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AKA » CAPÍTULO 11100

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Lo primero que deduje, a juzgar por las dimensiones de la estancia en la que me encontré de repente, es que la puerta que me había tocado en suerte no era la del cuarto de baño. Envidié en secreto la fortuna de Porfirio, o quizás la de Miclantecuhtli, puesto que uno de los dos se encontraría en ese mismo instante sentado cómodamente en un bidé o apoyado sobre una pared de mármol mientras reflexionaba sobre sus próximas acciones. Yo, en cambio, me hallaba en comprometida posición, y utilizo el término tanto en sentido estratégico como en sentido anatómico, puesto que la caída me había dejado escorado sobre una maceta de magníficas proporciones y con los glúteos apoyados en el cactus calandria que hasta ese momento había ocupado el tiesto en exclusiva. Pero la incomodidad no impidió que mi cerebro siguiera trabajando a ritmo de ballenato, pues todavía sentía en mi cuerpo la viveza que se adquiere tras una intensa descarga de adrenalina como la que yo acababa de recibir. Así pues, y con la cabeza casi del revés, realicé una veloz inspección del mundo inclinado que se ofrecía ante mí. Y esto es lo que vi: a la altura de mi cabeza, que se correspondía con el nivel de la moqueta, contemplé un gran número de maletines parecidos a aquel que me había hecho perder el equilibrio, dispuestos todos sin orden aparente, arrimados algunos junto a las paredes, y ociosos los más junto a tobillos embutidos en calcetines traslúcidos. Por lo que pude comprobar al ir bajando la cabeza y, por lo tanto y al estar yo invertido, al ir elevando el nivel de mi observación, dichos calcetines pertenecían a una cantidad indeterminada pero considerable de individuos vestidos con trajes de corte clásico y colores discretos, azul y gris en su mayoría. Aquéllos, los individuos, se hallaban sentados formando un óvalo de grandes dimensiones y concéntrico, por mor del sentido común, con el que dibujaba la enorme mesa que ocupaba casi toda la estancia y que, por lo demás, era la única mesa que había en la habitación. Alrededor de ella, y debajo de cada individuo, o encima de ellos desde mi perspectiva, pude ver también sendas sillas de horrible diseño, de esas que tras su calificativo de funcionales ocultan todas los mecanismos posibles y aun algunos imposibles para provocar la incomodidad de sus ocupantes. Incomodidad de la que, por otra parte, me reía yo en aquellos momentos al compararla con la mía, que era tal que me impedía reírme de hecho de la incomodidad de los demás y me obligaba por tanto a contentarme con una simbólica risa interior.

Los datos que acabo de exponer me fueron suficientes, a pesar de mi desventajosa postura, para concluir que no me hallaba en una habitación de hotel convencional, sino que debía de encontrarme en una especialmente amplia, o quizás en dos que habían sido unidas a posteriori y transformadas coyunturalmente en una fría e impersonal sala de reuniones. De todo esto deduje que mi puerta, además de no conducir al cuarto de baño, tampoco había resultado ser la que comunicaba con la habitación presuntamente utilizada por el hijo de Alexander Liar, y que por lo tanto mi suerte y la de todos los que nos aguardaban en la habitación vecina se hallaba en manos, bien de Miclantecuhtli, bien de Porfirio. Y con esta convicción iba ya a levantarme del cactus, improvisando alguna excusa para justificarme ante aquellos honrados e importantes hombres de negocios que habían permanecido inmóviles con los ojos clavados en mí, cuando de repente escuché una voz que me resultó tristemente familiar.

—¡Usted! —dijo la voz.

—¿Conoces a este sujeto? —le preguntó otra voz a la primera.

—¿Conocer? ¿Yo? ¿Sujeto? ¿Predicado?

—Chumillas —volvió a decir la segunda voz—, a veces me carga tu afición al espionaje barato.

—Toda precaución es poca. Pero dado que estamos entre amigos, si es que los amigos tienen la lengua bífida y se apuñalan unos a otros por la espalda, confieso que sé quién es este hombre: es el imbécil del que os hablaba ayer. Ya lo daba por perdido, pero he aquí que todavía hay que tener fe en la estulticia humana: ved cómo ha acudido a nuestra cita dispuesto a entregarme lo que le pedí sin reclamar nada a cambio. ¿No es emocionante? Lloraría un poco si no supiera de la aversión que nuestro líder le tiene a los pusilánimes.

—Apéese del cactus, caballero —me conminó la otra voz, todavía anónima para mí.

Seguí sus instrucciones, no porque, como ya queda dicho, pueda tener yo algún problema para negarme a una petición, sino porque me pareció este un requerimiento razonable y, sobre todo, beneficioso para mi salud. La voz, por otra parte, no era una voz normal, por así decirlo, sino que parecía estar compuesta de una voz propiamente dicha y de una especie de eco sordo que se superponía de fondo. No le di mayor importancia a este hecho en un principio y recompuse, pues, mi posición natural, con la cabeza por encima de los hombros, éstos por encima del tronco, y éste apoyado sobre las piernas, para disponerme a afrontar aquella nueva situación que, bien el destino, bien alguna divinidad de opereta, ponía ante mí para que otra vez la resolviera como buenamente me fuera posible.

Con la cabeza por encima de los pies, lo que se ofreció ante mis ojos fue esencialmente lo mismo que ya había visto cabeza abajo: una sala de enormes proporciones ocupada casi en su totalidad por una no menos gigantesca mesa ovalada, alrededor de la cual se reunían unas treinta personas de variado pelaje, si bien todas ellas parecían compartir el mismo sastre e idéntico gusto por los relojes de oro. La estancia contenía también algunas consolas para los refrescos, y una pantalla de notables dimensiones a la que todos debían de estar prestando atención cuando yo había irrumpido en la sala. En el momento en el que yo la miré, la proyección mostraba un bonito diagrama con muchos colores y titulado «Beneficios del segundo trimestre», en el que una línea de pendiente positiva, entre constante y exponencial, trepaba por la pantalla con tanto brío que de seguro al trimestre siguiente habría que aumentar la escala del gráfico para que éste cupiera en el mismo espacio.

—Excelente gestión —aplaudí, para intentar halagar a mis nuevos anfitriones—. Feliciten de mi parte al consejero delegado.

—Gracias —dijo el individuo que presidía la mesa, y que resultó ser el dueño de la extraña voz—. ¿Es usted accionista?

—¿Accionista de qué?

—De N'Joy Corporation, por supuesto.

—¿Trabajan ustedes para N'Joy Corporation?

—La mitad de las personas honradas y, gracias a nuestro eficaz programa de

recruiting, casi todas las corruptas, trabajan para N'Joy Corporation, amigo mío. Y las demás lo hacen para Eternal Life Inc., que también tiene sus trapos sucios, aunque su consejero delegado y querido colega mío, Arístides Pupa, sea un cachondo y cuente unos chistes de morirse. Pero una cosa no quita la otra: es un cerdo miserable.

La sala acogió esta aseveración con una salva de aplausos, e incluso algunos de los asistentes se pusieron en pie. Chumillas, sentado a la derecha de la presidencia, hacía disimuladas señas a sus compañeros incitándolos a mostrarse más entusiasmados.

Reparé entonces en la delgada y elegante gargantilla plateada que llevaba el individuo al que me había estado dirigiendo, y supuse que sería uno de esos chips de traducción simultánea de última generación que no sólo convierten un idioma en otro al instante, sino que lo hacen con la voz del propio usuario sintetizada, y escondidos bajo diseños tan minimalistas como el que ahora contemplaba en el cuello de aquel sujeto, quien, si portaba tal dispositivo, tenía por fuerza que ser extranjero. Eso justificaba, además, el eco de fondo que se superponía a su voz cuando hablaba, y que sólo podía ser el susurro de su discurso en su idioma original. Mientras la ovación continuaba, aproveché para echar un nuevo vistazo a la estancia y aprehender así algunos cabos más, que no anudé inmediatamente pero que, poco a poco, me fueron llevando hacia la misma conclusión: en efecto, el gráfico proyectado sobre la pantalla estaba encabezado por el logotipo de N'Joy Corporation, que también podía verse en los maletines de los ejecutivos y en sus blocs de notas; las paredes estaban recubiertas de un material indeterminado, que no parecía papel, ni tela, ni pintura, y que más bien recordaba al forro interior de las bolsas para congelados, pero en bonito, e instalado por una versión de operario más evolucionada que Gaio Claudio; y, por último, uno de los directivos allí presentes se encontraba de pie permanentemente, como si tuviera hemorroides, para los que la medicina sigue sin encontrar una cura eficaz, o como si, se me ocurrió pensar, hubiera tenido que ceder su silla a un invitado inesperado. Estas pistas podían apuntar en muchas y variopintas direcciones, como por ejemplo en la que sugería que todo aquello era en realidad una reunión de Paranoicos Anónimos, pero también en la que indicaba que el tipo al que todos aplaudían era de hecho un alto cargo de N'Joy Corporation, por el primer indicio, alguien cuya presencia tenía que mantenerse en el incógnito, por el segundo, y alguien que se había presentado de manera imprevista, por el tercero. Esto último explicaría, además, por qué la reunión se estaba celebrando en un lugar tan poco ortodoxo como la habitación de un hotel, reconvertida de urgencia para tal propósito.

—¿Debo deducir —interrogué, cuando los aplausos se diluyeron, dispuesto a confirmar mi teoría— que me hallo en pleno comité de dirección de N'Joy Corporation y que, por lo tanto, usted no es otro que el poderoso Alexander Liar? —Y, considerando de repente el riesgo que podía correr al lanzar tan delicada cuestión, me apresuré a añadir—: Si conocer la respuesta a esta pregunta puede poner en peligro mi vida, por favor no me conteste.

El sujeto que presidía la reunión me mostró una impecable dentadura de un blanco hiriente, y después, de súbito, volvió a componer un gesto inexpresivo que sin embargo transmitía una sensación de peligro inmediato.

—No es tan imbécil como me dijiste, Chumillas.

—Un golpe de suerte —se justificó éste—. Ha dicho un nombre al azar y ha acertado. Le puede pasar a cualquiera con las bajas tasas de natalidad que tenemos. Si el mundo estuviera más poblado, sería más fácil mantener el anonimato.

Alexander Liar, pues ya no había duda de que era él, ignoró las palabras de Chumillas y se tomó unos segundos para observarme con más detenimiento, como si hasta entonces no hubiera reparado en que la voz que había estado escuchando procedía, de hecho, de un ser humano. Esto, que un subversivo como Miclantecuhtli podría achacar a algún tipo de innato complejo de superioridad por parte de las clases dirigentes, lo atribuyo más bien yo al hecho de que, para dirigir su vista hacia mí, el señor Liar tenía que mirar hacia la ventana, pues delante de ella era donde yo me encontraba, y por lo tanto la luz frontal le había impedido fijarse en mi persona con mayor atención. Como quiera que, mientras conversábamos, yo me había ido desplazando hacia el extremo opuesto de la gigantesca mesa, donde la luz ya llegaba más de refilón, el señor Liar supo aprovechar esta circunstancia para inspeccionarme con más detalle.

Yo, por mi parte, empleé aquel paréntesis en recopilar todo el valor que pude, y que si he de ser sincero no fue mucho, para enfrentarme al próximo asalto de nuestro recién iniciado combate, el cual, y pese al poco tiempo que llevábamos con él, se me antojaba ya decisivo. Porque, siendo como era aquel sujeto el gran Alexander Liar, eso quería decir que me encontraba por fin en el punto justo al que había querido llegar, que ya me tocaba el turno en la carnicería, que estaba al cabo del camino, en la séptima entrada, en la tanda de penaltis, en la muerte súbita, en el bis final del concierto, en la última reencarnación, en la escena del clímax, en el duelo al sol…

—¿Qué está murmurando? —me preguntó Alexander Liar interrumpiendo mi hilo de pensamiento.

—Tomo nota de unas metáforas en mi CP. Porque, créame, aunque a usted todo esto le importe un pito, o se lo tome simplemente como un aburrido asunto de intendencia, para mí ha supuesto la aventura más disparatada y terrible a la que he tenido que enfrentarme en toda mi vida, y no descarto, si consigo salvar el pellejo, utilizarla como material para escribir una novela que, aderezada con algunas escenas de sexo, inventadas, bien podría convertirse en un éxito editorial.

Alexander Liar hizo un gesto que quise interpretar como de aprobación, y acto seguido los otros treinta ejecutivos, Chumillas incluido, replicaron dicho gesto con dispares habilidades para la imitación.

—Le seré sincero —comenzó a decir el gran jefe—: me parece usted un cretino, un patán y, además, está usted en el paro. Le diría que admiro su determinación, pero la determinación es el traje de los domingos de la tozudez, y yo desde luego no aplaudo la tozudez salvo cuando soy yo quien la exhibe.

—Si así nos ponemos —repliqué haciendo acopio de templanza—, yo también le diría que es usted una rata y un secuestrador, pero como si le digo eso pareceré un ser vengativo y rencoroso, no me queda otra que envainármela.

Los treinta adláteres hicieron ademán de levantarse, muy probablemente con intención de lincharme, pero fue el propio Alexander Liar quien los detuvo con un imperceptible movimiento de sus párpados. Cuando el orden se hubo restablecido, volvió a tomar la palabra con un semblante que en nada invitaba a la camaradería.

—Bien —dijo—, creo que la interrupción ya está durando demasiado. Voy a pedirle a mi secretaria que nos envíe a los muchachos para que se lleven a este subproducto de la sociedad. Por favor, no se rían cuando me oigan dirigirme a ella: se llama María Jesús pero no es culpa suya. Y, ya de paso, les diré a los chicos que se lleven también a la

troupe de la habitación vecina. Sí, amigo mío —añadió, viendo mi sobresalto al escuchar esas palabras—, ¿no ha notado ya el fresquito que hace aquí dentro?

Y al decir esto, intentó chasquear los dedos un par de veces y, viendo que no lo conseguía, dio un puñetazo en la mesa, tras el cual Chumillas reaccionó acercándose el CP a la boca y susurrando unas rápidas instrucciones. Un instante después, la puerta por la que yo había entrado se abrió y comenzaron a desfilar por ella todos mis compinches, escoltados por un número similar de agentes uniformados que eclipsaban la potencia muscular de Porfirio.

—¡Mic! —exclamé al verlos entrar—. ¿Qué ha pasado?

—La policía del hotel —prosiguió Alexander Liar sin dejar que yo pudiera intercambiar ni una palabra más con los recién llegados— acudió veloz en cuanto las piruletas volvieron a funcionar y detectaron tan peculiares RAP en la habitación de la señorita Nodd. Gracias agentes, ahora mismo acudirá mi policía personal para encargarse de ellos. —Y cuando los policías del hotel hubieron abandonado la sala saludando con marcialidad, añadió—: Buen truco el del aire acondicionado. Yo mismo me sorprendo de que ganemos tanta pasta vendiendo sistemas que se cuelgan en cuanto alguien estornuda a su lado pero, como dijo el profeta: «Bienaventurados los ricos porque siempre habrá pobres». O algo así. ¿Cómo era, Chumillas?

—¿«Dejad que los afroeuropeos se acerquen a mí»?

—No me suena, pero podría ser. Los profetas eran unos tíos muy raros, como ese sujeto con RAP falso que andan paseando ustedes por medio Madrid. Pues como le decía, el truco del aire acondicionado fue muy ingenioso, pero esta vez habíamos puesto en la sala de los ordenadores a uno de nuestros informáticos en prácticas con un abanico, y la avería se ha solucionado en un santiamén. Somos una gran empresa, señor mío, y por ello disponemos de muchos recursos, y también de muchos becarios para los casos en los que los recursos resultan caros. Además, no pensaría que íbamos a caer dos veces en el mismo error, ¿no? Sí, ya sé que a veces lo hacemos, pero sólo cuando no afecta al

bottom line. Podemos equivocarnos con los clientes, con los ciudadanos en general, e incluso con algunos en particular, pero jamás permitimos que nuestros accionistas pierdan ni un centavo. Por eso seguimos en la poltrona. Los ciudadanos y los clientes no votan en los consejos de administración. ¿Me sigue? Da igual. Yo tampoco me sigo. ¿Por dónde íbamos, Chumillas?

—Su Excelencia iba a decirle a María Jesús que nos mandara a los muchachos para que se lleven a este individuo y a sus secuaces. Si lo desea, también podemos ordenar ya que se publique mañana en los periódicos la foto completa, en la que esta rata aparece estrangulando a nuestro becario.

—Bah, esas historias están muy vistas —resopló Liar con desgana—. «Rata estrangula a becario». Todos los días leemos cientos de artículos como ese. Por lo menos, digamos que el becario tenía un jilguero, y que alguien escriba una historia de interés humano contando cómo el bicho va ahora a aullar al cementerio en las noches de cuarto menguante. Sí, ya sé que con un perro quedaría mejor, pero es ilegal tener perro salvo en los CID autorizados, a los que desde luego nunca podría acceder un becario. No queremos fomentar el caos y la barbarie.

El aforismo fue recibido, de nuevo, con aplausos y vítores. La audiencia asentía satisfecha, y alguno que otro se atrevió incluso a aportar ideas que pudieran aumentar la carga dramática, tales como que el becario fuera huérfano y antes de matarlo yo le hubiera recordado lo tristes que habían sido sus navidades, que el becario fuera inmigrante y que yo lo hubiera empleado como fámulo sin sueldo, que el becario fuera mujer y que yo hubiera abusado de ella en horas de trabajo, que el becario fuera un niño de cinco años y que yo le hubiera ofrecido drogas a la puerta del colegio, y otras muchas mejoras que Chumillas iba anotando a vuelapluma. Mientras tanto, y una vez superado el doloroso golpe que había supuesto ver cómo nuestra aventura parecía haber llegado a su fin, yo busqué con la mirada primero a mi hija, que le daba la espalda a Johnny poniendo morros, y después a la siempre pura Berenice, que volvía a estar junto a Porfirio, y en esta ocasión demasiado cerca, a mi juicio, aunque quise atribuir la excesiva proximidad al susto que se habría llevado la pobrecilla y que le habría hecho buscar la protección de quien tuviera más a mano. Comprobado, pues, que nadie había sufrido daño alguno, al menos entre aquellos que me importaban, empecé a reparar en que, lejos de suponer un revés, el hecho de que todos volviéramos a estar juntos era en realidad un elemento imprescindible para que nuestro plan original pudiera ser ejecutado. En efecto, recordé, no éramos ni yo ni Miclantecuhtli ni, por supuesto, Porfirio, quienes poseíamos la capacidad de intimidar a Alexander Liar: era Paco, con su RAP de estrella mediática, quien podía plantar cara a su imperio si, gracias a las conexiones hechas por Mic, su CP seguía conectado al plató de emisión que se había montado para la rueda de prensa.

Al percatarme de esto, busqué rápidamente a Miclantecuhtli para intentar establecer un nuevo diálogo de miradas, pero no fue necesario porque, en cuanto lo localicé, junto al cactus calandria, leí en su rostro sin sombra de ambigüedad que él ya había llegado a la misma conclusión que yo, o a una similar, pues tenía la cara iluminada por un resplandor de impaciencia contenida que amenazaba con explotar de un momento a otro.

—María Jesús —había comenzado a decir Alexander Liar dirigiéndose a su CP—: necesito que…

—¡Alto ahí! —lo interrumpí con energía, pues veía también con cierto temor cómo se desbocaba entre los ejecutivos el delirio por contribuir a mi crucifixión con nuevas y, por qué no decirlo, cada vez más originales aportaciones—. Creo que todavía no han escuchado ustedes lo que tenemos que decir.

Alexander Liar me miró con gesto de contrariedad, y el resto de los asistentes detuvo en seco el

brainstorming sobre difamación que tan productivamente habían estado manteniendo, y por el que Chumillas los felicitó resaltando lo útil que había resultado la participación colectiva en el seminario «

Zen and the art of lapidation». Se adueñó entonces de la sala uno de esos silencios tensos y sumamente frágiles, como los que se producen cuando el médico examina una radiografía delante de nosotros y de repente deja de canturrear. Todo el mundo volvió a ocupar sus asientos y yo me sentí momentáneamente reforzado por haber conseguido, al menos, que mi linchamiento mediático pasara a un segundo plano ante mi envite. Alexander Liar volvió a mirarme como si quisiera atravesarme la piel para poder comprobar, en el interior de mi cerebro, si lo que iba a decirle era verdad o mentira y si, por lo tanto, tenía que sopesar con tiento la apuesta que iba a lanzarle o podía aumentarla hasta el infinito en la seguridad de que me estaba marcando un farol. Anoté esta última e ingeniosa metáfora en mi CP y me dispuse a hablar, pero fue de nuevo Alexander Liar quien me tomó la vez.

—¿Quiere dejar de murmurar? —me dijo—. Usted jamás publicará una novela, imbécil. Todas las novelas que se publican en el planeta están editadas por alguna de nuestras editoriales, y supongo que ya habrá deducido que las puertas de N'Joy Corporation van a cerrarse para usted y sus amigotes tan pronto como las atraviesen dentro de unos minutos para salir de este hotel. ¿Qué es eso que tiene que decirnos antes de que los muchachos se los lleven? Si va a pedir un último deseo, le recuerdo que el tabaco está prohibido. María Jesús, espere un segundo.

—Ja, ja, ja —intenté reírme, con poco éxito debo decir, pues me salió más bien un sonido gutural que el ejecutivo más cercano a mí interpretó como una tos perruna, y me tendió un vaso de agua—. Ja, ja, ja, quería decir —aclaré, después de beber—. Creo que han subestimado el talento y la capacidad estratégica del grupo de ciudadanos de a pie al que represento en estos momentos. Porque, en efecto, eso es lo que somos: un simple puñado de individuos que, por una u otra razón, han llegado a hartarse del

status quo, del

modus vivendi, de la

res publica

—Por favor, no siga con sus ejercicios estilísticos. Entiendo lo que dice, aunque no comparto su interpretación de los hechos. ¿Qué queja del sistema pueden tener un pensionista prematuro, un rico heredero, un lampista que se embolsa miles de dólares por hora y que es incapaz de hacer su trabajo con un mínimo de garantías, una portera de fincas urbanas que se toca las narices todo el día y cobra antigüedad por hacerlo, una niña de treinta y cinco años que ya percibe el sueldo social del Estado, un peludo que canta como un patán y que no es detenido por ello, o un hostelero convicto y reinsertado gracias a la generosidad de nuestro sistema penitenciario y también, por qué no decirlo, a la escasez de espacio en las cárceles? Por no hablar de usted mismo, que ya tuvo la oportunidad de ocupar su puesto en la sociedad y dedicarse a pedir una hipoteca, viajar a Cancún en vacaciones, y presumir ante sus amistades de su complejidad intelectual tan ricamente, como hace todo el mundo, y que se jugó todo eso por un absurdo afán de notoriedad que nadie le había autorizado a tener. María Jesús, ¿qué tal he estado? Gracias. No se retire.

La concurrencia recogió con gestos de aprobación la aguda reflexión de Alexander Liar, y no me refiero solamente a los ejecutivos de N'Joy Corporation, sino también a algunos elementos disidentes de nuestro bando, puesto que pude escuchar comentarios halagadores por parte de la señora Domitila, Kopp, e incluso Gaio Claudio. Yo mismo no pude por menos de reconocer la sensatez que guiaba las palabras del señor Liar, pero me cuidé mucho de admitirlo en voz alta puesto que en aquel momento primaba el aspecto casi militar de nuestra conversación y, por lo tanto, no me podía permitir concederle a mi enemigo ni la más mínima victoria.

—Esa no es la cuestión —atajé.

—A mí no me regañe —replicó Alexander Liar encogiéndose de hombros—. El que ha sacado el tema ha sido usted.

—Muy bien, pues saltémonos la parte de antecedentes y motivaciones. Asumamos que estamos aquí por alguna razón y vayamos directamente al grano. Que es este: el sujeto que se ha escondido detrás de las cortinas es, como ya ha advertido usted, un tipo que goza de la peculiaridad de no tener un RAP registrado con su nacimiento. No me pregunte por qué y, sobre todo, no se lo pregunte a él porque le dirá que ha viajado en el tiempo, congelado como un paquete de gambas. Pero hemos dicho que obviaremos el porqué para concentrarnos en el qué. Qué hacemos aquí.

—No, no —me interrumpió otra vez Alexander Liar—. No era eso lo que usted había dicho. Usted dijo que…

—¡Da igual lo que yo haya dicho!

—Muy bien, muy bien —respondió Alexander Liar recostándose en la silla—, pero luego no nos diga que lo que va a decir ahora no importa, porque esto es un cachondeo. Y aligere, que tenemos que hacer un plan de despidos, y si nos liamos con esto no nos dará tiempo a despedir a todos los que queremos. María Jesús, ahora mismo estoy con usted, pero vaya localizando a los muchachos. Sí, a esos muchachos.

—Muy bien —dije, desafiante—: usted lo ha querido. Iba a explicárselo despacio para que pudiera ponderar adecuadamente la delicada situación a la que se enfrenta, pero ahora se lo voy a decir de golpe y apáñese como pueda. Ese individuo que ahora ha ido a esconderse detrás del cactus calandria tiene un RAP que para sí quisieran muchos astros de las ondas: premios, años de experiencia, ministros destituidos, fotos con pacifistas… Ese RAP es, por supuesto, falso, y lo hemos vinculado a su adeene mediante complejos procedimientos que ni yo mismo entiendo. Pero lo que cuenta es que, cuando ese sujeto salga por la tele y los ciudadanos lean su RAP para saber quién les está hablando, comprobarán que quien se dirige a ellos es un prócer del periodismo, un patricio de nuestra democracia, un prohombre de la libertad, un…

—¡Basta, por Dios! —me cortó Alexander Liar—. No más comparaciones baratas. Ya lo he entendido. Estoy al tanto de todo ese folletín. Sé que en su célula terrorista, y me permitirán que los denomine así para que se vayan acostumbrando a la terminología con la que serán tratados en los telediarios desde esta misma noche, pues digo que sé que en su célula terrorista cuentan ustedes con un peligroso

hackermexicano, y digo que es peligroso porque es un

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