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Capítulo 75

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CAPÍTULO 75

Al final, Hardin se queda a dormir en mi habitación y Steph se marcha con Tristan a su apartamento. Pasamos el resto de la noche hablando y besándonos hasta que él se queda dormido con la cabeza en mi regazo. Sueño con el momento y el lugar en el que podamos vivir juntos. Me encantaría despertarme todas las mañanas a su lado, pero ahora mismo no es viable. Soy muy joven y eso supondría ir demasiado rápido.

Lunes por la mañana. La alarma suena diez minutos tarde y me descuadra todo el horario. Me ducho y me maquillo a toda prisa. Despierto a Hardin antes de poner en marcha el secador.

—¿Qué hora es? —gruñe.

—Las seis y media. Tengo que secarme el pelo.

—¿Las seis y media? No tienes que estar allí hasta las nueve… Vuelve a la cama.

—No. Debo peinarme e ir a por un café. Tengo que salir a las siete y media porque se tarda cuarenta y cinco minutos en llegar allí.

—Llegarás con cuarenta y cinco minutos de antelación. No tienes que salir hasta las ocho. —Cierra los ojos y se pone boca abajo.

Lo ignoro y enciendo el secador. Se tapa la cabeza con una almohada. Me rizo el pelo y repaso la agenda para asegurarme de que no se me olvida nada.

—¿Vas a ir directamente a clase? —le pregunto a Hardin mientras me visto.

—Probablemente. —Sonríe y sale de la cama—. ¿Puedo usar tu cepillo de dientes?

—Pues, supongo que sí… Compraré uno nuevo a la vuelta.

Nadie me ha pedido nunca usar mi cepillo de dientes. Mentalmente me imagino metiéndomelo en la boca después de que lo haya usado… Pero no.

—Sigo opinando que no te hace falta salir antes de las ocho —insiste—. Piensa en la de cosas que podríamos hacer en esos treinta minutos —dice, y los miro a él y a sus tentadores hoyuelos y noto cómo se me come con los ojos.

Mis ojos tampoco se contienen y aterrizan en la tienda de campaña de su bóxer y me acaloro al instante. Mis dedos dejan de moverse en el tercer botón de la blusa y, sin prisa, recorre la distancia que nos separa en la pequeña habitación y se pone de pie detrás de mí. Le hago un gesto para que me suba la cremallera de la falda. Obedece pero, mientras la sube, sus manos rozan con delicadeza mi piel desnuda.

—Tengo que irme. Todavía no me he tomado el café —me apresuro a decir—. ¿Y si hay tráfico? ¿O un accidente? ¿Y si se me pincha una rueda o tengo que parar a echar gasolina? Podría perderme o no encontrar aparcamiento. ¿Y si tengo que aparcar muy lejos y luego me toca andar un buen trecho y llego sudando y sin aliento y necesito unos minutos para…?

—Lo que necesitas es tranquilizarte, nena. Estás hecha un manojo de nervios —me sopla al oído. Miro su imagen en el espejo. Está perfecto recién levantado, y somnoliento no parece tan terrible.

—No puedo evitarlo, estas prácticas significan mucho para mí. No puedo arriesgarme a fastidiarla.

La cabeza me va a cien por hora. Estaré más calmada luego, cuando sepa a qué atenerme y pueda organizarme la semana en consecuencia.

—No deberías llegar tan nerviosa, te van a comer viva —dice sembrando un reguero de besos en mi cuello.

—Estaré bien.

«O eso espero.»

Su aliento en mi cuello me pone la carne de gallina.

—Deja que te relaje antes de irte. —Su voz es grave, seductora y un poco soñolienta.

—Yo…

Con los dedos recorre mi clavícula y desciende hasta mi pecho. Sus ojos encuentran los míos en el espejo y suspiro mi capitulación.

—¿Cinco minutos? —pregunto y suplico al mismo tiempo.

—Es todo lo que necesito.

Intento darme la vuelta pero no me deja.

—No, quiero que lo veas —me ronronea al oído.

Siento ese cosquilleo entre los muslos al oír eso. Trago saliva y me coloca el pelo sobre el hombro izquierdo. Pega el cuerpo al mío y su mano se desliza al bajo de mi falda.

—Al menos hoy no llevas leotardos. Debo decir que soy fan de esta falda. —Me la sube hasta la cintura—. Sobre todo cuando la llevas así.

No puedo dejar de mirar sus manos en el espejo y se me acelera el pulso. Mete los dedos en mis bragas; están un poco fríos, y me sobresalto al sentirlos. Se ríe contra mi cuello. Con la otra mano me rodea el pecho para que no me mueva. Me siento muy desnuda pero también muy excitada. Ver cómo me toca me hace pensar en cosas que ni siquiera sabía que existían. Sus dedos se deslizan lentamente dentro de mí y me besa el cuello con suavidad.

—Mira lo bonita que eres —susurra contra mi piel.

Me miro al espejo y apenas si me reconozco. Tengo las mejillas coloradas, las pupilas dilatadas, la mirada salvaje… Con la falda enrollada en la cintura y los dedos de Hardin haciendo maravillas dentro de mí, me siento diferente… Incluso sexi.

Cierro los ojos y noto la tensión en mi vientre. Él continúa con su lento asalto y, con un gemido, me muerdo el labio inferior.

—Abre los ojos —me ordena.

Mis ojos encuentran los suyos y eso me remata. Hardin detrás de mí, abrazándome, mirando cómo me deshago con sus caricias… No necesito nada más. Dejo caer la cabeza en su hombro y las piernas empiezan a temblarme.

—Eso es, nena —me arrulla, y me sujeta con más fuerza, sosteniéndome mientras se me nubla la vista y gimo su nombre.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, me besa en la sien y me acomoda un rizo detrás de la oreja. Luego me arregla la falda y la alisa contra mis muslos. Me vuelvo para verle la cara y mirar el reloj. Son sólo las siete y treinta y cinco.

«Era verdad que sólo necesitaba cinco minutos», pienso, y sonrío.

—¿Ves? Ya estás mucho más relajada y lista para hacerte el ama del mundo corporativo.

Sonríe la mar de contento, muy orgulloso de sí mismo. No lo culpo.

—La verdad es que sí. Pero tú eres muy mal ejemplo —lo pincho y cojo mi bolso.

—Nunca he dicho lo contrario —repone—. Última oportunidad: ¿quieres que te lleve yo? Aunque no tengo aquí el coche, así que tendría que llevarte en el tuyo.

—No, aunque te lo agradezco igualmente.

—Buena suerte. Lo harás muy bien.

Me besa otra vez, le doy las gracias, cojo mis cosas y lo dejo en mi habitación.

La mañana ha sido genial, a pesar de que la alarma haya sonado diez minutos tarde. El trayecto se pasa rápido y sin incidentes, por eso cuando llego al aparcamiento son sólo las ocho y media. Decido llamar a Hardin para matar el tiempo.

—¿Todo bien? —pregunta.

—Sí, ya he llegado —le digo. Me imagino que está muy ufano.

—Te lo he dicho. Podrías haber salido diez minutos más tarde y haberme hecho una mamada.

Me río como una tonta.

—Eres un pervertido incluso a primera hora de la mañana.

—Sí, genio y figura.

—No voy a discutírtelo.

Bromeamos un buen rato sobre su falta de virtud hasta que es hora de que me vaya a trabajar. Subo a la última planta, donde se encuentra el despacho de Christian Vance, y le digo mi nombre a la mujer del mostrador.

Hace una llamada y poco después me deslumbra con una sonrisa.

—El señor Vance desea darte la bienvenida personalmente. Estará aquí dentro de un segundo.

La puerta del despacho en el que hice la entrevista se abre y aparece el señor Vance.

—¡Tessa! —me saluda.

Lleva un traje tan elegante que me intimida un poco, pero doy gracias por haber elegido un atuendo formal. Lleva una abultada carpeta bajo el brazo.

—Buenos días, señor Vance. —Sonrío y le estrecho la mano.

—Llámame Christian. Te enseñaré tu despacho.

—¿Mi despacho?

—Sí, vas a necesitar tu propio espacio. No es gran cosa, pero es todo tuyo. Haremos allí el papeleo —explica sonriendo.

Luego echa a andar tan deprisa que me cuesta seguirlo llevando tacones. Gira a la izquierda y se adentra en un pasillo lleno de pequeños cubículos.

—Ya hemos llegado —anuncia.

En la puerta hay un letrero negro con mi nombre en letras blancas.

Estoy soñando. El despacho es tan grande como mi habitación de la residencia. El señor Vance y yo tenemos conceptos distintos de «no es gran cosa». Una mesa de tamaño medio de madera de cerezo, dos archivadores, dos sillas, una librería, un ordenador… ¡Y una ventana! Él toma asiento frente a la mesa y yo ocupo mi puesto al otro lado. Me va a costar hacerme a la idea de que éste es mi despacho.

—Bueno, Tessa, hablemos de tus obligaciones —dice—. Tienes que leer al menos dos manuscritos a la semana. Si son excelentes y encajan con lo que publicamos en esta casa, me los envías. Si no valen la pena, tíralos a la papelera.

Me quedo boquiabierta. Estas prácticas son un sueño hecho realidad. Me van a pagar y me van a dar créditos académicos por leer.

—De entrada, recibirás quinientos dólares a la semana y, si todo marcha bien, a los noventa días se te dará un aumento.

«¡Quinientos dólares a la semana!» Debería ser suficiente para poder alquilar un apartamento.

—Muchísimas gracias, es mucho más de lo que esperaba —le digo. Estoy impaciente por llamar a Hardin para contárselo todo.

—Es un placer. Sé de buena tinta que eres muy trabajadora. Quizá incluso puedas contarle a Hardin lo mucho que te gusta esto, a ver si así vuelve a trabajar para mí.

—¿Cómo?

—Hardin trabajaba para nosotros antes de que Bolthouse nos lo robara. Empezó aquí el año pasado, de becario, hizo un gran trabajo y lo contraté. Pero le ofrecieron más dinero y le permitían trabajar desde casa. Dijo que no le gustaba tener que venir a la oficina, así que nos dejó. Figúrate. —Sonríe y se ajusta el reloj.

Me río nerviosa.

—Le recordaré lo maravilloso que es esto.

No tenía ni idea de que hubiera tenido un empleo. No me lo ha mencionado.

El señor Vance desliza entonces la carpeta hacia mí.

—Acabemos con el papeleo.

Después de treinta minutos de «Firma aquí» y «Pon tu nombre allá», el señor Vance me deja para que me «familiarice» con el ordenador y el despacho.

Pero en cuanto se marcha y cierra la puerta al salir, en lo único en lo que puedo pensar es en dar vueltas en mi sillón giratorio y brincar de alegría. ¡Tengo un despacho!

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