mientras tanto, y para su sorpresa, Carla disfrutó de aquella maravillosa ciudad y se la pasó el tiempo volando. Recordó cuánta razón tenían sus compañeros de facultad cuando la insistían en lo maravilloso de viajar a los países árabes para disfrutar de su ancestral cultura, la cercanía de sus gentes y de su honesta hospitalidad.

Además, una vez que se acostumbró al gentío, descubrió las bondades del zoco y compró un montón de recuerdos para toda la familia. Cargada de bolsas entró en la habitación y encontró a Jayden durmiendo.

Tras guardar en la caja fuerte todos los regalos decidió despertarle para ir a cenar juntos. Se había acostumbrado a su compañía y a su protección y se le hacía raro no tenerle a su lado. Entró en su habitación con sigilo y cogiéndole del brazo le movió de un lado a otro.

— Jay, despierta. Es de noche y creo que debes despertarte.

—¿He dormido mucho?.

—Bastante. Ahora necesitas recuperar fuerzas y he pensado ir a cenar a un restaurante que está aquí al lado y me han dicho que sirven una riquísima comida tradicional árabe con una preciosa música en directo. —Uhmm. De acuerdo, espera que me arregle y nos vamos. ¿Qué tal el paseo?. ¿Has ido al zoco?. —Me encanta este país, Jay. Tenías razón, he tenido siempre sensación de seguridad y he comprado un montón de recuerdos de plata para la familia. Solo unos chicos me han tocado disimuladamente el culo un par de veces aprovechando un tumulto de gente y cuando me he dado cuenta han salido corriendo riéndose mientras un par de ancianos los intentaban golpear en la cabeza y me pedían perdón por ello. —Ya te lo dije. Bueno dame un par de minutos y salimos. Además veo que hace una espléndida noche y seguro que la gente ha salido a la calle a celebrar el día festivo.

Llegaron al restaurante que la habían recomendado. Se trataba de un moderno establecimiento donde se servía un menú degustación de los platos más típico de la rica gastronomía libanesa. Empezaron con los «mezza», el «mankouse», un «tabboulé» con hortalizas y taquitos de pollo aderezados con cilantro y hierbabuena. Luego una «terrine de canard» acompañado de una exquisita crema de berenjenas llamada «Baba Ganoush» que maridaba a la perfección. Por último, degustaron el plato nacional del país, el «Kibbeh», una mezcla de carne de cordero y un cereal llamado «bugul» debidamente machacado, muy especiada y hechos albóndiga. A esta suculenta comida la acompañaban de vinos del país, fundamentalmente del valle de Bekaa y que sorprendieron el exigente paladar de Jayden. Finalmente, degustaron el café libanes muy parecido al café turco acompañados de frutos secos tostados.

Al finalizar la esplendida comida el camarero les sugirió salir a la terraza y los acomodó en unos butacones comodísimos con vistas al mar mientras preparaba un narguile de tabaco de manzana y les enseñaba a usar la pipa de agua. Entre risas pasaron un par de horas de animada conversación hasta que Carla sugirió volver al hotel para descansar.

Al día siguiente se acercaron al distrito financiero. Pasaron gran parte de la mañana preguntando en varios sitios pero al final obtuvieron la información que necesitaban. Solo había dos entidades bancarias que se ajustaran al perfil que buscaban: el Credit Libanais y el Byblos Bank. Se acercaron a las oficinas centrales del Credit Libanais y un amable empleado les indicó que sus cajas de seguridad no estaban codificadas por numeración sino que a los propietarios se les entregaba una llave magnética y para acceder al recinto necesitaban identificarse para que el empleado les franqueara el acceso.

Al salir del edificio lo descartaron, con evidente resignación. Como no encontraban el Banco Byblos, Carla preguntó a un vigilante de seguridad de un edificio de oficinas y éste les confirmó, tras consultar brevemente un plano, que no existía esa empresa en aquel distrito financiero.

Jayden decidió aprovechar la amabilidad del empleado y preguntó si les podía dar la dirección del Banco pues era un asunto de mucha importancia para ellos. El empleado entró en el edificio, consultó su ordenador y al poco tiempo salió con una dirección apuntada en un papel. Se la entregó a Carla y les dijo que era un Banco pequeño, que no tenía sucursales en Beirut, y que básicamente operaba en la ciudad de Byblos y sus alrededores. Como el sol empezaba a calentar, decidieron volver al hotel para tomar algo, descansar un poco y decidir cómo iban a viajar a Byblos.

— ¿Cómo vamos a ir a esa ciudad? —dijo Carla tras el suculento refrigerio—.

—He estado pensando y creo que la mejor opción es llamar a Wasin para que nos lleve en su coche. Además nos interesa que nos acompañe un habitante local por si necesitamos su ayuda.

—Me parece bien. ¿Cuándo vamos a ir?.

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