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Capítulo 92

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CAPÍTULO 92

La mujer con la que he vivido toda mi vida valora su capacidad para mantener el control de sí misma hasta tal punto que pocas veces he logrado sorprenderla, y mucho menos dejarla estupefacta. No obstante, en esta ocasión he conseguido dejar patidifusa a mi madre. Está erguida y con la cara larga.

—¿Qué acabas de decir? —pregunta muy despacio.

—Ya me has oído. Éste es nuestro apartamento, vivimos aquí los dos —repito poniendo los brazos en jarras para causar mayor efecto.

—Es imposible que vivas aquí. ¡No puedes permitirte un sitio como éste! —se mofa.

—¿Quieres ver nuestro contrato de alquiler? Porque tengo una copia.

—La situación es mucho peor de lo que imaginaba… —dice, y mira fijamente detrás de mí, como si yo no mereciera que me mirara siquiera, mientras calcula la fórmula adecuada para mi vida—. Sabía que estabas haciendo la tonta con ese… chico, ¡pero mudarte con él ya es ser muy idiota! ¡Si ni siquiera lo conoces! No has conocido a sus padres… ¿No te da vergüenza que te vean con él en público?

Me hierve la sangre. Miro a la pared intentando no perder la compostura, pero esto es demasiado, y antes de que pueda contenerme le estoy gritando pegada a su cara.

—¿Cómo te atreves a venir a mi casa a insultarlo? ¡Lo conozco mejor que nadie y él me conoce mucho mejor que tú! Por cierto, conozco a su familia, al menos a su padre. ¿Quieres saber quién es? ¡Es el puñetero rector de la WCU! —le grito—. Eso debería satisfacer tu triste y amargada necesidad de juzgarlo todo.

Odio usar el título del padre de Hardin como arma arrojadiza, pero es de las pocas cosas que podrían desestabilizarla.

Probablemente porque ha oído que se me quebraba la voz, Hardin sale del dormitorio con expresión preocupada. Se acerca, se queda de pie detrás de mí e intenta apartarme de mi madre, igual que la última vez.

—¡Genial! ¡Hablando del rey de Roma…! —se burla ella manoteando en el aire—. Su padre no es el rector… —dice medio riéndose.

Tengo la cara roja como un tomate y bañada en lágrimas, pero me importa un rábano.

—Lo es. ¿Sorprendida? Si no estuvieras siempre tan ocupada calculándolo todo y acumulando prejuicios, podrías haber hablado con él y enterarte por ti misma. ¿Sabes qué? No te mereces conocerlo. Me ha apoyado como tú nunca lo has hecho, y no hay nada, y quiero decir nada, que puedas hacer para separarme de él.

—¡No me hables así! —me grita dando un paso hacia mí—. ¿Te crees que por haber encontrado un bonito apartamento y llevar lápiz de ojos ya eres toda una mujer? Cariño, odio tener que ser yo quien te lo diga, pero pareces una fulana. ¡Mira que vivir con un chico a los dieciocho años!

Hardin entrecierra los ojos en señal de advertencia, pero ella no le hace ni caso.

—Más te vale ponerle fin a esto antes de que pierdas tu virtud, Tessa. Mírate al espejo, ¡y luego míralo a él! ¡Estáis ridículos juntos! Tenías a Noah, que era perfecto para ti, y lo has echado a perder por… ¡esto! —escupe señalando a Hardin.

—Noah no tiene nada que ver en esto —replico.

Hardin aprieta la mandíbula y le suplico en silencio que no diga nada.

—Noah te quiere y sé que tú lo quieres a él —insiste mi madre—. Ahora déjate de rebeldías absurdas y ven conmigo. Te encontraré otra habitación en la residencia, y estoy segura de que Noah te perdonará —dice al tiempo que extiende una mano autoritaria, como si yo fuera a aceptarla y a marcharme con ella.

Me tiro del dobladillo de la camiseta con ambas manos.

—Estás loca. De verdad, mamá. ¿Tú te has oído? No quiero irme contigo. Vivo aquí con Hardin y lo quiero a él, no a Noah. Noah me importa, pero tu influencia fue lo que me hizo creer que lo quería, porque creía que eso era lo correcto. Pues perdóname, pero quiero a Hardin y él me quiere a mí.

—¡Tessa! Él no te quiere. Sólo quiere meterse en tus bragas y, tan pronto como lo consiga, te dejará tirada. ¡Abre los ojos, pequeña!

Hay algo en su forma de llamarme pequeña que es la gota que colma el vaso.

—¡Ya se ha metido en mis bragas y sigue aquí! —le grito.

Hardin y mi madre comparten por un momento la misma expresión atónita, aunque de inmediato la de ella se transforma en asco y Hardin frunce el ceño. Él me entiende.

—Te diré una cosa, Theresa: cuando te rompa el corazón y no tengas adónde ir… Más te vale no llamarme.

—No te preocupes, que no lo haré. Por eso siempre vas a estar sola. Ya no puedes controlarme: soy adulta. ¡Que no pudieras controlar a mi padre no te da derecho a intentar controlarme a mí!

Me arrepiento de lo que he dicho en cuanto las palabras salen de mi boca. Sé que meter a mi padre en esto es un golpe muy bajo. Antes de que me dé tiempo a disculparme, siento el golpe en la mejilla. Me duele más la sorpresa que el bofetón.

Hardin se interpone entre las dos y le pone una mano en el hombro. Me escuece la cara y me muerdo el labio para no romper a sollozar.

—Si no se larga de nuestro apartamento de una puta vez, llamaré a la policía —le advierte. El tono calmado de su voz me pone los pelos de punta.

Noto que mi madre se estremece. Está claro que a ella también la asusta.

—No te atreverás —replica.

—Acaba de ponerle las manos encima, delante de mis narices. ¿De verdad cree que no voy a llamar a la policía? Si no fuera su madre, haría algo mucho peor. Tiene cinco segundos para largarse —dice, y yo miro a mi madre con unos ojos como platos y me llevo la mano a la mejilla dolorida.

No me gusta que la haya amenazado, pero quiero que se marche. Después de un intenso duelo de miradas, Hardin ruge:

—Dos segundos.

Mi madre resopla y se dirige a la puerta. Sus tacones resuenan en el suelo de hormigón.

—Espero que estés contenta con tu decisión, Theresa —dice antes de cerrar de un portazo.

Hardin me envuelve con los brazos y es el abrazo más agradable y reconfortante del mundo. Es justo lo que necesitaba.

—Lo siento, nena —dice con los labios en mi pelo.

—Lamento que haya dicho todas esas cosas feas sobre ti.

La necesidad que siento de defenderlo es más fuerte que mi preocupación por mi madre o por mí misma.

—Calla. No te preocupes por mí. La gente habla mal de mí a todas horas —me recuerda.

—Eso no significa que esté bien.

—Tessa, por favor, no te preocupes por mí. ¿Qué necesitas? ¿Puedo hacer algo por ti? —pregunta.

—¿Me traes hielo? —sollozo.

—Claro, nena.

Me besa en la frente y se dirige a la nevera.

Sabía que si mi madre venía la cosa iba a acabar en llanto y chirriar de dientes, pero no me esperaba que fuera tan trágico. Por un lado, estoy muy orgullosa de haberle plantado cara, pero al mismo tiempo me siento muy culpable por lo que he dicho de mi padre. Sé que mi madre no tuvo la culpa de que se marchara, y soy consciente de que ha estado muy sola estos últimos ocho años. No ha tenido una sola cita desde que él se fue. Me ha dedicado todo su tiempo para hacer de mí la mujer que quería que yo fuera. Desea que sea como ella, pero eso a mí no me vale. La respeto y sé lo duro que ha trabajado, pero necesito labrarme mi propio camino y ella tiene que comprender que no puede corregir sus errores a través de mí. Yo ya cometo demasiados por mí misma como para que ese plan le funcione. Ojalá pudiera alegrarse por mí y ver lo mucho que quiero a Hardin. Sé que, de entrada, su aspecto deja a la gente un poco perpleja, pero si se tomara su tiempo para conocerlo, estoy segura de que lo querría tanto como yo.

Siempre y cuando deje de ser tan maleducado… Cosa poco probable, aunque últimamente noto pequeños cambios. Como, por ejemplo, que ya me coge de la mano en público y que, cada vez que nos cruzamos en el apartamento, se para y me da un beso. A lo mejor soy la única persona a la que se lo deja ver, la única a la que le revela sus secretos y la

única a la que ama. Por mí, perfecto. Para ser sinceros, a mi parte egoísta le encanta.

Hardin aparta la silla que hay junto a mí y me coloca la improvisada bolsa de hielo en la mejilla. El suave paño de cocina es una maravilla para mi piel hipersensible.

—No me puedo creer que me haya pegado —digo muy despacio.

Se me cae el paño al suelo y se agacha para recogerlo.

—Yo tampoco. He estado a punto de perder los nervios —confiesa mirándome a los ojos.

—Me lo he imaginado —digo sonriéndole débilmente.

El día se me ha hecho eterno. Ha sido el más largo y agotador de mi vida. Estoy rendida y sólo quiero que me lleven en brazos, a ser posible a la cama con Hardin, para olvidarme del giro trágico que se ha producido en la relación con mi madre.

—Te quiero demasiado, de lo contrario… —Me sonríe y me besa los párpados cerrados.

Prefiero pensar que nunca le haría daño a mi madre, que habla metafóricamente. Sé que, pese a su ira imparable, nunca haría nada tan terrible, y eso hace que lo quiera aún más. He aprendido que Hardin ladra pero apenas muerde.

—Quiero irme a la cama —le digo, y asiente.

—Por supuesto.

Retiro la manta antes de acostarme en mi lado de la cama.

—¿Crees que mi madre será siempre así? —le pregunto.

Se encoge de hombros y tira uno de los cojines de decoración al suelo.

—Yo diría que no, que la gente cambia y madura. Pero tampoco quiero darte falsas esperanzas.

Me acuesto boca abajo y entierro la cara en la almohada.

—Oye… —dice Hardin con los labios en mi cuello mientras resigue con los dedos la curva de mi espalda.

Me doy la vuelta y suspiro al ver la preocupación que brilla en sus ojos.

—Estoy bien —miento.

Necesito distraerme. Le acaricio la cara y le paso el pulgar por los labios carnosos. Le doy vueltas al aro de metal y sonríe.

—¿Te lo pasas bien observándome como si fuera un experimento en la clase de ciencias? —se burla.

Asiento y sigo dándole vueltas al aro de metal con los dedos. Con la otra mano le toco el de la ceja.

—Bueno es saberlo. —Pone los ojos en blanco y me muerde el pulgar.

Lo aparto y me doy con la mano contra la cabecera de la cama. Me coloco encima de él, como suelo hacer siempre, y me coge la mano dolorida entre las suyas y se la lleva a la boca. Me pongo de morros hasta que su lengua dibuja círculos en la punta de mi índice del modo más sexi y provocador. Sigue así con todos los dedos hasta que estoy jadeante y deseosa de más. ¿Cómo lo hace? Sus extrañas muestras de cariño me afectan sobremanera.

—¿Mejor? —pregunta colocándome la mano en el regazo. Asiento otra vez con la cabeza; no consigo articular palabra—. ¿Quieres más?

Se pasa la lengua por los labios para humedecérselos.

—Háblame, nena —insiste.

—Sí. Más, por favor —digo finalmente.

Está claro que mi cerebro no funciona. Necesito que me toque, que siga distrayéndome. Cambia de postura, tira del cordón de mis pantalones de pijama con una mano y se aparta el pelo de la frente con la otra. Me baja las bragas hasta los tobillos y mis pantalones acaban en el suelo. Se coloca entre mis piernas abiertas.

—¿Sabías que el clítoris de la mujer está creado sólo para el placer? No tiene otra función —me informa presionándolo con el pulgar. Gimo y recuesto la cabeza en la almohada—. Es verdad, lo leí en alguna parte.

—¿En la revista Playboy? —lo pincho, aunque me cuesta pensar, y hablar, no digamos.

Parece que el comentario le hace gracia y sonríe mientras baja la cabeza. En cuanto su lengua encuentra mi sexo, me agarro a las sábanas. Hardin se esmera y rápidamente combina sus dedos con su boca perfecta. Le hundo las manos en el pelo y, en silencio, le doy las gracias a quien descubriera esta maravilla mientras Hardin me lleva al orgasmo. Dos veces.

Luego me abraza con fuerza y me susurra lo mucho que me quiere. Me quedo dormida pensando que menudo día hemos tenido: la relación con mi madre se ha ido al traste y es posible que no tenga arreglo, y Hardin ha compartido más detalles de su infancia conmigo.

En sueños veo a un niño asustado de pelo rizado que llora por su madre.

Me alegra comprobar que la agresión de mi madre no ha dejado marcas visibles. Aún me duele el pecho porque se ha roto del todo nuestra ya maltrecha relación, pero hoy no quiero pensar en eso.

Me ducho y me rizo el pelo. Me lo recojo en alto para que no me estorbe mientras me maquillo y me pongo la camiseta que Hardin llevaba ayer. Le cubro los hombros de besos para despertarlo y, cuando me rugen las tripas, voy a la cocina a preparar el desayuno. Quiero empezar el día lo mejor posible para que los dos estemos contentos y felices antes de la boda. Para cuando acaba mi sesión de terapia culinaria, estoy bastante orgullosa del resultado: beicon, huevos, tortitas dulces y tortitas de patata. Es demasiado sólo para nosotros dos, pero Hardin come como una fiera, así que no creo que sobre mucho.

Unos brazos fuertes me rodean la cintura.

—Madre mía… ¿Qué es todo eso? —pregunta con la voz rasposa y soñolienta—. Por esto era precisamente por lo que quería que viviéramos juntos —me susurra pegado a mi cuello.

—¿Para que pueda prepararte el desayuno? —me río.

—No… Bueno, sí. Y para encontrarte medio desnuda en la cocina al despertarme.

Me muerde en el cuello. Intenta levantarme el bajo de la camiseta y darme un apretón en los muslos. Me vuelvo y blando la espátula en su cara.

—Las manos en los bolsillos hasta después del desayuno, Scott.

—Sí, señora.

Se echa a reír, coge un plato y se lo llena hasta arriba.

Después de desayunar, obligo a Hardin a que se dé una ducha a pesar de que él insiste en arrastrarme de vuelta a la cama. Parece haber olvidado lo que me contó ayer y la pelea con mi madre. Me quedo sin aliento cuando sale del dormitorio vestido para la boda. Aunque los pantalones negros del traje son ajustados, le cuelgan de las caderas como a nadie. Lleva la corbata alrededor del cuello pero aún no se ha abotonado la camisa y puedo ver su pecho duro y delicioso.

—La verdad, no sé ni por dónde empezar a hacerme el nudo de la corbata —dice encogiéndose de hombros.

Tengo la boca seca y no puedo quitarle los ojos de encima. Casi no consigo decir:

—Ya te ayudo yo.

Por suerte, Hardin no me pregunta dónde he aprendido a hacer nudos de corbata. Se pondría de un humor de perros al oír el nombre de Noah.

—Estás guapísimo —le digo en cuanto he terminado.

Se encoge de hombros y se pone la chaqueta negra que completa el conjunto.

Se ruboriza y no puedo evitar echarme a reír. No esperaba que se sonrojara. Sé que vestido de esa manera se siente como un pez fuera del agua… Y es adorable.

—¿Cómo es que aún no te has vestido?

—Estaba dejándolo para el final porque mi vestido es blanco —lo informo, y se burla juguetón.

Me retoco el maquillaje, cojo los zapatos y me pongo el vestido. Es aún más corto de lo que recordaba, pero a Hardin parece que le gusta. No le quita ojo a mi pecho después de haberme visto ponerme un sujetador sin tirantes. Como de costumbre, me hace sentir bonita y deseada.

—Siempre y cuando todos los hombres presentes en la boda de mi padre sean de su edad, no creo que tengamos ningún problema —bromea mientras me sube la cremallera.

Pongo los ojos en blanco y me besa los hombros desnudos. Me suelto el pelo y dejo que los rizos me caigan por los hombros. La tela pálida del vestido se pega a mi cuerpo, y sonrío al ver nuestra imagen en el espejo.

—Estás más buena que el pan —me dice, y me besa otra vez.

Nos aseguramos de que llevamos todo lo que necesitamos para la boda, incluyendo la invitación y una tarjeta de felicitación que he comprado. Meto el teléfono en mi pequeña cartera de mano y Hardin me coge de la cintura.

—Sonríe —dice sacando su móvil.

—Creía que no te gustaba hacer fotos.

—Te dije que haría una, y ésa vamos a hacer.

Sonríe como un payaso, como un crío, y me encanta. Sonrío a mi vez, me pego a él y hace la foto.

—Otra más —dice, y saco la lengua en el último segundo.

Ha hecho la foto en el momento justo: salgo con la lengua en su mejilla y a él le ríen los ojitos.

—Ésa es mi favorita —le digo.

—Si sólo hay dos.

—Aun así. —Lo beso y saca otra foto.

—Ha sido por accidente —miente, y oigo cómo saca otra mientras le lanzo una mirada asesina.

Hardin para a poner gasolina cerca de la casa de su padre para que no tengamos que hacerlo a la vuelta. Mientras está llenando el depósito, un vehículo que me resulta familiar aparca y veo a Nate en el asiento del acompañante. Zed se detiene dos surtidores más allá y sale del coche para entrar en la gasolinera.

Me quedo sin habla al verlo: tiene el labio partido, los dos ojos a la funerala y un enorme cardenal en la mejilla. Cuando ve a Hardin, su rostro hermoso y magullado adopta una terrible expresión asesina. «Pero ¿qué diablos…?» No nos saluda siquiera, como si no nos hubiera visto.

A los pocos segundos Hardin sube al coche y me coge de la mano. Miro nuestros dedos entrelazados y trago saliva al ver sus nudillos llenos de costras.

—¡Tú! —digo, y enarca las cejas—. ¡Tú le has dejado la cara como un mapa! ¡La otra noche te peleaste con él y por eso ni nos ha saludado!

—¿Quieres calmarte? —me ruge subiendo mi ventanilla antes de arrancar el coche.

—Hardin… —Miro hacia el lugar donde estaba Zed hace un instante y luego a Hardin.

—¿Podemos hablar de ello después de la boda? Ya estoy bastante de los nervios. Por favor… —me ruega, y asiento.

—De acuerdo. Después de la boda —accedo apretando con cariño la mano que tanto daño le ha hecho a mi amigo.

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