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Capítulo 50

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CAPÍTULO 50

Cojo la ropa que Hardin me ha traído: una de sus características camisetas negras, unos pantalones de pijama de cuadros rojos y grises y unos enormes calcetines negros. Me da la risa al imaginarme a Hardin con esto puesto, pero enseguida caigo en la cuenta de que lo habrá cogido de la cómoda de ropa sin estrenar. Levanto la camiseta y noto que huele a él. Se la ha puesto, y hace poco. Es un aroma embriagador, mentolado y maravilloso, y acaba de convertirse en mi olor favorito del mundo entero. Me cambio y veo que los pantalones me quedan demasiado grandes, pero son muy cómodos.

Me tumbo en la cama y me tapo con la manta hasta el cuello, con la vista fija en el techo mientras pienso en todo lo que ha ocurrido hoy. Noto que me voy quedando dormida y que empiezo a soñar con ojos verdes y camisetas negras.

—¡NO! —La voz de Hardin me sobresalta.

«¿Ahora oigo voces?»

—¡Por favor! —vuelve a gritar.

Salgo de la cama de un salto y corro al pasillo. Busco el frío metal del pomo de la puerta de su habitación y, gracias a Dios, ésta se abre.

—¡No, por favor…! —grita de nuevo.

No me he parado a pensar; si alguien le está haciendo daño, no tengo ni idea de qué voy a hacer. Avanzo a trompicones hasta la lámpara y la enciendo. Hardin está sin camiseta, enredado en el grueso edredón, agitándose y golpeando el aire. Sin pensar, me siento en la cama y le toco el hombro. Está muy caliente, ardiendo.

—¡Hardin! —digo con suavidad para intentar despertarlo. Él vuelve

la cabeza hacia un lado con brusquedad y gimotea, pero no se despierta.

—¡Hardin, despierta! —le pido, y lo sacudo con más fuerza mientras me subo a la cama para ponerme sobre él a horcajadas.

Apoyo ambas manos sobre sus hombros y vuelvo a sacudirlo.

De pronto, abre los ojos; una mirada de pánico se apodera de ellos un instante antes de dar paso a la confusión, y luego al alivio. El sudor le perla la frente.

—Tess —dice, sofocado.

Su forma de pronunciar mi nombre me parte el corazón, para luego curarlo. En cuestión de segundos, desenreda los brazos y me rodea con ellos para arrastrarme y tumbarme sobre él. La humedad de su pecho me sobresalta, pero no me muevo. Oigo el latido de su corazón, que bombea acelerado contra mi mejilla. Pobre Hardin. Llevo las manos a sus costados y lo abrazo. Él me acaricia el pelo mientras repite mi nombre una y otra vez, como si fuera su mantra en la oscuridad.

—Hardin, ¿estás bien? —Mi tono es más bajo que un susurro.

—No —confiesa.

Su pecho se hincha y se deshincha más despacio, pero sigue teniendo la respiración acelerada. No quiero que se sienta presionado a hablar sobre la pesadilla que acaba de tener. No le pregunto si quiere que me quede; de alguna forma sé que sí quiere. Cuando me separo de él para apagar la luz, se pone tenso.

—Iba a apagar la luz; ¿quieres que la deje encendida? —le pregunto.

En cuanto se da cuenta de mi intención, se relaja y me deja alcanzar la lámpara.

—Apágala, por favor —me pide.

Una vez que la habitación vuelve a estar a oscuras, apoyo de nuevo la cabeza sobre su pecho. Supongo que permanecer en esta posición, sentada a horcajadas sobre él, va a ser complicado, pero a ambos nos parece reconfortante. Oír el latido de su corazón bajo la dura superficie de su pecho es relajante, más aún que el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Haría lo que fuera, daría lo que fuera por pasar cada noche con él, por estar tumbados así, por tener sus brazos a mi alrededor mientras escucho su pausada respiración.

Me despierto cuando Hardin se revuelve. Sigo estando tumbada sobre él, con las rodillas a los lados. Levanto la cabeza y me encuentro con sus intensos ojos verdes. A la luz del día, no creo que me desee de la misma forma que anoche. No soy capaz de descifrar su expresión, lo que da pie a que los nervios se apoderen de mí. Decido levantarme, porque me duele el cuello de dormir en esa posición, y quiero estirar las piernas.

—Buenos días. —Me dedica una amplia sonrisa, que revela sus hoyuelos y apacigua mis temores.

—Buenos días.

—¿Adónde vas? —pregunta.

—Me duele el cuello —le digo, y me arrastra para que me tumbe de lado junto a él, con la espalda contra su pecho.

Me sobresalto cuando lleva una mano a mi cuello, pero me recupero al instante cuando empieza a masajeármelo. Cierro los ojos y hago una mueca de dolor cuando llega a la zona entumecida, pero el dolor desaparece poco a poco mientras me masajea.

—Gracias —dice de pronto.

Giro la cabeza para mirarlo.

—¿Por?

«¿A lo mejor quiere que les dé las gracias por el masaje del cuello?»

—Por… venir —contesta—. Por quedarte.

Se sonroja y aparta la vista. Está avergonzado. Hardin, avergonzado; nunca deja de sorprenderme, ni de confundirme.

—No tienes que darme las gracias —replico—. ¿Quieres hablar de ello? —Espero que sí. Quiero saber qué sueña.

—No —niega con rotundidad, y yo asiento.

Me gustaría seguir insistiendo, pero sé qué sucederá si lo hago.

—Pero podemos hablar de lo increíblemente sexi que te queda mi camiseta —me susurra al oído.

Me da un suave empujón con la cabeza y pega los labios a mi piel. Yo cierro los ojos en respuesta a los cariñosos tirones de sus carnosos labios en el lóbulo de mi oreja. Noto cómo se le va poniendo dura, y estoy tan a gusto que empiezo a adormilarme. Disfruto con este tipo de cambios de humor.

—Hardin… —susurro, y él se ríe contra mi cuello.

Desliza ambas manos por mi cuerpo; con el pulgar recorre el elástico del enorme pantalón de pijama. Noto que se me acelera el pulso y sofoco un gritito cuando su mano se pierde dentro. Siempre produce el mismo efecto en mí; en cuestión de segundos se me mojan las bragas. Con la otra mano me acaricia un pecho, y sisea cuando pasa el pulgar por el sensible pezón. Me alegra haber decidido quitarme el sujetador para dormir.

—No podría cansarme de ti, Tess. —Su áspera voz se ha vuelto incluso más profunda, y está cargada de deseo.

Ahueca la mano por encima de mis bragas y me atrae todo lo posible hacia él. Noto la presión de su erección. Bajo el brazo y le saco la mano de mi pijama. Cuando me doy la vuelta para mirarlo, tiene el ceño fruncido.

—Qui… quiero hacerte algo —susurro despacio, avergonzada.

Una sonrisa sustituye el ceño fruncido, y me sujeta la barbilla entre los dedos para obligarme a mirarlo.

—¿Qué quieres hacerme? —pregunta.

No lo sé, lo único que sé es que quiero que disfrute tanto como él me hace disfrutar a mí. Quiero que pierda el control igual que yo ayer en esta misma habitación.

—No lo sé… —digo—. ¿Qué quieres que te haga? —En mi tono se adivina la falta de experiencia.

Hardin me coge las manos y las desliza hasta el bulto de sus pantalones.

—Quiero sentir esos carnosos labios sobre ella.

Doy un respingo ante sus palabras, y siento la presión entre las piernas.

—¿Te gustaría hacerlo? —pregunta mientras me mueve las manos en círculos sobre su entrepierna. Sus oscuros ojos me observan, evalúan mi reacción.

Asiento y trago saliva, y obtengo una sonrisa de su parte. Se incorpora y me invita a hacer lo mismo. Tanto los nervios como el deseo inundan mi cuerpo. El ruidoso tono de su móvil comienza a sonar, y él gruñe antes de cogerlo de la mesilla de noche. Cuando ve la pantalla, suspira.

—Vuelvo enseguida —me informa, y sale de la habitación.

Cuando regresa minutos después, su estado de ánimo vuelve a ser diferente.

—Karen está haciendo el desayuno —dice—. Ya casi está listo.

Abre la cómoda y coge una camiseta, que se pone sin siquiera mirar en mi dirección.

—Vale. —Me levanto y me dirijo a la puerta para ir a ponerme el sujetador antes de bajar a ver a su familia.

—Nos vemos abajo. —Su tono no muestra ninguna emoción.

Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta. El Hardin a la defensiva es el Hardin que menos me gusta, incluso menos que el Hardin enfadado. «¿Quién lo ha llamado y por qué está tan distante? ¿Por qué no puede seguir de buen humor?»

Asiento, y cuando cruzo el pasillo noto el olor del beicon, que hace que me ruja el estómago.

Me pongo el sujetador y me ajusto el cordón de los pantalones tanto como puedo. Sopeso la opción de ponerme el vestido de nuevo, pero no me apetece estar incómoda a estas horas de la mañana. Después de mirarme en el espejo de la pared, me peino con las manos el rebelde pelo y me froto los ojos para quitarme el sueño.

Cuando cierro la puerta del dormitorio, Hardin abre la del suyo. En lugar de mirarlo, me concentro en el papel pintado de la pared y avanzo por el pasillo. Oigo sus pasos detrás de mí, y cuando llego a la escalera me agarra por el codo y tira ligeramente de mí.

—¿Qué pasa? —pregunta con expresión preocupada.

—Nada, Hardin —le respondo tajante. Estoy muy susceptible, y ni siquiera he desayunado todavía.

—Dímelo —me exige bajando la cabeza en mi dirección.

Cedo.

—¿Quién te ha llamado?

—Nadie.

«Miente.»

—¿Era Molly? —inquiero, aunque en realidad no quiero saberlo.

No dice nada, pero la expresión lo delata y sé que tengo razón. Ha salido de la habitación justo cuando iba a… hacerle eso…, ¿para responder a una llamada de Molly? Me sorprende menos de lo que debería.

—Tessa, no es… —empieza a decir.

Me quito su mano de encima de un tirón, y él aprieta la mandíbula.

—Hola, chicos. —Landon aparece entonces en el pasillo, y sonrío. Tiene el pelo algo alborotado y lleva unos pantalones de cuadros parecidos a los míos. Está adorable y adormilado. Paso junto a Hardin y me acerco a él. Me niego a que Hardin sepa lo avergonzada y herida que me siento por que haya respondido a la llamada de Molly estando en una situación así.

—¿Qué tal has dormido? —me pregunta Landon. Lo sigo escaleras abajo y dejo solo al frustrado Hardin.

Karen se ha esmerado al máximo con el desayuno, como era de esperar. Hardin se une a la mesa unos minutos después, pero yo ya me he llenado el plato de huevos, beicon, tostadas, un gofre y unas cuantas uvas.

—Muchas gracias por prepararnos el desayuno —le digo a Karen, de mi parte y de la de Hardin; sé que a él no va a molestarle que le dé las gracias.

—Es un placer, cielo —sonríe ella—. ¿Qué tal habéis dormido? Espero que la tormenta no os haya desvelado.

Hardin comienza a ponerse tenso, supongo que por miedo a que mencione su pesadilla. A estas alturas ya debería saber que yo nunca haría algo así, por lo que su falta de confianza en mí me hace enfadar aún más.

—La verdad es que he dormido genial. ¡No he echado de menos la cama de la residencia para nada!

Me río, y todos se unen, excepto Hardin, claro. Le da un trago a su zumo de naranja y mantiene la vista fija en la pared. Luego charlamos de cosas triviales mientras Ken y Landon bromean sobre un partido de fútbol americano.

Después del desayuno, ayudo a Karen a recoger la cocina de nuevo. Hardin se queda merodeando en la puerta, sin ofrecerse a ayudar y limitándose a observarme.

—Si no le importa que pregunte, ¿lo que hay en el patio trasero es un invernadero? —le digo a Karen.

—Sí, eso es. No lo he utilizado mucho este año, pero me encanta la jardinería. Tendrías que haberlo visto el verano pasado —señala—. ¿Te gustan las plantas?

—Mucho. Mi madre también tiene un invernadero en la parte de atrás de casa, y allí era donde me pasaba la mayor parte del tiempo cuando era pequeña.

—¿De verdad? Bueno, si vinierais más a menudo, podríamos hacer algo con el mío —dice Karen. Es tan buena, y tan cariñosa. Todo lo que desearía en una madre.

Sonrío.

—Eso sería estupendo.

Hardin se esfuma unos minutos, y cuando vuelve se aclara la garganta en alto. Ambas nos volvemos para mirarlo.

—Deberíamos irnos ya —dice, y frunzo el ceño.

Lleva en las manos mi ropa y mi bolso, del que asoman las Toms. Es un poco raro que no me haya dado tiempo a quitarme el pijama, y un poco incómodo que haya husmeado entre mis cosas, pero lo paso por alto. Nos despedimos y abrazo a Karen y a Ken mientras Hardin me espera impaciente en la puerta.

Les prometo que volveremos pronto, y espero que así sea. Sabía que mi presencia aquí llegaría a su fin, pero ha sido un descanso estupendo de mi vida diaria, sin listas, sin alarmas, sin obligaciones. No estoy preparada para que se acabe.

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