Aftermath

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Parte Tres » Capítulo 28

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CAPÍTULO VEINTIOCHO

Adea se apresura por el largo corredor, sus pies van haciendo eco contra el suelo de baldosa. Ella mira fijamente la pantalla que lleva en la mano, sacando mapas del palacio del sátrapa, para tratar de averiguar a dónde pudo haber ido el prisionero. Enfrente, un cuarteto de soldados de asalto la interceptan, y luego siguen su camino por un corredor perpendicular. Hacia un lado, unas cuantas niñas sirvientes se esconden en un nicho, observando, esperando, asustadas.

En el silencio, si Adea pone atención, puede escuchar el sonido de la multitud de afuera. Un ajetreo sordo, como cuando la sangre sube a los oídos. Se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que alguien traspase los muros. Tal vez inclusive trepando por la torre rota, la que fue destruida por la torreta láser.

No hay tiempo para preocuparse por eso.

«Concéntrate en el problema actual», piensa ella.

Los mapas del palacio flotan en el aire frente a ella, en una pequeña imagen holográfica. Abre los dedos y el mapa se amplía, y toca un área para enfocar. El piloto prisionero debió haber dejado el cuarto y…, ¿luego qué? No hay red de conductos. Todo está abierto y a la vista. Corredores y escaleras grandes. El problema no es que todo esté abierto, el problema es que el palacio es demasiado grande. Le tomaría a ella un día entero solo caminar cada centímetro del lugar…, arriba, abajo, todas sus partes. Podría estar escondido en cualquier lugar.

¿Y qué tal si…? Ve el fragmento de un pasaje detrás de los muros. Titilando. Un pasaje secreto. O el inicio de uno.

Adea se da cuenta: están trabajando con un mapa incompleto. El sátrapa les ha provisto de un mapa que no muestra los pasajes clandestinos…

Hay un movimiento a su derecha.

Alguien corre rápido, la toma del hombro, la gira…

Ella grita cuando le arrebatan el bláster pequeño que guardaba en la funda, justo en la base de su columna.

El prisionero está de pie a solo un metro, con la pistola de ella en su mano. El capitán Wedge Antilles. Sus cabellos en desorden. La mirada desenfocada. Su palidez es de color ceniza; bañado en sudor grasiento y resbaloso.

—Esa holopantalla —dice él—. La necesito.

—No —dice ella. Levanta el mentón en un intento de parecer fuerte.

—¿Ves el bláster? Necesito esa pantalla. Y necesito que abras los canales de comunicación. Tú puedes hacer eso, ¿o no?

Su boca forma una línea plana, determinada.

—No.

—Estás mintiendo.

—¿Qué si lo estoy haciendo?

Él se ríe. Exasperado. Cansado. Está adolorido. Dice:

—Quiero que pienses muy bien esto. ¿Todo esto? ¿El Imperio? Se acabó. Este es el fin. Pero si tú me ayudas, yo no lo olvidaré. Nadie aquí tiene que saberlo. Di que te subyugué. No tienes pinta de soldado. O de un oficial. Toma la decisión inteligente. Ayúdame. Dame esa pantalla.

Vacilante, ella asiente con la cabeza.

Sollozando, se inclina hacia adelante y comienza a darle la pantalla.

Él estira los brazos.

Adea hace una mueca desdeñosa y gira la pantalla hacia él, deslizando el pulgar a lo largo del costado para incrementar al máximo el brillo y deslumbrar sus ojos. Él se los cubre, gritando…

Adea no huye. Ella piensa: «Este es mi momento. Lo capturo. Me gano el favor de Sloane y los demás. Corrijo su error. Yo soy la heroína».

Ella se le lanza y le da un rodillazo en el estómago. Las manos de ella arremeten, le agarra la muñeca y la tuerce; ella sabe de autodefensa porque entrenó el arte marcial imperial: una combinación de Zavata, echani y los tradicionales ECI (Ejercicios de Combate Imperial), el mismo entrenamiento que recibe todo soldado de asalto y oficial. El bláster se cae de la mano del piloto.

Pero Wedge es veloz. Aun en su estado. Su otra mano se lanza, atrapa el bláster. Ella impulsa la cabeza hacia el frente, golpeándolo justo en la nariz con la parte plana de su cráneo…

¡Cronch!

Él grita.

El bláster se dispara.

Y el dolor le recorre el cuerpo. Adea se tambalea hacia atrás. En su pierna izquierda, un agujero del bláster humea. De la herida salen volutas de humo que suben en espiral. Su pierna entera se adormece y ella cae al piso.

El rebelde dice:

—Lo siento. En serio lo siento.

Luego recoje la holopantalla y se va cojeando.

Adea llora pidiendo ayuda, gritando que el intruso está ahí. Y luego, ella solo se desploma y llora porque ha fallado. Su oportunidad de hacer lo correcto por el Imperio ha salido muy mal.

Jas está parada en la puerta de la tienda de Temmin. El viaje hasta aquí no ha sido fácil, aunque debió haberlo sido. Los akivanos no dejan de pasar. Algunos de ellos llevan letreros. En el camino hacia ahí, vio una efigie del sátrapa. Ahí afuera, en este momento: un espantapájaros burdo que se parece al oscuro ejecutor imperial Darth Vader. Alguien le prende fuego. Humo negro sale de la parte de abajo; el fuego consume al espantapájaros Lord Sith.

La ciudad es un barril de cordyleo a punto de hacer ¡bum!

Ella no hizo que esto sucediera, pero ella y los demás definitivamente colocaron la mecha y repartieron cerillos.

Parte de ella está orgullosa: esto es trabajar a un nivel mucho más alto. Esto es Jas blandiendo a la población entera de una ciudad como un arma en contra de su blanco. Está acostumbrada a manipular a la gente, ¿pero esto? Esto está magnificado. Esto es algo sublime. Por otra parte, ella está acostumbrada a trabajar sola. La tía Sugi siempre tuvo un equipo, sin mencionar una debilidad por los oprimidos. Agricultores, esclavos y tontos.

Jas siempre entendió eso como una debilidad. Tal vez no lo era.

Voltea hacia atrás. Dentro de la tienda, Norra y Sinjir trabajan juntos. El muchacho, Temmin, tuvo que hacer un viaje aparte: dijo que no guardaba sus mapas en la tienda, por si acaso. Tenía que ir por ellos a su «escondrijo recoveco y secreto». Así que él y su droide maniaco se fueron.

«Estoy utilizando a estas personas para lograr mis metas». Eso es esto, ¿no es así? No son su equipo. Son herramientas, como cualquier hidrollave o llave Harris. Eso es lo que ella se dice a sí misma para endurecerse contra su pérdida. Porque la apuesta inteligente dice que alguien no va a sobrevivir a esta misión. Ya casi pierden a Norra. Otro caerá.

Ella trata de ignorar cómo la hace sentir eso.

Ella trata de ignorar que la hace sentir algo en absoluto.

«Este es el trabajo. No tienes ninguna alianza con la Nueva República o con esta particular manada de bichos raros y anormales. No son tu gente. Tú no eres su gente. Termina el trabajo, recibe tu paga y vete».

Eso es lo que la cabeza le dice.

¿Pero por qué su corazón le dice otra cosa?

—Aquí vamos —dice Norra, subiendo una caja y dejándola caer en la mesa.

Sinjir se inclina, ve lo que esta trayendo. Luego se echa para atrás.

—Esa es una caja entera de detonadores térmicos.

—Yo no pensé que fueran esferas de nieve.

—¿Puedo confiar en que no nos vas a volar en pedazos? Manejas esas cosas como un estibador con una caja de carne de bantha en conserva.

Ella se ríe. Él frunce el ceño mientras ella lo mide y dice:

—No eras un soldado, ¿o sí?

—Todos son soldados en el servicio al Imperio —dice él, con ironía.

—Ajá… Quiero decir, soldado al frente. Armado. Recibiendo disparos de bláster. Mira, los detonadores térmicos no explotan sino hasta que los activas. —Ella levanta la caja y le da una sacudida. Y él hace una mueca, esperando ser volado en moléculas—. No hacen ¡bum! si uno no les da un empujón. Podría patear uno y no explotaría. Hasta que no las preparas, estas cosas son básicamente solo piedras brillantes.

Él se aclara la garganta.

—Me disculparás, entonces, si me mantengo a unos cuantos metros de distancia de esa caja de «piedras brillantes» en todo momento.

—Tan solo confía en mí: estamos a salvo. —Pero ahora ella se detiene y cruza los brazos. Él puede ver que ella tiene algo en su mente.

—Ándale. Dilo. Quítate el peso de encima.

—Yo…

—Escúpelo, Norra.

—Tú puedes confiar en mí. ¿Puedo confiar yo en ti?

—¿Con detonadores térmicos?

—Con mi vida.

—Oh. Eso. —Él arquea la ceja tan alto que espera que esté flotando sobre la línea de crecimiento del cabello—. Lo dices porque yo era un imperial.

—El Imperio no es bueno para eso de la traición. Su gente es leal porque sabe lo que les pasa a quienes no lo son. «Yo soy tu enemigo. Y tú eres el mío». Esa clase de cosa no es fácil de sacudir.

Él se truena los dedos.

—¿Ves eso? Tienes razón, pero también estás equivocada. Aquellos leales al Imperio lo son porque saben lo que les sucedería si lo traicionaran. Eso es cierto. ¿Y sabes tú por qué es eso, Norra Wexley? Eso es por mí. Yo era un oficial de confianza. ¿Estás enterada de las responsabilidades de un oficial de confianza imperial?

—Confieso que no.

—Oh, realmente es un papel encantador. Me entrenaron para olfatear debilidades en mi compañeros. Aprendí a leer el lenguaje corporal, a detectar mentiras, a usar a las personas una contra otra, todo con el fin de descubrir dónde, mi propia gente, había cometido transgresiones contra el Imperio. Cualquier cosa, desde pequeñas faltas de conducta hasta traiciones absolutas contra el Imperio. Yo era la sombra que no podían sacudirse. Me ponían en una base, o estación de combate, u oficina…, y ellos sabían que estaban bajo aviso. Yo los espantaba por lo que habían hecho, como un cazador que ahuyenta presas de los arbustos. Y los lastimaba para obtener sus confesiones y corregir los errores. ¡Ah! No solo era dolor físico lo que yo causaba, aunque definitivamente eso era una parte importante. Era también dolor emocional. ¿Te puedo contar una historia?

—Temmin no ha regresado, así que…, adelante.

Él se recarga en una mesa. Mientras cuenta la historia, sus dedos largos y ágiles gesticulan, acompañándolo.

—La mayoría de la gente que lastimé era gente que no me importaba gran cosa. Algunos eran unos brutos, otros unos cobardes, pero todos eran gente que yo estaba feliz de lisiar en nombre del Emperador. Pero ese no siempre era el caso. Tomemos, como ejemplo, al oficial de artillería Rilo Tang. Rilo: un oficial entusiasta. Sus ojos eran como créditos pulidos. Un hombre apuesto. Lindo como una sorpresa. Dulce como un pastel de jif. Y escurridizo como un mono-lagarto.

—No entiendo.

—Vamos, que era un ladrón.

—¿Qué robó?

Sinjir se ríe e inclina la cabeza.

—Pues, esa es la cosa. Nada particularmente importante. Yo sospecho que era una cosa compulsiva. Manos pegajosas tomando cualquier cosa que no estuviera sujeta con clavos. Más que nada se robaba los artículos personales de los demás. Cosas tontas. Holoimágenes y tarjetas de identificación y… ¡Por las estrellas!, recuerdo que una vez se robó un par de zapatos de un soldado raso. ¿Por qué hacer eso?

Norra entorna los ojos.

—Yo preguntaría lo mismo. ¿Por qué?

—¿Mi mejor conjetura dado su perfil psicológico? Muchas veces los padres enviaban a sus hijos problema a las academias imperiales. Un acto con intenciones correctivas, ya que suponían que podíamos moldear a sus descuidados e insubordinados progenies, convertirlos en algo parecido a un ciudadano galáctico ejemplar. La realidad era que a menudo esos tipos acaban estrellándose. No hay de otra. El Imperio quería sus propios héroes, no su propio circo de fenómenos. Sospecho que Rilo era de esos.

—¿Qué sucedió con él?

—Le advertimos. Yo le advertí. Una y otra vez. Y luego un día se robó algo de un Moff, un anillo. El Moff dijo que tenía un significado especial para él, pero yo me di cuenta de que tenía información codificada en sus volutas, aunque esa es una historia para otro día. Así que me vi obligado a…, lidiar con Rilo para solicitar su confesión.

Ahí está. Esa mirada en el rostro de Norra. Hasta ahora había estado siguiendo con curiosidad, pero de repente: esa mirada se cae como corteza de un árbol muerto. Lo que queda son unos ojos fríos, vacíos. Una mirada de horror.

—Lo mataste —dice ella.

—No. Oh, no, no. Me malentendiste. Yo no era el ejecutor. Yo era el confesor. La policía secreta. Yo encontraba la evidencia, y luego alguien más firmaba la orden y después de eso alguien más te echaba por la esclusa de aire. O te ahorcaba, o te plantaba frente a un pelotón de fusilamiento, o… Pero para sonsacar esa confesión, tuve que romper muchos huesos del hermoso cuerpo de este muchacho. No sé si lo mataron. Escuché rumores de que terminó trabajando en los compactadores de basura. Lo que importa es que su rostro jamás se vería igual. ¿Su belleza, su vigor? Ausentes. Y eso fue mi culpa.

—Eras un hombre malo.

—Todavía lo soy, tal vez, aunque estoy tratando de ser mejor. Pero no es por eso que te estoy contando esta historia. La razón por la que te cuento esto es que tú piensas que eres mi enemiga, y eso no es cierto. Para nada. El Imperio es mi enemigo. El Imperio siempre ha sido mi enemigo. Yo cacé a mi propia gente. Los cazaba. Fui hecho para dudar de ellos, para ver debilidad en ellos. Y yo vi mucha debilidad y ruina. En ellos. —«Y en mí»—. Ellos eran mi enemigo entonces y siguen siendo mi enemigo ahora. Yo solo he desechado el uniforme.

—Entonces, ¿ahora estás con nosotros? ¿Eres un rebelde?

Esa idea se retuerce dentro de él. Lo es, ¿no es así? Un rebelde. Se ha pasado, como la leche echada a perder. Se ha pasado al otro lado. ¿Y por qué? ¿Porque casi se muere en Endor? ¿Porque mirar todo ese desastre lo sacudió? ¿Lo cambió? Qué razón tan curiosa para abandonar un puesto. No puede ser así de simple. No puede ser tan absoluto. Se dice a sí mismo que es temporal. Que esta crisis de consciencia algún día se resolverá solita.

Levanta la barbilla y mira fijamente hacia ella. Dice:

—No estoy con ellos, pero tampoco con ustedes. Estoy conmigo.

—No confío en la gente que solo está para sí misma.

Él se encoge de hombros y le ofrece una sonrisa triste.

—Entonces no deberías confiar en mí.

Todo se ha vuelto supernova. Jom Barell puede verlo. Cazas TIE por encima volándose los unos a los otros. La ciudad alzándose en todas partes. Se esconde en un callejón del tamaño de una astilla entre dos edificios, una vieja tienda de kaffa y una casa de vecindad de muros podridos, y observa los acontecimientos. La ira. El cántico. Rabia hacia el Imperio. Furia por la satrapía. Una resurrección akivana: el brillo del renacimiento en los fuegos de la revolución.

Hasta ahora, él tenía una meta: llegar a una estación de comunicaciones, encontrar una manera de reportarse. Él podía piratear una señal, o forzar a los imperiales a renunciar a ella.

¿Pero toda esa gente a su alrededor? ¿Esa pequeña rebelión desarrollándose ante sus ojos? Bien, eso lo pone en espíritu de pelea.

Recuerda la torreta turboláser, volando en pedazos a quienquiera que estuviera en ese caza TIE renegado. Esa cosa es un peligro.

Así que, Jom cambia sus órdenes. Momento de un nuevo blanco.

Olvida la estación de comunicaciones.

Planea tomar la torreta. Sin ayuda de nadie. O el resultado más probable: morirá intentando. Pero si no estuviera dispuesto a morir por lo que él cree, no se hubiera unido a la Alianza Rebelde en primer maldito lugar.

Temmin ya regresó. Todos ellos se reúnen abajo en el sótano de la tienda, y él tiene los mapas de los pasajes subterráneos de la ciudad extendidos sobre un par de cajas de armas.

—Un mapa de flimsiplast —dice Sinjir—. ¡Qué pintoresco!

Norra lo silencia. Ella admite que se escucha un poco brusco, también un poco…, maternal. (Y sus sentimientos acerca de él rebotan alrededor del cuarto de su mente como un rayo de bláster descarriado. Ella quiere confiar en Sinjir. Pero algo de él le molesta. ¿Podría traicionarlos? ¿Lo haría?). Sin embargo, funciona: Sinjir guarda silencio y Norra se inclina hacia adelante.

—Miren, este es nuestro camino hacia adentro del palacio. Los túneles conectan todas las partes de la ciudad. Los puntos de acceso hace mucho fueron amurallados…

Temmin interrumpe:

—Sí, esto también quiere decir que han amurallado el camino hacia adentro del palacio.

—Tal vez no —dice ella—. Todos aquí han escuchado los rumores de que los sátrapas se escabullen dentro y fuera del palacio. Esto podría develar la manera. Pero si está amurallado, es por eso que llevamos los detonadores.

La cazarrecompensas asiente con la cabeza.

—Me gusta. —Norra siente ahí una extraña oleada de orgullo. Jas parece dura de complacer—. Nos saca de las calles y fuera del camino de la rebelión. Además, lejos de los ojos fisgones de ambos: el Imperio y Surat. Esto puede funcionar. ¿Y esta es nuestra puerta de entrada? —Jas apunta hacia la puerta secreta detrás del valacorde.

—Sí —dice Temmin—. Pero debo decir que no me gusta este plan. Apesta. Apesta a gases de un speeder descompuesto. Apesta a los vapores de los cuartos traseros de un eopie gaseoso. Apesta a…

—Evocativo —interrumpe Sinjir—. Debiste ser poeta.

—Solo estoy diciendo, miren. Este mapa… no será completamente preciso. Este mapa tiene un centenar de años.

Norra dice:

—Pero tú has explorado esta área. Tú serás nuestro guía. Yo confío en ti, Temmin. —Ella ofrece una sonrisa cariñosa. Para su sorpresa, él le regresa otra.

—Está bien, sí, lo he hecho. Y el mapa ha estado equivocado muchas veces. Además, yo nunca fui tan lejos. Si vamos a ir todo el camino hasta el palacio, tenemos que pasar por la vieja fábrica de droides.

—Que es donde tú conseguiste muchas de tus refacciones de droides para vender. ¿Correcto?

—No…, precisamente. Recogí chatarra de la fosa de basura de ahí abajo. Hoyos llenos de desechos de la fábrica. Yo nunca fui a la fábrica misma.

Jas pregunta:

—¿Por qué no?

Él titubea, pero luego dice:

—Porque está embrujada.

Hay un momento en el que todos comparten miradas.

Sinjir no puede contenerse a sí mismo y finalmente estalla riendo.

—¡Embrujada! ¿Por quién? ¿Fantasmas droides?

Norra le da un fuerte codazo en las costillas.

—Ufff.

—No sé —dice Temmin—. ¡No sé! Tan solo esa es la historia. Esa es la historia de por qué la sellaron. Estaba embrujada, así que la sellaron. ¿Saben cuántas personas han desaparecido ahí abajo?

—Desaparecieron porque no tenían mapa —dice Norra—. Probablemente se perdieron, Temmin. O nunca desaparecieron en realidad y son solo parte de las historias. Historias espeluznantes de algún campamento de niño explorador de selvas: no son la realidad. Esto es nuestro mejor y más rápido camino para allá.

Jas voltea hacia Temmin.

—¿Tienes una mejor manera? —pregunta ella.

—La tengo.

—¿Y?

—¡No vamos en lo absoluto! Escuchen. Entiendo. Todos queremos hacer lo correcto por la galaxia. Pero este no es nuestro trabajo. Bueno… —Él apunta a Jas—. Está bien, es tú trabajo. ¿Pero el resto de nosotros? Esto va a estallar con o sin nuestra ayuda. Y…, tal vez la Nueva República son los buenos, pero tal vez no. Tal vez nada cambiará aquí. Tal vez incluso se pondrá peor. Somos el Borde Exterior. Somos la parte del inodoro que nadie quiere limpiar, ¿está bien?

Sinjir silba.

—Y yo creía que era cínico…

Norra se hinca frente a su hijo y le toma las manos. Su corazón se rompe al verlo así. Él es cínico. Ella lo comprende. Ella lo sabe. Y está bastante segura de que es su culpa. Esto significa que le toca a ella darle la vuelta.

—Tem —dice ella—. Este es el tipo de cosas por las que tu padre y yo hemos estado peleando. Queremos hacer una mejor galaxia. Para ti. Para tus hijos. —El hace una mueca, y ella recuerda que ningún adolescente quiere hablar sobre casarse y tener pequeños cachorros—. Por favor. Confía en mí en esta ocasión. Estamos haciendo lo correcto. Y podemos hacer una diferencia. Incluso un grupo pequeño de gente puede cambiar a la galaxia. Solo se necesita un hombre que escupa al ojo de un gigante y lo deje ciego. Así que hagámoslo. Escupamos en el ojo del gigante.

Jas da su opinión:

—Tu madre tiene razón. Si no actuamos ahora, es probable que los imperiales en el palacio retrocedan en este momento y queden fuera de nuestro alcance. Si eso sucede, no nos pagan. Tú quieres que nos paguen, ¿no es así?

Temmin asiente con la cabeza.

—Sí quiero.

Norra casi lamenta eso. Que lo que movió la aguja en su decisión no fue su sincero ruego, sino, más bien, la codicia de la cazarrecompensas. Pero funcionó.

Él se apunta.

La llamada sale. Y encuentran a Wedge Antilles en los cuartos serviles, en el piso inferior del palacio. Aquí ya están colocando persianas de acero sobre todo vitral y fortificando las puertas. Abajo de este nivel, el rugido de la multitud es un ente viviente: todavía débil, amortiguado, pero con altibajos que Rae puede sentir en su esternón.

Ella entra al cuarto de literas, con un trío de soldados de asalto detrás de ella. Adea no está presente, permanece bajo el cuidado de los médicos del palacio.

Antilles está boca abajo en la parte de atrás del cuarto, muerto. Su brazo está extendido, su mano enroscada en una garra artrítica. A unos centímetros de distancia, la holopantalla que él robó de la asistente después de dispararle.

Rae se acerca despacio y luego ve: su espalda se levanta y cae suavemente. Después de todo, no está muerto. Solo inconsciente. El dolor y la herida son demasiado para él. Qué bueno. Eso quiere decir que la fuga de Antilles empezó y terminó antes de que los demás en la cumbre se enteraran.

Ella hace una seña a los soldados de asalto para que recojan a Antilles.

—Lleven al prisionero de regreso arriba. Esta vez usen cadenas reales. Seguro que el sátrapa puede encontrar algunas en este palacio arcaico. —Luego se truena los dedos—. Pásenme la holopantalla. Debería regresársela a Adea. Que esté herida no quiere decir que no pueda trabajar. —Rae la necesita.

El soldado de asalto le entrega la holopantalla.

Y se le hiela la sangre.

En el aparato, ve abierta una ventana de comunicaciones.

Antilles pirateó su canal y aseguró una línea. Y está abierta a una frecuencia rebelde.

Él mandó una convocatoria de guerra.

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