Agnes

Agnes


14

Página 16 de 40

1

4

Ahora, todas las mañanas, Agnes tomaba el tren elevado para ir a la Universidad. Yo, por mi parte, no me levantaba hasta que se había marchado, acudía a mi café habitual para leer el periódico y regresaba al apartamento poco antes del mediodía. Agnes comía en la Universidad. Por la tarde, yo escribía o iba a la biblioteca para hacer mis investigaciones.

Nuestra vida discurría sosegadamente, los días se asemejaban unos a otros, y estábamos contentos de nuestra existencia. Nos habíamos acostumbrado rápidamente el uno al otro. Yo me ocupaba de la mayor parte del trabajo doméstico, cocinaba para Agnes y le lavaba sus cosas. Durante un tiempo la escritura pasó a un segundo plano. Sin demasiado entusiasmo seguía buscando material para mi libro de ferrocarriles. Cuando volvió a llamarme mi editor le pedí que me prolongara el plazo de entrega del manuscrito. Al principio protestó diciendo que eso trastocaría todo el programa de otoño. Pero le dije que hacía años que no me tomaba unas vacaciones de verdad y que necesitaba un descanso para que saliera un libro realmente bueno. Al final aceptó la propuesta admitiendo incluso que en el fondo le venía bien, pues los libros de ferrocarriles se vendían mejor en primavera que en otoño.

Tampoco seguí escribiendo asiduamente la historia de Agnes. A veces aún jugábamos al juego de aquella noche. Entonces redactaba un par de escenas en el ordenador y le decía a Agnes lo que tenía que hacer, mientras yo interpretaba mi papel. Llevábamos el mismo atuendo que en la historia, y, al igual que mis personajes, hacíamos excursiones al zoológico o íbamos a museos. Pero ninguno de los dos éramos buenos actores, y nuestra vida acompasada no se prestaba para ser descrita.

—Tiene que pasar algo que haga la historia más interesante —le dije por fin a Agnes.

—¿No eres feliz con lo que tenemos?

—Sí que lo soy —dije—, pero la felicidad no da para buenas historias. La felicidad no se puede describir. Es como la niebla, el humo, transparente y volátil. ¿Has visto alguna vez a un pintor que haya sabido pintar el humo?

Fuimos al Art Institute of Chicago en busca de un cuadro de la niebla o el humo, o una estampa con personas felices. Ante

Un Dimanche d’été à l’Île de la Grande Jatte de Seurat nos detuvimos largamente. El autor no había pintado personas felices, pero el cuadro irradiaba una paz que se aproximaba mucho a lo que buscábamos. Representa la orilla de un río en una tarde de domingo. Se ven paseantes, y aquí y allá, entre los árboles de un prado, personas descansando.

Cuando nos acercamos, el cuadro se disolvió en un mar de minúsculos puntos. Se difuminaron los contornos, y los planos se confundieron. Los colores no estaban mezclados sino yuxtapuestos como en un gobelino. No había tonos blancos ni negros puros. Cada plano reunía todos los colores, que sólo a cierta distancia producían el efecto de un todo.

—Ésta eres tú —dije apuntando a una joven muchacha sentada sobre la hierba, en segundo plano, con un ramo de flores en las manos. Estaba erguida pero inclinaba la cabeza para contemplar las flores. A su lado había un sombrero y una sombrilla, que la muchacha no necesitaba porque no le daba el sol.

—No —dijo Agnes—, yo soy la niña del vestido blanco. Y tú eres el mono.

—Yo soy el de la trompeta —dije—, pero nadie me escucha.

—Todos te oyen —dijo Agnes—. No pueden taparse los oídos.

Fuimos a un local donde, según sus dueños, servían el mejor

cheesecake de Chicago, pero el pastel no fue del agrado de Agnes. Dijo que me prepararía uno mejor, con pasas.

—La felicidad se pinta con puntos, la desdicha, con rayas —dijo—. Si quieres describir nuestra felicidad tienes que hacer infinidad de minúsculos puntos, como Seurat. Y que de felicidad se trataba, sólo se apreciará desde la distancia.

Ir a la siguiente página

Report Page