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(Basado en la novela «El Arte Sombrío», de Juan de Dios Garduño)

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“ GUERRA: Era un hombre tranquilo, recto y pacífico, según aseguraban; luego relataron que se había comido a sus vecinos durante la guerra. Era una bestia, afirmaron tras la contienda”.

Nuestra generación, querido lector, está acostumbrada al abrazo tierno de una paz duradera. Nuestras preocupaciones no van más allá de dormir cinco minutos más pero no llegar tarde a nuestras obligaciones, comer todo lo que nos apetezca pero no engordar, disfrutar al máximo pero no carecer de dinero… Estúpidas preocupaciones de una generación amodorrada en su autocomplacencia. Pero imagina por un momento que un grupo de violentos desconocidos irrumpen en tu casa de madrugada, mientras duermes plácidamente. Te sacan a rastras y a culatazos de sus armas. Ves cómo asesinan y violan a familiares, vecinos y amigos. Te despojan de todo lo material, de tu dignidad y hasta de tu personalidad. Pasas hambre y frío, y el miedo te acompaña las veinticuatro horas del día. Ahora imagina que ese mal tiene rostro, tiene nombre y cuerpo físico.

En el siguiente relato basado en la novela “El Arte Sombrío”, del genial Juan De Dios Garduño, comprobarás por ti mismo el horror de la guerra. En él, vivirás las desventuras de Maddie McRowen durante la Segunda Guerra Mundial. Ten cuidado, no sea el que el MAL hecho carne se percate de tu presencia y vaya a hacerte una visita.

 

—Así que no mentías… —La vieja Maddie McRowen esbozó una triste sonrisa. Hacía crujir la mecedora con un suave balanceo. Lanzó una mirada furtiva a la puerta por la que acababa de desaparecer Betty, la chica mejicana que cuidaba de ella. En realidad cuidaban la una de la otra, mutuamente. Prefería que no presenciara lo que pudiera ocurrir en aquel salón cargado de recuerdos, materiales e inmateriales.

Multitud de relojes de todos los tamaños y formas marcaron la hora con pasmosa exactitud. Entonaban lo que Maddie venía a llamar la melodía del tiempo.

Desde las estanterías atestadas de objetos de lo más variopintos, testigos de la azarosa vida de Maddie, los gatos de escayola observaban con sus ojos inertes al joven vaquero, que se reclinó hacia atrás en el sofá y cruzó las piernas, mostrando unas lustrosas botas altas de tacón y fina puntera. Puso sus manos detrás de la nuca, mirando fijamente a la mujer. La fea cicatriz bajo su ojo derecho era exactamente igual a como Maddie la recordaba. La vejez le había robado la memoria, pero había ciertos hechos imposibles de olvidar. Esa cicatriz no había cambiado en más de sesenta años. El mismo Rick no había cambiado en más de sesenta años: conservaba la juventud de mil novecientos cuarenta, el año en que se conocieron.

La cuestión que Maddie se planteaba, mientras intentaba vislumbrar lo que escondían aquellas pupilas negras como la chimenea de dos volcanes, era: ¿Vendría a cobrarse el favor que le hiciera en mil novecientos cuarenta y cinco? ¿Cuál sería el precio para quien, el dinero, no tenía ningún valor?

***

En el año 1939 Maddie no era Maddie. Era Gretchen, una de las tantas administrativas del Wehrmacht, el ejército nazi. Su padre, Abelard Batchmeir, fue un viejo capitán de la Reichsheer, el ejército imperial alemán, famoso por su defensa a ultranza de la patria y del sentimiento nacional. Durante la Primera Guerra Mundial fue acreedor de la medalla al valor. Fue todo un héroe de guerra que perdió una mano al agarrar una granada con intención de alejarla de sus compañeros. Se encontraban agazapados en una trinchera cuando la bomba cayó entre ellos. Los segundos se hicieron eternos. Abelard no lo pensó: ante la mirada de horror de los demás soldados, sus amigos, sus hermanos de sangre, cogió la granada y la metió entre un montón de sacos llenos de tierra tras los que se parapetaban del fuego enemigo. No le dio tiempo de sacar la extremidad.

Gretchen recordaba siempre los ojos anegados en lágrimas, la ira contenida de su padre, su piel enrojecida como si un millón de tábarros le hubieran asediado a picotazos, cual escuadra de Bristol Scout ingleses que lanzaran sus ráfagas de metralla contra su epidermis, cuando narraba la derrota que sufrieron en la última ofensiva de la que fue partícipe y que marcó el inicio del fin del II Reich: el asedio desde marzo de 1918 sobre el río Somme, Flandes y Champagne, en Francia.

—No estuvimos a la altura… —lamentaba dando largos tragos de la jarra de cerveza negra, mientras observaba su muñón inservible, un trozo de carne encallecida que solía esconder bajo su chaqueta en pose napoleónica.

Su mujer se afanaba en amasar la bola tierna que el poder del fuego convertiría en pan.

—Ni el general que dirigió la ofensiva, ni el imperio… ni yo. —Como era habitual, un hilo de saliva espesa resbaló por su boca y humedeció la mesa. Tenía medio rostro paralizado desde hacía tiempo, tras sufrir un ictus. Poco quedaba ya del valiente y apuesto teniente de antaño: no era más que una sombra, una caricatura de sí mismo.

—El tratado de Versalles fue un insulto — intervino su esposa, visiblemente alterada. Tosió y se limpió el sudor con un paño: nunca había gozado de buena salud y, los desmanes a los que la había sometido la vida, no habían hecho más que agravarla.

—¡Me limpio el culo con el tratado de Versalles, con la Sociedad de Naciones y con el Kaiser Guillermo II! —exclamaba furioso, golpeando con la mesa. Olas de espuma se elevaban de su jarra y salpicaban la madera. Agitaba con ira el trozo de manga que colgaba de la muñeca sin mano.

La familia Batchmeir perdió mucho con la derrota del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial. El país fue desmilitarizado y sus mandos desposeídos de títulos y honores. Su padre perdió lo que había obtenido durante toda su vida a base de esfuerzo, dedicación y fe ciega.

Pese a todo, el amor infinito que sentía por su patria jamás se vio ensombrecido por el sentimiento de fracaso. El alzamiento del nacionalsocialismo de la mano del gran orador, Adolf Hitler, fue el hecho que su nación esperó durante años para reafirmarse como imperio.

Así creció Gretchen, en un ambiente dominado por el resentimiento, bajo el estricto mando de un mísero héroe. Abelard, en cuanto comenzó la Segunda Gran Guerra, inmediatamente tiró de viejos contactos para que su pequeña Gretchen se pusiera al servicio del ejército alemán. Era un conocido excombatiente, un héroe que salvó a sus compañeros de una muerte segura, por lo que el partido, al que pertenecía desde que Adolf Hitler se erigió como líder indiscutible, tuvo a bien emplear a su joven hija.

Al cabo de un año desde el inicio de la contienda, Abelard se apagó en su cama. Lo hizo lanzando improperios, insultos a su suerte: jamás vería a su amado Imperio Alemán recuperar el esplendor de antaño.

***

Albert Speer pasaría a la historia por ser el nazi que se arrepintió. Ministro de Armamento y de Guerra del Tercer Reich, sus primeros contactos con el Führer se debieron a que Hitler lo admiraba como arquitecto, y le encargó la remodelación del Palacio de la Nueva Cancillería del Reich, en Berlín. Albert integró la Vieja Cancillería, el Palacio Borsig del siglo XIX, ubicado en la esquina, y añadió un cuartel para la Primera División de las Waffen-SS. Bajo el Palacio construyó el Führebunker, un refugio para Adolf Hitler y su familia que sería usado en caso de necesidad. La Cancillería era el centro de trabajo de Gretchen.

Gretchen se había mudado con su madre a Berlín, a la vieja casa de sus abuelos, fallecidos años atrás. La mujer estaba cada vez peor de salud, y Gretchen sospechaba que no le quedaba mucho de vida. Por tanto, cuando la trasladaron de Praga a la Cancillería, no dudó en llevársela consigo. Su empleo para el Alto Mando Alemán tenía sus ventajas, como la posibilidad de que un médico visitase a su madre periódicamente. Además, amaba su trabajo. La ideología nacionalsocialista le era extraña en muchos conceptos, pero estaba de acuerdo en uno de sus principios básicos: Alemania debía resurgir con más fuerza y decisión e imponerse a los países que la humillaron tras la Primera Gran Guerra, recuperar su soberanía, sus derechos como país independiente…

Se pasaba el día redactando despachos, órdenes de ataque, informes de bajas… en un salón repleto de féminas que martilleaban el papel con sus máquinas de escribir. En varias ocasiones se cruzó con Albert, e incluso una vez estuvo muy cerca del propio Führer, lo que le produjo un sonrojo y emoción inenarrables.

Los soldados corrían de un lado para otro, llevando documentos, trayendo notas para redactar. El trabajo era monótono, pero las mujeres parecían máquinas bien engrasadas: rápidas y eficientes.

Dos oficialas de avanzada edad paseaban continuamente por la sala de trabajo, controlando que no decayera el ritmo y que ninguna de las chicas realizara algún acto sospechoso. Había espías por doquier y, si no los había, el gobierno se encargaba de encontrarlos y ajusticiarlos para dar ejemplo.

Ilse Lemper. Una joven de diecisiete años, rubia y muy hermosa, pero torpe. Era tan nerviosa que saltaba medio metro de la silla cuando alguna compañera tosía a su lado. Extravió un importante documento que le valió tal reprimenda que se llevó horas llorando. La señora Staggs, la oficiala de mayor rango, era una vieja arpía que disfrutaba martirizando a las jóvenes con sus palabras. Era estricta, más recta que el cañón de una Parabellum. Decían que llevaba una de esas armas metida por el ojo del culo para no perder su rictus furibundo. Su mala baba nacía de la pérdida de su marido y su hijo en el frente Noruego, en 1940. Ilse le confesó que no encontraba una importante instrucción para el departamento de logística, lo que provocó que, la señora Stagss, golpeara su vara en la mesa de trabajo de Ilse hasta quebrarla, mientras le gritaba auténticas barbaridades con sus ojos clavados en los de la pobre chica. Por eso, cuando Ilse se dispuso a arrancar a su máquina de escribir la música rítmica de la escritura, su alma se le cayó a los pies al comprobar que no respondía. La máquina había enmudecido para siempre. Era un aparato caro y muy importante. Una máquina de escribir Enigma no era algo que todo el mundo tuviera sobre el escritorio de su casa. Cerró los ojos, inspiró profundamente y miró de soslayo a las compañeras, buscando apoyo moral o algún gesto que le revelase la solución a su problema...

—¿Por qué no está redactando? —preguntó Staggs con su voz ronca y autoritaria, acercando tanto el rostro al de la pobre Ilse, que la chica podía distinguir perfectamente los pelillos negros de su nariz asomar como las puntas de un diente de león.

—Porque… —A Ilse solo le salió un hilo de voz.

—¿Por qué no está redactando? —repitió más fuerte.

La chica tosió. El resto de administrativas continuaron tecleando, pero no se perdían una sola palabra de la conversación. Algunas hasta se atrevían a mirar de reojo.

—Mi máquina no funciona… —dijo en tono de confesión, como si hubiera sido culpa suya.

La señora Staggs la observó largamente.

—Quizás lo mejor será que no vuelva a tocar una máquina de escribir con sus manazas… ¡Las mopas también se rompen, pero al menos no son tan caras! —gritó pegada a la cara de la descompuesta Ilse; lanzaba espumarajos por la boca. La chica hipaba, conmocionada.

—¿Acaso dan pistolas defectuosas en el frente? — Dijo una voz. Todas las miradas se clavaron en Gretchen, de pie en mitad de la sala.

—Siéntese, señorita Batchmeir —ordenó la otra oficiala, que se había mantenido al margen en todo momento. Arrancaba un repiqueteo al suelo de madera con el tacón de su bota.

—¿Cómo vamos a ganar la guerra si nos proporcionan máquinas de escribir de mala calidad? —Continuó Gretchen haciendo caso omiso a la oficiala—. ¡Las guerras se ganan en el frente, pero también en las oficinas de información! ¡No la culpe a ella, señora Staggs, culpe a quien nos provee de estas máquinas!

Las compañeras estaban estupefactas.

—No se meta en lo que no le importa… — advirtió la señora Staggs entre dientes, con la cara roja por la ira contenida.

—¡Sabe que llevo razón! ¡Lo que pasa es que usted es una vieja bruja que disfruta haciéndonos sufrir!

Las chicas que habían dejado de escribir para ver la escena hundieron las caras en sus máquinas y continuaron tecleando con premura.

La señora Staggs se quedó clavada en el sitio. Había empalidecido, pero enseguida su piel volvió a adoptar el tono púrpura que evidenciaba su rabia. Salió de la zona de trabajo dando grandes zancadas.

El capitán Heinrich Peitz, encargado de la Oficina Central de Información del Reich, llamó a Maddie a su despacho. Ella se levantó, se atusó la falda color caqui y se colocó bien la gorra. Se dirigió al despacho con paso firme, demostrando más seguridad de la que sentía, pues estaba hecha un manojo de nervios. Tocó la puerta con los nudillos y la entornó un tanto. Dentro, el capitán Peitz tenía la vista posada en un documento. Cuando la oyó llegar alzó los ojos. Su mínimo bigote, recortado al estilo cepillo de dientes, corto y ancho, se agitó al pedirle que esperase fuera. Al otro lado de la mesa, de espaldas a Gretchen, se situaba una silla, ocupada por un joven de altura considerable y aspecto elegante: otro alto mando. El joven se giró y le regaló una sonrisa pícara, embriagadora.

Gretchen salió. Esperó un buen rato, con impaciencia, pues debía volver pronto al trabajo o se le acumularían las notificaciones.

Al cabo de media hora, la puerta del despacho se abrió. El joven apuesto que estaba reunido con el capitán surgió del interior, colocándose la gorra del uniforme. Al pasar ante Gretchen, se tocó la visera a modo de saludo y le regaló una sonrisa que le hizo temblar las piernas.

Cuando se recuperó de la agradable impresión, volvió a entrar en el despacho, aún nerviosa. Cerró la puerta tras de sí y se quedó allí plantada, firme, esperando a que Heinrich le permitiera tomar asiento. El capitán manipulaba un gramófono, dando la espalda a la chica. De repente, una sublime melodía escapó de su confinamiento de vinilo a través de la trompeta dorada. Los violines inundaron la habitación con sus invisibles caricias.

—¿Le gusta la música? —preguntó girándose súbitamente—. ¡Oh, perdón, mis modales! —Dijo peinándose con la mano el espeso cabello rubio. — Cierre la puerta y siéntese, por favor.

Gretchen obedeció.

—Una vez lo oí en una cafetería a la que me llevó mi padre —respondió, azorada.

—¿Disculpe? —El oficial le devolvió una mirada desconcertada.

—El primer movimiento de la sinfonía nº 40 de Mozart… ¿no es lo que suena?

—¡Oh, sí, claro! Mozart… —El capitán se sentó frente a la muchacha. Gretchen se percató de que tenía la mesa atestada de papeles. Junto a ellos descansaba una cartuchera con su pistola.

—Siento lo que ha pasado con la oficiala, capitán… —Gretchen se atropellaba con las palabras. No podía permitirse el lujo de perder ese trabajo. La salud de su madre dependía de ello.

—Heinrich.

—¿Qué?

—Llámame Heinrich.

—Bueno, Heinrich —Desvió la mirada, nerviosa—. Mi compañera Ilse no tiene la culpa de…

—Tranquila, tranquila, querida —respondió Peitz, con una sonrisa tranquilizadora. Gretchen guardó silencio. El hombre se levantó, abrió un mueble bar, depositó en una bandeja dos pequeños vasos y los llenó con el contenido de una hermosa botella de cristal. Ofreció uno a Gretchen—. He estado siguiendo su trabajo, ¿sabe? —Continuó apoyando el trasero en la esquina de la mesa, y adoptando una pose relajada, mientras daba sorbos de su copa.

—Si he hecho algo… la máquina de escribir…

—¡Oh, eso! Ya está solucionado. La máquina se reparará y se acabó el problema. Verá, como le decía antes de que me interrumpiera, he seguido su trabajo de cerca. En realidad la he seguido a usted. Me preguntaba si querría cenar conmigo esta noche.

***

La máquina Enigma fue trasladada por un mecánico al taller situado en la planta baja de la Cancillería, junto al patio central. Era demasiado importante como para sacarla fuera del recinto. El oficial encargado del taller, Hermann Berg, la dejó a buen recaudo bajo llave. Se guardó la llave en el bolsillo y se marchó dispuesto a dar buena cuenta de una suculenta cena. No obstante, antes de salir, como animado por una fuerza misteriosa, extrajo la llave y la depositó sobre la mesa. Lo hizo sin darse cuenta. Sin querer. No fue consciente del extrañísimo hecho hasta el día siguiente, cuando se percató de que la había perdido. Regresó a la Cancillería a toda prisa, buscándola como loco. Se metería en un buen lío si llegaba a oídos de sus superiores que la había extraviado. Suspiró al encontrarla sobre su mesa de trabajo. ¿Cómo podía haberla abandonado allí? Estaba seguro de que la llevó consigo a su casa el día anterior.

Entonces los problemas se multiplicaron. El mecánico encargado de reparar la máquina Enigma averiada le informó, visiblemente alterado, que la máquina había desaparecido. Hermann le echó de allí a patadas y elaboró un informe a sus superiores donde explicaba que la máquina no podía repararse, por lo que tendría que ser sustituida por una nueva. La defectuosa sería destruida, y él mismo certificaría su destrucción.

Luego llevó a cabo por su cuenta las pesquisas pertinentes para aclarar los hechos. ¿Quién podría haberse llevado la máquina sin que nadie se hubiera dado cuenta? Las indagaciones fueron infructuosas. El soldado encargado de custodiar el taller en el turno durante el que ocurrió el robo, afirmó haber visto a un hombre alto y rubio rondar por las instalaciones cercanas, pero no logró identificarlo. De hecho, el mismo soldado se había quedado dormido durante la guardia poco después, pero no prefirió no contar este pequeño detalle…

 

***

 

Gretchen se encontraba muy nerviosa. No estaba acostumbrada a ir con hombres, pero no podía negarle a su capitán acompañarlo a una cena en un restaurante de lujo berlinés.

No quería dejar sola a su madre, pero la anciana, con mano temblorosa, acarició la mejilla de su pequeña Gretchen y le susurró que aprovechase el momento:

—Ve y disfruta, pequeña… no pierdas tu juventud cuidando de esta vieja.

La joven le sonrió y la abrazó con ternura.

Se puso un traje largo, escotado, y un collar de perlas falsas, todo sacado del baúl de su madre. Se pintó lo mejor que pudo y bajó a la puerta del edificio a la hora indicada por el capitán… por Heinrich. Llevaba en el bolso el pequeño reloj dorado, herencia de su padre. Adoraba ese reloj.

El Mercedes Benz 770 K se detuvo ante su puerta. Era un coche muy hermoso, negro y brillante como el ónice, con dos imponentes faros redondos que sobresalían como ojos del esbelto capó. El chófer, un hombre joven, se apresuró en apearse, la saludó con un movimiento de cabeza y le abrió la puerta trasera. Dentro la esperaba el capitán, ataviado con el traje de gala.

—Estás preciosa… —soltó a modo de saludo.

Gretchen sabía que no era cierto. Ella nunca había sido bella como muchas de sus amigas. Su nariz ganchuda afeaba un poco su rostro afilado. No obstante, tenía un magnetismo especial que había atraído a numerosos hombres desde que le crecieron los pechos.

Recorrieron las calles de Berlín. La noche había abrazado la ciudad desde hacía rato, y por las calles solo transitaban algunos soldados que hacían la ronda. Gretchen, sin saber muy bien qué decir o cómo actuar, se dedicó a observar las banderolas con las esvásticas y las fotos del primer plano del Führer colgadas en las fachadas de multitud de edificios. El Führer miraba hacia un lado, al infinito, con la soberbia del elegido, único capaz de vislumbrar el camino por el que conducir a sus conciudadanos hacia la victoria.

Un buen rato después, el coche se detuvo ante un local cuya puerta custodiaban varios soldados armados hasta los dientes. Heinrich se bajó del vehículo, abrió la puerta de Gretchen y la cogió de la mano. Luego la condujo hasta el interior del local. Los soldados se cuadraron ante la pareja.

Gretchen jamás había estado en un lugar como aquél. Desde un recibidor, donde varios mayordomos les cogieron los abrigos y les ofrecieron una copa de champán, accedieron a un amplio salón. Abrió los ojos de par en par, maravillada por la ostentación que dominaba el recinto. El lujo era la nota predominante: sillones forrados de piel, elegantes lámparas de lágrimas, espejos amplios… Algunas mujeres de modales refinados acompañaban a oficiales de distinto rango. Charlaban en corrillos, aquí y allá, de pie, sentados en los sillones, fumaban tabaco de pipa y cigarrillos. Olía a perfume caro y a humo.

Los camareros cruzaban la sala de un lado a otro ofreciendo bebidas y canapés a los invitados. Un pianista amenizaba la velada con una agradable melodía.

Heinrich presentó a Gretchen a varios oficiales de alto rango. La muchacha se irguió ante ellos, acostumbrada a la actitud que debía mostrar ante un superior en la Cancillería, pero los hombres rieron sus formas, como si de un chiste se hubiera tratado, y se apresuraron a coger su mano derecha y a besarla mirándola a los ojos.

—¿Batchmeier? —preguntó un hombre barrigudo, examinándola con su monóculo—. ¿De los Batchmeier de Hamburgo, hija del Teniente Abelard? —La chica asintió, azorada—. ¿Cómo está el viejo cascarrabias?

—Verá… él murió…

—¡Vaya! —dijo el hombre, contrariado—. Mi más sincero pésame, querida. Es una gran pérdida, sin duda. Tómese una copa y brindemos por ese hombre tan valiente. Si ha heredado una pizca de su arrojo, sería capaz de ganar la guerra usted sola. —Sonrió con amabilidad.

A partir de ahí, muchos asistentes quisieron conocer a la hija del héroe de guerra.

El ambiente era festivo. Nadie diría que se estaba librando una guerra cruel en medio mundo. Heinrich la dejó con un grupo de mujeres que hablaban de la última moda en París, bebían y reían como descosidas, alguna visiblemente embriagada por el alcohol.

Al cabo, el silencio se hizo y todas las miradas se clavaron en la entrada. Un grupo de soldados rodeaba a un hombre de estatura media, complexión robusta, ojos oscuros e incisivos, bigote como el del capitán Heinrich y pelo negro con un largo flequillo a un lado, que se atusaba con mano nerviosa. Sus finos labios se cerraban en una mueca adusta. Una mujer alta y de cabellos dorados le acompañaba. También algunos altos mandos que Gretchen conocía muy bien. Casi se desmaya cuando se dio cuenta de que se trataba del mismísimo Führer. Varios fotógrafos iban tras él. No dejaban de lanzar sus flashes. El hombre se situó ante los invitados.

—Buenas noches, damas y caballeros —exclamó con voz suave pero firme, lanzando algunos salivajos a medida que hablaba—. Espero que disfruten de esta velada. Las próximas jornadas serán decisivas para nuestro amado país. Beban, coman y pásenlo bien. Hagan acopio de fuerzas para afrontar lo que se avecina. Recuerden que podrán disfrutar de la ostentación que les rodea indefinidamente, en cuanto nos impongamos sobre el resto del mundo. No duden de que adoro castigar a los traidores y recompensar a mis colaboradores. Buenas noches.

La gente levantó el brazo derecho con la mano recta.

—Heil Hitler! —gritaron al unísono.

Luego, el Führer desapareció por una puerta lateral seguido de su camarilla.

Gretchen mantenía la boca abierta, hasta que sus ojos se cruzaron con uno de los acompañantes de Hitler: era el mismo joven que salió del despacho del capitán Heinrich, cuando fue convocada tras defender a Ilse en la Cancillería. El joven le sonrió de nuevo, con un gesto que derritió a Gretchen. Se internó por la misma puerta, tras el Führer.

 

***

 

El camarero que guardaba la entrada de los servicios, con una toalla en el antebrazo, saludó con un respetuoso movimiento de cabeza a Sigfried Buttner. Se apresuró en abrirle la puerta. Sigfried entró y se metió en uno de los váteres. Se sacó la polla y se puso a mear, mientras silbaba una canción. El traje de oficial nazi le resultaba incómodo, pero justo eso era él para los que rodeaban a Hitler: un alto oficial al que nadie conocía y del que nadie sabía muy bien cuál era su objetivo, misión o destino. Sólo sabían que era una persona de absoluta confianza para el Führer. Una especie de consejero.

Mientras se sacudía el enorme miembro, sonriente, su silbido se entremezcló con otro que conocía de sobra. Suspiró irritado. Salió del cubículo donde se ubicaba el váter. Antes de verle ya sabía que se encontraría con él, con su viejo amigo. O, en ocasiones, enemigo.

—Hola de nuevo —saludó desganado, sin mirar siquiera al joven alto, delgado y de cabello rubio que ordenaba las toallas y reponía los geles en los lavabos. Se hacía pasar por un trabajador del restaurante.

—¡Cuánto tiempo! —respondió con una gran sonrisa. Se acercó a Sigfried y le ofreció un poco de gel. El oficial lo rechazó con un ademán.

—¿Qué coño haces aquí…?

—Manfred —completó la pregunta.

—Manfred…

—¿Y tú cómo te haces llamar? —quiso saber sin

variar el gesto alegre.

—Sigfried. Sigfried Buttner.

—Veo que estás muy bien acompañado, Sigfried. —Espero que no metas tus narices en mi nuevo… proyecto —advirtió recuperando la compostura y sonriendo de nuevo.

—Quizá llegas tarde… ¿No habréis extraviado una máquina de escribir Enigma por casualidad? —Dejó el dosificador de gel sobre un lavabo y se dio a ordenar los frascos de perfume.

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