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¡Vampiros!

Nota del autor:

“SUMISIÓN: Me rebelé y el dolor me invadió cuando cortaron mies manos como castigo. Decidí rendirme y ya no sentí más dolor, porque me arrancaron la piel a tiras”. Abres la puerta de tu casa y compruebas que el mundo ha sido devastado. Una hueste de seres tenebrosos siembra el terror en toda la Tierra y domina a la humanidad. Sabes que ya nada será lo mismo, a no ser que luches contra ello. Pero descubres que la fuerza que lidera a las bestias tiene un poder sobrenatural. Caes en la cuenta que la única manera de vencer es someterte a su poder… y perder tu humanidad para siempre. La sumisión es vida. La insurrección, muerte. ¿Qué decides?

 

La piedra había contagiado el frío a su corazón.

Tenía la boca pastosa y seca. Notaba la saliva adherida a su lengua y a su paladar, como el chicle que se niega a desprenderse de entre el asfalto y la suela del zapato. Pasó sus manos cenicientas, de uñas afiladas, por un rostro agotado.

No quería salir del ataúd.

Si lo hacía, cometería un nuevo asesinato.

La luz del sol, tan cálida, tan agradable, se filtraba

por los resquicios de la madera podrida. Su ciclo de descanso había finalizado, aunque llevaba dos días y dos noches negándose a emerger al mundo de los vivos. Pero era incapaz de soportar el encierro por más tiempo. Algo en su interior le decía que era la hora.

La puerta del ataúd emitió un lúgubre quejido. En la nube de polvo se dibujó una silueta: su silueta, un ser achaparrado, de perfil agudo, desagradable protuberancia en la espalda, brazos largos, ataviado con un traje oscuro de una época remota. Posó un pie sobre el suelo helado del sótano y, sin andar, ascendió las escaleras enmohecidas. El ensordecedor silencio del exterior pugnaba por penetrar a través de un minúsculo tragaluz relegado al encierro de unos barrotes.

Recorrió las estancias deslizándose. Antes de llegar a la puerta de la calle, un ronroneo llamó su atención. Desvió su trayectoria y entró en la estancia pestilente que un día llamó cocina. Los ojos inyectados en sangre de uno de sus perros le devolvieron la mirada. Meneó su ridículo rabo al ver a su amo. Enseguida, continuó masticando la mano humana que tenía entre las fauces. El resto del cuerpo del cazador de vampiros estaba descuartizado, algunas partes sobre las baldosas descoloridas, otras trituradas entre los dientes de sus perros guardianes.

Un amago de sonrisa arrancó un crujido a su piel cuarteada. Intentó felicitarles, pero hacía tiempo que había perdido la capacidad verbal. Su garganta podía emitir poco más que simples gruñidos. Tampoco le hacía falta otra cosa, porque los canes y él se entendían perfectamente con el lenguaje de la mirada, lengua utilizada por los astutos seres de las sombras. Si no hubieran detenido a ese cazador, a todas luces desinformado, todo se habría ido al traste.

Por fin salió al exterior. La luz del sol lo reconfortó. En el mismo momento en que puso el pie en el porche de la casa, una joven se abalanzó sobre él.

—¡Conviérteme! ¡Quiero ser como vosotros! — insistía con los brazos fuertemente apretados en torno a su cuerpo menudo, los pechos contra su rostro y lágrimas de emoción salpicándole el cráneo.

Él no dijo nada (no podía). Separó con ternura a la chica y elevó su semblante desvaído hacia ella. Se trataba de una hermosa adolescente de cabellos dorados y conmovedoras pecas. Por segunda vez en el día, intentó mostrar una sonrisa, pero el gesto quedó a caballo entre la indiferencia y la irritación. No obstante, la joven comprendió. Se apartó los cabellos con una mano, dejando al descubierto un cuello níveo y esbelto. En otra época se habría excitado, pero en esa fase de su vida solo le excitaba una cosa: el sabor de la sangre. Sin pensarlo dos veces, su parte animal tomó el control y sus colmillos atravesaron la carne con la facilidad de agujas hipodérmicas. Notó a la joven temblar de emoción. Estuvo un buen rato succionando, transfiriendo a su cuerpo la sangre fresca de la chica, que se mezclaba con su sangre podrida. Percibió que la joven perdía las fuerzas poco a poco. Al final desfalleció entre sus brazos. Él la depositó en el suelo con delicadeza. Las lágrimas bañaban el rostro inerte de la muchacha y humedecían su sonrisa serena. Estaba muerta, aunque su muerte había sido muy dulce. Había traspasado las fronteras del Más Allá colmada de felicidad. Meneó la cabeza de lado a lado, dominado por la pesadumbre. El amor idílico y desbocado de los protagonistas de Crepúsculo había hecho mucho daño a la juventud. No obstante, hacía tiempo que su conciencia había muerto. Tenía que alimentarse. Ese día más que ningún otro. No eran pocas las mañanas que se encontraba con uno o varios adolescentes esperándolo fuera de su casa para que los convirtiera en lo que él era. Pero a él no le gustaban las responsabilidades. Era un solitario.

Se deslizó sobre las calles abandonadas de la ciudad. El musgo había invadido los muros de los edificios, enverdeciéndolos como gigantescos y pétreos tallos de flores. Se sabía observado desde detrás de algunas ventanas: los pocos humanos de la ciudad que habían logrado resistir se resguardaban inútilmente de «la peste», como habían venido a llamar a la sucesión imparable de muertes que asolaba la urbe desde mucho antes de que tuviera memoria. Intentaron detener aquello que acababa con las vidas de sus seres queridos, pero era imposible. Cuando quisieron darse cuenta, quedaron atrapados en la ciudad moribunda. Ahora no había escapatoria. Él lo sabía. Ellos lo sabían pero, no obstante, se aferraban a la cotidianidad de sus domicilios como último bastión para la supervivencia. Sin embargo estaban condenados. Era inevitable que encontraran el fin, bien auto infligido, bien bajo las garras de uno de los de su especie. Porque estaban vigilantes día y noche. Al contrario de lo que aseguraban las películas, el sol no los destruía, sino que les insuflaba la energía necesaria para soportar la noche. No era raro encontrar agrupaciones de vampiros bajo la luz del mediodía, inmóviles como un campo de espigas marchitas. Así que, fuera la hora que fuere, ellos rondaban a los vivos en busca de un poco de alimento. Alimento fresco y caliente.

En su paseo matutino llegó hasta una de las plazas centrales. Lo que pareciera brisa no era otra cosa que los susurros de los de su raza. Cientos de ellos se habían congregado un día más para probar fortuna ante Madre, la primera de su especie que había puesto el pie en la Tierra. La plaza estaba abarrotada: múltiples cabezas blancas como la luna llena se agitaban compulsivamente, algarabía fruto de la excitación por el olor a sangre de los sacrificados y el ardor por el aroma a hembra. El aroma de Madre.

Allá, en lo más alto de una escalinata y protegida por la imponente fachada de una catedral, Madre abría en canal, con sus uñas, las gargantas de los desdichados, desde las que se desbordaban ríos escarlatas que se apresuraba a recoger entre sus labios agrietados. Guardaban la paz del banquete unos seres tenebrosos cuya simple visión causaba pavor. Eran ellos quienes habían propagado la peste por toda la Tierra. Eran ellos, con su energía oscura, quienes mantenían a los vampiros, a los humanos convertidos, encerrados entre la vida y la muerte. Eran ellos los causantes del apocalipsis, del fin de la humanidad.

Madre era un ente terrorífico. Los mechones de su cabeza, ásperos, inmundos, se revolvían como víboras venenosas; su rostro apergaminado supuraba un líquido ambarino cuyas gotas disolvían todo aquello sobre lo que venían a caer. Iba desnuda: su voluptuoso cuerpo tenía una tonalidad mortecina, como de noche cerrada, y despedía un hedor nauseabundo. Era la Madre de la Muerte.

No obstante, todos los congregados en la plaza emitían siseos excitados y se hallaban dominados por un incontrolable temblor, sumidos en una especie de ritual de apareamiento que los mantenía extasiados. Todos aspiraban a aparearse con Madre. El fruto del apareamiento: más seres tenebrosos que extenderían con mayor rapidez el reino de terror de Madre por todo el planeta.

Había perdido la cuenta de los meses que llevaba acudiendo al ritual, pero hasta ese día no había tenido suerte. Hasta ese día, porque Madre elevó un dedo trémulo y lo señaló directamente a él. Había sido elegido.

Los demás congregados gruñeron, suspiraron, se estremecieron y lanzaron gañidos al sol. Luego abrieron un pasillo para que pudiera acceder hasta la escalinata.

No tenía miedo. No sentía asco. Se sorprendió tremendamente estimulado, preparado para la procreación con aquel ser del averno. Ascendió las escaleras de roca gastada. Ella le miraba con ojos de fuego. Con ojos de deseo. Los seres oscuros le cerraron el paso y lo examinaron de arriba abajo. Un miedo infinito se alojó en su corazón putrefacto. Luego le arrancaron la ropa. Desnudo, con la estaca enhiesta, desproporcionada, siguió a Madre hasta el interior. El ardor que le recorría todo el cuerpo nublaba su vista, pero se obligó a centrarse. Flanqueados por los bancos, llegaron a un altar del que había sido arrancado un antiguo crucifijo. Las velas estaban apagadas. La penumbra invadía hasta los rincones más ocultos. Madre se tendió sobre el altar y mostró su sexo: una cavidad repugnante que latía de deseo.

Él había nacido dos veces. La primera, de una madre humana. La segunda, por mor de una infección tras un mordisco en su yugular. No fue casual. Antes de su segundo nacimiento se dedicaba a cazar vampiros. Los perseguía, los destruía, pero pronto fueron miles y, quienes luchaban contra ellos, se vieron desbordados. Por lo tanto, decidió dedicarse a un estudio profundo de la plaga, en busca de una raíz común, de un principio. Poco a poco el número de cazadores de vampiros fue menguando, asesinados a manos de los monstruos. Pero para entonces había logrado averiguar datos muy interesantes. Quienes despertaban el gen animal, el gen maldito en los humanos, no eran otros que los seres tenebrosos hijos de la vampira original; ellos eran los que posibilitaban la vida a los vampiros, aportaban esa energía sombría que prolongaba sus existencias más allá de la muerte, y dotaba de capacidades sobrenaturales a los de su especie. Los seres tenebrosos eran muy difíciles de matar, aunque una vez logró atrapar a uno de ellos y acabar con él. Milagrosamente, quienes habían sido convertidos en el pueblo donde moraba, volvieron a ser humanos. Si los destruía a todos, la plaga se detendría y los vampiros recuperarían su humanidad. El problema fue que se estaban multiplicando. Madre se reproducía. Por tanto, tomó una drástica decisión. Debido a que jamás lograría llegar hasta ella como un simple mortal, atrajo a un vampiro y, antes de eliminarlo, se dejó infectar. Luchó contra una corriente mortal que le freía el cerebro y, tras horas de agonía, logró mantener dentro de sí un resquicio del hombre que una vez fue. Conservó la memoria, y no olvidó su objetivo. Entonces comprendió algo terrible: Madre era inmortal. No había posibilidad de acabar con su vida. Era una sabiduría heredada de otros vampiros, una sabiduría congénita que había despertado con la infección. Comprendió que solo le quedaba una solución. Los pocos supervivientes esperaban su último acto, un acto de desesperación.

Luchando contra un deseo que le dominaba por momentos, se acercó a Madre. Ella emitió un arrullo prolongado, paladeando lo que iba a ocurrir. Lo que creía que iba a ocurrir.

Con un movimiento seco, introdujo violentamente su mano y parte de su brazo en el interior de Madre. El monstruo gritó e intentó incorporarse, pero él extrajo rápidamente el brazo de su vagina, de la que surgió un líquido infecto que agujereó el suelo. Su extremidad también se consumía. Entre los peores dolores que hubiera sufrido jamás, con los huesos a la vista, engulló el órgano palpitante que había arrancado de las entrañas de Madre: su útero. Ya no podría reproducirse más. Sonrió con una boca sin carne y sin piel, con una boca cuyos dientes caían a pedazos.

Madre se abalanzó sobre él rugiendo como la infernal bestia que era. Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y de un mordisco en el cuello, Madre le arrancó la cabeza.

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