Agnes

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Eran las tres o las cuatro cuando abandoné la fiesta entre los últimos que se marchaban. Louise insistió en llevarme a casa.

—A estas horas tardas una eternidad en encontrar un taxi —dijo.

El trayecto hasta el centro no era largo. Detuvo el coche en la Beaubien Street, una pequeña calle de sentido único justo detrás del Doral Plaza.

—No suelo besar a mis hombres en la Michigan Avenue —dijo.

—Agnes ha vuelto.

—Se te ocurre un poco tarde.

—Tú no me quieres.

—Y ella ya no se acuesta contigo —dijo Louise inclinándose sobre la palanca del cambio automático y besándome en la boca.

—Está enferma —dije—, pero se repondrá. Hubo algo entre nosotros, algo importante. Y no se ha perdido.

—Los hombres sois unos idiotas —dijo Louise—, sólo podéis amar si os rechazan. Os gustan las palabras grandilocuentes, siempre usáis esas palabras grandilocuentes. Entre nosotros también hubo algo esta noche y fue bonito. Y mañana por la noche podría volver a suceder y luego repetirse unas cuantas noches más. Y a partir de ahí podría salir algo más si estuvieras abierto. Pero tú, desde un principio, no lo estabas. Me encasillaste de entrada.

—En el archivo dijiste que no me querías.

—Allí lo dije pero esta noche no lo he dicho.

—Tengo que irme.

—No tienes por qué. No tengo prisa.

—Louise, yo no sería un buen marido.

—A ti lo que te pasa es que estás borracho.

—Pues sí. Y tengo que irme. Muchas gracias por la fiesta. Te llamo.

—Deséale feliz año a tu Cenicienta —dijo Louise con amargura, y cuando ya subía las escaleras de la entrada posterior exclamó a mis espaldas:

—Y tráeme uno de sus zapatos, si te acuerdas. A lo mejor calzamos el mismo número.

No conseguía abrir la puerta del apartamento. La llave entraba en la cerradura pero no podía girarla. Lo intenté durante un buen rato. Ya no estaba borracho pero era como si no pensara con la cabeza, como si mis pensamientos flotaran en alguna parte por encima de mí. Probé todas las llaves de mi llavero, incluso la de mi piso en Suiza y la de la maleta, que siempre llevo conmigo. Tenía que ganar tiempo. Luego pensé que Agnes había cambiado la cerradura mientras yo estaba fuera o que algún borracho imbécil había metido algo en el agujero. O que Agnes había dejado la llave puesta por dentro, adrede o por despiste. Toqué el timbre. Pasaron unos minutos y volví a llamar una segunda y una tercera vez. Por fin la puerta se abrió una rendija, hasta donde la cadena de seguridad lo permitía. Un japonés en albornoz blanco me miró despavorido. Enseguida me di cuenta de mi error.

—Creo que me he equivocado de planta —dije—, lo lamento profundamente.

El japonés asintió con la cabeza sin mover un músculo de la cara y cerró la puerta sin decir palabra.

Me hallaba una planta más abajo. Subí por las escaleras. Estaban iluminadas día y noche para casos de emergencia. Me senté en un peldaño. En el hueco del ascensor oí pasar el camarín, y me pregunté a quién catapultaría a las alturas o al abismo a tan pocos metros de mí. En el año que llevaba viviendo en el Doral Plaza no había conocido a nadie salvo al dependiente de la tienda de abajo. Y de él tampoco sabía nada, excepto que siempre parecía estar ahí y que era aficionado a los chistes verdes y a las escabrosidades. Me trataba como si compartiéramos un secreto, como si fuéramos viejos amigos, me guiñaba un ojo y me echaba indirectas que yo no comprendía. Pero en realidad me resultaba tan extraño como la gente que veía de tarde en tarde en el vestíbulo y de la que ni siquiera sabía si eran vecinos del edificio o sólo estaban de visita. Al fin se hizo el silencio, el ascensor había dejado de moverse, y yo me levanté y seguí subiendo.

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