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AKA » CAPÍTULO 1010

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—¡Llaman a la puerta! —dije, sobresaltado de repente, y de inmediato Paco se contagió de mi excitación.

—¿Quién será? —me preguntó, ejecutando todos sus tics simultáneamente.

—Quizás sea el lampista. O el albañil. O también podrían ser los de New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation, que tienen que venir a instalarme el sistema de emisión satelital, aunque me extrañaría mucho que fueran ellos porque sólo hace dos años que los avisé.

Los golpes arreciaban y, quizás asustada por ellos, Berenice hizo acto de presencia, de grata presencia, en la habitación. También ella se unió al estado colectivo de nervios que ya nos poseía a Paco y a mí, pero en su caso lo exteriorizó dando unos pequeños saltitos que, a causa de la fuerza de la gravedad y de otros misteriosos vectores que también actuaban en la habitación a pesar de no tener ésta muebles, hacían que sus pechos se agitaran con un frenesí que no tardó en hacer mella en Paco y en un servidor, aumentando si cabe nuestro desasosiego. Berenice nos miraba ora a mí, ora a Paco, mientras nosotros seguíamos la sugerente vibración mirando ora-arriba-ora-abajo-ora-arriba-ora-abajo-ora-arriba-ora-abajo.

—¡Alguien tendrá que ir a abrir, o van a tirar la puerta! —dijo la propietaria de los pechos oscilantes.

—Vaya usted —se apresuró a sugerir Paco—. Yo no conozco a nadie, así que no puede ser para mí.

—Pues yo tampoco conozco a nadie que pueda venir a esta casa —me resistí—. Siempre está vacía.

Nos enzarzamos en un pequeño toma y daca, pero no tuve más remedio que terminar por claudicar, no porque tenga yo problemas para negarme a algo, sino porque mi candidatura era la más lógica. Conminé a Berenice para que detuviera su movimiento, y después les ordené a los dos que se estuvieran quietos y callados mientras yo me deshacía del aporreador de puertas. Los pechos de Berenice quedaron en reposo, Paco me lanzó una mirada rencorosa por ello, y yo salí de la habitación y me encaminé hacia la entrada de la casa. Los golpes todavía se oían, aunque más espaciados. Abrí la puerta y me encontré ante un tipo perfectamente peinado y vestido de naranja que portaba una especie de bombona en una mano y un báculo en la otra.

—No, gracias —dije, pues al pronto no lo reconocí—. No uso butano.

—¡Caramba! —dijo el visitante—. ¡Qué casualidad! ¿No me recuerda? Soy Monseñor Leño. Nos conocimos ayer en el Palace, en la fiesta que dieron para… bueno, no recuerdo para qué era, pero yo no me pierdo ni una.

—Disculpe, Monseñor —me excusé—. Así, a contraluz, y vestido de butanero, no le había reconocido.

—¿Lo dice por la bombona? Es un kit bautismal de viaje. Por si convierto a alguien. Y el traje no es de butanero: es el nuevo modelo de uniforme episcopal para esta temporada. Los diseñadores han pensado que el rojo tradicional nos alejaba mucho del pueblo, puesto que es un color que tradicionalmente sólo se relaciona con demonios y comunistas, si es que existe alguna diferencia entre ambos. Mire: detrás llevamos un número y nuestro nombre, a ver si así vendemos más merchandising. Yo me he cogido el diez, como Pajarinho, el sin par delantero de la Juve.

—Muy bonito —atajé—. En fin, lamento no poder quedarme a charlar con usted, pero es que tengo unas cosillas urgentes que hacer.

—Estoy evangelizando —contraatacó Monseñor, poniendo una mano en la puerta—. Yo no soy de esos que cuando ascienden y agarran un puesto de mando se olvidan de sus orígenes y reniegan de las tareas más bajas. Bueno, sí soy de esos, pero precisamente para disimularlo tengo que salir de vez en cuando a ejercer el apostolado un rato. ¿Es usted católico? ¡No me conteste todavía! Espere a escuchar la promoción de suscripción que tenemos, pero le advierto que sólo es válida hasta fin de mes.

—Le agradezco su interés, Monseñor, pero ya le digo que en estos momentos no puedo atenderle. Y, si me admite un consejo, yo de usted no me esforzaría mucho en esta urbanización: todavía está vacía.

—¡Mejor me lo pone! Hay que ser rápido. Si uno se despista, se adelantan los protestantes y cuando las familias se instalan ya son todas herejes. O peor: los budistas. Claro, como esos no obligan a rezar… Nosotros tampoco, ¿eh?, no se asuste. Es opcional. Lo único que tiene que hacer es ir a misa. Bueno, esto también es opcional. Con que se case y tenga hijos es suficiente. No, espere: esto también lo hicimos opcional en el último concilio. Con tanto cambio me hago un lío. En fin, basta con que crea usted en Dios. Aunque esto también estamos pensando en hacerlo opcional, porque ganaríamos muchos fieles. Cada vez tenemos más presiones por parte de la prensa, que nos tilda de dogmáticos y anticuados por seguir manteniendo estas creencias. No negaré que a veces —añadió, haciendo un aparte aunque no había nadie en todo el espacio que abarcaba la vista—, cuando veo que no voy a conseguir el objetivo anual de nuevos feligreses, estoy tentado de proponerlo en Roma, pero Su Santidad es muy intransigente con ese tema. Y eso que yo le digo:

sua santità, pero si ya hemos cambiado prácticamente todo. Entre las presiones de los judíos, las feministas, los ecologistas, los musulmanes, los padres solteros, los astrologistas, los criadores de palomas, los meteorólogos… Pues de perdidos, al río. Fíjese usted en la eucaristía: primero nos obligaron a quitar el pan, porque ya se sabe que provoca un aumento del ácido gucélico de nocivas consecuencias. Después tuvimos que prescindir del vino, puesto que su uso por los sacerdotes podía ser interpretado como una incitación a la dipsomanía para la población civil. Así que ahora celebramos la eucaristía con una zanahoria y un vaso de Cokepepsi, aunque por supuesto no mencionamos la marca. Su Santidad se negó en rotundo. Y eso que los de N'Joy Corporation nos ofrecían pingües ingresos por hacerlo, pero él prefirió renunciar a parte del beneficio a cambio de mantener una cierta independencia espiritual. Así que ahora, durante la celebración, el cura relata que, en su última cena, Jesucristo tomó la zanahoria y la pasó a sus discípulos para después proceder de idéntica manera con «una conocida marca de refrescos de cola». En fin, como le dije al

Regional Vice President de N'Joy Corporation, a buen entendedor…

—Bien, pues que tenga usted mucha suerte con sus afiliaciones —volví a intentar concluir.

—Entre usted y yo, Dios no sabía mucho de

marketing —prosiguió el cargante obispo sin darse por aludido—. No digo que no tuviera buena intención, no es eso. Pero en aquella época no se habían inventado las encuestas ni las urnas y le salió una religión muy poco popular. Y eso que, por ejemplo, no prohibió beber alcohol. Mira, ahí fue un visionario. Claro, que por algo era Dios. En fin, ahora las cosas son diferentes. Ahora todo es

marketing, como dice mi jefe el Cardenal Lope. Y nosotros necesitamos un golpe publicitario con urgencia. Estamos negociando ya los fichajes de la próxima temporada, y le adelanto en exclusiva que esperamos conseguir la conversión del afamado judío Bülent Levi, ídolo de la canción y campeón mundial de

windsurf, que nos costará un dineral pero que arrastrará al catolicismo a una masa de fieles que lo siguen a dondequiera que va e imitan todas sus acciones, así se perfore las meninges con una broca de widia. Pero los Testigos de Jehová también están pugnando fuerte. No sé cómo terminará esto.

—Señor Leño —apremié—, todo esto que me cuenta me resulta apasionante, pero le aseguro que no puedo alargar más nuestra enriquecedora conversación.

—¿Debo entender eso como una negativa a mi oferta para hacerse católico?

Creo haber dicho ya que no tengo un problema para decir que no, aunque siempre me aseguro de haber considerado todos los pros y los contras de un asunto antes de tomar una decisión al respecto. La precipitación no es buena consejera, vísteme despacio que tengo prisa, y la ignorancia es la madre del atrevimiento. Este extracto del refranero pasó por mi cabeza mientras Monseñor Leño permanecía pendiente de mi respuesta agarrado a su báculo, que en ese momento se me antojó amenazador.

—No es eso —comencé a decir, y también terminé por decir, puesto que el obispo ya me había cogido el turno y se preparaba para colocarme otro discurso.

—Ya le digo que si lo que le preocupa son las obligaciones que pueda contraer, no tiene por qué inquietarse. Míreme a mí mismo: durante mi meteórica ascensión por las empinadas cuestas de la jerarquía eclesiástica me he mantenido siempre dentro del sector de los denominados «católicos no practicantes» quienes, además, son abrumadora mayoría dentro de nuestra confesión, y por lo tanto doblemente dignos de estar representados entre los prebostes del cotarro. No comulgo con la mayoría de los mandatos ecuménicos, ni respeto las obligaciones impuestas ya no implícita sino explícitamente en las escrituras que yo mismo llamo sagradas, pero mis feligreses tampoco lo hacen y no muestran empacho en reconocerlo e incluso presumir de ello. ¿Hago mal? No lo creo, y en cualquier caso ahí está San Pedro, que tampoco iba a misa los domingos y mire adónde llegó. Cierto que esto deteriora nuestra credibilidad, pero eso es porque hubo algunos movimientos en el pasado que todavía nos están perjudicando. El aborto, por ejemplo. Primero la Iglesia dijo que ni hablar del peluquín. Después, la presión popular obligó a permitirlo, con la encíclica de 2023. Cuando se descubrió que las alteraciones físicas que provocaba un aborto podían provocar cáncer a largo plazo, de nuevo la opinión pública nos obligó a iniciar una campaña para detener las prácticas abortivas entre los católicos. Excomulgamos a media cristiandad. Pero hace algunos años se descubrió que los posibles efectos cancerígenos sólo aparecen cuando el aborto se produce en el primer embarazo, así que volvimos a ceder y ahora la postura oficial es que si una mujer aborta en su primer embarazo va de cabeza al infierno, pero si ya ha tenido algún embarazo anterior puede abortar cuanto quiera sin que a Dios le preocupe lo más mínimo. Y todo porque nos hemos convertido en una mera asociación ciudadana. ¿Quiere saber mi opinión? Da igual, se la diré: esto es vergonzoso. Somos la única religión del mundo que somete a Dios a votación popular. Aquí —dijo, bajando otra vez la voz al nivel de un susurro— se nos presentan cuatro exaltados de un colectivo antirracismo, y estamos dispuestos a decir que Jesucristo era negro.

—Me gustaría pensármelo —dije finalmente, intentando ganar tiempo.

—Por supuesto. Pero recuerde: nuestra promoción termina a final de mes. ¿No le he contado en qué consiste la promoción? ¡Qué cabeza la mía! Mire: estas fantásticas gafas de sol con pinza. El eslogan es mío. Dice: «Para que la Luz no te pille desprevenido, como a San Pablo». Pero, un momento: yo ya le he contado todo esto, ¿no? ¡Claro! En la fiesta. Bueno, pues en ese caso no puedo ofrecerle nada a cambio de su conversión, salvo la salvación eterna, claro está. Pero, ¿a quién le importa eso? Donde se ponga un buen descuento… Por cierto, que estuvo muy bien la fiesta de ayer. No le había visto antes a usted por esos saraos.

—Llevaba algún tiempo apartado del circuito, por así llamarlo. Ya sabe —improvisé—, esto, lo otro, lo de más allá… Bueno, ¡qué le voy a decir a usted de lo del más allá!

—Pues nadie diría que estaba usted desentrenado. Pude verle bailar con Chumillas, y muy bien, por cierto. ¿Se conocen desde hace mucho tiempo?

—Somos como hermanos.

—Entonces sabrá usted que está destrozado con ese asunto del secuestro de la huérfana, a quién él quizás haya definido como niña a pesar de que ya no cumplirá los veinticinco. Chumillas es un sentimental.

De pronto empecé a contemplar la posibilidad de que, en realidad, Monseñor Leño no hubiera ido a mi casa en misión oficial. No sólo estaba desviando la conversación de una manera precipitada y muy poco hábil hacia el tema que Chumillas me había confiado la noche anterior, sino que además no parecía mostrarse ya tan dicharachero y confiado como antes. Mientras me hablaba, había comenzado a mirar aquí y allá, como si estuviera buscando defectos en la fachada de mi casa y no pudiera encontrarlos, lo que resultaba completamente imposible por lo del regateo con la radial.

—Sí —admití, para darle pie a que continuara y poder así deducir sus verdaderas intenciones—, claro que estoy al tanto. Chumillas me lo contó todo. Una desgracia, la verdad.

—¿Se sabe algo nuevo? Sobre la chica, quiero decir. Hoy no he podido hablar con Chum.

—Nada. Yo hablo con él a cada minuto y me ha dicho que está en ello.

Monseñor Leño continuó dejando que su vista se perdiera en la fachada, en el descampado que algún día se convertiría en el jardín, en la zanja que albergaría una valla, en el hueco que ocuparía la reja, en los agujeros que una vez rematados constituirían coquetas ventanas, en las cajas de madera que serían sustituidas por los elegantes escalones de entrada a la casa. Y, como quiera que cuando terminó su inventario visual ninguno de los dos había añadido ni una sola palabra, posiblemente porque ambos esperábamos a que fuera el otro quien lo hiciera para poder así sonsacarle más información, Monseñor Leño recogió su bombona con el kit bautismal, asintió con resignación, y me dirigió sus últimas palabras, y no quiero decir con esto que a continuación se muriera, sino que tras pronunciarlas abandonó mi humilde, y no es modestia, morada. Yo, mientras tanto, me preguntaba cómo había conseguido averiguar que yo me encontraba allí aquella tarde si, como ya he mencionado, las piruletas todavía no estaban instaladas.

—Llámeme si tiene alguna duda —me dijo antes de darse la vuelta para irse—. Yo también lo llamaré a usted para ver cómo va su proceso de decisión. Y para hablar de todo un poco. Sabiendo que es usted amigo del viejo Chumillas seguro que tenemos muchas cosas en común. Confío en que volveremos a vernos pronto.

Y dicho esto, salió del recinto que contenía mi casa y caminó después calle arriba hasta desaparecer de mi vista. Pude comprobar, por tanto, que no llamó a ninguna otra puerta ni intentó convertir a ninguno de los obreros que se afanaban en las obras vecinas, cosa que, por otra parte, le habría resultado inútil puesto que todo el mundo sabe que los obreros no creen en Dios mientras tienen trabajo, como era el caso de aquellos.

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