Acre

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Y ahora ya no.

No seas ridícula. Creí que viniste porque querías estar conmigo, si lo pregunto es para saber. Supongo que te sentías triste por la muerte de Washington, porque tu madre no te dejaba en paz, qué se yo. Nada malo, sólo me acordé de ese episodio. Es que hay algo que hace que regrese a la misma situación. A veces pienso que estás tramando algo, Marcela.

¿En contra de ti? ¡Por favor!

En aquella época querías estar con él. Y me da por pensar que nada ha cambiado. ¿O estoy equivocado?

Ay sí, Oscar. Ya tejiste toda una telenovela en tu cabeza. Quería estar con él, pero él no quiso saber nada de mí. Entonces no tuve alternativa y regresé a Santos. Marcela levantó los hombros. Pero renuncio a platicar contigo. ¿Por qué siempre quieres regresar al pasado? ¿Qué ganas con eso?

Siempre ha habido alguien que quería estar contigo.

Menos mal, ¿no crees?

¿Por qué te irritas tanto, Marcela?

Si quieres saber si pasé la tarde con Nelson, sólo tienes que preguntar. No hace falta rehacer todo el recorrido romántico del barquito. Lo que pasa es que me quieres patrullar. Me tienes harta.

Marcela me miró desafiante, se palpó acalorada las axilas. Estuvimos así un buen rato, sumergidos en el silencio, el ventilador zumbando.

Necesitamos un aire acondicionado, dije finalmente.

Pues sí.

Marcela.

Dime.

Ven aquí.

Ella se aproximó, inclinando la cabeza hacia adelante, mientras su cabello moldeaba su rostro en dos partes iguales. Lo levantó, liberando la nuca del calor que hacía.

Anda, amor, no le des tantas vueltas. Ya sabes que a veces puedo ser nostálgica, como tú.

Ya, nada más que un encuentro con el pasado. Ven aquí, Marcela.

Sujeté su pelo con una goma que retiré de su muñeca, mostrando que tenía la habilidad para dar una, dos vueltas, y ella me miró con una sonrisa traviesa de chiquilla, mientras yo acomodaba su flequillo despeinado por detrás de la oreja. Marcela rozó mi cuello con los labios, de forma tan suave que llegué a dudar si era un beso. Soplé su hombro sudado. Ella no se movió. Probablemente así de quieta estaría cuando estaba con Nelson, en su piso, justo al otro lado de la pared. Sin pensarlo, le solté una bofetada. Fue sin querer, estuve a punto de decir, pero Marcela me miró como una niña inocente, como si fuera la primera bofetada que recibiera en su vida. El ardor no la trajo a la realidad. Al contrario. Me miró, con una sonrisa que amenazaba con brotar. Me hizo pensar en un rasguño de arena que no deja marca. Atenuaba el miedo, si es que le temía a algo, mirándome con sencillez.

Fue ella quien me jaló hacia la habitación. Nos sentamos en la cama y ella inclinó su cuerpo para atrás, quebradiza como un celofán. Pregunté si hacía lo mismo con Nelson, cuando Vera salía a jugar bingo.

Marcela me miró, como si no comprendiera lo que yo decía, lo que me hizo volver a pensar en el rasguño de arena que no deja marca, y en un día en que ayudaba a limpiar pescado en el restaurante y las escamas se metieron bajo mi uña.

Levanté su blusa y rocé con el diente su pezón. Ella volvió a tocar mi cuello con los labios, deslizando los dedos para adentro de su pantalón, arrancándose la ropa, después la mía. Se subió en mí y mordió mi hombro. Luego me golpeó la cara. Avivada por mi sorpresa, se rio.

Volvió a reír. Preguntó si íbamos a empezar a arreglar nuestros problemas a golpes y, acariciando mi rostro, dejó caer un poco de saliva a mi boca. No sé si fue intencional, pero era algo que nunca había hecho.

Sentí sed. Le dije que no se moviera, mientras tanteaba el suelo liso en busca de un vaso que había dejado allí por la mañana.

14

Sentí el olor fuerte a gas en el instante en que Marcela se despertó tosiendo. Abrí la ventana y salimos del departamento. Golpeé la puerta de doña Vera, pateé, llamé fuerte y nada. Nadie contestó. El 9c y el 9d estaban desocupados, aún así grité, invocando a cualquiera que pudiera estar allí. Regresé por mi móvil y llamé a los bomberos. Abajo, Décio no estaba enterado de nada, ni había visto salir a Nelson.

Cuando derribaron la puerta, encontraron a la mujer sentada sobre el inodoro. Fue trasladada de inmediato a la Santa Casa. No permitieron que me acercara cuando entraron al portal y Adriano, que estaba de guardia aquella madrugada, me llamó por teléfono en seguida.

Hola, Oscar. Ya no hay nada que hacer, llegó muerta. Como yo no contestaba, volvió a hablar. Lo siento pero la llevaron ya a la morgue.

Me cambié de ropa y fui al hospital. Adriano estaba justo en la entrada. Vi un atisbo de culpabilidad en su mirada.

Hola, Oscar. Lo siento.

¿No hubo forma?

Cuando ingresó estaba muerta. Te confieso que como administrador del edificio, no como médico, de algún modo me siento responsable por lo ocurrido. No tenía conocimiento de aquel calentador antiguo, y menos que estuviera en el cuarto de baño. Generalmente sucede en el cuarto de baño. La gente es muy irresponsable. Luego viene un frente frío y ya sabes. Dejan todo cerrado, sin una abertura para que el aire pueda circular.

No tienes la culpa, Adriano.

Ya, ya sé que es responsabilidad de los bomberos, no del edificio. Por otra parte, ella nunca pidió que inspeccionaran la instalación.

Vivió así siempre. ¿Por qué iba a tener esa clase de preocupaciones?

Tú siempre defendiendo la negligencia de la mujer. Mira en lo que resultó. ¿Me vas a defender si vienen a inculparme? ¿Al administrador?

Sacudí los hombros.

Ahora dime, ¿dónde está el hijo? Nelson.

Ni idea.

Me puse a llorar. Adriano me abrazó. Anda amigo, sé que estabas muy unido a ella. Al carajo con Nelson.

Mejor que no esté por aquí, alcancé a decir, sabiendo que mi conmoción sólo expresaba debilidad.

Adriano me llevó a tomar un café. Introdujo una moneda en la máquina y la bebida cayó en un hilo aguado al vasito de plástico. Estuve otro rato con Adriano, hasta que él dijo que ya regresaba, y me vi en la recepción entre enfermeras y desconocidos. Decidí ir a la tienda y Marcela, como por un milagro, llamó para saber cómo me encontraba.

Aprovechó para decir que Sueli organizaba una colecta para los últimos gastos de la vecina, que deberíamos contribuir. La cremación será dentro cuarenta y ocho horas. Dijo que Sueli pasaría con un sobre de puerta en puerta y anotaría meticulosamente lo que que recaudaría de cada morador, para no dar lugar a confusiones, según ella. Y que la policía aisló el piso para las pruebas periciales, pese a la insinuación de Adriano de que pudo haber sido asesinada por el hijo.

Décio comentó más tarde que Nelson entraba y salía del edificio siempre muy ocupado. Ya en casa, me llamó la atención que el teléfono de la vecina sonara la noche que siguió a su muerte como nunca antes lo había hecho.

Quieren estar seguros de que ella no va a contestar, dijo Marcela.

Me puse a pensar si Nelson limpiaría el departamento, sacaría sus pertenencias, empezando por el montón de cajas de medicamentos olvidados en los cajones, y siguiendo por los celofanes de depilación en el cuarto de baño. Y el café en el frasco de cristal.

Todo indicaba que se trató de un accidente. Marcela, sin embargo, estaba convencida de que fue un suicidio. ¿Qué razón tenía esa mujer para vivir? No había más que ver la cara con la que se aparecía por el Kidelicia.

Nelson estaría en casa, pero seguíamos escuchando los telefonazos fantasmas que nadie contestaba. Me acordé de ella, hacía tan sólo un día estaba en la puerta de casa pidiendo café prestado, mientras extendía las manos con su frasco de glamour tardío.

Nadie consideró que Vera fuera de las que se suicidan, contesté a Marcela.

Yo tampoco, replicó ella.

En el zaguán, el bombero dijo que la había encontrado sentada sobre el inodoro con las manos duras, abrazándose. Los ojos estaban abiertos, en dirección a la pequeña ventana alta junto a la ducha. Hice un gesto de entendimiento, reconociendo la manera en que Vera cruzaba los brazos. Quizás sintiera frío.

¿La ventana del baño estaba cerrada?

Afirmativo.

La imaginé, y estuve a punto de decirlo, recitando una oración por su Vila Buarque olvidada, de calles rotas.

Y pensar que todo eso una vez formó parte de una finca muy verde, habría añadido ella.

Ante el crematorio, el conductor Vitor se metió en el estacionamiento para realizar la maniobra de salida. Avisó que aguardaría con el taxímetro encendido, lo hizo levantando la mano, como quien palpa la lluvia. No llovía.

Décio se había ofrecido a llamar al novio, que era taxista. Dio a entender que a todos nos arreglaba, a él le vendría bien y él nos haría buen precio. Vitor se estacionó frente al edificio y salió del auto para estrechar mi mano. Estaba a punto de llover, Marcela me miraba molesta por la posibilidad de que nos agarrara el tráfico.

En el crematorio, tardamos algunos minutos en convencerlo de lo del taxímetro. Le dije que si no fuera por la restricción, no nos habría traído. El martes era el día en que nuestro coche no podía transitar. La cremación sería por la tarde, pero quise llegar temprano porque tenía que abrir la tienda y Marcela también tenía que ir al restaurante, le expliqué.

Además, pero no se lo dije, estaba demasiado consternado para soportar la ceremonia, más teniendo en cuenta la probable presencia de Nelson. Finalmente Marcela le preguntó si no le pesaba en la conciencia aprovecharse del dolor ajeno, y le recordó que Décio nos había prometido que por ser su novio nos haría una tarifa especial.

Vitor sonrió mirando hacia abajo. Sí, claro. Apago el taxímetro antes de finalizar el trayecto entonces. Décio me dijo que usted es vecino, pero no es familiar, ¿o sí?

A falta de un nombre, me dijo amigo. Probablemente olvidó que me llamaba Oscar. Bajé del auto después de que lo hiciera Marcela.

Había tres coches estacionados en el área reservada para empleados. Marcela se cruzó el asa del bolso por el cuerpo antes de entrar al zaguán que se encontraba vacío, de no ser por una recepcionista situada al fondo.

La pared que daba a la entrada estaba cubierta de hiedra, que bajaba de lo alto hasta tocar el suelo. Era un pasillo descubierto con un jardín colmado de flores campestres. La nave central recordaba una construcción simple de provincia con una estructura de tablillas cruzadas, aireada y limpia, excepto por un tragaluz circular inspirado en los moldes del Panteón de Roma, situado justo en medio, sobre la cafetería.

Cuando nos acercamos, la empleada apagó el móvil. Muy buenos días, dijo. Era una muchacha rubia de sonrisa perfecta. ¿Buscan a doña Vera Panchetti?

Sí.

Su cuñado dejó instrucciones de que todos sean bienvenidos, que el café va por su cuenta, que se sientan a gusto.

¿El de Santos? Pregunté en un ímpetu.

Ella nos miró exhibiendo los dientes perfectamente blancos. Los aretes de perlas parecían demarcar la sonrisa de la recepcionista de oreja a oreja. Sí, su cuñado, doctor Rodrigo, que pasó toda la noche aquí y se fue a descansar. Ustedes son los primeros esta mañana.

¿Y Nelson, el hijo, vino?

Señor, como aquí trabajamos por turnos, desafortunadamente no lo puedo asegurar.

La muchacha indicó el final del pasillo. Es allí, en la sala del fondo, a la derecha. Si necesitan cualquier cosa no duden en llamar.

Gracias, dijo Marcela.

Avanzamos en silencio por el pasillo. Las puertas abiertas revelaban salas completamente vacías. No había adornos, ataúdes, nada. Según caminábamos, el jardín del patio iba emergiendo. Me sentí como un visitante afligido, buscando alivio a lo largo del cantero. La última puerta a la derecha también estaba abierta.

Vera descansaba sobre el acolchado de satén blanco en un ataúd sin tapa y elevado para que las personas pudieran estar más cerca de ella. Besé su frente para después tocar sus manos tan cuidadosamente cruzadas sobre el pecho que no quise desacomodarlas.

Marcela señaló los cuatro floreros altos con crisantemos amarillos, y comentó que habrían sido elección de Sueli, pero discordé, pensando en el cuñado de Santos, el doctor Rodrigo, que además de haber perdido al hijo ahora era viudo.

Las flores son su aportación, apenas afirmé, pensando en quién habría vestido a Vera de forma tan fina. Tal vez fuera ropa de la hermana de Santos que él había traído. Era un traje bien ajustado sobre el cuerpito flácido. Y los floreros embellecían la vista. Estaban llenos, casi festivos.

¿Será que Tuca vendrá, Oscar?

¿Por qué, Marcela? ¿Qué tienen que ver Tuca y Vera? No se conocían.

No sé, me acordé de ella, contestó.

Respiré hondo, sintiéndome culpable por no visitar nunca, ni llamar por teléfono a la mujer que me cuidó en Santos. Tenemos que hacerle una visita, dije a Marcela. Mi mujer se había acercado a Vera, pero no la tocó.

Todavía tiene el alma dentro del cuerpo, dijo Marcela.

El maquillaje cobrizo de los ojos casaba muy bien con la imagen cristalizada y solemne de la vecina. Algo que nunca había visto. Vera no parecía muerta, sólo un poco cansada, como si hubiese pasado la noche en claro, pensando qué sería de su vida.

Sí, parece que estuviera viva.

Llegué a oir el sonido del ascensor y del celofán de la depilación. Las arrugas del rostro se habían suavizado, pero la ferocidad en la expresión todavía estaba allí. Pedí a Marcela que nos quedáramos otro rato, y ella permaneció a mi lado, con la mirada fija en los botones de su camisa.

La muerte ocurrió al final de la madrugada. Si alcanzó a percatarse de un olor sospechoso, probablemente ya no tuvo fuerzas para levantarse y pedir auxilio. Nelson no se encontraba en el departamento, lo que no me sorprendía. Era un insomne que vagaba por ahí. Aún así, me pareció absurdo y extraño que nadie le diera demasiada importancia al incidente. Ni el Cuerpo de Bomberos, tampoco la policía que llegó después. La necropsia indicó envenenamiento por inhalación de monóxido de carbono y ya no se habló de ello.

Pensé en Décio, ahuyentando el frío de la madrugada, antes que todos apareciéramos en el zaguán, sin saber lo que había sucedido, y en Vitor, su novio, que nos esperaba a las puertas del crematorio.

Antes de abandonar el lugar nos detuvimos en la cafetería, más bien un kiosko, por ser una pequeña construcción abierta, con cuatro sillas. Otra joven se acercó con el paso apresurado desde la recepción, anudando el cabello en un broche. Preguntó si estábamos ahí para el velorio de doña Vera Panchetti, y nos ofreció café.

También hay descafeinado, avisó.

Me limpié los ojos y pedí dos cortados. Pensé en el cuñado de Vera, que se haría cargo de todo, el doctor Rodrigo, que tantas veces se quedó a mi lado después de la pelea con Nelson. Marcela se sentó con las piernas cruzadas de lado y sopló el café. Tuve ganas de hablar sobre Vera Panchetti del 9b, la del pan en la bolsa arrugada de la panadería.

De regreso al estacionamiento, encontramos a Vitor fuera del coche y, solícito, abrió la puerta para Marcela. Se subió y me miró por el espejo retrovisor. Cuando nuestras miradas se encontraron, preguntó si podía poner música.

Cerré los ojos para aliviar la tristeza y también para olvidarme de él. Quise deslizarme un poco en el asiento, pero el cinturón de seguridad estorbaba, entonces regresé a la posición anterior. Me hubiera gustado decir cualquier cosa, pero no dejaba de pensar en mi vecina metida en el ascensor, preguntándome si me había teñido el pelo.

Vitor conducía callado. Se tocaba la nuca o se distraía acomodando el espejo. Me fijé en el anillo dorado y el reloj ajustados, me puse a pensar en su relación con Décio, que vivía en la Liberdade, no sé si con él. Calculé que nuestro conductor tendría unos treinta años, la mitad de la edad de Décio. Era moreno y corpulento de gimnasio. Por el retrovisor, inspiraba confianza. De vez en cuando me topaba con su sonrisa de doble mentón, acentuada por la camisa cerrada hasta el último botón.

Anduve mucho por esta zona, dijo de pronto. Estudié en el Mackenzie, a la vuelta de su casa.

¿De verdad? Yo también estudié allá. Arquitectura. ¿Y tú?

Computación, pero no terminé.

Yo tampoco. ¿Eres de São Paulo?

Crecí en la Duque de Caxias.

Aquí cerca.

Mi tarjeta. Cualquier cosa me puedes llamar.

Gracias, Vitor.

Me di un baño cuando llegué a casa. Marcela salió enseguida al Kidelicia y el teléfono volvió a sonar en la casa de la vecina. Nadie contestaba. Sentí curiosidad por el padre de Washington. Después de tantos años él podría estar allá, en la puerta contigua. Decidí marcar al número de la casa. Sonó varios timbrazos y, de pronto, Nelson contestó.

Hola.

Hola, Nelson, soy Oscar.

¿Oscar? Décio dijo que fuiste al velorio. Gracias, mano.

Sí, fui. ¿Y tú?

Estuve allá y regreso en un momento. Para la cremación. ¿En qué te puedo servir? Mi madre no se encuentra.

No supe si aquello había sido una provocación o si se confundió, por fuerza de la costumbre. No, nada, en realidad yo, yo… ¿estás bien?

Sí, en la medida de lo posible. Vino mi tío de Santos. Te acordarás de él. El padre de Washington.

¿Y cómo está?

Oscar. ¿No prefieres venir? No me gusta hablar por teléfono.

Está bien. Espera un segundo, dije, buscando una camisa en el armario.

Nelson se demoró en contestar. Estaba a punto de regresar a la casa cuando él abrió la puerta. Estaba salpicado de pintura.

Es que estaba pintando una pared.

Los muebles habían sido arrastrados hasta el centro de la sala y cubiertos con trozos de plástico. No sabía que Vera tuviera tantas cosas. El día de la reunión el espacio me pareció relativamente vacío.

¿Y eso?

¿Eso qué?

¿Por qué te pusiste a pintar el departamento?

Porque hace falta, ¿no crees?

Nelson, tú sabes que negociamos el departamento con tu madre.

Y tú que yo soy el hijo, dijo Nelson, que se había agachado para remover la pintura en la lata. En realidad pensaba alquilar el inmueble. O traer a mi mujer para acá. No lo sé, no importa. Además, tengo a viejos conocidos, como tú y Marcela.

Tu madre no ha sido cremada aún. Todavía está en el ataúd.

Así es, Oscar. Tu sentimentalismo puede matar a cualquiera. ¿Tú crees que no estoy triste por la muerte de mi madre? ¿Que quizás hasta más que tú? Es más, ¿a qué viniste?

¿Yo? El teléfono no dejaba de sonar. Entonces llamé. Qué sé yo. No sé qué hago aquí. Tú dijiste que viniera.

Pues sí.

Nelson arrastró la lata de pintura con tanta fuerza que ésta se volteó.

Mira la mierda que organicé. Podría pedirte que te largaras. Podría. Pero te tengo pena. O sí que la tengo. Tú, ¿quién crees que eres? Tienes una tienda de luminarias en la calle Consolação. La heredaste de tu padre. Yo, en cambio, conquisté todo sin ayuda de nadie.

Ah sí. Ya veo.

Mi madre se moría por un poco de atención y de dinero. Una desgraciada. Y todavía se muere de la forma más idiota, creyendo que la iban a llorar. Se agarró a tontos como tú.

Nelson, eres un imbécil.

¿Yo? Eres el primero en llegar a su velorio, y me pregunto ¿para qué? ¿Para dejar en claro que eres un buen comprador de inmuebles? Aun cuando ella haya firmado un acuerdo contigo, la mitad del departamento, por lo menos la mitad, me corresponde por herencia.

Código Civil, artículo 1284, Nelson. Se cae una semilla del otro lado del muro, si el árbol crece, pertenece al vecino. Gracioso. Leí eso otro día quien sabe dónde.

¿Ahora te volviste abogado?

No. Pensaba en esto de la madera, Nelson. Sólo así entiendes. Pensaba en la cantidad de metros cuadrados de ipê barnizado que voy a ganar.

Eso lo decidirá un juez.

Nelson caminaba sobre el charco de pintura mientras hablaba. Las huellas iban y venían y él parecía cada vez más exaltado.

Y discutirás también con un juez qué le sucedió al boliviano el otro día. Yo lo vi. A ver si el administrador de este edificio de mierda logra zafarse. Y tú te encontrabas allí. En la correa de Adriano. El tipo me quería agarrar en Acre, de ninguna forma van a seguir pensando que yo lo maté.

Eres un demente.

Demente, ¿eh? Pues ya puse una denuncia en la policía, mi querido. Estás muy jodido. Y Marcela lo agradece. Por cierto, fue ella la que eligió ese tono de blanco, y el lila que todavía no abro. Te estoy advirtiendo, te vas a ir al carajo.

15

Bueno, a ver si el clima mejora en su casa. Cualquier día de estos ustedes se matan.

Fue lo que dijo Décio cuando nos encontramos en la puerta del ascensor más tarde. Regresaba de la alberca, más tranquilo tras unas brazadas.

Ven acá, Décio, ¿tú no tienes nada que contarme?

¿Yo? ¿A qué se refiere, señor Oscar?

Nelson y yo traemos un conflicto. El tipo es complicado, sabrá Dios qué le pasó a su madre. Después me ha venido a insinuar que está saliendo con Marcela otra vez. Bueno, tú sabes. Tonto no eres.

Así es, no soy ningún tonto.

Décio, disculpa, tú entiendes lo que quise decir.

Sí. Y no sé y no vi nada, dijo el portero.

Décio. Haz un esfuerzo para acordarte. Cuando él llegó aquí al edificio.

No vi nada.

Parece ser que soy el único que no entiende lo que está pasando aquí. ¿Cómo reaccionó ella? Ellos se encontraron en la entrada y subieron juntos ¿no es así?

Vine a trabajar temprano aquel día, Marcela estaba afuera, llegando al edificio. Hasta me asusté porque Nelson había llegado más temprano, salió a dar una vuelta, pero al regreso decidió sentarse en la acera, al otro lado de la calle. Yo acababa de entrar, pero bajé a ver algo en la caldera.

¿Ellos te vieron?

No, creo que no. Que Dios me perdone.

Sólo quiero entender, Décio.

Nelson jaló a Marcela por el brazo. Ella lo miró, sin poder creerlo. Yo no sabía que se conocían. Me quedé confundido, pensé que fue un gesto de violencia fortuita por parte de Nelson.

¿Y no lo fue?

Mire, yo no dije nada. Si alguien pregunta, yo no dije nada. No quiero tener problemas.

Está bien, Décio, puedes estar tranquilo.

Pasó todo allá en la calle. Marcela le dio un abrazo, ellos se abrazaron realmente fuerte. Pareció que ella lloraba, se limpió el rostro y él le plantó un beso. Disculpe, señor Oscar.

¿Un beso?

No quiero tener problemas, señor Oscar. Sí, en la boca, frente al edificio, contra el portón de la plaza. Ellos no sabían que yo observaba todo desde el fondo del zaguán. Creí que su mujer estaba loca, Oscar. Entonces Marcela lo agarró para cruzar la calle y entraron en el edificio.

¿Y tú que hiciste?

Pasaron por el portal pero yo había bajado. Presentía líos, ¿me comprende, señor Oscar? Mire, yo no dije nada, Marcela llamó el ascensor, pero Nelson la arrastró hacia la escalera. Se lo juro a usted. Ay, disculpe, señor Oscar.

¿Y luego?

Ven, sube conmigo, le dijo. Marcela sonrió, como si estuviera completamente perdida, o impresionada de encontrarse allí con él. Entre la planta baja y el primer piso, ella lo siguió, quería otro beso. Ella le rogaba, tanto que Nelson la puso de espaldas —de espaldas, señor Oscar— prensándola contra la pared. Abrió el cierre del pantalón.

No podía creer todo eso que me contaba Décio. Imaginé la boca de Nelson seca, la saliva sobre el pene, a Josias en la prisión, todo eso.

¿Y qué hizo Marcela?

Marcela se quedó quieta, quiero decir, no sé, creo que no supo cómo reaccionar. Mira dónde estamos, susurraba. Ven, subamos otro piso. Tiró de Nelson para arriba, otro piso, y él volvió a prensarla contra la pared. Escupió en la mano. Ven acá, Marcela, dijo, y la inmovilizó con el brazo, dijo que no quería escuchar ni pío y ya sabe señor Oscar, ya sabe usted…

Dejé de escuchar a Décio. Pensé en Marcela, en cómo se habría tapado la boca, la falda levantada hasta la cintura, si es que traía falda, y los ojos llenos de dolor y placer. Nelson, basta, detente, debió decir, sin poder apenas hablar. Y Nelson escupiendo en la mano. Ven acá, ábrelo para mí.

Ya en el departemento, recuperé el aliento para secarme la cara. Me agarré a la cornisa de la ventana y golpeé el vidrio con fuerza.

Volví a visualizar la escena cuando Marcela abrió la puerta, cerrando en seguida, cuidadosamente, con dos vueltas de llave en la cerradura. La pulseras bailaban en su brazo, a cada movimiento que hacía. Ella las llevó hacia arriba, lo más alto que pudo, cerca del codo. Las contempló en la luz.

¿Sabes qué me ha dicho hoy Décio, Marcela?

Dime.

Me ha dicho: a ver si el clima mejora en su casa, un día de estos ustedes se van a matar.

Marcela se rio. Fue una risa explosiva, nerviosa.

Ya no pude aguantarme y la encaré. Su gesto era distante, pero mantenía la mirada ágil, intentando ubicarse. En su rostro rezumaba el calor del ajetreo. Su cabello estaba suspendido en un moño. Esta vez no comprendía lo que yo quería de ella, por qué de repente esa actitud mía tan corrosiva, y menos habiendo regresado a casa a horas habituales. Se soltó el cabello.

¿Y entonces?, preguntó, distraída. ¿No te hace feliz que tu mujercita haya llegado del trabajo?

¿Yo? Creo que te confundiste de puerta. Nelson está allá, pintando el nuevo departamento. Bueno, nada que no sepas.

¿De qué hablas?

En verdad que eres una puta, ¿no? ¿Piensas que no sé que Nelson te dio por el culo en las escaleras del edificio? En las escaleras, Marcela.

Su mirada calmada se fue endureciendo. Se limpió los labios y el mentón con el dorso de la mano.

Es tener demasiada cara dura.

Si no tienes nada que decir, Oscar, es mejor que te quedes callado. Tú sabes que puedo llamar a la policía para denunciarte.

Qué asco me das.

Ella sacudía la cabeza, asentía consigo misma. El boliviano, dijo.

Haz lo que quieras.

Lo haré.

Nada más terminar de hablar, hizo un intento por completar la oración, con la boca entreabierta. Recogió su cabello y olió las puntas. Era una manía suya, quería saber si olía a fritura de la cocina. El gesto automático, pero apresurado, me decía que estaba nerviosa.

El olor a pintura del departamento vecino sustituía el olor a gas de las dos noches anteriores. Llegaba por las paredes. Pensé en el blanco y luego en el lila. El amarillo claro de nuestro departamento parecía desteñido. Lo curioso es que también había sido elección de Marcela.

Se volteó, tomó una bolsa de pan de molde y, lentamente, preparó un sándwich con una única rebanada de jamón. Lo puso en el plato, pero lo dejó sobre la encimera.

Come, dije.

No te estreses, Oscar. Las cosas van a salir bien.

Corrigió la postura, acomodando el cabello lacio y largo detrás de la oreja, muy digna.

¿Qué hora es, Marcela?

¿Por qué?

¿Cuándo fue la última vez que viste a Nelson?

Ayer.

Dime.

¿Que te diga qué?

¡Dímelo!

Me hice las uñas.

Ah, te hiciste las uñas.

Así es. Marcela extendió las manos en el aire.

Marcela fue una de las primeras personas que conocí en Santos, casi la primera semana en que fui a vivir allá. Era una niña de playa, un salpicado de pecas rosadas de calor. Y los labios caprichosos, ligeramente inflados en la parte inferior, parecían ocultar algo adentro de la boca. Una goma de mascar.

La expresión de su rostro recordaba a un soplo de aire nuevo, como cuando entraba en casa, un poco sudada. El cabello suelto del moño se balanceaba lacio, tocando los hombros anchos, la mirada somnolienta se volvía inquisitiva, más cuando la acompañaba el mentón ligeramente erguido. Cada vez que nos veíamos, ella me hacía sentir como un extraño.

Cuando arribé a Santos, sentí afinidad por aquella chica caiçara, que me examinaba como si olfateara una presa. Esa era la imagen que percibía y no lograba distinguir si eso la proyectaba lejos o cerca de mí, hasta que, por la vergüenza de preguntar su nombre, dije el mío. Oscar. No sé por qué mis padres me arrancaron de mi vida para arrojarme a Santos.

¿Estás triste por el velorio?

Come, Marcela.

Ahí voy.

No pretenderás que me crea que cuando Nelson llegó al edificio hace un mes, te limitaste a preguntarle a qué piso iba.

Deja de actuar como un loco, Oscar.

¿Qué número era? ¿Qué botón dijiste que apretaste?

Ya lo sabes. El nueve, Oscar.

Una ficha negra de dominó reposaba contra la ventana. Me acordé de cuando era muy pequeño, y no me daba cuenta de que cada pieza era distinta. Las levantaba y jugaba con ellas, formando un camino por el suelo de la habitación. No todas se caían. Algunas se resistían, aisladas.

Y bueno, Oscar, nadie es perfecto. Las personas desaparecen a veces, dijo ella. También yo. Lo que me revienta es tu capacidad de arruinar el buen humor de cualquiera.

Tienes razón, sobre todo porque hoy fue un día cargado de buen humor. Me reí mucho en el velorio, también cuando Décio me contó cómo te vio en la escalera con Nelson. Debió haber llamado a los vecinos para que lo presenciaran.

Para mí la conversación empieza aquí. Si qiueres explicarme cuál es el problema, puedes hablar ahora. Si no quieres hablar, voy a dar un paseo. Es mi palabra contra la de Décio.

Marcela no dijo más. Pensé en el departamento de doña Vera, que estaba a nuestro nombre, y en la conversación que tuve con Nelson. No sólo podría demandarnos judicialmente para intentar recuperar el inmueble, sino también denunciar a Adriano. Y a mí. Quise telefonear a Adriano, pero no podía dejar de mirar a Marcela.

No sé, Marcela, es muy probable que estés evaluando nuestra relación. Conozco a mucha gente que se separa por culpa de otra persona, pero a la hora de marcharse, termina por quedarse sola. En tu caso, creo que no te quedarías con Nelson. Él no te ha querido hasta hoy.

Ya basta de hablar de él.

¿Te acuerdas de cuando estuviste tres meses desaparecida? Tu imagen en la tele y todos Marcela, ¿dónde está Marcela?

Esa era la idea original. Desaparecer.

Este cuento no me lo trago.

Bueno, Oscar. Estoy cansada. ¿Vamos?

¿A dónde, Marcela?

Ella no reaccionó, a no ser por el vistazo que lanzó en dirección a la habitación. Es tarde. Sonrió simplemente, sin saber qué agregar.

¿Cómo? Si son las seis de la tarde.

Y qué, Oscar. Estoy cansada, quiero dormir. Pero si así lo prefieres, también podemos no ir al cuarto.

Una sensación de frío invadió mi estómago. Volví a observarla fijamente, pensando en cómo le gustaba desparramarse por la cama, bajo la luz dorada del final de la tarde. En los tiempos de la plaza Roosevelt, su olor era a champú de manzanilla. Llevaba el pelo partido a la mitad, en dos lados exactamente iguales y tenía la mirada inflamada. Su lejanía sólo aumentaba mis ganas de estar con ella.

Me quité la camisa. Mis ojos quemaban, como cada día después de la alberca. El ardor tardaba horas en irse, a veces duraba hasta después de la cena.

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