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AKA » CAPÍTULO 1011

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A pesar de la congoja que se iba apoderando de mí, llegué hasta la puerta de entrada y me introduje en el inmueble. Para mi tranquilidad, pude comprobar que la canción que antes había escuchado estaba producida por un reproductor enchufado a unos cables pelados que salían de la pared. A tientas llegué hasta la escalera, y junto a ella distinguí la puerta de un ascensor con la pegatina de la última revisión sellada en el siglo pasado. Subí, pues, a pie, intentando no hacer ningún ruido que llamara la atención de los vecinos y los incitara a asomarse. Los inquilinos del edificio, como cabía esperar, constituían una buena muestra del tipo de gente que uno puede encontrar fuera de los CID protegidos: un filósofo, un falsificador, un destilador y una poetisa inédita eran algunos de los representantes de aquel elenco de notables que anunciaban sus servicios con papeles pegados junto a sus puertas. Supuse que también habría traficantes de embutidos o incluso políticos de derechas, pero preferí alejar aquellos pensamientos de mi cabeza y concentrarme en mi misión, que se desarrolló por lo demás sin mayor contratiempo hasta que llegué por fin al rellano del quinto piso.

Saqué la llave que me había dado Paco y me pasé unos minutos intentando descubrir cómo abrir la puerta con aquel curioso adminículo. Después de probar a acercarla a varias distancias, por si la frecuencia de emisión se veía afectada por ello, y de intentar hablar con el extraño objeto para pedirle que cumpliera su función, terminé por deducir que no había nada electrónico en el aparatejo y que, al parecer, era un simple trozo de metal. Estaba por tirarlo y marcharme cuando observé astutamente que en el mencionado objeto aparecía una grabación, idéntica a otra que vi impresa sobre un pequeño disco que se hallaba encajado en la puerta. Esto era lo que ponía en ambos: «Mister Mint». Acerqué mi objeto al otro, intenté que se comunicaran de nuevo, los puse en contacto físico y, cuando ya estaba desesperado por la complejidad de aquel mecanismo diabólico, me ensañé con la puerta e intenté apuñalarla con mi trozo de metal, con tan buena suerte que en uno de los intentos éste se introdujo por una ranura diminuta que el círculo de la puerta tenía y en el que yo no había reparado. Mi pieza, de tan oportuna manera, se quedó introducida en el disco, y de nuevo intenté varias operaciones hasta que por fin, en el transcurso de una de ellas, aunque no sabría decir muy bien cuál, hubo un ruido seco y la puerta se abrió.

Me las prometía yo muy felices y me disponía ya a entrar en el piso, pero había formado tal alboroto que por la puerta de enfrente se asomó de pronto una mujer con la cabeza casi rapada, a excepción de tres largos mechones que emergían de su región occipital y le caían después hasta las caderas. Podría decirse que era una figura neopicassiana, o también que era un adefesio de tía.

—Buenas tardes —dije, desplegando una amable sonrisa—, o buenas noches, porque aquí hay tan poca luz que ya no se sabe. No pasa nada. Me tiembla mucho el pulso porque soy epiléptico y neurocirujano, y la combinación de ambas condiciones me somete a un estrés terrible. Pero ahora, llegado ya a mi acogedor hogar, todas mis preocupaciones desaparecen. Gracias por interesarse, y por favor no me muerda.

—Un viaje, otro viaje, caminos que me llevan, pero tengo que pagar peaje, así que abandono los caminos, y todo me importa un caraje —replicó mi coyuntural vecina que, por cierto, era la poetisa a la que antes he hecho referencia.

—Precioso. No la distraigo más, pues no querría yo que por mi causa se le espantara a usted el estro.

—Él se va, yo me voy, nada hice, nada hizo, quiero huevos, con chorizo.

Me introduje por fin en el piso y cerré la puerta a mi espalda.

Sobresaltado todavía por aquel pequeño contratiempo, lo primero que hice fue acercarme a la ventana para localizar una posible salida en caso de emergencia, como siempre hacen en las películas. Después busqué el interruptor de la luz, puesto que estaba visto que la vivienda era pleistocénica y no se controlaba con la voz, y comencé a inventariar lo que se me ofrecía a la vista, que resultó ser lo siguiente: una silla. Pensé que quizás el centro de operaciones se encontraba en otra habitación, así que crucé una de las tres puertas que partían de aquella sala e inspeccioné la estancia vecina, y esto es lo que me encontré allí: una mesilla de noche. Regresé y abrí la segunda de las puertas, que daba a un pequeño pero cochambroso cuarto de baño equipado con lavabo, retrete picado y con lamparones, y ducha con cortina mohosa. La tercera y última puerta comunicaba, por increíble que pueda parecer, con una cocina. Esto venía a confirmar la antigüedad del edificio, construido obviamente cuando todavía las casas se hacían con cocina separada, y antes por lo tanto de que se prohibiera la construcción de dichas estancias, ya que el 68% de los accidentes domésticos ocurrían en ellas. De nuevo nuestro gobierno, escuchando el clamor popular, ordenó que la nevera y los fogones se pusieran en los comedores, y con ello atajó el problema de raíz: no más accidentes en las cocinas. Sin embargo, y por alguna misteriosa razón, o por culpa de la oposición que siempre quiere fastidiar, se rumoreaba que últimamente había aumentado el número de accidentes en los salones, así que el gobierno no tardaría en prohibirlos, y a ese paso pronto las casas quedarían convertidas en un inmenso hall o recibidor.

Pero no era el caso que yo hubiera llegado hasta aquel desvencijado lugar para efectuar valoraciones arquitectónicas, así que me apresuré a cumplir el objetivo que me había marcado, esto es, buscar pruebas de que aquel era el lugar desde el que el libertino doctor planeaba sus acciones. La tarea, por lo demás, iba a resultar mucho más sencilla de lo previsto dada la precariedad del mobiliario. Levanté la silla para comprobar que no había nada debajo de ella, como así resultó ser, y después busqué en los cajones de la mesilla de noche algún rastro del sujeto en cuestión.

Cuál no sería mi sorpresa al encontrar en el primero de dichos cajones una fotografía de mi propia persona, no muy buena y nada actual, puesto que entonces llevaba el pelo con unas pequeñas extensiones que, según mi peluquero, me daban sensaciones de melena, y junto a dicha fotografía la tarjeta de visita que yo mismo le había entregado el día anterior a Jiménez-Pata creyéndolo un venerable anciano. También había un trozo de papel con dos números anotados, que a todas luces parecían los RAP de sendas personas.

En el otro cajón, para mayor asombro mío, había una copia de la foto de mi promoción de Calumniados Anónimos, que nos dieron junto con el diploma al terminar la terapia que había seguido después del asunto con Javichu Depy. Cotejando ambas fotos, pude comprobar que la primera era en realidad una ampliación de la segunda en el lugar en el que aparecía mi agraciado rostro. Por último, encontré también un gorro a rayas rojas y blancas con la inscripción «Centro de Felicidad Personal Tristan Braker», y una botella de aceite de oliva con una etiqueta pegada con muy poca pericia y que rezaba «Haceite de Comperativa, Bueno, Bueno».

Arranqué dicha etiqueta y me la guardé en un bolsillo, junto con el gorro, el papel con los RAP, y las dos fotografías. Eché un último vistazo a la mesilla, al suelo y al techo de la habitación, así como a los de la sala y el baño, e inspeccioné la cocina desde la puerta sin encontrar ningún otro objeto de interés. Y me disponía ya a salir, algo mosqueado, lo reconozco, por haber encontrado aquellas fotografías mías en el piso, cuando de repente escuché un ruido sospechoso en la puerta, y vi cómo ésta empezaba a girar para dejar el paso franco a quienquiera que la hubiera abierto.

Me apresuré a apagar la luz y me escondí en el baño, soportando el olor como pude, y dejando la puerta entornada para poder escrutar todo lo que sucediera en la sala. La puerta principal terminó de abrirse, se cerró después, y cuando la luz se hizo de nuevo pude contemplar con sorpresa, injustificada puesto que él era el dueño del piso según todos los indicios, al bilioso galeno, cuyo aspecto sin melena y barbas blancas era, en efecto, igual al de la imagen que Chumillas me había mostrado en la fiesta. Sin duda, acababa de llegar mi pasaporte al estrellato socioeconómico.

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