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AKA » CAPÍTULO 101

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El sicario seguía aferrado a mi antebrazo, y me conducía con decisión hacia la salida del salón sin relajar ni uno solo de sus músculos, numerosos como pocas veces había visto yo antes. Viendo que nadie parecía percatarse de mi delicada situación, y como quiera que el matón y yo estábamos ya a punto de alcanzar nuestro destino, se me ocurrió escorarme levemente hacia la izquierda sin dejar de caminar, para provocar así un leve choque contra un bulto rojo que resultó ser el individuo que antes se había presentado como Monseñor Leño. Sorprendido por el impacto, interrumpió su arenga, y tanto él como el grupo que lo rodeaba fueron a fijarse en mí, el propio Monseñor con gesto contrariado y los demás con cara de alivio.

—Ah, Monseñor —dije, fingiendo estar también desconcertado—. Discúlpeme. No le había visto. Pero ya que estoy aquí, y dado que todavía no he depositado ningún donativo en las huchas de las monjitas, quizás podría usted acompañarme a cumplir con mi deber moral. Así, su labor apostólica se verá justamente resaltada.

El religioso escarlata tornó primero su gesto al reconocerme, se le encendió después al escuchar mis palabras, y lo mudó de nuevo, o más bien se le demudó, al contemplar por fin a mi acompañante.

—Ah, veo que nos deja usted —se limitó a contestarme tras comprobar que no estaba solo—. No se preocupe por el donativo: ahora mismo leo su RAP y procedo a cargarlo en su cuenta. A ver cómo funciona el cacharro este… Ajá. Ya lo tengo. Muy agradecido. Tome. Le regalo unas gafas de sol de pinza. Lo antiguo vuelve. Lo llamamos «modelo Damasco». Mire el eslogan de la caja: «Para que la Luz no te pille desprevenido, como a San Pablo». Ingenioso, ¿eh? Es mío. Bueno, ha sido un placer. No le invito a que venga a visitarme en otra ocasión porque yo no soy digno de que entre usted en mi casa, así que mejor quédese en la suya. Podéis ir en paz.

Y dicho esto, hizo unos aspavientos inextricables con la mano, me dio la espalda, y retomó su discurso mientras el resto del grupo ponía los ojos en blanco y resoplaba.

—A ver si tienes más cuidado al andar —me susurró el sicario, atenazándome ahora el brazo hasta llevarlo al borde de la gangrena—. No quiero más tropiezos.

Y ya iba yo a jurar por todos mis antepasados que no volvería a trastabillarme en lo que me quedara de vida, que con aquella presión en mi brazo no seria mucho, cuando nuestra marcha se vio de nuevo interrumpida sin que en este caso mediara intención por mi parte. En efecto, un caballero de impecable presencia y elegantes modales se interpuso en nuestro camino para dirigirse a mi persona con las siguientes palabras.

—¿Qué tanta prisa tiene?

El matasiete se detuvo y me puso en la disyuntiva de hacer lo mismo o perder una extremidad. Como creo haber dicho ya, no soy idiota.

—Pues sí —le respondí al desconocido, procurando que la tensión de mis mandíbulas no se interpretara como un gesto descortés—. El tiempo vuela.

—No todos los días localiza uno personajes tan principales en estas pachangas. Si no le causa disturbios, me gustaría tomar una copa y platicar con usted. No más le robaré unos minutos.

Miré al matón y éste miró al extraño, que a su vez me miraba a mí. Como quiera que la vista carece de propiedad transitiva, aquel cruce de miradas no nos llevaba a ningún sitio, y yo empezaba a notar un simpático pero preocupante cosquilleo en todo mi antebrazo. Decidí desbloquear la situación, y aproveché la presencia del inesperado testigo para liberar mi maltrecho bíceps sin que el esbirro pudiera tomar represalias.

—Bueno —dije—, mi Terapeuta de Bienestar o TB estaba tomándome la tensión, pero supongo que podremos proseguir en otro momento. ¿Eh, doctor… Zhivago?

El matón concentró sus esfuerzos en analizar el imprevisto, y como su cerebro no pudo atender a tantas tareas al mismo tiempo, el resultado fue que mi brazo derecho recuperó por fin su libertad, si bien que completamente insensibilizado.

—Requetechulo. Permítanme que me introduzca: mi RAP es 05-465-727-265, AKA Miclantecuhtli Naco —dijo el hombre de garbosa apostura mientras estrechaba mi mano, que seguía profundamente dormida—. Tomemos, entonces. ¿El doctor Zhivago nos acompaña? ¿Podría, si no es abusar, chequear mis amígdalas entre buche y buche?

Mientras hacía estas preguntas, el caballero dio por terminado el apretón de manos y, al quedar libre, mi brazo derecho comenzó a balancearse sin control, así que tuve que cogerlo con el izquierdo para meter la mano en el bolsillo y terminar con aquel embarazoso movimiento.

—No lo sé. Tengo que preguntarlo —respondió el matón, y después, mirándome a mí, añadió—: Espéreme aquí. Y tenga cuidado con la tensión: si sube demasiado, puede acabar con usted.

Y tras decir eso, se perdió entre la multitud armada de crustáceos y moluscos. Tan pronto como nos quedamos solos, el desconocido me hizo una intrigante seña invitándome a acompañarlo.

Encantado por la perspectiva de alejarme todavía más de mi guardián, crucé detrás de él la puerta que nos separaba de la antesala donde los camareros continuaban untando tostadas con paté de jilguero, y continué siguiendo sus pasos hasta que los detuvo en un rincón cercano a otra puerta que, si mal no recordaba yo de mi fugaz paso anterior, comunicaba con las cocinas.

—Veo que no me reconoce —me dijo entonces mi acompañante, mirando a un lado y a otro para asegurarse de que nadie nos escuchaba—. Soy su nuevo vecino: el del tercero izquierda. Nos hemos cruzado hoy mismo en el ascensor.

—¿El

hacker?

—No le digo ni que sí ni que no, de momento.

—Vaya, tanto gusto —respondí, todavía algo desorientado por la inesperada casualidad—. Confieso que no le había reconocido con este elegante atuendo, lo cual espero que no interprete usted como un síntoma de menosprecio por mi parte. Su acento también me ha despistado. Y por otra parte, lo cierto es que tampoco nos hemos visto mucho.

—En cuanto al acento, he sido admitido recientemente como miembro de la minoría latinoamericana y estoy practicando. Y con respecto a nuestros escasos encuentros anteriores, supongo que el motivo es que no suelo emplear la puerta para entrar en casa. No, no me mire así, no estoy trastornado, aunque mucha gente diría lo contrario —intentó justificarse, pero su expresión paranoica no ayudaba a dotar de credibilidad a su discurso—. Dispongo de una escalera extensible que despliego desde el balcón para no tener que pasar por el portal. La fámula es implacable.

—No lo sabe usted bien —admití.

—Sí, sí lo sé. Y también sé de sus cuitas, y me temo que yo puedo ser la causa de una parte de ellas. ¿Ve este minúsculo punto negro sobre mi oreja? No es un piojo asceta, sino un potente micrófono unidireccional que me ha permitido acceder a la conversación que ha mantenido usted con Caifás Chumillas, quien, por cierto, ha debido de padecer una leve asma que se hace perceptible cuando pronuncia las eses.

—Ni se lo mencione, salvo que quiera usted terminar como maquinista de tren. ¿Conoce usted a Chumillas?

—No, pero he leído su RAP con este otro diminuto adminículo que ve usted sobre mi ceja, o que quizás no ve porque no es otra cosa que un nanolector de adeene. Estoy a la última.

Sentí la necesidad de hacer una breve pausa para intentar ordenar el torrente de estímulos que había recibido en los últimos minutos, y más especialmente en los últimos treinta segundos. De hecho, todavía no había asimilado en toda su dimensión las injustificadas amenazas de Chumillas, ni había recuperado por completo la sensibilidad en el brazo, y ya me encontraba frente a otro extraño personaje que me contaba historias igualmente insólitas.

Además, y desde que habíamos abandonado el salón principal, su comportamiento también había cambiado, y su anterior desenvoltura había devenido en una actitud siniestra, desconfiada, que le hacía mover los ojos continuamente a un lado y a otro en busca de quién sabe qué invisibles amenazas. A riesgo de pecar de descortés, consideré que aquel tipo ya me había proporcionado todo el beneficio que yo podría obtener de él, a saber, librarme del forzudo, y juzgué llegado el momento de prescindir de su compañía para irme por fin a mi casa.

—Pues si conoce mis problemas —dije—, sabrá también que no tengo tiempo que perder. Le absuelvo de la culpa que pudiera tener, y me despido de usted hasta la próxima reunión de la comunidad de vecinos en la que, por cierto, toca renovarle el contrato a la portera. Dios nos asista.

—¡Espere! —insistió él, enigmático—. Sé lo que está pensando. No, no tengo ningún otro dispositivo que me permita conocer sus pensamientos, aunque he comprado uno por catálogo, pero éstos son obvios. Se pregunta usted cómo alguien que reconoce entrar a su casa trepando hasta el balcón puede ser admitido en este tipo de eventos, y teme estar hablando en realidad con un salteador de sistemas informáticos. —Asentí, pensando que sería lo más rápido—. Pues no tema: he venido a la fiesta como un invitado más. Mi tatarabuelo se hizo rico, ya nadie recuerda cómo. Desde entonces, ninguno de sus descendientes ha tenido ocupación conocida, y la fortuna de mi familia es cada vez mayor. No sé cómo pararlo, aunque tampoco lo he intentado, para serle sincero. En cualquier caso, mi posición económica hace que me incluyan en las listas de invitados a todas las juergas y, como beneficio añadido para los organizadores, mi presencia en estos actos incrementa el porcentaje de negros, latinoamericanos, hijos únicos, y tísicos, todo al mismo tiempo puesto que gozo de las cuatro condiciones. Bueno, la de latinoamericano, como ya habrá podido comprobar, recién la estoy perfeccionando, no más.

Iba yo a felicitarle por sus progresos y a dar por terminado todo aquel desvarío, cuando vi de pronto cómo se asomaba a la puerta el matachín, acompañado ahora por otros dos individuos de similar perfil y segmento socioeconómico. Los tres hombres no tardaron en localizarme pero, viendo que todavía seguía acompañado del desconocido para ellos y conocido ya para mí, optaron por apostarse junto a la puerta y esperar acontecimientos. Consciente de que mis posibilidades de salir indemne eran directamente proporcionales al número de personas que se encontraran en la misma habitación que yo, y no considerando a los camareros como personas a estos efectos, aunque sí a otros, puesto que la hostelería es una noble profesión, como cualquier profesión por el hecho de serla y de ennoblecer a los seres humanos que la practican, consciente pues de ello, digo, cambié de planes e intenté alargar la conversación con mi recién descubierto vecino mientras le sugería al mismo tiempo que regresáramos al salón de actos, donde el rango de la concurrencia hacía que yo me sintiera más seguro.

—No era esa precisamente la pregunta que me estaba haciendo —comencé a decir—, pero todo esto que me cuenta me resulta harto interesante. ¿Le importa si continuamos nuestra charla en el salón? Hoy sólo he comido un plátano, aunque le aseguro que no es lo habitual.

—Sí, ya he visto a esos tres —me respondió él con un guiño—. Pero en el salón podríamos ser espiados por las cámaras de seguridad.

—Hablaremos bajito —repliqué, y lo llevé hacia la puerta intentando calmar su paranoia con palmaditas en la espalda.

Los esbirros no tuvieron otra alternativa que dejarnos pasar, si bien el presunto ex recluso aprovechó la ocasión para lanzarme una sonrisa que pretendía ser intimidatoria, y que logró plenamente su objetivo. Una vez que nos encontramos todos al otro lado de la puerta, los maromos no nos perdieron paso y se mantuvieron siempre a una prudente distancia. Nosotros, por nuestra parte, procedimos a instalarnos junto a una de las mesas que ya había sido saqueada por los invitados y que, por lo tanto, gozaba de un cierto grado de intimidad. Necesitaba discurrir algún plan para salir de aquel atolladero, así que compré unos minutos de meditación con una nueva pregunta.

—Y siendo usted un rico heredero, ¿cómo es que vive en un CID intermedio, como si de un perito agrícola se tratase?

—Es una larga historia.

—Cuéntemela sin escatimar detalles —lo animé.

—Pues verá, mi familia me educó en el culto al becerro de oro, pero a mí nunca me interesó la ganadería y pronto se despertó en mí el deseo de ser inmensamente rico. Para conseguirlo me apresuré a introducirme en los entresijos del poder fáctico y, aunque me llevó un tiempo localizarlo, quedé aterrado con mis descubrimientos. No, no hablo de sobornos, traiciones, chantajes, tráfico de droga, prostitución, torturas o asesinatos, que también, sino de una trama de ámbito mundial que tiene sometido al planeta. Incluso podría haber extraterrestres metidos en el ajo.

—Extraterrestres, ¿eh? —asentí, saliendo un instante de mis cavilaciones para anotar mentalmente que al día siguiente, sin falta, pondría aquellos hechos en conocimiento de la señora Domitila para que consiguiera que desalojaran a semejante maníaco de nuestro bloque; a fin de cuentas, el nuestro era un CID intermedio, no un frenopático en jornada de puertas abiertas.

—Por su propia seguridad no puedo revelarle muchos de los descubrimientos que hice —prosiguió el orate, hablando cada vez más bajo pero también con mayor vehemencia—, pero le diré, por ejemplo, que N'Joy Corporation y Eternal Life Inc. no son dos compañías sino una sola. En efecto, su feroz competencia es pura fachada. El mundo pertenece a Alexander Liar y Arístides Pupa, que están conchabados, y a sus secuaces. Pero, por supuesto, la realidad que nos muestran es bien diferente. En las películas, por ejemplo, si a uno le venden una lavadora estropeada se la cambian sin problemas. Y cosas así. Huelga decir que mi ambición inicial se vio destruida de inmediato por estas revelaciones, y también por las amenazas de muerte que recibí por meter las narices donde no me importaba. Así que me retiré del mundanal ruido y me compré varias mansiones a lo largo y ancho del planeta. También he ido alquilando pisuchos en algunos CID intermedios porque allí los controles de las autoridades son menos rígidos, y eso me ha permitido continuar con mis investigaciones encaminadas a desmantelar la trama mediático-política. Cuando el cerco se estrecha, por así decirlo, dejo un piso y me voy a otro. El que tengo ahora es de los peores, lamento decirlo. Pero eso es lo de menos: tengo una misión. En el curso de mis actividades ilícitas incluso he leído libros no recomendados por Javichu Depy. No le digo más.

—Pues la portera cree que es usted un

hacker —añadí yo proporcionándole pábulo a mi interlocutor, ya que aún no había concebido ningún plan para deshacerme de las fuerzas hostiles.

—Sí, bueno, el sabotaje informático es imprescindible para el revolucionario moderno. ¿Adónde quiero ir a parar con esta espiral de anarquía y terror? No lo sé, pero el esfuerzo siempre encuentra recompensa, o eso dicen las películas. Vaya, pues no era tan larga la historia. Si lo hubiera sabido antes, la habría contado más a menudo.

—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —volví a apuntar mientras me estrujaba las neuronas—. Usted dijo antes que se sentía responsable de mis problemas.

—No de todos. Una infancia infeliz también puede provocar desequilibrios a largo plazo. No me considero culpable, por ejemplo, de su divorcio.

Mis reflexiones se detuvieron en seco.

—¿Cómo sabe usted que estoy divorciado? ¿También usted me espía? ¿Qué he hecho yo para que todo el mundo me espíe?

—No me malinterprete: yo no quería, ni quiero, saber nada de usted. Simplemente he trucado su videoguol ocasionalmente para consumar mis perversos fines.

—¡El acento mexicano! —exclamé, atando cabos—. Mi videoguol habla así últimamente.

—Opero desde mi hogar, entre otras cosas porque mi videoguol es mucho mejor que el suyo, pero me conecto a través de su equipo y a todos los efectos mis transmisiones aparecen como si las hubiera hecho usted. Quizás, como consecuencia de ello, su videoguol esté un poco desajustado. Pero no pretendía que esto le provocara problemas: normalmente la policía termina por descubrir el origen real de las comunicaciones, y al intermediario, si me permite llamarle así, no le dan muchos porrazos. Entre una cosa y otra a mí me da tiempo a desaparecer. Pero ahora alguien con menos pericia que nuestras fuerzas del orden, si es que ello es posible, ha sacado conclusiones precipitadas y cree que es usted un elemento peligroso.

Asistí boquiabierto a aquella confesión surrealista, mientras a nuestro alrededor las parejas danzaban, los camareros se quejaban del sueldo, los directores encuadraban con los dedos, las actrices se recolocaban los pechos, y los sicarios que nos vigilaban seguían el ritmo tamborileando con los pies. El vejete que se me había insinuado al comienzo del baile volvía a mirarme ahora con un destello de esperanza en los ojos y un billete de mil dólares en la mano. En el fondo del barullo, seguía escuchándose la música del cuarteto de cuerda. Por lo que a mí respectaba, ya había oído todo lo que tenía que oír. De hecho, había oído mucho más de lo que habría deseado. Así que recorrí el salón con la mirada por última vez y, viendo que Chumillas ya no se encontraba en él para poder confesarle mis últimos descubrimientos, me dispuse a abandonar la fiesta antes de que algún otro lunático deseara hacerme partícipe de sus más inconfesables secretos.

—Señor Naco… —comencé a decir.

—Considéreme su amigo: llámeme Miclantecuhtli.

—Ya me gustaría. Como le decía, señor Naco…

—¿Mic?

—Está bien. Le llamaré como quiera, pero déjeme terminar. No sé si todo lo que me ha contado es producto de alguna sustancia alucinógena, como la cocaína o el supergén, o si sus neuronas no necesitan de estímulos químicos para entregarse a bacanales paranoicas. En cualquiera de los dos casos, poco puedo hacer yo. Todavía no sé cómo me he metido en este aprieto, pero tenga usted por seguro que voy a salir de él. Y si para hacerlo tengo que denunciar sus desvaríos, no dude de que lo haré, pero no para fastidiarle, sino porque creo que mi deber como ciudadano es proteger a mis congéneres de sujetos como usted. Dicho esto, le ruego que me disculpe. Aquí se acerca un caballero al que le he dirigido una caída de ojos, que él, con acierto, ha interpretado como una invitación a bailar. Adiós, señor Naco. Mic. Lo que sea.

Y así fue como conseguí abandonar la sala sin que los muchachos de Chumillas, no los periodistas ni los que vigilan a tipos disfrazados, sino otros muchachos, consiguieran ponerme la mano encima. El tipo del peluquín resultó ser consejero delegado de no sé cuántas empresas, que me fue enumerando mientras yo dirigía nuestros pasos sandungueros hacia la puerta principal, ante la que se reunían todas las fanes de Natalia Nodd y del resto de personajes televisivos que en el interior buscaban nuevas maneras de gastarse el dinero que aquéllas les proporcionaban. Alcanzado mi objetivo, besé la mano de mi acompañante, me despedí de los muchachos de Chumillas con una mirada respetuosa pero algo chula, y me esfumé sin dar tiempo a que ninguno de ellos, ni los muchachos ni el viejo bailongo, pudieran reaccionar.

Salí por fin del Palace, y mis pasos sobre la ya astrosa alfombra roja me sumergieron en un ambiguo estado de ánimo. Por una parte me asaltaban todavía un sinfín de dudas, y tenía que poner en orden los sorprendentes sucesos que habían acontecido durante la velada. Pero, por otro lado, no pude por menos de hacer un primer balance global positivo: por grandes que fueran los riesgos a afrontar, se me ofrecía por fin la oportunidad de re-ingresar en la sociedad, pero no en las capas más miserables que sólo interesan a los programas-concurso y a las tertulias de sobremesa, sino en la más selecta cúspide del orden establecido. Sí, vale, todos somos iguales, y todo el mundo es muy respetable, pero precisamente porque todos somos iguales, ¿qué hay de malo en preferir estar con los más ricos y desahogados? Por otra parte, mi regreso a los eventos mediáticos me había proporcionado la doble satisfacción de haber comprobado que la alta sociedad no había cambiado mucho en mi ausencia, y que yo todavía resultaba interesante para muchos individuos de tan selecta clase. Daba fe de ambos hechos la última frase que un invitado me dirigió cuando yo doblaba ya la esquina del Palace para salir pitando hacia mi casa.

—Con unas mechas rubias estarías arrebatador, Tarzán.

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