Acre

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No. Se quedaba a escuchar el teléfono mientras éste sonaba. Prestaba demasiada atención a ciertos detalles. El ruido en la tienda lo incomodaba, el cigarrillo de los otros, el tráfico de la calle, el noticiero en casa. Qué sé yo.

Pero estaba dispuesto a enseñarte un oficio.

Sí, doña Vera, podría decirse que sí. A pesar de la falta de motivación.

¿Y Nelson? ¿Llegó de repente o usted ya sabía que venía de viaje?

Vera intentó evitar mi mirada. Pues de haberme avisado, hubiera ido a recogerlo. Pero mi hijo es terco, ¿entiendes? El muchacho es impaciente, quiere hacer todo él sólo. Llegó temprano del aeropuerto y cuando le pregunté por qué no había avisado, dijo que no quería causar molestias.

Vera hizo la señal de la cruz y dejó traslucir una sonrisa interior.

Sabes, Oscar, oré mucho por él.

¿Él se puso contento al verla?

Mis palabras cayeron como bofetadas.

Mejor no haber rezado por él, haberlo dejado en paz, porque por la mueca que hizo tuve la impresión de que siempre fui una pesadilla para él.

¿Por qué doña Vera?

Nelson me dijo que también pidió mucho por mí, allá en Acre. ¿Pero sabes cuando uno está seguro de que el otro no dice la verdad? Pensé que mi hijo me había olvidado.

¿Cómo iba a olvidarla? Queriéndolo o no, doña Vera… No seguí, no completé la frase.

Así es. La mujer apretó su pecho con las manos y prosiguió. Entonces nos sentamos, le preparé un cafecito y él me contó un poco de su vida. No quería ser indiscreta, ¿entiendes? Me puse sólo a escuchar, sin hacer comentarios. Nelson hablaba rápido, me pareció que en el fondo no quería decir nada, pero que me debía algún tipo de aclaración.

¿Explicó por qué estuvo tanto tiempo fuera?

Ah, dijo cosas para que yo me sintiera bien.

¿De qué tipo?

Cargo con este peso todos los días, me dijo. Mãe, quisiera pedir que me perdone. Esas cosas. Entonces le dije que hablar de usted está pasado de moda, que me tuteara. Eso le dije. ¿Crees que fui muy brusca?

No.

Nelson no supo cómo proseguir, ¿sabes? Entonces quise darle un abrazo, pero él me esquivó. Puso cara de agradecimiento, pero era evidente que no quería que lo tocara. De repente se levantó, abriéndose paso entre las sillas. Vomitó en el baño del área de servicio, no tuvo tiempo para levantar la tapa del inodoro. Pasó los minutos siguientes tratando de limpiar aquella porquería, lo que hizo que vomitara todavía más. No se dio cuenta de que yo observaba todo desde la cocina.

Desde que llegó, mi hijo no duerme bien. Se la pasa abriendo los armarios, los cajones, como si el aire le faltara. Busca qué hacer. Le ha dado por limpiar el filtro de barro de la cocina, ¿lo puedes creer? Le gusta limpiar la vela, cambia el agua todos los días.

Y usted dice que soy yo el que se parece a Adriano. Es Nelson, doña Vera. Con tanta manía por la limpieza.

Pero escucha, escucha, prosiguió ella. El día que llegó, Nelson empezó por la puerta del primer armario. Se quejó del olor a humedad. Sentí vergüenza porque él debe de haber visto que la madera de adentro estaba vieja, carcomida. En la percha, había un saco de hombre que él no reconoció. En la parte de arriba, algunas camisas. A un lado, una bolsa vieja con un pijama de mujer. Era la ropa que unos clientes nunca vinieron a recoger. Yo a veces modificaba una que otra pieza y la usaba. Hay que reciclar, ¿no crees?

Por supuesto.

Como te decía. Le pareció raro el tema de la ropa, imagínate si yo le contara de donde provenía.

¿Y luego?

En medio de toda aquella prisa, decidió salir de casa. Bajó por las escaleras, ni se despidió. Se detuvo a la mitad de la calle, lo vi por la ventana.

¿Y hacia dónde fue?

En dirección al centro. Siempre le gustó más el centro que Higienópolis. Y está el edificio Copan. Es imposible que olvidara nuestros trayectos hasta una de las quitinetes del Copan. Sentiría nostalgia.

¿Del Copan?

No, de su niñez, no lo sé. Yo lo llevaba a la casa de la costurera que vivía allá. Era ella quien me daba trabajo. Nelson de niño podía ser travieso, pero cuando caminábamos en la calle siempre me daba la mano. Creo que hice bien en inculcarle un poco de miedo. Un miedo sano, algo de temor a lo desconocido.

¿Entonces? ¿Para dónde fue, doña Vera?

Lo perdí de vista.

Observé a doña Vera mientras hablaba, con su relato vino a mi mente el antiguo anuncio de radio. Levi’s é no Centro, na Jeans Jeans Tarka. Bajé la cabeza para sonreír. Además de Santos y de Marcela, había encontrado otra cosa en común entre Nelson y yo. La calle desde el noveno piso.

10

Pasaba de las cinco y media, pero el bullicio no amainaba. La calle estaba llena de gente al móvil con miradas urgentes, sosteniendo hijos y compras mientras buscaban un taxi, senãlando a los coches con los dedos que les quedaban libres. Los pequeños puestos empezaban a ser desarmados y los batas blancas del hospital se mezclaban a las siluetas diversas que se movían por las trastiendas y los almacenes todavía abiertos. En especial a aquella hora, la calle del restaurante no era solamente el encuentro de los barrios Vila Buarque y Santa Cecília, pero un mundo físicamente fuerte, lleno de cabecitas de ojos castaños que daban la sensación de estar perdidas en sus caminos de vuelta a casa.

Después de la conversación con doña Vera, llamé varias veces a Marcela y, como su teléfono seguía apagado, decidí asomarme al restaurante. Sólo me di cuenta de que había olvidado la llave del Kidelicia cuando llegué frente al ventanal cerrado. También fue cuando reparé en lo mucho que intentaba encubrir la angustia que sentía por las huidas de Marcela cada vez más frecuentes y por su comportamiento evasivo que ya duraba días, quizás semanas. Espié por la rendija de la puerta corrediza, entrecerrando los ojos para afinar la mirada. Una sombra en la pared de adentro, avivada por un coche que pasaba, me hizo dudar por un segundo de que había alguien ahí, pero todo lo que avistaba eran sillas invertidas sobre mesas de formica a la espera del día siguiente.

Al cabo de un rato llamé otra vez a mi mujer y golpeé la puerta. Nada. Al otro lado de la calle estaba el hospital Santa Casa. Los costados del muro que lo rodeaba, también formados por sogas de ladrillo, me recordaban a nuestro parqué por la manera como estaban dispuestos. También se asemejaba a una especie de película cobertora, o una malla tejida de gasa, que a su vez me proyectaba hacia el interior del hospital, a la blancura de los pasillos y la sensación de frío constante por la desorientación de las largas esperas.

Sentí alivio al posar la frente sudada sobre el vidrio. Cerré los ojos. Imaginé al restaurante como lo conocía, lleno de gente. No dejaba de ser gracioso que en ocho años de existencia, Kidelicia se hubiera consagrado como el almuerzo más popular de la región.

La fórmula inicial de Marcela fueron tres platos básicos inspirados en los pratos feitos que el bar de la esquina de la casa hacía a la perfección. Arroz, frijol, carne, farofa, ensalada y papas fritas. Feijoada los miércoles y sábados. En su cardapio no entraron clásicos de boteco, como croquetas o huevo teñido en agua de betabel, lo que hubiera me hubiera parecido delicioso.

Ella quería que probara cada experimento. Recuerdo sin nostalgia que fue la única época en que hubo comida en la nevera. Antes arroz con frijoles, después cuscús de tapioca y gelatina de tres colores. Fastidiada por mi falta de emoción al contemplar su espectáculo de pilas y pilas rectangulares de lo que me parecía argamasa de colores distintos, Marcela subrayaba con las manos que aquello había tomado un aire más profesional, que no quería pasar su vida vendiendo comida por encargo a los vecinos. Contrató a dos cocineras y luego abrió el restaurante.

El calor asfixiante de la cocina, con la mesa, el fregadero y los botes de basura, parecía gotear por las paredes. La luz fija incandescente sobre la puerta en el centro del techo encendía los rostros cansados con ojeras. Marcela, espolvoreada de harina, avanzaba sin más. Esta disposición hizo que el restaurante progresara muy rápido. Le gustaba lo nuevo.

A partir del segundo año del restaurante empecé a ir los viernes para estar en la caja. Era cuando se llenaba más. La clientela siguió creciendo. Dejaba entonces más a menudo a mi empleado a cargo de la tienda de la Consolação.

Yo no era de los que se dedicaban a analizar a las personas, pero en el Kidelicia siempre había qué mirar. Observaba desde la caja cómo escogían el platillo, sentándose después a la mesa, con los ojos grandes y la boca llena. Preparaba la cuenta, y devolvía la misma sonrisa culpable a los clientes que se llevaban un bombón Sonho de Valsa para más tarde.

También hacía proyectos, usando servilletas. La idea era expandir el Kidelicia o tal vez, cambiar de local, considerando los riesgos de perder la clientela. Pregunté a Marcela si dado el caso, podríamos cerrar el Lustre Imperial. Me miró indecisa. Teníamos algunas deudas pendientes, además el problema de humedad en la cocina del restaurante no podía esperar. Las cuentas del mes andaban apretadas, y a eso había que sumarle la cuota de la compra del departamento de doña Vera.

Si levantar la cabeza de la ventana, pensé que lo que más me preocupaba en aquel momento era la posibilidad de que Nelson se quedara en São Paulo. Habíamos firmado un contrato informal con doña Vera en la notaría, lo que no impedía que pudiera pelearse por algún derecho de herencia. Seguía absorto en mis pensamientos cuando un muchacho me tocó el hombro.

El restaurante está cerrado, dijo.

Ya lo sé.

¿Entonces qué es lo que mira ahí adentro? Además estás ensuciando el vidrio, señor. No apoye la cara.

Yo soy el dueño de esto.

Pero si yo no le conozco. Trabajo para doña Marcela, ella me contrató. La señora no me comentó que tenía un socio.

Soy su marido. ¿Y tú quién eres?

Soy el encargado de seguridad en esta zona.

Qué raro. Ella no me habló de ti.

Sus pies hinchados apenas cabían en sus tenis sin cordones. Era un sujeto sudado que me hablaba con una voz evaporada, lo que me llenó de irritación.

Soy el marido de Marcela, volví a insistir.

El guardia metió sus manos en los los bolsillos del chándal sin prisa y alzó las cejas, haciéndose el perplejo. Masajeó su mentón reflexivamente. Mire, dijo, no quiero discutir con usted.

Quise mostrarle que no tenía prisa en salir de allí, pero el muchacho hizo crujir los dedos rollizos. Se agrandó delante de la puerta y sonrió soñoliento, como si Kidelicia fuera un club y él tuviera que garantizar las normas del establecimiento. No puedo hacer concesiones, dijo.

Relájate, no quiero entrar. Vine a ver si estaba mi mujer y lo acabo de confirmar. Ya me contará sobre esta historia de la seguridad.

Era inútil insistir con aquel imbécil prepotente, que me quedó mirando, esperando que me fuera de allí. Me alejé por fin, humillado, sin saber a dónde ir.

Una luna infinita empezaba a alzarse en el cielo: era uno de esos momentos vagos del inicio de la noche. Pensé en ir por el coche.

Subí por la Marquês de Itú hasta la calle Sabará, luego por la Higienópolis, pasando por la avenida Angélica. El estacionamiento quedaba en la Barão de Tatuí.

El viejo acomodador controlaba el movimiento de los coches debruzado sobre una mesa de madera con patas de león que terminaban en garras astilladas. El mueble heredado de la tienda era parte del resto del inventario expuesto sobre la acera.

Cuando me acerqué al empleado, me saludó como si me estuviera haciendo un favor. Se quedaba allí todo el día entre escombros etiquetados, sin importarle si alguien se paraba frente a él, mientras que su colega, el anticuario de al lado, intentaba ser más expansivo. Todo se podía pagar a plazos. Los dos vecinos compartían un marasmo hostil provinciano, en pleno centro de la ciudad.

Seu Antônio, ¿tudo bem?

El hombre me encaró, concentrado en limpiarse el oído. Giró el bastoncillo dentro de la oreja. Doña Marcela acaba de pasar, dijo. Se llevó el coche.

Rastreé el espacio, ocupado por otro automóvil. ¿Hace cuánto?

Hará unos diez minutos.

¿Venía sola?

El hombre tiró el hisopo a la basura y volvió a debruzarse sobre la mesa, pero no me miró. Mantuvo el mentón hundido en el pecho sin mirarme. No lo sé. A decir verdad no me fijé.

Ah, es cierto. Se me había olvidado. Iba a acompañar a su primo al doctor. Gracias, seu Antônio.

No hay de qué.

Me sentí obligado a mentir para no quedar como un idiota, pero era evidente que no lo había convencido. Aproveché el momento en que un coche entraba en el estacionamiento para alejarme con prisa de aquel individuo pegajoso. No me volteé porque sabía que me espiaba, probablemente el anticuario también.

Regresé caminando. En el edificio, tuve el cuidado de subir por las escaleras en lugar del ascensor, para que nadie escuchara mi llegada. Abrí la puerta y entré sin encender la luz. De pronto me vino la idea de que Marcela pudiera estar sentada sobre la encimera de la cocina, como la encontré el día en que se topó a Nelson en el ascensor.

Acaricié la pared, aprehensivo por la ocurrencia de que hasta un simple roce de mis dedos se podría escuchar del otro lado. El móvil de Marcela seguía apagado. Me senté en el sofá y esperé en la oscuridad. Encendí la tele. Parecía que llevara allí todo el día, entre dos cojines estampados, con un vaso en la mano. Sin embargo, los cojines no tenían estampas y el vaso estaba sobre la encimera, fuera de mi alcance.

¿Marcela? ¿Dónde estás?

De pronto ella contestó.

Marcela, ¿hola?

Hola, Oscar. Espera. Marcela cubrió el aparato. Su risa salió ahogada. Se quejaba de los atascos con alguien.

¿Dónde estás?

Aquí. ¿Por qué, Oscar? ¿Pasó algo?

Fui al restaurante, luego al estacionamiento. ¿Dónde estás?

Salí con Nelson a dar una vuelta.

¿Con Nelson? ¿Por qué?

¿Cómo que por qué? ¿Acaso está prohibido salir con un amigo? Qué infantil eres, Oscar, por favor.

Tu teléfono estaba apagado durante horas, hasta pensé que algo había pasado. No es muy normal, ¿no?

Oscar, relájate, por el amor de Dios.

Estoy relajado, Marcela.

¿Cenamos? ¿Quieres que pase por ti?

¿Dónde estás? No quiero que vengas por mí. ¿Dónde estás?

Estoy en el Sujinho. En realidad quise llevar a Nelson a que conociera tu tienda, íbamos por ti, ya sabes que está buscando trabajo.

¿Y yo qué tengo que ver con el hecho de que está desempleado? ¿Y tú? ¿Te volviste agente de Nelson?

¿Vienes para acá entonces?

¿Estás sola?

Ay, Oscar. Deja de preocuparte. Cuando llegues, estaré sola esperándote. No tardes.

Marcela colgó el teléfono.

Mi reflejo en el espejo me hizo dudar. Comprimí la barriga, demasiada, incluso si no respiraba. Me veía desaliñado y la camisa llena de arrugas no ayudaba. Al menos los anteojos suavizaban la expresión cansada. Sólo tenía que quitarme la manía de acomodarlos en el rostro todo el tiempo. Repetía el gesto con tanta frecuencia que pasaba por nerviosismo.

Me acordé de cuando Marcela me preguntó una vez si me había quedado alguna secuela de la paliza que recibí en la adolescencia, lo que me hizo pensar en Nelson y su delgadez, con los huesos perforando su piel curtida que olía a sol, y esas ojeras profundas. Y sin embargo, era a él a quien Marcela parecia haber elegido para una escapada en coche.

Decidí cambiar de camisa. Elegí la roja que Marcela me regaló por mi cumpleaños, llevaba más de seis meses en la percha, pero cuando fui a lavarme los dientes dejé gotear pasta en el pecho. Lavé la mancha blanquecina con agua caliente, cuidando en vano que lo mojado no se esparciera. Volví a cambiarme, seleccionando una negra ahora, ya molesto por el exceso de atención que le estaba poniendo a mi encuentro con Marcela en el Sujinho.

El teléfono apagado durante horas, el guardia del restaurante, después yo intentando convencer al acomodador de que mi mujer tenía un primo, y luego la pasta de dientes en la camisa. No había cerrado aún la puerta con llave y ya me sentía sofocado. Había perdido el control de las cosas. Era esa la sensación.

Escondí las manos sudadas en los bolsillos y caminé rápido por la Major Sertório. El cielo no estaba completamente oscuro y Suzi ya se encontraba en su puesto, alta y esbelta, con un vestido de lycra negro y varias vueltas de perlas de plástico en el cuello.

Hola, Oscar.

Miré alrededor, y me avergoncé de mi propia reacción, de preocuparme de si los transeúntes se habían percatado de que supiera mi nombre.

¿Te gusta mi look de muñequita de lujo?

No está mal, Suzi.

Un coche se detuvo y ella se inclinó sobre la ventanilla para ver la cara del conductor. Platicaron un poco. Ya los había rebasado cuando ella preguntó en voz fuerte a dónde me dirigía.

¿Yo?

Ella se rio. Puede que estuviera en venta, pero era la dueña del barrio. Sabía de todo y de todos. Pensé en la única vez que intercambiamos unas palabras, la noche en que el boliviano fue asesinado en el Largo do Arouche, y tuve miedo de su intuición. Adriano no le diría nada, pero a Suzi le tomaría dos minutos relacionar los hechos.

Saludos al doctor, dijo con sencillez, olvidándose de mí al segundo, volviendo a concentrarse en sobarse los pechos frente al conductor antes de bajarse el escote y desnudarlos ante él. Sí, por adelantado, la escuché decir. Me llamo Suzi. Platería, mi amor.

Examiné su intercambio con el conductor. Calibró el timbre de la voz, buscando antes muy cuidadosamente en la cartera un no se qué. Manejando los tacones con mucha coquetería, finalmente Suzi se subió al auto, que arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos con el semáforo aún en ámbar.

Había obra de teatro en el Sesc de la Vila Nova y la concentración de personas llegaba hasta la calle Maria Antônia, donde los estudiantes del Mackenzie invadían el asfalto, arremolinados en las puertas de los bares con sus latas de cerveza. Me pregunté si llegué a ser así de sociable durante los dos años que cursé arquitectura en aquella misma facultad.

Al doblar a la derecha en la calle de la Consolação, una atmósfera lúgubre se apoderó de todo. Una ambulancia abrió con su aullido agudo un carril para sí sola y cuando desaceleró pareció que se alargaba en el espacio, atravesando con su sonido las paredes frágiles de las casas de dos plantas tapizadas con muchos afiches y las puertas automáticas de metal que conformaban una sucesión infinita de garajes.

Remolinos de cables eléctricos contribuían al aspecto accidentado y decadente del lugar, pero aún así yo pensaba que la Consolação de noche se veía mejor que durante el día. Quedaba más evidente que era una vía para automóviles y motocicletas, y cada remiendo mal hecho para encubrir el paseo decrépito se hacía más notorio. Hasta los vidrios oscuros del Tribunal Regional do Trabajo me parecieron menos estáticos, entre más puertas metálicas y celosías, además de las antiguas viviendas simulando ser proyectos comerciales prolijos, con el segundo piso simplemente taponado, sin ventana. Vi un árbol y otro.

La ciudad en la noche, la misma que unos minutos antes me había parecido una revelación, iba perdiendo su encanto a medida que la recorría. Era monótona y repetitiva, letreros y grafitis. Motociclistas en bermuda y camiseta esquivaban los coches, en un serpenteo típico de una ciudad saturada. Los numerosos carteles se abalanzaban sobre mí.

Otro negocio anunciaba inyección electrónica, limpieza de bujías, reparaciones mecánicas, además del trío hojalatería-pintura-neumáticos. Arriba despuntaba un pequeño edificio residencial. Gabinetes, accesorios, asientos, espejos, todo para el cuarto de baño, y los vidrios rotos de una ciudad deteriorada con uno que otro morador de la calle envuelto en una manta, observando la carrera de autos. Bajo lo sombreado de la noche los rostros parecían de barro, apiñados contra el muro del cementerio da Consolação. Atrás, las torrecillas perpetuas de los muertos. En frente, los letreros de cincuenta kilómetros por hora.

Después de la casa color mostaza, en donde funcionaba la tienda Igapó, en la esquina de la José Eusébio, venía mi tienda. Siempre me gustó el negocio que fue de mi padre, por sencillo que fuera. Lustre Imperial.

La luminaria redonda roja y blanca de los años sesenta que elegí para la fachada, bajo el toldo rojo, no combinaba con el nombre. La tienda necesitaba una limpieza profunda no sólo por el lado de afuera, principalmente en el segundo piso, donde se ubicaban mi oficina y parte de la bodega. Era una de esas casitas mal adaptadas, que había perdido su función residencial hacía décadas.

A veces, me llenaba de valor para subir, pero después de examinar el desorden acumulado, me iba. Sin duda era mi culpa haber permitido que la sala se atrofiara de aquella forma, pero en lugar de deshacerme de una vez por todas de las cajas amontonadas y papeles, prefería regresar a mis planes, incorporando en mi mente los materiales que utilizaría en una posible reforma, como resina, mármol, detalles en acero.

También consideraba los buenos modelos comerciales a seguir, como el Shopping dos Lustres de allí cerca. Incluso colgaban globos para atraer a los clientes, que llegaban atiborrados de hijos y siempre salían con algo más que un globo. Y no únicamente los domingos.

Avisté el Sujinho a lo lejos. Los globos románticos de la plazuela estaban iluminados. Hasta el sobrenombre del lugar, Bar das Putas, jugaba en favor de una nostalgia por las luces amarillas que habían sido reemplazadas por otras más ahorrativas.

Marcela me daba la espalda, sentada en una mesa para cuatro personas sobre la acera de la calle Maceió. No me vio, ni cuando estuve a un paso de distancia, lo que me dio la posibilidad de retomar aliento.

Intenté visualizarme, regresando a la imagen del espejo en el departamento. Traía un poquito de panza y estaba un poco sudado, pero lucía una camisa bonita, reforzando el aspecto de profesional liberal que me gustaba tener. Acomodé las gafas. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Me estaba quedando calvo y mi palidez siempre fue aparente. Por mucho sol que me diera en la playa, no pasaba del beige.

Sentí en el estómago un cosquilleo de juventud, de cuando la vi a distancia y todavía no la conocía.

¿Marcela?

11

Hola, Oscar.

Marcela limpió con una servilleta la marca de labial de la copa, dejándola sobre la mesa para que el mesero la retirara. Lo hizo con el cuidado de quien borra una evidencia, señalando la silla que estaba frente a ella. Llevaba maquillaje, una sombra blanca, quizás plateada. Tenía una apariencia fresca, ligera. Mantuvo la mirada concentrada en la mía, probablemente para adivinar mi estado de ánimo.

¿Hola, Marcela? ¿Ya se fue Nelson?

Sí.

¿Para siempre? Me reí de lo que dije, apoyando el brazo sobre el respaldo de la silla de al lado.

De Acre, creo que sí. De aquí de São Paulo, no lo puedo afirmar.

Ya veo. Seguro que no tiene la menor prisa. Debe de tener muchos asuntos que poner al día contigo.

Así es, y si eso te hace sentir mejor, me estaba contando sobre su mujer, una tal Simone.

Así que realmente tiene mujer.

Tú no eres el único.

Sí, Marcela. ¿Y qué dijo? ¿Que no iba a volver?

Nelson le dijo que se tomara su tiempo, que enfriara la cabeza, que él haría lo mismo aquí en São Paulo.

Apenas me había sentado con ella y ya estaba hablándome del vecino. Como si estuviera obsesionada por él, o como si necesitara hablar de Acre, recapitular cada pedazo de la vida del tipo y de paso de la suya. Fui yo el que preguntó por él inicialmente, pero sólo para saber si se había ido del restaurante, para saber si estábamos solos. Marcela me observó superficialmente, mientras hacía una seña al mesero, para que me trajera una copa de vino, el mismo que el suyo.

¿Qué opinas, Oscar?

Pienso que hasta ahora Nelson sólo se ha dedicado a odiar a su madre, dije. Vera me lo estaba contando. Desapareció por completo, y ahora, de regreso a São Paulo, creo que se ha dado cuenta de que no soporta ni a su mujer ni a su madre.

¿Qué querías? ¿Imaginas aguantar a Vera?

Carajo, Marcela, ¿qué quieres que haga ella? Pobre mujer.

Ay, pobrecilla, se lamentó con cara de llanto y escupió una carcajada colérica. Por Dios, no puedo con eso.

Pero bueno, creo que al menos Vera empieza a resignarse ante la idea de que su hijo es un canalla. Qué le vamos a hacer. Vida nueva para ellos. Salud.

Me sorprendió que hubiera pedido ensalada de berros, cebolla y chorizo. No era de comer mucho y por eso generalmente no tenía iniciativa en los restaurantes.

Exprimió el limón encima, mojó bien la carne antes de pincharla con el tenedor. Primero probaba lo verde, luego la cebolla, en seguida la carne, para empezar de nuevo. Daba la sensación de que mordisqueaba lo que tenía en el plato solamente porque estaba ahí, y no porque le apeteciera el alimento. Lo curioso era que, con su interés nulo por la comida, tenía el don de llenar su restaurante todos los días.

¿Quieres farofa?

No quiero, Oscar. Así está bien.

¿Oye, y ya que hablamos de él, dime, por qué vino a São Paulo de forma tan repentina?

Me dijo que quería estar un tiempo alejado de la mujer y de los hijos. Es obvio que lo más probable es que esté metido en algún problema grave.

Hoy mismo Vera me contaba sobre la mujer. Hay algo que no está claro. Por cierto, Nelson no está casado con ella, y los hijos no son de él. Son de ella.

Lo que no cambia nada. Marcela suspiró antes de tomar otro sorbo de vino. Pero vamos al grano. ¿Quieres saber qué me dijo? ¿Me pasas el limón?

Te diría que está buscando trabajo, supongo.

Que era conductor de camiones cuando llegó a Acre. Después consiguió empleo en la construcción. Era pintor y hacía todo tipo de arreglos. Aprendió lo básico sobre los acabados más comunes. Entonces tuvo la idea de comercializar madera.

Veo que platicaron largo rato.

Marcela siguió. Él y Simone vivían juntos como si estuvieran casados. Creo que se conocieron donde ella bailaba, en una casa de espectáculos, qué sé yo.

Bailarina.

Ser bailarina no significa que sea una puta, si eso es lo que estás insinuando, Oscar. Tampoco por ser bailarina tiene que ser un bombón, pero bien por él. Se conocieron cuando él empezaba el negocio de la madera.

Vaya, me sorprende tu grado de información, Marcela. No sabía que estuvieras tan enterada de la vida de Nelson. ¿Ustedes se han visto más veces, Marcela? ¿Tú y Nelson? Pero déjalo. Sigo.

Comercio ilegal de madera noble. Nada malo, seguí contando, pero el mesero se acercó a nuestra mesa con la carne en una gran fuente. Picanha ao ponto para dois.

Marcela sonrió al mesero. ¿Sabes qué, Oscar?

No.

¿Quieres pimienta?

Pensé que fueras a contar más sobre Nelson.

El castaño en los ojos verdosos de Marcela se hizo más intenso. Tranquilo, Oscar.

Estoy tranquilo.

Con esas palabras vinieron imágenes vagas de aventureros y miradas fijas en la niebla. Aquello quedó flotando en mi cabeza, mientras ella hablaba de Simone con cierta propiedad, como si dominara parte de la trayectoria de Nelson por Acre.

Te decía, prosiguió Marcela, que Simone le dijo a Nelson que venía de Ceará. Parece que le gustó su carácter fuerte. O eso dijo él, que ella era del tipo de las que no miran atrás, de quien sobrevive a cualquier precio en el extranjero.

Una extranjera sólo porque salió de Ceará para irse a Acre. La bailarina andarina.

Nelson me enseñó una fotografía de ella con él y los hijos, no tenía mucha pinta de bailarina.

¿No?

Un poco fuera de forma, ¿sabes? Creo que después de conocer a Nelson se hizo ama de casa.

Le habrá encantado la nueva ocupación, dije.

Marcela me miró, asintió lentamente con la cabeza, pero mantuvo la distancia. Mientras más se adentraba en la historia de Nelson, más me costaba disimular mi aversión hacia todo aquello. Lo que más me incomodaba era la naturalidad de Marcela, y su desagrado aparente por todo lo que yo decía, como si yo fuera un imbécil.

Nelson me contó que Simone tenía ojeras, pero que aún así era bonita. En la foto parecía muy maquillada, seguramente para cubrir las ojeras. Y llevaba unos pendientes dorados gruesos, de argolla.

Parece que te estuvieras comparando con ella.

Marcela se quedó pensativa, como si buscara más detalles de la mujer. No parecía querer provocar celos, ni que estuviera comparándose con ella. Exponía los hechos con riqueza de detalles. Sólo que yo no estaba acostumbrado a que hablara mucho, menos aún sobre un tema que me molestaba tanto. Quería creer que iventaba todo aquello, por el mero placer de fantasear sobre la vida de otros, pero Marcela no era así. Podía ser fría y gruñona, pero no le gustaba el chisme. Lo que me pesaba era el pasado que tuvo con aquel tipo. Convivieron tan sólo algunos meses, pero me di cuenta de que ella nunca había dejado de pensar en Nelson y sus andanzas, ahora se estaba demostrando a sí misma que había encontrado las fichas para cerrar el juego que estimulara su curiosidad durante años. A disgusto, empecé a interesarme por el relato.

¿Por qué?

No entiendo la pregunta, reaccionó Marcela frente a mi repentina pregunta.

No, nada.

Porque él tenía un trabajo. Me dijo que empezó a firmar contratos falsos para burlar las leyes y cortar árboles centenarios.

Cortaba los árboles de la foresta como si estuviera en el patio de su casa, agregué. ¿Es eso?

Así es. Nelson me contó que fue Simone quien eligió la casa, quedaba en una parte más baja de la carretera que se encharcaba por las lluvias, pero era una construcción sólida y bien decorada, con todo y cortinas.

Considerando que vivían en medio de la naturaleza.

Creo que si dependiera de ella, hasta le hubiera puesto alfombra. Nadie quiere escuchar hablar de un suelo de madera, supongo, con la cantidad que debe de abundar por allá.

Marcela sonrió, girando la copa de vino por la parte más abombada.

Así que Nelson rentó una casa al pie de la foresta Amazónica. ¿Dijo dónde?

Creo que queda en un poblado cerca de Manoel Urbano, a un lado del río Purus. Antes de ellos, parece ser que un comisario muy joven rentó la casa, un tipo que se enriqueció rápidamente para después desaparecer.

Es siempre así. Los tipos que desaparecen. Bueno, lo imagino.

Visualicé al comisario enriquecido y luego a Simone a partir de la descripción de Marcela, añadiéndole pendientes grandes a cualquier hora del día o de la noche. Llegué a verla recortada en una rendija de cortina, el rostro observando lo desconocido. La imaginé lamiéndose los dedos, como lo hacía Marcela en ese momento, frente a mí, nada más exprimir otro cuarto de limón sobre la carne.

El retrato que yo hacía de Simone traía una atmósfera onírica de fin de carretera. Simone retirándose de la ventana, y su manera acalorada de ser, tendría rasgos indígenas, engordada de azúcar y cerveza. No debía ser tan gorda como deseaba Marcela, ni tan deslumbrada por la religión como imaginé, porque por un instante creí que fuera evangélica.

De pronto me quedó claro que Simone era una mujer moderna, que ella se definiría así, aunque el término no dijera absolutamente nada. Me di por satisfecho con mi interpretación, incluso sin saber realmente de quién se trataba o si dicha proyección tenía algún sentido. Marcela me miraba. Lo que me quedaba claro era que la llegada de Nelson a São Paulo había inquietado también a mi mujer.

¿Y la casa?

Tienen sirvienta, dijo Marcela.

Ya. Debe de ser una casa grande, por lo que me contaste.

Con muchas ventanas, dijo, sumando detalles como si armara la ficha de alguien.

Volví a imaginar a Simone en el interior de aquella casa amplia en el pueblo. Su vida doméstica se resumiría a observar por las ventanas, tras los cristales constantemente pulidos por la empleada de delantal blanco. La imaginaba muerta de aburrimiento en aquel fin de mundo, deteniéndose ocasionalmente para aplastar un insecto, atenta al sonido de su propia ropa y de las hojas en el exterior. Por las noches, Simone se sentaría en la cocina, distraída por el reflejo de las imágenes del televisor en los cristales, sazonado con las voces de los hijos.

Marcela, ¿tú crees que ella es cómplice de las transacciones de Nelson?

Creo que sí, alguien tenía que contar el dinero.

Me reí de la suposición de mi mujer. El sonido de la televisión estorbaría a Simone durante la actividad clandestina, el conteo de los cheques de la empresa contratista del marido. Si ella tenía algún tipo de ocupación profesional, era esa.

Está claro, entonces, Marcela.

Qué.

Por lo que dices, Nelson debió hacer grandes amistades por allá. Y por eso regresó así, sin tiempo para traer aunque fuera una pequeña maleta. Algo te contaría de esto.

¿De qué?

Los pormenores de su escapada. Marcela, el tipo huyó, es un bandido.

Un destello de sonrisa brotó de sus labios. ¿De verdad lo crees? ¿Y Simone? ¿Ella qué es?

No lo sé, Marcela. Sólo puedo imaginar a esa Simone detrás de la cortina, con la ventana cerrada por los mosquitos. Piensa en cómo se sentirá ahora. Muerta de miedo, pensando que alguien vendrá para vengarse de Nelson.

¿Eso crees? Hiiiijo, Marcela imitó el acento nordestino pesado de la mujer, mi cabeza está que exploooota, tráeme un vaso de aaaagua, se rio Marcela.

¿Con ese acento?

¿Acaso los nordestinos no enfatizan la penúltima sílaba? ¿Mi acento está tan mal? Ella es de Ceará. Muchos se fueron para Acre.

Lo sé.

Yo te digo que sí, un día ordinario debía ser un dolor de cabeza para ella, imagínala ahora. Las idas y venidas por la casa, abriendo puerta por puerta para ayudar a refrescar un poco los pensamientos. Marcela dibujó el contorno de la ceja derecha con el pulgar. Qué situación, Oscar. Deshacerse de la casa, buscar otro lugar.

¿Todo eso te lo platicó Nelson o te lo estás imaginando?

No, sólo estoy suponiendo.

Marcela habló de forma defensiva. Respiró hondo. Limpió el cuchillo en el tenedor para servirse más chorizo. Terminó de exprimir el limón que ya se encontraba en su plato.

Caray, estás hambrienta. Cuánto limón, Marcela.

Así es.

¿Cuántos años dijiste que tiene Simone?

Cumple cuarenta y ocho este mes. ¿Por?

Bueno, es que te sabes cada uno de los pormenores.

Marcela se quedó quieta observándome. ¿Haces la pregunta y luego me criticas?

Claro que no.

Mira, si te aparecieras por allá en Acre le pegarías un gran susto a Simone. Posiblemente te confundiría con un enviado de la policía en búsqueda de Nelson. Imagina su cara, tú llegando, encarando a la infeliz, después de haber estacionado el coche en la poca sombra del patio. Hasta puedo ver a la mujer con los ojos muy marcados de delineador, el pecho grande detrás de la bata, una barriga protuberante, mordisqueando el pescado recién frito por la sirvienta. Te atendería en la puerta, muy solícita y alegre como una socialité nordestina, como si tú fueras una visita, y te invitaría a probar el pescado.

Basta, Marcela.

Marcela continuó, sin dejar de imitar el acento. Aquí es así. Uno come hasta que acaaaba. Este de aquí es Nelson, en lo alto de la fotografía, mi mariiido. Eso es lo que pasa cuando la gente se mete en la foresta a por madera. Por culpa de ese hombre vamos a terminar en la calle. ¿Usted es policía, por casualidad?

Detente, Marcela.

Ella lanzó una risa forzada. Sólo digo que en algún momento la policía tuvo que ir a buscarlo, estaba robando árboles.

Y Vera jura que él es ingeniero.

Nuestra vecina es una despistada. ¿Quién le dijo eso?

Y más sin haber tenido comunicación con él por tanto tiempo.

¿Lo crees? Nelson me dijo que llamó algunas veces a su madre.

¿En serio?

Si no fuera cierto, ¿cómo iba ella a saber que él andaba por allá? ¿Te acuerdas cuando Vera nos regaló el calendario del zapatero?

Sí.

¿Del zapatero que también viene de Acre? Ella llegó con un calendario extra para nosotros, toda feliz Hasta nos habló del hijo, pero no asociamos una persona con otra.

Eso es. Y su diploma debe ser una licencia de conducir falsificada. Pero Simone sí sabía que vendrían por él. La veo allí, como la describiste, tras los cristales, presintiendo alguna desgracia, esperando la llegada de ese día. La luz debe entrar con fuerza en esa casa, incluso con las cortinas.

Marcela cortó la carne, separó la grasa y se metió un trozo grande en la boca. Se la cubrió con la mano para poder hablar.

¿Tú no comes nada, Oscar? Ahora piensa en Tamires y Tiago. El tema de conversación de los chicos estos días será el padrastro. Nelson se volverá una sombra para esos adolescentes. Y mira que ya estuvo un tiempo en prisión.

¿Nelson estuvo preso? La historia se repite entonces. Acuérdate de cuando llegó a Santos, ya había pasado por la Febem.

Ahora se llama Fundación Casa, Marcela corrigió. Por cierto, qué nombrecillo, ¿no? No quiere decir absolutamente nada. Un paredón blanco.

Lo único que sé es que Nelson está bien jodido. Si vino forajido, alguien lo va a encontrar.

Mi mujer no dijo nada en respuesta. Ya había sido testigo de su desaparición una vez, ahora se limitaba a escuchar lo que Nelson contaba sobre su pasado y mis comentarios. Quizás le sirviera para desmitificar la historia de ese hombre por el que siempre tuvo debilidad. Cada descompás, Marcela lo interpretaba como instinto de supervivencia, vigor y personalidad.

Volví a pensar en Simone encerrada en la casa, en medio de aquel paisaje frondoso, con la hija que se parecería a ella. Seguramente una adolescente rebelde, con aires de desprecio hacia todo. Tiago diría que la hermana era una consentida mientras ejecutaba todos los trucos de yoyo que Nelson le había enseñado, en algún tramo de calle fragmentada cerca de donde vivían, haciendo girar el juguete para hacer la estrella o el perrito. Tamires se mostraría interesada, y el hermano le preguntaría qué andaba mirando. Indignada, ella apartaría el cabello largo de su rostro bonito, mirándolo como si no lo conociera. Era eso. Una familia aburrida como otra cualquiera.

¿En qué piensas?, Marcela quiso saber. ¿Quieres pedir postre?

Pensaba en Simone.

Ah, en Simone.

Pues sí. No creo que tenga un aspecto desagradable, como tú dices.

Qué importa, no estoy preocupada por la apariencia física de la mujer de Nelson, ¿o tú piensas que sí? Anda, Oscar. Marcela empujó mi pie por abajo de la mesa.

¿Y los niños de ella? ¿Cuánto hace que Nelson vive con ellos?

Como cinco años.

Ah, ¿de eso no estás segura?

No. Pero lo que traía preocupado a Nelson era justamente Tamires. Usó anteojos desde pequeña. Tenían una mesa de billar en la casa, y él detestaba que la niña no atinara el taco en la bola. No era porque la vara fuera pesada, sino porque no veía la bola.

¿Mozo? Marcela sostuvo el brazo del mesero que pasaba cerca de la mesa. ¿Hay brigadeiro? ¿No? ¿Entonces puedes traer la carta de postres? Bueno, no. Quiero una copa de helado de chispas de chocolate.

Imaginé a Tamires, primero de niña y luego de adolescente, siempre con anteojos, moldeando brigadeiros con las amigas. El dulce agigantado, del tamaño de una bola de billar. Un intento continuo por alcanzar la forma perfecta.

Así es, Oscar. Al menos ahora Simone ya no sufrirá la angustia de convivir con Nelson.

Ahora entiendo tu interés por Simone. Imaginar la vida de ella sin Nelson y viceversa. Me parece gracioso.

En realidad, lo que es gracioso son tus suposiciones.

¿Crees que se largará de allí? ¿De todo ese lujo que me has contado? Imagínatela intentando alquilar esa casa con baño doble, vestidor integrado a la suite y terraza. Seguro que es enorme. Ahora la mujer andará enloquecida, pensando en cómo pagar el alquiler. Si no se defiende, hasta pueden desalojarla.

Mis pensamientos oscilaban. Simone, consumida por la visión de los insectos del lado de fuera del vidrio sudado, diferentes a los de su tierra. Desde allí también avistaría un cielo resistente a la acción del tiempo. Incluso imaginé las voces de los hijos por la casa, vi los reflejos en los vidrios.

Dime, Oscar. Marcela tomó un trago de vino.

Es curioso cómo la vida de los otros de repente nos conmueve, ¿no te parece Marcela? Debe de ser difícil para Simone tener al marido en quien sabe dónde. Imagínate a los enemigos de Nelson rondando la casa. Ya no ha de dormir.

Pues sí. Esperando la visita de la policía o de algún justiciero. En fin, lo que vaya a pasar con Simone en Acre no es mi problema, ni tuyo.

El mesero trajo el helado de Marcela en una copa de vidrio.

Volví a concentrarme en Nelson. Cuando se escapó de prisión debía tener el mismo aspecto de loco de cuando lo conocí en Santos. Marcela me contó que estuvo libre por algunos meses, pero que lo volvieron a aprehender.

Huyó, deambuló por allí un par de días y vino a São Paulo. En realidad pasó por su casa antes y le dijo a Simone que iba detrás de un pago, que ella estuviera tranquila, que no tardaría en regresar. Nelson me dijo que la mujer estaba despavorida.

Me imagino.

Al parecer, él condujo hasta un bar y el dueño al verlo, subió el volumen de la radio y se metió a la cocina. Para sorpresa de Nelson, en su lugar regresó una joven con el cabello suelto, con la misma barbilla inexistente del propietario del bar. Era la hija. Usaba un vestido anaranjado.

Estás inventándote eso, Marcela.

¿Y qué? ¿Acaso no puedo? ¿Un vestidito ajustado con un cierre vertical, así? Marcela me miró de lado y guiñó un ojo. ¿Quieres un poco? Marcela me ofreció una cucharada de helado.

No, termínalo tú.

Entonces él le dijo algo como me la pones dura. Porque hacía mucho que no tenía sexo con nadie. Por lo menos fue lo que me dijo.

Ah, te contó eso. Puta madre, Marcela.

No, Oscar, no fue con esa intención. Y mientras, no olvides que estaba su mujercita, esperando a que el marido regresara de la cárcel. Dudo que le contara sobre el tipo de la prisión, su amantillo. Un tal Josias.

¿Josias?

Sí, dijo Marcela, cruzando los brazos sobre la mesa. Después debió decir algo como soy el último cliente, si alguien entra, di que está cerrado.

Nadie dice eso al dueño de bar, Marcela.

Lo sé, lo sé, pero deja que te cuente. No recuerdo el orden exacto, pudo haber sido el dueño, que entró de la cocina y se lo dijo a Nelson. La chica del bar le dio la espalda, caminando en dirección a la cocina para regresar en seguida con algo de comer. Cuidado porque está caliente, dijo ella. ¿Vas a querer algo más? Marcela imitó a la muchacha del bar. Lo hago delicioso, ella dijo.

¿Y luego?

Luego, aparecieron dos hombres. El dueño debió llamarlos.

Dos hombres aparecieron en la puerta del bar. ¿Y?

Se quedaron frente a Nelson.

Oye, ¿puedes dejar de dramatizar la historia? Trata de concentrarte en lo que realmente sucedió. Así es difícil seguirte, Marcela.

Uno era brasileño y el otro boliviano. El boliviano era un sicario conocido. Buenas, Nelson. Buenas noites.

Carajo, Marcela. ¿Ahora vas a hablar en portuñol?

De acuerdo con nuessos dados, el señor es um ciudadão que trafica madera há quatro anos. Além de descumprir o pagamentode impuestos.

¿Quién era el tipo, el otro?

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