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AKA » CAPÍTULO 1000

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Cabizbajo y meditabundo alcancé la Gran Vía, con la triste caja de cartón entre mis brazos y un no menos triste estado de ánimo entre dondequiera que se sostengan los estados de ánimo. Mientras caminaba sin rumbo y rumiaba los últimos acontecimientos, no tuve más remedio que concluir que era yo mismo quien me había puesto en tan delicada situación. No había sabido atajar a tiempo los delirios del tal Chumillas, aunque tampoco se me ocurría muy bien cómo podría haberlo hecho, y desde luego no podía culpar en absoluto a Don Agamenón, que simplemente se había comportado de acuerdo a las más elementales normas empresariales, resumidas en el lema que presidía el Círculo del Libre Comercio, enfrente de cuyo edificio me había situado en ese instante el azar sin duda para que pudiera leerlo, pues se encontraba grabado en el frontispicio: «Maricón el último». A pesar de haber sido redactado hace mucho tiempo, como demuestra el vejatorio término que incluye y cuya utilización está ahora permitida exclusivamente a los taxistas, su vigencia sigue siendo incuestionable, y no me habría encontrado yo en la tesitura en la que me encontraba en ese instante si lo hubiera recordado antes.

¡Taxistas!, me dije al escuchar a mis pensamientos pronunciar ese término. Recordé entonces mi cita con el chófer que había contratado para que depositara al señor Paco en mi nueva casa, y comprobé aliviado que todavía faltaban unos minutos para nuestro encuentro. Le había pedido que volviera a buscarme a la hora de salida de la oficina, pero por las razones ya profusamente explicadas me encontraba yo en la calle antes de lo esperado. Desanduve mis pasos para regresar a la puerta del edificio donde mis ex compañeros continuaban con su noble tarea, miré con envidia malsana el ventanuco del cubículo de Foom, le di en un arrebato la caja con mis pertenencias a un pobre, puesto que éstas eran en realidad un clip y una foto de don Agamenón, y me dispuse a esperar la llegada del taxista. Como quiera que no podía quedarme parado en medio la calle, puesto que no tardaría en ser detenido por causar alarma social por inactividad, me metí en un bar y, tras escuchar el inevitable «¡

N'Joy!» a la entrada, me aposté en un taburete con visión a la calle. Podría aprovechar para comer algo.

—Ahí no se puede sentar, caballero —me dijo quien aparentaba ser el responsable del local—. Está reservado.

Me levanté y fui a sentarme en una de las mesas que se apiñaban en el diminuto salón.

—No, ahí tampoco —volvió a decirme el hostelero—. En las mesas sólo servimos comidas.

Probé a situarme entonces en un extremo de la barra, junto a la puerta de entrada.

—Pero hombre, ¿no ve que está usted en medio de la zona de camareros?

—¿Y por qué no me dice usted dónde me pongo, y terminamos antes?

—Pues mire, colóquese allí, junto a la puerta de los lavabos. Si no le parece mal.

—Me parece bien —y habrá quien diga que a mí prácticamente todo me parece bien, aunque esto sea falso como ya he explicado varias veces.

—¿Qué le pongo? —me preguntó por fin el camarero mientras doblaba la bayeta en dos.

—Un instante —respondí—. Tengo que consultar con mi Asesor Endocrino, o AE.

En una fugaz comunicación, puesto que mi asesor estaba consultando a su Entrenador de Personalidad o EP, aquél leyó rápidamente mi nivel de aminoácidos y otras sustancias críticas y me indicó que no comiera patatas, y que si pedía una berenjena, muy buena para el riñón pero lesiva para el oído, la acompañara de unos brotes de coliflor, que a su vez tendría que rebajar con una naranja para neutralizar el posible aumento de tensión a largo plazo.

—¿Y de beber? —le pregunté.

—Puedes pedir un vasito de ajenjo, sin cafeína, sin gas, sin azúcar, sin fosfatos, sin grasas, sin minerales y sin colorantes, o sea, que puedes pedir un vaso de agua. Y ahora tengo que dejarte: mi EP tiene prisa porque tiene que acudir a un seminario de auto-control. Es un monstruo. Ya nos veremos.

—¡Un número tres! —gritó el barman, que había presenciado toda la conversación, y acto seguido desapareció tras una cortina y volvió a gritar desde aquella nueva posición—: ¡Oído cocina!

Entretuve la espera mirando el videoguol, desde donde el timbre puntiagudo de una presentadora salía para expandirse por todo el local como la voz de una conciencia común y un poco gangosa.

—Despedimos a nuestro invitado de hoy —decía—, que se queda con su cirrosis, y nosotros seguimos con el programa. Pobre Tautátamo, ¿verdad? Pero no nos pongamos tristes, porque todavía tenemos que sortear… ¡el apartamento en Puerto Huevón! Sí, amigos, la vida sigue, sobre todo para los que no tenemos cirrosis como Tautátamo, ja, ja, cómo son estos guionistas. Y es que hay que tomarse la vida con buen humor, y también las desgracias, sobre todo si son ajenas.

La tostada apareció con rapidez sospechosa y ya me disponía yo a dar buena cuenta de ella, cuando un tipo se asomó a la puerta y me chistó, interrumpiendo la buena disposición con la que yo iba a recibir aquellas viandas. Obvié el hecho de que era la segunda vez en el mismo día que alguien intentaba llamar mi atención como si nos encontráramos a diferentes lados de la reja de un zoológico, y me concentré en la tostada.

—¡Oiga, pollo! Aligere. Vaya, no conocía yo este garito. Jefe, aquí lo que hace falta es poner una máquina de helados. Y el videoguol estaría mejor allí en el fondo, para que no reflejara por las tardes con el fútbol. Tampoco le iría mal un espejo ahí encima, uno de esos buenos, para que haga más grande el local. Y, ya puestos, unas chavalitas para servir las mesas, ¿eh? Y usted dese prisa, que tengo el coche en doble fila.

En efecto, a su espalda, y junto a la acera, pude ver un automóvil parado. Me costó reconocer en aquel sujeto al taxista que unas horas antes se había llevado al señor Paco siguiendo mis instrucciones, no porque él hubiera cambiado mucho físicamente, cuestión difícil, sobre todo si se buscaba un cambio a peor, sino precisamente porque el coche que conducía ahora no era un taxi.

Las pruebas, no obstante, concurrían: las ventanillas del vehículo estaban bajadas a pesar de los treinta grados que marcaba el termómetro, el individuo llevaba la camisa desabrochada y vestía bermudas con calcetines, apenas le quedaba espacio en el cuadro de mandos con tantos adminículos colgados o adheridos, y, por último, había vertido varias opiniones sin que nadie se las hubiera pedido.

Acerté a darle un mordisco a la tostada antes de que el camarero leyera mi RAP para cobrarme y retirara el resto del melindre.

—¿Ha ido todo bien? —quise saber mientras el taxista y yo salíamos del bar y nos metíamos en el coche.

—Fatal. Hemos perdido 6-0 contra los del metro. Nos metieron el primero en fuera de juego posicional, y a partir de ahí nos descentramos.

—Me refiero al encargo que le hice esta mañana.

—Ah, eso. Sí, ha ido todo perfectamente. Pero tendré que cobrarle un plus porque su amigo me llevó a recoger a otra pasajera y usted no me había dicho nada de eso. No es que me importe, ¿eh? —prosiguió, guiñándome un ojo—. Picarón. Menuda periquita. Qué, se la beneficia usted en aquel chalé en ruinas, ¿no? Pero digo yo: ¿qué pinta el otro tipo, que por cierto está más chupado que el pitorro de un porrón para guiris? No me diga que practican ustedes guarrerías de esas que ponen en el canal porno… según cuentan. No es que me parezca mal. La verdad es que me parece bien. Oiga, si alguna vez le falla el esmirriado…

—Caballero —atajé—, sé que el «Protocolo del Tasis» les exime a usted y a sus colegas del cumplimiento de múltiples normas cívicas, permitiéndoles por ejemplo utilizar lenguaje obsceno, no poner nunca el aire acondicionado en el coche, hacer sonidos guturales al paso de las féminas, y otras fruslerías por el estilo, pero de ahí a auditar mi vida privada media una sima abisal. Dicho esto: ¿qué es eso de que recogieron a una señorita? ¿Dónde? ¿Cómo era? ¿Quién le proporcionó la dirección?

—Pare el carro, que servilleta no es un chivato. Y aunque lo fuera, tampoco podría decirle mucho. El tipo escurrido me dijo que teníamos que pasar a recoger a una amiga, y eso hice. No sé más.

—¿Y dónde la recogieron?

—Pues allí abajo, al final de la Avenida del Comunicador Mora, donde cruzan Pacifista Gómez con el Pasaje de los Reyes Magos. ¿No sabe? Sí, hombre, después de pasar el puente donde se encadenan los de las manifestaciones.

Renuncié a obtener una descripción más precisa y pensé que, llegado el caso, el señor Paco podría proporcionarme todos los detalles sobre su recién adquirida amiga, y sobre su posible implicación en aquel cada vez más enrevesado asunto.

El tráfico en el carril taxi era fluido, aunque menos que en el carril trote o en el carril bici, pero sin duda mucho más que en el carril para automóviles, donde la fila de vehículos llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Le hice notar al conductor que el coche que pilotaba no era un taxi, y que por lo tanto no debía circular por el carril reservado para ellos, pero él no parecía preocupado por este hecho a juzgar por el silencio con el que recibió mis palabras, sólo roto por el escupitajo que lanzó tras recrearse en la expectoración. Uno nunca sabe a qué atenerse con los taxistas.

—Por si no se ha dado cuenta —mencionó, cambiando de tema—, hay un coche que se ha pegado a nosotros en cuanto hemos salido. Mire para atrás. ¿Lo ve?

Giré el cuello y escruté la calle, pero no acerté a ver ningún coche, o, mejor dicho, veía miles de ellos pero ninguno que pareciera estar siguiéndonos

—Sí, en efecto —dije, no porque no me atreviera a decir que no, sino por otras razones, y por si acaso el taxista estaba en lo cierto añadí—: Dele esquinazo y tendrá usted otra generosa propina.

Nos enzarzamos otra vez en la traducción del concepto «generosa» a su equivalente material, lo que nos entretuvo durante varios minutos, hasta que tuve que ceder apresuradamente a sus pretensiones porque mi CP me anunciaba una llamada de mi ex mujer. Conecté el aparato y dirigí el proyector hacia el respaldo del asiento.

—¿Y bien? —me preguntó mi ex pareja.

—Ya he dado orden al banco para que cancelen la línea de crédito de la niña, y para que nos avisen si alguien intenta utilizarla. He tenido que ponerme serio, pero ya me conoces: no permito que nadie se me suba a las barbas, si las tuviere.

—Estoy preocupada —me confesó mi ex corazoncito, con un gesto compungido que la hacía realmente adorable—. Hoy no ha llamado, y ya sabes que siempre que se fuga nos llama cada día para contarnos las experiencias que ha vivido.

—Estará afónica de tanto cantar —improvisé para intentar tranquilizarla—. No te martirices. El banco no tardará en llamarnos, sobre todo porque están ansiosos por reactivar la línea de crédito y volver a cobrar su comisión.

—¿Tú crees? —me preguntó, y por su tono de voz pude comprobar que estaba realmente afectada—. En fin, supongo que tienes razón. Nosotros no éramos así, ¿verdad? Hacíamos cosas más normales, como jugar con la consola, agujerearnos la lengua, y quemar algún contenedor que otro. ¿Por qué nuestra hija no puede contentarse con eso? Y ahora le ha dado por ponerse zapatos de tacón, como nuestras abuelas… Me pregunto qué hemos hecho mal, en qué nos hemos equivocado.

—Es la juventud —musité, un poco triste por los recuerdos que me despertaban las palabras de mi ex pareja—. No debes culparte por ello. La niña, por otra parte, es inteligente, audaz, y solidaria, como prueban los muchos italianos que ha acogido nuestra casa. Bueno —añadí, cada vez más triste—, nuestra ex casa, quiero decir.

Yocasta percibió la pena que envolvía mis palabras y quizás se sintió obligada a decirme algo agradable.

—Quiero que sepas que, aunque a veces parezca lo contrario, te agradezco que siempre estés ahí cuando te necesito —me dijo con una dulzura que yo no había visto en su sonrisa desde hacía tanto tiempo—. Eres tan…

Y dejó sus últimas palabras en suspenso. A mí, por mi parte, aquel arrebato de ternura me estaba trastornando un poco, y tampoco supe qué decir. Por supuesto, no quería ni mencionarle la delicada situación en las que me estaba viendo envuelto, por no acrecentar todavía más su preocupación, así que para romper el embarazoso silencio nos dimos ánimos otra vez con algunas frases hechas y nos despedimos con cierta prisa.

Mi melancolía no desapareció, sin embargo, cuando apagué el CP e intenté concentrarme de nuevo en la tarea que tenía entre manos. Y es que el chófer, que había bajado toda la Gran Vía y Alcalá con el brazo asomado por la ventanilla, comenzó de pronto a tararear una canción que trataba sobre los efectos perniciosos que sobre una relación sentimental provoca lo que el profesor Hips llama asimetría emocional, y que el taxista llamó «los mardito selos». La canción narraba esa angustia en palabras de la protagonista, la cual, mientras dejábamos Atocha atrás, clamaba, y cito literalmente, «por mi mare yo te imploro que no pienses más en mí» y «no sirvo pa viví en esa cársel de oro». La protagonista reconocía estar tratando injustamente a su cónyuge, o compañero, o

significant other, o pichurri, puesto que éste la había recogido cuando su situación económica se hallaba muy deteriorada.

Sin embargo, tarareaba el conductor tomando el papel de la protagonista, ésta no pudo soportar el agobio que le producía saberse tan querida, y terminó por abandonar el hogar con sus esperanzas, con sus sueños, y, cito de nuevo al pie de la letra, «con mis ansias de viví». El taxi enfilaba ya la carretera de Toledo mientras la protagonista, libre y ansiosa de probar nuevas sensaciones, se enfrentaba también al lado amargo de la vida.

Dado que el taxista se perdía con la letra, y repetía a veces fragmentos que ya había cantado, la historia no avanzó mucho hasta que el automóvil pasó junto al cartel de «

Welcome to the People's Republic of Northern Toledo», donde yo me comía ya las uñas por saber el desenlace de tan tormentosa relación. Aproveché el receso para mirar hacia atrás un par de veces en busca del automóvil que presuntamente nos había seguido al salir de la Gran Vía. No vi ningún vehículo sospechoso, pero esto, como creo que ya he dicho antes, no probaba nada, así que supuse que el taxista se había deshecho del perseguidor, si es que alguna vez había existido alguno, y devolví mi atención a la canción que aquél seguía entonando. A punto estaba de pedirle que no se entretuviera tanto en repetir los estribillos y saltara al final, cuando el taxista atacó una nueva estrofa en la que la protagonista, desencantada por su experiencia en libertad, pedía clemencia a su ex pareja rogándole que la dejara regresar, y suplicándole, con un desgarro que el taxista transmitía fielmente, que, de nuevo me remito al original, «en la cársel de tus brazos tú me vuelvas a enserrá». ¿Por qué? No se sabe. En cualquier caso, no pude evitar que mi melancólico estado de ánimo quisiera ver en la apasionada copla que acababa de escuchar un mensaje premonitorio de mi futuro sentimental con mi ex costilla.

Pero apenas tuve tiempo para reflexionar sobre el provechoso mensaje que aquella canción me había transmitido, puesto que el vehículo cruzaba ya las calles perpendiculares y todavía sin allanar de la futura urbanización. Cierto que la zona estaba un poco retirada de la ciudad, e incluso de sus alrededores, pero el Consultor Comercial de Transacciones Operativas que me la enseñó, también llamado CCTO, o vendedor de pisos, me aseguró que dentro de cincuenta años todo aquel descampado se convertiría en el centro de Madrid. Intenté que esta perspectiva me levantara un poco el ánimo mientras el taxi atravesaba matorrales y acequias, pero, sumido como estaba en cierto estado abúlico, el recuerdo de la premonición del vendedor sólo consiguió hacerme considerar que, quizás, quien no estuviera en el centro de Madrid dentro de cincuenta años fuera yo mismo.

—Conozco a un tipo que tiene una pala excavadora —me informó el taxista al llegar frente a mi coqueta vivienda—. Si quiere, le digo que venga y le tira esto en dos patadas.

—No estoy derruyendo el edificio —repliqué con educación—. Está en fase de construcción.

—Vaya. Pues entonces debería usted meter monduline en el tejado, que lo que tiene ahora rebaba, y levantar un poco más el murete de entrada, porque así como está parece la tapia de un panteón. Mi cuñado le revocaría la fachada y le abriría dos o tres ventanas más por el mismo precio, porque ahora esta casa tiene que ser más oscura que la conciencia de un ministro. ¿Y a quién se le ha ocurrido poner las juntas de poliuretano, con lo que ceden en invierno?

Me apunté yo mismo con el lector de RAP y le dije que se cobrara de una vez y que dejara de ponerle peros a todo, que ya estaba bien, y que yo no tenía por qué aguantar los juicios de valor de nadie sobre mis gustos arquitectónicos. Y, como soy un ciudadano honesto, debo reconocer que de esta última frase prácticamente todo, salvo lo del RAP, es mentira. El caso es que, si no con palabras, el taxista sí notó mi desprecio en el gesto y la mirada.

Esto, sin embargo, no pareció afectar mucho a su estado de ánimo, puesto que tan pronto como se hubo cobrado sus servicios ya estaba otra vez canturreando «ojos verdes, verdes como la albahaca».

Pero pronto tuve que olvidarme de las impertinencias del chófer porque, tal y como él mismo me había adelantado, en el interior de mi casa me aguardaba una sorpresa.

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