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CENA PARA CUATRO

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CENA PARA CUATRO

El restaurante tiene un patio interior, con las paredes enrejadas cubiertas de jazmines. En verano, sacan al patio mesas para que los que acuden a cenar disfruten del frescor de la noche; mesas con manteles blancos en las que luce un velón encerrado en una esfera de cristal. Esta noche, corre un poco la brisa que, desde el crepúsculo, esparce el aroma de las flores blancas cuyo nombre en árabe es “regalo de Dios”. No hay mucha gente, tal vez por encontrarse mediada la semana, que obliga a recogerse pronto para no hacer aún más duro el madrugar de los que trabajan en julio. Sólo se ven desperdigadas por aquí y por allá mesas ocupadas, casi todas ellas por enamorados.

En un rincón del patio, una pareja habla en susurros. O, más bien, debería decir que es él el que habla; ella sólo escucha. Han llegado por separado: primero él y, luego, ella. Apenas se han saludado con un beso en la mejilla, como si el pudor les impidiese mostrar su pasión en público. La conversación ha empezado enseguida, aún antes de que les traigan la cena. Primero, en un tono sosegado, casi frío, me atrevería a decir yo. Ella picotea migas de pan, que desmenuza mientras pone atención a las palabras de él.

Ya en el primer plató, la emoción de la conversación adopta un tono acalorado. Él gesticula al hablar, como si quisiese hacerse entender mejor; ella pasea su mirada empañada por el patio, más para huir de sus sentimientos que para apreciar la belleza de los jazmines.

En el segundo plato, es ella la que habla. Las frases le salen entrecortadas, como si quisiese contener el llanto. Él niega con la cabeza, con las manos, y, hasta su cuerpo parece querer rebatir las palabras de ella. Apenas tocan las exquisiteces del plato, quitándose las palabras de los labios.

Cuando llega el postre, una lágrima se desliza por la mejilla derecha de ella, sin que haga nada por impedirlo. Él intenta enjugársela con el dorso de su dedo índice, más ella retira la cara. Él posa su mano sobre la de ella y allí la deja descansando. Las frases han dado paso al silencio y el fragor de la emoción, a la tristeza.

Es la primera vez que se ven. Él ha encontrado su teléfono en la agenda de su esposa y la ha citado para contarle que ha descubierto que el marido de ella y la mujer de él son amantes.

MUÑECA ROTA

Ella vende su cuerpo como si fuera artesanal, sonríe en el espejo y simula ser artista. Veinte dólares cuesta sus pies de porcelana, treinta su piel de caolín, cincuenta cuestan sus pechos de nácar; su cuerpo entero cuesta casi el precio de una esmeralda. Incluso podría ofrecer de gratis una sonrisa plástica o un beso metálico. Pero nadie paga su corazón de cristal, porque a la gente no le gustan las cosas quebradas. Los hombres quedan cautivados en su esencia, pero como un perfume barato se embriagan en su olor y la desechan, para ellos no es más que algunos papeles de su billetera.

Ella se exhibe cual obra de arte, sus curvas parecen líneas sensuales del neoclásico y su rostro parece una escultura griega. La gente por la calle la mira con ojos cruzados.

—Ahí va el témpano- dicen- La mujer de la calle, la muñeca de asfalto.

Ven en sus ojos el brillo de la fiebre del oro pero al cambiar la mirada salen volando dos calcomanías doradas que tenía en su rostro, ella intenta con sus dedos pulir su pupilas pero solo tiene el vacío de los ojos huecos y el negro de su alma.

Va desprendiendo alegría y seguridad.

—¡La gente me envidia! —exclama, pero la alegría que deja atrás no regresa a ella, solo se va.

Ella sonríe mientras estira sus manos bañadas en bronce, él la ve en la distancia. Tiene puesto un vestido de fuego y de momento la confunde con un príncipe negro.

Él viene en la carroza a recoger a Cenicienta y parece haberla encontrado con todo y sus zapatillas.

—Hola ¿Vienes?

Ella no habla, solo entra junto a él y aprieta sus labios, no es necesario hablar, en el lenguaje del cuerpo están de más todas palabras.

Entran al castillo con algo de distancia y en la alcoba sábanas blancas resaltan.

—Déjame ver la mercancía- Dice él

Entonces ella se quita la envoltura y las cintas de colores, no hace falta enseñarle la etiqueta, no es primera vez que él compra una muñeca. La mira y se deleita por un instante; pero la tentación le gana.

Agarra la muñeca y la estruja contra las sábanas, sus manos evalúan su cuerpo, pero ella tiene frío; tiene el alma de hielo y la mirada azul.

La pone en la hoguera y ella simula derretirse pero sus gemidos y sus movimientos son ensayados.

Se escucha un te amo que quedaba en el cuarto como un eco de tantas otras veces que probaron su cuerpo.

Bailan al ritmo de una canción que jamás fue romántica y que posiblemente nunca haya sido canción. Él la llena con el extracto de su aventurera pasión y ella se sigue sintiendo vacía.

Él se levanta, se viste, y antes de marcharse deja sobre la mesa el pago de lo que compró. Ella lo toma en sus manos y lo mira, sus ojos dan vueltas por la habitación, mira el reloj y finalmente se pone el dinero entre los senos para simular un corazón.

Él no se lo dirá a nadie... Nunca lo ha hecho.

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