8

8


8

Página 2 de 16

8

M

i

v

i

d

a

g

r

i

s

N

o

t

a

d

e

l

a

u

t

o

r

:

“LOCURA: Desperté y todos estaban muertos. Volví a los sueños para estar con mi familia. El cuchillo ensangrentado reposaba en la cama junto a mí”.

Imagina que todo el mundo dice que estás loco. Tu actitud, tus palabras, tus gestos, cualquier acto que realices son vistos por los que te rodean como fruto de esa locura que, supuestamente, te domina. Tú sabes que no estás loco, que los locos son los demás… pero se niegan a comprenderlo. La protagonista de esta historia, Melody, sufre una vida de tormentos, una vida dominada por un irrefrenable deseo de encontrar aquello que todos niegan pero ella sabe que existe. Métete en su piel y acompáñala en particular vía crucis. Quizás acabes dudando de cuál es la verdadera realidad.

 

En el teatro de la vida, todos somos protagonistas de nuestra propia obra. Como en cualquier guion, hay un principio y un final, distanciados por una sucesión de hechos y diálogos, por escenas de amor, de drama, de sexo… Jamás faltan buenos ingredientes que aderecen la breve aventura. Y, cómo no, aparece un conjunto de personajes de lo más variopinto. En la obra de mi vida, el señor que vende números de lotería en la esquina del supermercado al que acudo habitualmente a hacer la compra, es un figurante. Jamás he intercambiado una palabra con él, pero ahí se encuentra, ocupando un hueco del escenario que podría estar vacío. Contribuye a que la realidad sea más creíble. La profesora de mi sobrina es una actriz secundaria. Influye algo en la trama pero no tiene excesivo protagonismo. Mi marido y mi hermana son coprotagonistas. Muchas de las tramas de mi vida transcurren en torno a ellos.

No puede faltar el público que aplaude o abuchea nuestras acciones. Ese público, que vitorea o silba indignado, es la conciencia.

Me gusta ver mi vida como si fuera una obra de teatro. Imprime la monotonía de cierta emoción. Quizás, en realidad, le da más sentido.

Las páginas en las que está escrita la obra de mi vida son grises. Mi público me abuchea a veces, pero desconozco el motivo.

—¿En qué estaba pensando, señora? —El policía me observa fijamente. Es joven, y aún no se ha acostumbrado a los habituales sobresaltos de su profesión. Su enfado es evidente, pero también está consternado. No quiere imaginar qué podría haber hecho una desconocida como yo si hubiera logrado arrebatarle el arma—. ¿Ignora que quitarle la pistola a un agente de policía es un delito muy grave?

—No estoy loca —me defiendo con aire despreocupado.

—¡Nadie dice que esté loca! —Levanta las manos con exasperación.

—Pues yo no sé qué pensar… —Su compañero, un tipo regordete y entrado en años, examina el contenido de mi monedero, esparcido sobre la mesa. Sujeta la tarjeta de mi psicólogo entre dos dedos.

—¡Repito que no estoy loca!

—Se llama Melody García. Tiene como contacto de emergencias a un tal Rafael. —La pantalla de mi móvil se refleja en sus pupilas.

—Mi marido.

—¿Es su marido este Rafael?

—¿Está sordo?

—Llamémosle y acabemos de una vez. —El agente más joven suspira, agotado. Aún le perdura el miedo por lo que podría haber pasado. Sale de la habitación donde me han estado haciendo preguntas. Como es la obra de mi vida, diré que me han interrogado, pero no me han ofrecido la asistencia de un abogado. Parece ser que tampoco estoy detenida. Mi marido viene a recogerme.

Los entornos, objetos y personas que inundan mi mundo son grises. Los colores que aprendí en el colegio se han vuelto meros recuerdos que se difuminan con el tiempo. El perro de mi hermano es gris. El cielo de mi ventana es gris, como grises son mis manos y mis ojos en el espejo. Por alguna razón que desconozco, un día me levanté y la realidad que me circunda había perdido el brillo del campo en primavera, la intensidad cromática del verano, el mágico imperio del blanco sobre los demás colores en el invierno… Mi mundo amaneció con las débiles tonalidades del otoño, como una foto en sepia, y, pronto, se fue destiñendo hasta quedar en un triste gris.

Creo que empecé a darme cuenta de que algo raro ocurría cuando mi vientre se marchitó definitivamente. Siempre fue un horno defectuoso, aunque jamás quise aceptarlo. Después, cuando me arrancaba el cabello a mechones y me quedaba observándolos, inmóviles sobre la superficie gélida del lavabo como ardillas muertas, fui consciente de que mi vida había perdido definitivamente su rica pigmentación.

Y la música.

Nunca había reparado en ello, pero si olvidas los sonidos mundanos y aguzas los oídos, puedes llegar a captar una cadencia maravillosa, una melodía sublime orquestada por los elementos, que da sentido a la vida. Cuando mi mundo se tornó gris, los instrumentos musicales del universo se desafinaron y, desde entonces, mi vida me tortura con una continua sinfonía estridente, demencial. Por más que tapo durante horas mis oídos con las manos y clavo la cabeza en la almohada, no logro que la discordancia cese. Es un continuo tormento.

Sé que soy un poco insoportable. La marca de mis dientes en el brazo de mi marido lo corrobora. Me entró la risa cuando mi dentadura dibujada en su piel comenzó a sangrar. «A ti también te sangra la dentadura», le dije divertida. Él me miró con ojos furiosos, aunque sé que en el fondo me entiende y me ama.

El señor Martínez es mi psicólogo. Una buena persona. Cuando nos conocimos me insistió en que lo llamara por su nombre de pila, Juan, pero, para mí, la educación siempre es lo primero. Al señor Martínez deben de picarle las palmas de las manos. Se pasa toda la sesión acariciando su barba espesa, como si no lograse un peinado que le satisfaga. Seguro que esos pelos como alambres no solo le calman la picazón sino que, además, le arañan la piel. Una vez me culpó de sus arañazos, pero juro que no tuve nada que ver. Su barba se burló de mí. Prometí cortarla en cuanto tuviera ocasión. Quizás entonces sí le llame Juan, porque estoy segura de que se quitará tantos años como pelos. A veces, durante las sesiones, el señor Martínez me habla de la posibilidad de hipnotizarme. Dice que quiere llegar a mi subconsciente para conocer el origen de mis problemas. Por más que le insisto en que no tengo ninguno, y que voy a visitarle porque mi marido se empeña en que lo haga, el señor Martínez no me cree. Tampoco se cree que tenga una llave que abre la puerta hacia una vida a color. Si no hubiera sido por esa verdad paralela, esa otra realidad, mi mundo se habría vuelto completamente negro. Una eterna noche en la que las miradas devienen inútiles. ¿Qué haría en un lugar así? Volverme loca.

—Si me hipnotiza descubrirá los secretos que guardo en mi verdadera vida.

—Ésta es la verdadera vida —intenta razonar conmigo.

—¡No! —exclamo esbozando una amplia sonrisa, burlándome de su ignorancia—. ¡Esta es mi vida gris!

La llave de la que hablo es el sueño. Cuando la vida me vence y caigo rendida, una puerta se abre y me lleva a un lugar donde todo es posible. Entonces los campos recuperan su esplendor esmeralda, los océanos se disfrazan del azul del cielo y las manchas de los perros vuelven a invadir sus pieles. El universo afina de nuevo sus instrumentos musicales y regresa la armonía. Es harto placentero abandonar la realidad triste y agotadora y regresar a mis sueños. En ellos, beso de nuevo a Carlos, mi primer amor. También logro finalizar con éxito mi carrera universitaria, y ejerzo de valiente periodista en el frente durante la guerra. Surfeo olas imposibles y me lanzo en paracaídas desde mil metros de altura. Agarro una nube y la devoro. Está dulce.

No quiero despertar. Abro los ojos y veo el rostro gris de mi marido. De nuevo, la sucesión de notas desafinadas me ensordece. Tengo nauseas.

En uno de mis viajes interiores llegué a un campo de flores. Cerca de un muro de piedra invadido por el musgo, se situaba un jardín de margaritas. Algo llamaba su atención, pues susurraban palabras ininteligibles desde donde me encontraba. Cuando me acerqué para averiguar qué ocurría, descubrí que hacían corro a un niño pequeño. Acariciaban con sus pétalos inmaculados el rostro rechoncho del bebé. Debía de tener cinco o seis meses. Su carne regordeta se agitaba al compás de sus piernas y sus brazos. Me miró y me sonrió. Sus ojos azules eran como los de Rafael, mi marido. Me pasé todo el sueño acunándolo entre mis brazos.

Cuando desperté, el vacío de mi pecho resultó demoledor. Pataleé y protesté para que Rafael me dejara seguir durmiendo, pero mi hermana había venido para llevarme de paseo. Estuve enfurruñada todo el día.

Allí, en mi vida a color, siempre luce el sol, que tiñe de un dorado vivificador todo lo que toca. El sol me acaricia el rostro con sus brazos cálidos, y la brisa veraniega juguetea con mis cabellos. En mis sueños he recuperado el pelo. Derramé lágrimas de felicidad cuando el bebé que cuido me llamó «mamá». Mi llanto cayó en torrente en una depresión del suelo, junto a una encina. Formó un pequeño estanque donde bañé a mi niño. Jamás fui tan feliz.

El señor Martínez no quiere entenderme. Me dice que me aleje de mis sueños, que ese niño no existe y que es producto de mi imaginación. Creo que no acepta el fracaso de sus métodos. Dice que tiene miedo. Teme que un día no consiga regresar de mis sueños o que contacte con mi parte negativa, aquella capaz de hacer daño. Yo río sus ocurrencias y miro mi reloj de pulsera, impaciente por regresar a mi cama, al abrazo de mis sábanas. Mi niño me espera.

Creo que mi hijo tiene hambre. Lo dejé junto al estanque, al cuidado de las flores, y me encaminé por un pasillo formado por dos muros de piedra que parten el campo por la mitad. Llegué a un cruce de caminos, donde hallé un cartel que indicaba distintas direcciones. Una de ellas llevaba hasta un lugar llamado «cocina». Me encaminé hacia allí.

Durante nuestro segundo aniversario de bodas, cuando empezamos a hablar de la posibilidad de tener hijos a corto plazo, cuando aún ignorábamos que en el guion de mi existencia no aparecían hijos legítimos, al menos en mi vida gris, fuimos a disfrutar de unos días en un hotel de lujo. Por aquel entonces yo era una mujer a la que le encantaba la diversión. El complejo hotelero era inmenso y pronto me aventuré en sus entrañas, cual arqueóloga que se internase en las ruinas de una civilización perdida. Rafael intentó disuadirme, pues siempre había sido mucho más responsable que yo. No obstante, soy un potro indómito, por lo que ignoré sus advertencias. La aventura me llevó hasta las cocinas del hotel, ubicado en lo más profundo de las instalaciones. Igual de inmensa que aquella cocina era la que se presentaba ante mis ojos.

Rebusqué por los cajones hasta hallar lo que quería: un biberón. Una colosal nevera custodiaba alimentos de todo tipo. Cogí un bote de leche, la calenté y la volqué dentro del recipiente. También cogí un pastel de nata. Los tengo prohibidos por mi médico, pero lo devoré con ansia. Regresé al estanque con el estómago lleno. Allí esperaba mi bebé, con la eterna sonrisa en el rostro. Lo acuné de nuevo y le di su biberón. Ambos eructamos satisfechos.

La música perdió su forma y el mundo sus colores. De nuevo, estaba despierta.

Durante un buen rato lloré amargamente. Por más que quise conciliar de nuevo el sueño, no pude. Necesitaba pastillas, pero mi marido vació el botiquín en mi primer intento de huir de la vida gris. De suicidio, como le gusta calificarlo a Rafael.

Buscando una postura cómoda para regresar a mis sueños, metí la mano debajo de la almohada. Entonces lo encontré. Mis dedos acariciaron una superficie suave, sólida y alargada. Extraje el objeto y quedé maravillada: era el mismo biberón con el que había alimentado a mi bebé.

No sé si he dicho ya que adoro los dulces. De vez en cuando, tras alimentar a mi bebé, hacerle unos mimos, hablarle bajito mirando sus ojos del color del firmamento, regreso a esa cocina y cojo algunos pasteles de nata. Los deposito a mi alrededor, sentada en el borde del estanque con los pies metidos en el agua. Cuando regreso a la vida gris, los pasteles de nata están en el cajón de mi mesita de noche y mis pies mojados humedecen las sábanas.

En la encrucijada hay más destinos. Uno de ellos me llevó a un castillo de muros elevados y argénteos, cegadores cuando la luz del astro rey los baña. Sus torreones desaparecen en el cielo, de tan altos. El portalón es inmenso, como la entrada a la casa de un gigante. El puente levadizo está tendido y el rastrillo, alzado, invita a franquearlo. Cruzo un amplio patio, lleno de fuentes que escupen refrescantes chorros de agua, y me dirijo hacia una torre central, la torre del homenaje del castillo. Su puerta también está abierta. Penetro y asciendo los escalones que dibujan una espiral infinita. Tras el último peldaño se encuentra una nueva entrada que me lleva a un salón en el que decenas de vigas de madera sostienen unos techos invisibles a los ojos, brumosos de tan arriba que se encuentran. Las aves han anidado en ellos; las oigo cantar y revolotear.

En medio de la estancia hay un cofre. Maldigo el día en que lo abrí.

Hacia el sur, en dirección opuesta al lugar donde se ubica el castillo, el verdor de los prados empalidece. El cielo se torna oscuro, y espesas nubes de tormenta, negras como la obsidiana, estallan en ensordecedores truenos que arañan la tierra árida. A lo lejos diviso una inmensa montaña, cuyo pico se oculta entre las nubes. El terreno comienza a elevarse, primero imperceptiblemente, luego cada vez de manera más pronunciada, tanto que, pronto, me duelen las piernas del esfuerzo que hago al avanzar. Cuando me fallan las fuerzas, el aterrador rugido a mis espaldas me impele a seguir.

Acuno a mi niño contra mi pecho. No quiero preocuparlo pero, cuando no soporto el miedo y mis lágrimas escapan del confinamiento de mis párpados, mi bebé levanta una manita y me las limpia. Luego me sonríe. El gesto me da fuerzas para continuar.

Lo oigo caminar.

Está cerca. Me acecha. Nos acecha. Nunca tendrá a mi hijo.

Puedo oler su hedor insoportable. Apesta a carne podrida. Hiede a muerte.

Está tan cerca que casi lo tengo encima. Salgo del camino de tierra y pego mi espalda contra un árbol, en el lado contrario a la senda. Rezo porque no nos encuentre.

Gruñe. Su gruñido es gutural y prolongado. Sé que tiene hambre, pero no cogerá a mi hijo. Lo juro por mi vida.

Despierto de un sobresalto. Mi marido está sobre mí. Me hace daño. Lo empujo y le grito.

—¿Qué te pasa? —pregunta preocupado. Me mira con los ojos abiertos, el rictus espantado—. Estabas gritando…

—¡Tengo que dormir! —Recuerdo a mi niño. Lo he dejado a merced del monstruo que habita mis sueños.

—Luego. Tenemos que ver al psicólogo. La cita es hoy.

—¡No! —chillo desesperada.

Vuelvo a acostarme, pero Rafael es más fuerte. Intenta obligarme a que me vista. Una patada en el estómago le disuade.

Sale de la habitación. Yo me acuesto y aprieto los ojos.

Regresa antes de que consiga dormirme y me dice que el señor Martínez está en camino. Ha aceptado realizar la sesión en casa.

—Voy a lavarte los pies. Anoche te acostaste con los pies sucios. —Vuelve a salir del dormitorio.

Observo mis pies llenos de tierra.

A pesar de la sinfonía caótica que me aturde, escucho la conversación que mantiene el señor Martínez con Rafael. Dice algo de internarme. No me importa. ¡Qué más me da estar confinada entre los muros grises de mi casa que entre los muros grises de un manicomio! Lo único que quiero es volver a mis sueños, a la magia, al color, a la armonía…

Mi marido no se aparta de mí en todo el día. Intenta cuidarme; ignora que no puede hacerlo. Las horas transcurren lentas. Las paso asomada a la ventana, empujando hacia abajo el sol con la fuerza de mi mirada, hacia las techumbres de las casas que se extienden hasta el horizonte. Fantaseo con que la bola gris se clave en ellos y se desinfle. Daría lugar a una noche perpetua.

He vuelto a mis sueños. Mi hijo no está en el camino que dejé al despertar. Una fina llovizna comienza a borrar el rastro de unas huellas de gran tamaño. Están rematadas por unas garras afiladas. Continúo el ascenso tras las huellas. Se pierden en la boca de una gruta. Una intensa pestilencia me golpea la nariz. Me la cubro con las manos. Desde la entrada se adivina una profunda oscuridad. «¡Ojalá tuviera una linterna!», pienso compungida. Entonces me percato de una sombra junto a la pared interior de la cueva. Me acerco con mucho cuidado. Las cuencas vacías del esqueleto me sobresaltan. Cuando recupero el resuello, examino lo que parece el cadáver de una persona: su pantalón por encima de las rodillas, su camisa de mangas cortas, sus botas hasta el tobillo y su gorro circular, todo de color avellana, revelan que se trata de un explorador. Un explorador muerto. Ignoro su cantimplora, pero cojo su linterna sin pensarlo. Funciona.

El haz de luz dibuja un círculo de piedra. Lo arrastro sobre la pared, bosquejando depresiones en la roca, hasta que se pierde en un túnel situado frente a la entrada. Apunto hacia el suelo: más huellas.

Recorro un buen trecho, descubriendo sobre mí amenazantes estalactitas con puntas de aguja y agujeros profundos en el suelo, que sorteo por los pelos. Entonces oigo un llanto que proviene de lo más recóndito de la caverna. Me apresuro a seguir las quejas lastimeras. De pronto regresa el silencio. Luego, toma el relevo un gruñido grave. Está cerca. El túnel continúa hacia adelante, pero en un lateral se abre un recodo. El sonido viene del final del nuevo camino.

Apago la linterna y espero unos minutos para que mi vista se adapte a la oscuridad. Incomprensiblemente, al cabo, veo perfectamente. Distingo mis manos ante mí. Agito sus diez dedos. Agarro la linterna como si de una porra se tratase, dispuesta a propinar un buen golpe a la bestia, y me interno en el nuevo camino. Es corto. Desde lejos diviso una espalda hercúlea, cubierta de un pelambre rojizo. Una cola extensa, repleta de protuberancias cónicas dispuestas en hilera desde la punta del rabo hasta la zona en que se une con la espalda, se agita de un lado a otro. Me recuerda al gesto de un perro feliz. Dos cuernos surgen de la parte superior de su cabeza y se entrelazan en el centro.

De repente se vuelve. Nuestros ojos contactan. Los suyos son gélidos, inexpresivos, pequeños y oscuros. De su hocico felino sobresalen dos peligrosos colmillos. Olfatea el ambiente. No repara en mi presencia. Se gira y continúa con lo que estaba haciendo. No me ha visto. Por alguna razón yo veo en la oscuridad, pero él no. Recorro los pocos metros que nos separan sin hacer ruido. Apesta a cadáver.

Rodeo su amplio cuerpo para ver qué lo mantiene ocupado.

Me llevo las manos a la boca, aterrada. Reprimo un grito de horror. Noto las lágrimas cálidas bañar mis manos. Ante la bestia se encuentra el cuerpo mutilado de mi hijo. Está desmembrado; tiene el estómago abierto, y las tripas asoman como un puñado de gusanos. Aquel ser infernal devora una de sus piernas.

Mi cabeza niega en silencio. El cadáver de mi hijo me observa con ojos vacíos. Me sonríe con tristeza.

Doy varios pasos hacia atrás, impactada con la visión. Piso una piedra y caigo. El monstruo oye el ruido. Suelta la extremidad a medio comer y se dirige hacia mí. Me alejo de él gateando, procurando no hacer sonido alguno. Me armo de valor, cojo los despojos de mi niño y corro hacia la salida.

Cuando surjo al exterior, la llovizna ha mutado en tormenta. El intenso aguacero se entremezcla con mis lágrimas. Un espantoso trueno ahoga mi alarido de desesperación.

Las margaritas lanzan pétalos al estanque, en sentido homenaje por mi hijo muerto. Sus restos se hunden en lo más profundo de las aguas saladas. Araño la tierra y grito al cielo índigo. Los rayos del sol me arropan y duermo en el sueño.

Rafael está preocupado. Me ha examinado de arriba abajo, alertado por las manchas de sangre que ha descubierto en mi pijama. Quedó desconcertado cuando comprobó que no tenía ninguna herida. Lo ha comentado con el señor Martínez por teléfono. No sé qué habrán decidido, pero yo me mantengo inmóvil. Estoy sumida en mis pensamientos. Tengo miedo. El señor Martínez llevaba razón. He despertado a un monstruo. Lo he sacado del baúl de mis pesadillas. Si me persigue hasta mi realidad gris, Rafael puede correr peligro. Tengo que hacer algo. Los deseos de venganza me dan las fuerzas que necesito.

Mi marido me ha limpiado con una toalla. Cuando está en la cocina preparando el almuerzo, me visto y salgo de casa a hurtadillas.

Intenté robar la pistola a un policía, pero no tuve éxito. No importa. Tengo un plan secundario.

Rafael me ha reñido. Está muy enfadado conmigo. Me dice que jamás vuelva a escaparme, que si quiero ir a algún lado, se lo diga, que él me llevará a donde necesite. Se acuesta a mi lado, enojado. Le doy un beso. Percibo su sorpresa. Hace meses que nuestros labios no se encuentran. Duermo.

También en mi sueño es de noche. El viento sopla furioso, despeinando los campos. A lo lejos, en dirección a la montaña, se distingue una seria tormenta. Puedo ver los fogonazos de los relámpagos en el horizonte. Me encamino hacia el lado contrario, hacia la encrucijada.

Un cartel señala el sendero hacia la cocina. Otro, hacia el castillo. El tercero, el que aún no he recorrido, no tiene nombre.

Lo transito rápidamente, extasiada con todo lo que me ofrece. Veo mi vida como si fuera una película. Una obra de teatro. Veo las múltiples posibilidades, las opciones que nunca tomé. Me desvelan qué hubiera sido de mí de llevar a cabo las decisiones que siempre aplacé. Luego, los deseos. El camino me descubre los deseos que albergo en mi interior, hasta los más ocultos y vergonzosos. En uno de ellos aparezco con una pistola en la mano, disparando en plena cabeza al monstruo que devoró a mi hijo. La sensación de venganza es reconfortante. Cuando mi imagen me ve, se acerca y deposita el arma en mis manos.

Sé lo que tengo que hacer.

Vuelvo sobre mis pasos y tomo la dirección hacia el castillo.

 

EPÍLOGO:

El joven policía no entiende qué ha podido suceder. Solicitó permiso a su capitán para acudir, con los

compañeros encargados del caso, al domicilio de esa

mujer, Melody García. El cadáver de su marido se

encuentra en la cama.

—¿Qué tenemos? —pregunta a uno de los agentes

que regresa del interior de la casa.

—Poco —responde con un gesto de extrañeza—.

El hombre está muerto. Aquello es una carnicería.

Hay sangre por todas partes. Hemos encontrado una

pistola sobre la mesita de noche.

—¿Ha muerto de un disparo? —Cae en la razón

que empujó a la mujer a intentar robarle su arma. —No. Tiene un profundo corte en la garganta…

como si le hubieran abierto el cuello de un mordisco.

Sin embargo, y según parece, no tenían perro ni otro

animal peligroso.

—¡Cielo santo! ¿Y la mujer?

—Ni rastro. Los vecinos no la han visto, y no

sabemos dónde puede estar. Todos sus objetos

personales están en la casa… el teléfono, su carné…

Incluso hemos encontrado un biberón bajo la

almohada, y tampoco tenían hijos.

—¡Sí que es extraño!

—Pues no sabes lo peor. La habitación tiene un

olor terrible. Creo que son esos manojos de pelos

rojos los que apestan. ¿De dónde diablos habrán

salido?

En las noticias aparece la fotografía de la desaparecida. Es evidente que pertenece a los buenos tiempos, cuando aún conservaba su buen físico, antes de que la enfermedad arrollase su juventud.

La panadera sabe de quién se trata. Es la mujer que actuaba de manera tan extraña, y que compraba pastelillos de nata; la misma que sufrió una paulatina degeneración corporal y mental. La misma cuyo marido acudió un día al comercio para prohibirle que le vendiera más pastelitos de nata a su esposa porque los tenía vetados por su médico. La misma que, según sospechaba, había robado un biberón del carrito del bebé de otra clienta.

Ir a la siguiente página

Report Page