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AKA » CAPÍTULO 100

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Previendo que la noche pudiera alargarse, puesto que de todos es sabido que en esos cócteles se practica todo tipo de depravaciones y guarrerías a las que yo ya no estaba acostumbrado, consideré oportuno descabezar un sueñecito antes de dirigirme a la misteriosa cita. Porque, en efecto, ya había decidido acudir a ella.

A pesar de la lógica prevención que siempre me despiertan las situaciones inesperadas, no pude encontrar ninguna excusa racional que me inclinara a rechazar tan halagadora invitación. Nada había en la convocatoria que pudiera despertar recelos: un lugar público, un evento notable, y con un individuo que, a pesar de sus carencias gramaticales, demostraba saber escribir a mano, lo que lo situaba en un selecto 4,3% de la población según las últimas estadísticas.

Así que abrí la cama y me metí en ella tras decirle al videoguol que me despertara a las siete. Como era de esperar tardé un buen rato en conciliar el sueño, y de hecho terminé durmiéndome en el sofá, puesto que la excitación de todos los acontecimientos ya descritos, así como la canícula propia de la estación, apenas mitigada por estos nuevos sistemas de aire acondicionado basados en el reciclaje de restos orgánicos equinos, me crisparon hasta el punto de que decidí poner la televisión para intentar distraerme.

La voz del videoguol me recibió con la misma ilusión que muestra siempre que me acerco, y me preguntó qué quería ver. Solicité algún programa ligero, movido, y protagonizado por una tía buena. La voz del videoguol, que cuenta entre sus múltiples virtudes con la de no ser celosa en absoluto, me ofreció un elenco de actrices y presentadoras cuyos promontorios anteriores rivalizaban en volumen mientras que los posteriores lo hacían en compacidad. Inducido de seguro por la reciente lectura de la carta, seleccioné a la ninfal, y al decir de algunos como la señora Domitila también ninfómana, Natalia Nodd, y un nuevo menú me ofreció elegir entre un concurso sobre su pasado turbio, un programa de investigación que prometía ofrecer nuevos y rastreros datos sobre su adicción frutícola, un debate que reunía a todos los podólogos que la habían tratado, y por último una lista con todas sus películas, de las que sólo la primera no se ofrecía en la modalidad de pago por visión, también llamado tocomocho.

—Ha seleccionado usted una

free movie muy rechula de la chamaca Natalia Nodd —me informó el videoguol ajustándose de nuevo, motu proprio, al modo mexicano.

Elegí, en efecto, el film gratuito de la escultural actriz y, a los pocos minutos, regulado por el metrónomo de sus nalgas bamboleantes, me dormí soñando con que la estrella del celuloide y yo compartíamos habitación, cama, y oxígeno, en una estancia refrigerada por uno de aquellos aparatos que, a decir de mis abuelos, existían en tiempos remotos y que, también según ellos, se cargaban un poco el ozono pero enfriaban la mar de bien.

Dormí con sobresaltos, puesto que las visiones postreras de la anatomía de Natalia Nodd no contribuyeron a proporcionarme un descanso reparador, sino que me transportaron a un estado priápico del que desperté tan baldado como si me hubiera pasado la siesta intentando reducir a un canguro cocainómano. Cuando abrí los ojos eran casi las siete de la tarde y el sol todavía brillaba con fuerza en el cielo. Tenía la lengua pastosa, los ojos hinchados, y el aliento tan cargado que habría podido reconstruir el plátano si hubiera dispuesto de un molde. En resumen, mi estado físico era deplorable. Sólo la perspectiva de la prometedora cita que me aguardaba consiguió estimularme lo suficiente como para hacer que me pusiera en pie y comenzara a planear mis próximos pasos.

No era, por supuesto, que el asunto de mi hija hubiera dejado de preocuparme, aunque no era menos cierto que con su misma edad yo ya había terminado mis estudios, estaba casado con mi actual ex mujer, y tenía una hija que años después se dedicaría a fugarse de casa para terminar sentada a la sombra de un pino escuchando melancólicas baladas compuestas por un cantautor harapiento. Hoy día la juventud está un poco consentida, pero qué le vamos a hacer. En mi época las cosas eran distintas, y mis padres me contaban que en la suya la formación del individuo se limitaba a carrera, postgrado, máster, y postmáster, por no hablar de los tiempos de mis abuelos en los que a los treinta años ya te ponían a trabajar sin tener en cuenta la explotación infantil ni los derechos humanos.

Sea como fuere, lo cierto era que nada podía hacer hasta que el banco abriera al día siguiente, así que para tranquilizar mi conciencia paterna quise convencerme de que si conseguía devolver mi reputación al lugar en el que había estado, lo de la niña se resolvería en un decir Jesucristo, marca registrada de N'Joy Corporation. En cierto modo, me justifiqué, mi asistencia a la recepción del Palace podía ser un primer paso hacia mi reconquista social y, con ella, hacia la recuperación inmediata de mi hija. El solo pensamiento de esa posibilidad hizo que mi vida pasada desfilara ante mí como en fractales renderizadas: mi antiguo despacho de maderas nobles, mis intervenciones en los más peliagudos asuntos de Estado, mi popularidad, mi éxito literario, mis revolcones con lectoras de todas las edades y colores, mi encumbramiento como punto cardinal de la intelectualidad del momento, como adalid de nuestros valores democráticos, como epítome de la civilización occidental. También vi en ese nostálgico desfile, por supuesto, a Javichu Depy, al juez Pera, al tipo que me compró el dúplex por la mitad de su valor y cuya cara de regocijo no olvidaré jamás, a la señora Domitila, y a la imagen de un agujero negro que interpreté como una metáfora de mi interminable caída por los acantilados de la vergüenza.

Como consecuencia de este repaso sinóptico de mi existencia, me quedé sumido en un extraño estado de ánimo, en el que convivían tan ricamente la más profunda melancolía con el más sanguinario rencor, siendo el casero de tan singular pareja un incontenible afán de venganza. Y en tan abstrusa situación habría permanecido de no haber sido por el videoguol, que, al no haber sido desactivado, se empeñaba en emitir recordatorios de mi cita cada cinco minutos. Así que después de todas esas cavilaciones que cualquier psicoanalista, incluso europeo, habría interpretado como una simple maniobra de autojustificación, me dispuse a elegir vestuario para mi inminente cita. Tanto tiempo fuera del circuito de vividores y profesionales del alterne me hizo dudar sobre la indumentaria más adecuada, así que opté por consultar a un Consejero de Proyección Exterior del Yo, o CPEY. Mis finanzas, como bien me había advertido antes el videoguol, no estaban boyantes, pero la ocasión merecía un esfuerzo.

—Quiero dar la campanada —le dije a la pantalla del salón—: búscame un CPEY.

—¿Perdón?

—Cada vez estás peor. Digo que necesito un consejero de…

—¿No será muy caro?

—¡Basta! ¡Ya decidiré yo lo que es caro o no! He dicho que quiero un consejero, y tendré un consejero. Con un par.

—¿Moderno? —intentó precisar la aterciopelada voz.

—No, no, es una fiesta seria. Búscame uno como los de antes, decentes.

De repente, un tipo malencarado y con aspecto portuario ocupó la pantalla y me miró con odio. Sobre la espesa pelambrera que dejaba al descubierto su camisa desabrochada, levitaba, más que se apoyaba, un crucifijo dorado. Quizás, pensé, debería considerar la compra de un videoguol nuevo: para mi desgracia, la máquina había malinterpretado mis instrucciones, y ahora se ofrecía ante mí, según rezaba el RAP sobreimpreso, un hostelero, con un bar, y con antecedentes. Huelga decir que antes de que pudiera abrir la boca, el sospechoso individuo ya había leído a su vez mi RAP y procedido a cargar en mi cuenta el coste de varias cajas de Cokepepsis, marca registrada de N'Joy Corporation. Una vez consumada la transacción, soltó una risa sardónica y desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.

La provocativa voz del videoguol se extrañó ante la brevedad de la llamada y se ofreció a reestablecer la comunicación. Se lo prohibí taxativamente y, después de amonestarlo otra vez por sus deficiencias técnicas, me fui a mi habitación dispuesto a elegir yo mismo la ropa mientras asumía la pérdida de los quinientos dólares. Supuse que, dado el motivo de la recepción, los invitados acudirían con sus mejores galas. Delante de mi modesto pero estiloso guardarropa, consideré con cierta tristeza que de ser yo una mujer habría podido optar por una chilaba lisa, o un pantalón de lamé, o una chaqueta a rayas, o unas bermudas brillantes, o una camiseta de malla, o unas sandalias anfibias, pero que siendo como era yo un varón ese tipo de veleidades no me estaban permitidas, y mi capacidad de elección en estas ocasiones se reducía a decidir sobre los gemelos que acompañarían al traje, la corbata y los zapatos negros.

Soporté con indiferencia el escarnio que me inflingió la señora Domitila, la cual se despachó a gusto con ingeniosas comparaciones sobre mi aspecto, y alcancé la calle cuando el sol todavía asomaba por encima de las azoteas. Aunque la distancia hasta el Palace no era tal que yo no pudiera cubrirla caminando, el bochorno reinante desaconsejaba esa elección, por lo que me desplacé siguiendo la perfecta perpendicularidad de las calles hasta llegar a la Avenida del Periodista López, en la que no me fue difícil encontrar un taxi. Espoleado por la promesa de una suculenta propina, el conductor desobedeció

stops, fracturó líneas continuas, trepó por aceras y medianas, ignoró semáforos en rojo y, en definitiva, hizo valer las prerrogativas de su gremio. Con las mismas, me endosó un discurso sobre la necesidad de electrificar el carril taxi para evitar que otros vehículos pudieran invadirlo, y tuvo loas para la pena de muerte en casos justificados como el que acababa de exponer. El coche se detenía frente a la puerta del Palace justo cuando el taxista remataba la charla.

—Mucho vago es lo que hay.

—Más de los que usted supone —corroboré, no porque yo tenga problemas para contradecir a alguien, sino porque la prisa no me permitía ponerme a discutir sobre ese tema ni sobre ningún otro.

La entrada del Palace estaba de lo más concurrida, y justo cuando me disponía a cruzar el arco luminoso que habían dispuesto para dar vistosidad al sarao, un policía privado me cogió por la corbata y me llevó, enganchado como estaba yo a ésta, hacia una puerta situada en el lateral del edificio por la que salía en esos instantes un individuo con varias bolsas de basura.

—Usted por aquí —me espetó el agente.

—Señor mío, sepa usted que dispongo de invitación y que esto es un atropello. Lea mi RAP si no me cree.

—Ya lo he leído mediante este artefacto que llevo en la mano y que no es precisamente un consolador, aunque, ahora que lo digo, en qué estaría pensando el guarro que diseñó los lectores de RAP portátiles…

—¿Entonces?

—Yo sólo cumplo con mi deber, que es obedecer. Y hoy me han ordenado dos cosas: que usted entre por aquí, y que trate con chulería a todo el mundo. No me lo tenga en cuenta: sólo hago mi trabajo.

Nada tuve que replicar, claro, ante tal respuesta. A fin de cuentas el trabajo nos libera, nos purifica y nos recompensa tanto moral como económicamente. Es más: nuestra sociedad se sustenta sobre el trabajo y la verdad. Bueno, y tal vez también sobre la televisión. Y quizás sobre el tráfico de drogas. Y puede que sobre los bancos. Y a lo mejor…

—Voy a cerrar la puerta. ¿Entra?

Entré, por supuesto, aceptando la invitación del empleado que había salido con las bolsas de basura, y siguiéndolo llegué hasta una sala donde varios individuos vestidos de blanco y negro se afanaban rellenando bandejas con viandas. Uno de ellos intentó que me uniera al grupo, pero decliné el ofrecimiento alegando que podría mancharme el traje. Aproveché, eso sí, para echarme algo al estómago y aplacar así los ecos del plátano que, por otra parte, y debido a la inesperada visita matutina del anciano y su hijo amnésico que habían alterado mi horario de comidas, era el único alimento que había tomado desde el desayuno. Elegí algunos canapés bajos en triglicéridos, un par de ellos altos en fitosalinas para compensar el ácido fólico, otro rico en oligocírculos sin soja, y los complementé con un refresco de potasio hidrogenado.

Se me podrá acusar de esnob, pero no de irresponsable. Con ambas condiciones, y flanqueado por dos camareros que portaban sendas bandejas con frutas tropicales importadas clandestinamente, crucé las puertas batientes que nos separaban del salón principal en lo que supuso mi regreso a la sociedad propiamente dicha, si bien yo siempre había soñado que mi retorno sería un poco más elegante.

En cuanto cruzamos el umbral de la puerta y escuché el característico «¡

N'Joy!» que acompaña siempre los actos patrocinados por esa empresa, que son todos salvo los que patrocina Eternal Life Inc., pude comprobar que en efecto había sido convocado a una reunión de máximo relumbre. Por un momento me sentí transportado en el tiempo, me sentí más joven y casi llegué a pensar que los últimos años no habían existido más que en un mal sueño. Cerré los ojos y aspiré con nostalgia el aire cargado de perfumes prohibitivos y de oxígeno en su justa proporción. Cuando volví a contemplar la sala, pude distinguir sin esfuerzo a las más ilustres personalidades del mundo cultural, representado en todas las disciplinas por sus mejores exponentes: directores, actores, actrices, productores, realizadores, e incluso un guionista que roía un hueso. Pero no sólo inventarié lo más granado de la panoplia cinematográfica, aunque sea ésta la más importante de las actividades artísticas: también divisé diseñadores de ropa, diseñadores de zapatos, diseñadores de lencería, modelos, redactores de moda, fotógrafos, y otro guionista chupeteando una pata de cangrejo. En resumen, allí estaban todos los que salían por la televisión.

Acicateado por la perspectiva de mezclarme con semejante elenco de personajes, y también ansioso por deshacerme de la casual compañía de los camareros que tanto dañaba mi imagen, me detuve en el primer grupo que encontré. Fingí interesarme por la perorata que les estaba endosando a los demás un individuo de pelo engominado y labios gruesos. Mientras él hablaba sobre no sé qué subvención que un tal Gua, a quien tildó de soplapollas, le había denegado, yo aproveché para hacer un reconocimiento visual más detallado del teatro de operaciones, por así llamarlo. La sala era enorme, desde luego mucho más grande que toda mi casa, y mucho mayor también que los recuerdos que yo conservaba de la época en la que frecuentaba lugares semejantes. Las arañas colgaban del techo con cadenas de varios metros que, sin embargo, las mantenían muy por encima de nuestras cabezas. Cuadros, jarrones, y ceniceros de época menudeaban por aquí y por allá, engalanando paredes, mesas, y bolsillos de cleptómanos. Se escuchaban con elegante moderación las conversaciones ligeras, mezcladas con risas, tintineos de copas, y, al fondo, la música que ya interpretaba un cuarteto de cuerda.

Mi escrutinio se vio interrumpido cuando mi mirada se cruzó con la de un individuo que me contemplaba desde el otro extremo del salón. No sé por qué, pero yo había supuesto que el misterioso remitente de la carta no sería un vejete, y me lo había imaginado más bien en una digna madurez, rondando los setenta años. Máximo ochenta. Sin embargo, el tipo que me escudriñaba parecía superar ampliamente la centena, aunque estas cosas siempre son difíciles de decir a esa distancia. Su piel, por supuesto, estaba incólume, al igual que su cabello y la dentadura que me mostraba en una amplia sonrisa. Pero se apreciaba una ligera curvatura en su osamenta, y sus ojos desprendían ese brillo característico provocado por el velo acuoso que la edad teje sobre las pupilas, y para el que Eternal Life Inc. sigue buscando remedio. Sea como fuere, y mientras procedía yo a considerar estos y otros hechos, el anciano comenzó a desplegar una serie de mohines, como arquear las cejas o asomar la punta de la lengua entre los dientes, que interpreté primero como una especie de contraseña y después como lo que realmente eran: una colección de gestos obscenos con los que pretendía satisfacer a posteriori sus más depravados instintos. Aparté la vista apresuradamente cuando el abuelo ya cerraba los ojos y se frotaba con disimulo diversas partes de su anatomía, al parecer no tan castigadas como su esqueleto. Para reafirmar mi desinterés por él, en el caso de que volviera a abrir los ojos para mirarme, procedí a intervenir en la conversación que se desarrollaba en mi grupo.

—… aunque no tanto como Alexander Liar —acerté a escuchar justo en el momento en el que me reintegraba al corrillo.

—Gran individuo, y mejor persona —dije, como apuesta segura, puesto que nadie se atrevería a discrepar de semejante juicio sobre el CEO y principal accionista de N'Joy Corporation.

—Una afirmación inteligente —me contestó un individuo vestido de rojo y con un bonete sobre la cabeza—. ¿Nos conocemos? Mi RAP es 04-2DC-6C6-56E, AKA Monseñor Leño, director de

marketing de la Iglesia Católica. ¿Y usted? No me suena su cara, y eso que yo no me pierdo ni uno de estos cotarros. Somos siempre los mismos.

—He estado fuera —improvisé.

—Entiendo. ¿Es usted creyente? No, no me conteste. La Iglesia no se mete en la vida privada de sus fieles, y además ahora todos somos no-practicantes, menos el Papa, según dicen, así que aunque no sea usted practicante, o incluso aunque no sea creyente, si es usted católico puede ofrecer un donativo que recogeremos con la avidez que siempre nos ha caracterizado. Deposítelo en la hucha de cualquiera de las monjitas apostadas junto a las bandejas de langostinos. Y si no es usted católico, le invito asimismo a que se una a nosotros, y a que lo haga rápido puesto que este mes voy mal de altas. ¡Menudo objetivo me ha puesto el cardenal! —exclamó, dirigiéndose otra vez a todo el grupo y proporcionándome así un gran alivio—. Pero nos estamos desviando del tema. Como os decía, a mi modo de ver Alexander Liar es como Dios pero con un mejor envejecer. A los hechos me remito: si tomamos al señor Liar, con su bronceado, su sonrisa impecable, sus ojos azul cielo, sus manos de pianista, su porte distinguido envuelto siempre en trajes Filipini, marca registrada de N'Joy Corporation, y lo comparamos con ese señor barbudo, canoso, de alto colesterol y carnes flácidas que nos mira desde la cúpula de la Capilla Sistina, pues no hay color. Yo lo digo muchas veces: Buonarrotti no le hizo ningún bien a la Iglesia Católica con esa visión michelínica del Señor. Me refiero a Miguel Ángel Buonarrotti el pintor, claro está, no a Buona Roti, el cancerbero de la Juventus que tan excelente rendimiento está ofreciéndonos esta temporada. ¿Vieron el gol que salvó bajo palos contra el Peruggia? Portentoso. ¡Qué carácter! Ese es el tipo de jugadores que necesitamos en la

vecchia signora, y no al picha fría de Casotta, pongo por ejemplo, que no corre ni para escapar de un incendio. Pero nos estamos alejando del tema otra vez. ¿Por dónde iba?

—Dios y Alexander Liar —apuntó uno de los contertulios—, y sus semejanzas.

—Ah, sí. Eso. Me reafirmo en lo dicho: Alexander Liar es como Dios. Y, de nuevo, a los hechos me remito. Nos dice la doctrina que Dios se define por tres atributos, a saber: primero, Dios es omnipotente. El señor Liar, huelga decirlo, lo es. Segundo: Dios es omnipresente. Bueno, sobre esto pocas dudas cabe albergar gracias a la televisión. Tercero: Dios es… Vaya, ¿cuál era el tercero? Tendré que retomar la lectura del misal. ¿Omnívoro? No me suena. Bueno, lo que sea. Tanto da, porque el señor Liar cumplirá cualquier requisito que le pongamos. De hecho, a veces pienso que es extraño que sigamos teniendo fieles que crean en un ser superior de otra dimensión teniendo en esta al señor Liar. El único pero que podría ponérsele es que, a diferencia de Dios, el señor Liar no es único. Me refiero a que Arístides Pupa, su equivalente en Eternal Life Inc., acumula poderes similares a los suyos. Aunque —ponderó— también el Señor tenía enfrente al Maligno… Y me refiero al Diablo, claro está, y no a Gianfranco Maligno, el media punta de la Juve.

Viendo que todo aquello no me llevaba a ningún sitio, y algo nervioso ya al contemplar cómo transcurrían los minutos sin que mi misterioso anfitrión diera señales de vida, me aparté con disimulo del grupo. Con objeto de mostrarme a la mayor cantidad de invitados posible, me dirigí hacia las mesas sobre las que se ofrecía una completa exposición de moluscos, y junto a las que se reunía una buena parte de los asistentes con los codos disimuladamente desplegados para proteger su espacio. Me acerqué primero a un corrillo donde, a juzgar por todos los indicios, como los objetivos que colgaban de sus cuellos o los megáfonos con los que se dirigían a los camareros, se reunía un grupo de directores.

Alcancé a escuchar algunas frases sueltas, de relevancia escasa o nula.

—…Kandinsky es fantástico… Polansky es un monstruo… Billy Wilder es un

champion… Eisenstein es un crack… el ministro es un cabrón… Gua es un imbécil… subvención… ayuda… donativo…

En el círculo vecino, unas actrices sostenían una conversación más afectada, y pude cazar al vuelo fragmentos de charla como los que siguen.

—…Stanislavsky… superbién… supermal… supertotal… Buda… o sea… ella es más gorda… ella es más fea… ella es más baja… enseñar las tetas… cobrar más… ¿Dónde se ha metido Stanislavsky?

Estaba ya a punto de meter baza para mencionar que, bajo mi punto de vista, los percebes estaban superbuenos, cuando sentí una leve presión en el hombro que sólo podía estar provocada por una mano humana, o por un brazo articulado robótico de tercera generación recubierto de látex de máxima calidad. Resultó ser lo primero, y cuando me giré para examinar al propietario o propietaria de tan dulce extremidad me encontré con una pregunta envuelta en una picarona sonrisa.

—¿Me concede este baile?

Debo confesar que, cuando soy yo quien toma la iniciativa en cuestiones danzarinas, suelo inclinarme por parejas menos fornidas, más jóvenes y, a poder ser, sin bigote. En este caso, sin embargo, opté por aceptar la invitación del maduro caballerete considerando que quizás fuera éste homosexual, y que una negativa por mi parte podría haber sido considerada como un acto de discriminación contrario a la legislación vigente. Por otra parte, no parecía en esta ocasión que estuviera siendo víctima de un depravado, como en el caso del vejestorio anterior, sino que el caballero de cuyo brazo ya atravesaba yo el salón se movía con el inconfundible halo de quien no necesita esforzarse para obtener dinero y, por lo tanto, compañía. Así pues, no expresé ningún reparo, y juntos nos deslizamos hasta el centro de la pista esquivando a las otras parejas que ya se movían al ritmo de la música.

—¿Qué prefiere, llevar o que le lleven?

El cuarteto de cuerda atacaba una pieza de Las Raperas Rastreras, marca registrada de N'Joy Corporation, y no habían transcurrido más de dos estribillos cuando el agraciado galán acercó su boca a mi oreja con algún misterioso propósito, que rogaba yo por que no fuera el de propinarme mordisquitos.

—Si me lo permite, y por razones de confidencialidad, prefiero no dar mi nombre —me susurró, alejando mis sospechas sobre inminentes arrumacos—, así que le daré mi apellido: me llamo Chum. Y mi RAP es el 04-A6F-726-765. Esto, sin embargo, de nada le servirá a usted puesto que yo soy un simple hombre de paja, una marioneta, un fantoche, un títere, un pelele… No, no se preocupe, no me afecta. Si viera el sueldo que tengo a final de mes le aseguro que usted mismo me animaría a proseguir con la retahíla de epítetos. Quizás incluso aportara alguno. Pero no he venido aquí para hablar sobre mi despreciable, si bien que inmensamente rica, persona. Al contrario: este asunto nada tiene que ver conmigo, y sí mucho con usted.

—¿Debo entender entonces, señor Chum…? —pregunté, comenzando a atar cabos y a relajar músculos.

—Llámeme mejor Chumillas —contestó, separando su cara de la mía y hablándome ya en tono normal—. Todo el mundo me llama así. Era el nombre de mi padre antes del Acta de los Cuatro Bytes, que lo obligó a utilizar el apócope. Sin embargo, desde mi más tierna infancia mis compañeros del Colegio Escandinavo no dejaron de recordarme mi apellido completo, aunque no para redactar mi pedigrí precisamente. Al pobre Poyatos, en cambio, nunca le apeaban la versión corta. Ya se sabe cómo son los niños: unos cabrones. No sólo se mofaban de mi apellido, sino que también hacían escarnio de este leve defecto de pronunciación que tengo en las eses, debido a un brote de asma. Pero cuando la vida nos deparó diferentes destinos, y yo me convertí en el sátrapa que hoy usted contempla, olvidé pero no perdoné, o al revés, no me acuerdo, y decidí vengarme sanguinariamente de mis ex compañeros. Ahora los tengo a todos trabajando en la Renfe. Como toque de gracia, y para darles una lección, me di el gusto de pagar el millón de dólares que fija el Acta de los Cuatro Bytes como tarifa para aquellos que deseen ser una excepción y disfrutar de un apellido más largo. Así que recuperé mi nombre completo.

—¿Cuesta un millón de dólares?

—Un millón de dólares de los de entonces. Ahora, debido a la inflación o al IPC o al euríbor, o a una siniestra combinación de todos ellos, no lo sé, seguro que costará más, aunque como cada dólar se habrá devaluado, entonces quizás cueste menos. No me haga mucho caso: nunca he conseguido entender estos galimatías financieros a pesar de que ostento el cargo de consejero en más de veinte empresas, en las que me pagan una fortuna para que tome decisiones y en las que se me supone al tanto de los entresijos contables. Da igual. Si algo sale mal, reducimos plantilla y a otra cosa. No me culpe: yo sólo hago mi trabajo. ¿Por dónde íbamos?

—Iba a preguntarle yo, señor Chumillas, si es usted el misterioso remitente de una igualmente misteriosa carta que he recibido hoy en mi domicilio.

—¿Carta? ¿Domicilio? ¿Chumillas? No sé de qué me habla, señor mío. He visto muchas películas de espías y sé lo que tengo que hacer. Lo negaré todo. Mentiré si es preciso. Estoy acostumbrado a hacerlo con excelentes resultados en Bolsa.

—Entiendo. Pero puede usted confiar en mí: en otro tiempo fui garante de secretos del máximo nivel.

—Eso a mí me la sopla —replicó mi

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