8

8


8 » Cancerbero: el gato del infierno

Página 6 de 16

d

o

.

—Cerbero lleva días ensayando para ti. Quiere darte la bienvenida.

Antes de que pudiera preguntar a qué se refería, el gato negro saltó desde el suelo y aposentó sus posaderas sobre la mesa, justo delante de mí. Me clavó sus ojos amarillentos. Brunilda se levantó del asiento, cogió la cuchara, y golpeó la mesa tres veces. La pestilencia del felino me mareó.

El gato abrió la boca e inicio un maullido largo y pausado. Tras cada maullido, recuperaba el aliento, inspirando profundamente, y volvía a berrear esa especie de cántico felino. Una y otra vez. Una y otra vez. Su mirada, el tono de esa especie de quejido que entonaba, eran hipnóticos. Todo desapareció a mi alrededor. Sólo estábamos el gato y yo. No podía dejar de escuchar esa letanía. Un ruido sordo, como el de un pestillo al correrse, me sacó del trance.

Brunilda aplaudía.

—¡Bravo, bravo! —felicitaba a Cerbero, que paseó con parsimonia por la mesa, llegó hasta el plato de sopa de su ama, y se dio a engullirla sin ningún reparo por su parte ni reproche por parte de Brunilda.

—Bueno… hasta mañana —acerté a decir, pasmado. Salí de aquel salón situado en el segundo piso del ala este del edificio. Regresé sobre mis pasos, con el mismo candelabro oxidado con el que había acudido a la cena. Atravesé pasillos y escaleras, intentando guiarme en la oscuridad. Las lámparas de aceite que pude distinguir colgadas de las paredes, permanecían apagadas todo el tiempo. Efectivamente, como dijo Brunilda cuando llegué, la parte de la casa en mejor estado era la zona del ala este donde habíamos cenado. Dejando a un lado la suciedad y las telarañas en las que me enredaba a cada paso, la madera podrida de las puertas, la pintura descolorida y desconchada de algunas zonas, el papel pintado seco y agrietado de otras, los escalones hundidos, las lámparas caídas, las cortinas roídas, algunas formando acumulaciones de tela deshecha tras romperse de su sujeciones carcomidas por el paso del tiempo… tuve que poner mis cinco sentidos alerta para no matarme en mi periplo de ida y vuelta.

Al fin, logré llegar al que había sido asignado como mi dormitorio, esperaba que de manera temporal hasta que regresara Emelinda de su viaje.

Cerré la puerta nada más traspasar el umbral, deposité el candelabro sobre una vieja mesilla de mármol y me senté en la cama. Utilicé la punta de mis pies para descalzarme: la punta del derecho empujando hacia fuera el talón del zapato izquierdo y viceversa. Mientras, me desabrochaba la camisa. Lo hacía de forma distraída, sumido en mis pensamientos. No entendía qué había significado eso que había hecho el gato. Juraría haber oído un sonido lejano, como si una puerta se cerrase a cal y canto. Una puerta que me separaba del mundo exterior. De la realidad.

Una ráfaga de aire helado me puso los pelos de punta. Revisé la ventana, la puerta y posibles grietas, pero todo estaba cerrado a cal y canto. Ignoraba de dónde podía provenir ese aire gélido, pero no logré averiguarlo. ¿Por qué me habría dado una habitación tan alejada de la zona realmente habitable de la casa? ¿Sería por desconfianza hacia mi persona? ¿Por pudor ante lo que pudiera decir Emelinda cuando regresara, si descubría que dormía pared con pared con su madre? ¿Qué podía pensar al respecto? ¿Que iba a aprovechar la connivencia de las sombras para deslizarme con sigilo hasta la cama de Brunilda? ¡Si esa vieja debía de ser quebradiza como la rama de un árbol podrido! La mataría a la primera acometida… si tuviera el estómago de hacer algo semejante. Decidí pensar en positivo. La cárcel era un sitio mucho peor, así que no me pasaría nada por dormir varias noches solo, a la espera del regreso de mi novia.

Tras propinar un par de mordiscos al bocadillo sobrante del viaje, cogí mi móvil, que dejé antes de ir a cenar sobre un ajado y polvoriento escritorio. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Empezaba a preocuparme por Emelinda. Me percaté de que la batería estaba baja. No hallé ninguna toma de corriente en la habitación. No obstante, como suelo ser precavido, saqué una segunda batería cargada de la maleta y sustituí la que estaba a punto de agotarse. Por si acaso Emelinda me llamaba.

Me acosté dispuesto a dormir, con la inquietud de estar en medio de la nada en una casa desconocida, con una vieja desconocida, y con el viento aullando en el exterior con su siniestro ulular…

No sabía dónde me encontraba. Me había incorporado de un sobresalto. ¿Eso había sido un grito real, o producto de un sueño? Los muebles de la habitación presentaban un aspecto fantasmal, bañados por la luz de la luna, que entraba a raudales por el ventanal situado frente a la cama. Cuando recordé dónde estaba, me relajé un poco. Pasé la mano por mi rostro agotado. Volví a escuchar aquel sonido. Parecía un gemido, o un alarido, pero muy lejano… ¿Le pasaría algo a Brunilda? Un crujido en el techo sobre mi cabeza me alertó. ¿Había oído pasos en el piso superior? Mi imaginación debía de estar jugándome una mala pasada. Dudé sobre lo que debía hacer. Eché mano a mi móvil para ver la hora, pero no estaba donde lo había dejado. Eso sí que me asustó. Estaba seguro de que lo puse en una silla de madera que coloqué junto a la cama al efecto. No estaba allí. ¿Habría caído al suelo?

Apoyé los pies descalzos sobre el piso. El frío de la piedra me atravesó como un rayo desde las plantas hasta la coronilla. Sentí un intenso escalofrío. Tanteé el suelo en la oscuridad hasta hallar los zapatos y me calcé. Un movimiento cerca de la puerta me puso en alerta. Algo se movía junto a la parte inferior de la madera. Fijé mi vista y allí estaba: Cerbero plantado ante la puerta entreabierta de mi habitación. Tenía algo agarrado entre sus dientes… ¿Un ratón? No. Se trataba de un móvil. Mi móvil.

—Puto gato… —mascullé—. Bonito… ps, ps, ps… bonito, dame mi móvil.

El gato salió disparado de la habitación.

—¡Eh, gato, espera!

Sin pensarlo, corrí tras él. No podía permitir que me extraviara el teléfono. Cuando Emelinda regresase le pediría que fuéramos de visita a algún pueblo cercano, pero mientras tanto el teléfono era mi único contacto con la realidad.

El gato era rápido, y se escabullía por entre los muebles desvencijados de las estancias donde se internaba. En un momento dado, le perdí la pista.

Con un enfado de mil demonios, me quedé plantado sin saber qué hacer. Entonces caí en la cuenta. Probé suerte. Me agaché y examiné el suelo. La suciedad formaba una capa de un dedo de grosor. Sobre ella, vislumbré unas pequeñas pisadas, marcas de pezuñas gatunas. No tenía nada que perder, así que las seguí. Las pisadas atravesaron un largo pasillo que conducía hacia el ala oeste. Sin duda era la parte del palacete que se encontraba en peores condiciones. El suelo había cedido en muchos puntos, formando bocas oscuras dispuestas a engullir a aquellos despistados que no anduviesen con ojo. Las pisadas desaparecieron de repente. Me di cuenta de que, en el lugar en el que se desvanecían, se situaba una escalera que ascendía a mi derecha. Subí por unos escalones que crujían peligrosamente bajo mi peso. Tras varias vueltas en redondo, la escalera culminaba en una acumulación de trozos de madera que debió de ser una puerta. Los insectos se habían dado un festín con ella. Me interné con cuidado. Parecía una especie de buhardilla.

—Gatiiitooo, gatiiitoooo… —llamé a la oscuridad. No hubo respuesta. Agucé el oído, pero solo logré escuchar el viento y un serio aguacero que acababa de desatarse fuera.

Volví a agacharme, en busca de más huellas de gato. Cuál no fue mi sorpresa cuando encontré unas huellas grandes, alargadas y rematadas en cinco dedos. Unas huellas humanas. Entonces, de la nada, surgió una tos. La tos de una persona.

Tuve la tentación de huir, de girarme y enfilar a toda prisa escaleras abajo, pero permanecí allí, de pie, en mitad de la oscuridad, pendiente de lo que se ocultaba entre las sombras. No podía permitir que un intruso se escondiera en la casa de mi prometida y mi suegra. ¿Y si era peligroso?

—¡Salga de ahí! Le he escuchado. Si sale, no llamaré a la policía… —solté. Luego caí en la cuenta de que estaba en Inglaterra, por lo que quien quiera que fuese el que se parapetaba entre los montones de cacharros viejos que acumulaban polvo en el trastero, posiblemente no entendería mi idioma—. ¿Hello? If… you… —intenté expresarme en un torpísimo inglés, sin resultado. No había ido al colegio, y las cuatro palabras que sabía, las había aprendido de oírlas en alguna película—. ¡Que salga de una vez, leches!

Vi un puñado de muebles viejos situados a mi diestra. Arranqué sin mucho esfuerzo una de las patas de una antiquísima silla y blandí la madera amenazante. De nuevo, algo se removió pocos metros delante de mi posición. Empecé a sudar copiosamente. Anduve con lentitud, acercándome al sitio donde se ocultaba el intruso. La vida es una aventura.

De repente, una luz blanca inundó el desastroso piso, arrancando siluetas fantasmagóricas a lo que eran simples muebles viejos. Justo en ese momento, la luz iluminó a un ser pequeño de pelambre oscura, que lanzó un terrible maullido y saltó hacia mí. Con el susto perdí el equilibrio, y el grito de un trueno acompañó mi caída, mientras Cerbero me esquivaba y salía raudo por la puerta, en dirección escaleras abajo.

—¡Joder, puto gato! —protesté con las nalgas doloridas por el golpe.

Me erguí y examiné la zona donde había estado escondido Cerbero. Un nuevo relámpago dibujó en la oscuridad una silueta humana, que elevó mi corazón desde el pecho hasta la boca, pero cuando mi fantasía exacerbada por la sugestión se calmó un poco, me di cuenta de que se trataba de un perchero. Seguí intentando localizar mi móvil. No hallé rastro del teléfono. Lo que sí encontré fue la colilla de un cigarro. La punta aún estaba caliente.

 

4.- LUZ: CUARTO CRECIENTE:

Al día siguiente me despertaron unos golpes en la puerta. Por un momento quedé desorientado. No sabía si estaba soñando o estaba despierto. A mi cabeza acudieron las imágenes del paseo por la casa de la noche anterior, cuando perseguí a Cerbero en busca de mi teléfono. No lo había soñado, ¿verdad?

—¡Vamos, dormilón, que llevo media hora esperándote!

La voz de mi suegra… Miré la hora en mi reloj de pulsera digital. Me había quedado sin pila. ¿Cómo era posible que todos los aparatos electrónicos que había llevado a esa casa se extraviaran o fallasen?

—Voy, Brunilda…

—Mamá…

—Voy… mamá… ¿Qué hora es?

—Las seis y media de la mañana. En esta casa se desayuna a las seis. Aséate. Te espero en la cocina de la planta baja.

«¡Vaya horas!», pensé. «Vieja del demonio».

Desayunamos unos huevos pasados por agua con un sabor harto extraño, y tiras de beicon fritas, demasiado secas para mi gusto. Luego paseamos por lo que ella denominaba «hermoso jardín». En realidad se trataba de un siniestro paraje abandonado, con árboles de corteza quebradiza, cuyas copas estaban plagadas de lo que, en principio pensé que eran aves. Luego me percaté de que eran murciélagos. Espinosas zarzas envolvían deshojados matorrales. El césped crecía desigual en la tierra, fangosa en algunas partes, y que alcanzaba la zona de las rodillas en las zonas más abandonadas.

—Tienes un poco desatendido el… jardín — comenté para romper el hielo.

—Esperábamos unos brazos fuertes como los tuyos para dejarlo en condiciones —sonrió—. ¡Oh, Cerbero! ¡Ven aquí, bonito!

El gato negro nos seguía a todas partes. Aproveché para contar a mi suegra lo acaecido la noche anterior. Se limitó a reír el robo de mi móvil como una gracia del gato. Cuando le narré lo de las pisadas en el polvo y la colilla de cigarro, respondió:

—¡Ay, he intentado dejarlo! Como se entere mi niña me reprenderá severamente —pretendió conmoverme con su gesto lastimero.

—¿Las huellas y la colilla eran de usted?

—Estuve por la tarde ordenando algunas cosas, y aproveché para fumar un cigarrillo.

Algo extraño estaba pasando. Preferí dejarlo correr. Cuando llegase la noche, investigaría por mi cuenta. No quería empezar una relación con mi prometida en una casa donde ocurrían cosas inexplicables. Alguna vez Emelinda había utilizado el eufemismo «peculiar» para referirse a su madre. Peculiar no: era rara de cojones.

La primera noche de embeleso en la que serví de guía a mi actual prometida, derivó en una segunda noche de admiración y en una tercera noche de deseo. A la cuarta noche mi corazón, alimentado por el indisimulado interés que ella mostraba hacia mí, promulgaba amor con sus latidos. Me preguntó acerca de mi inexistente familia, sobre mis amigos, la mayoría muertos jóvenes por sobredosis o en la cárcel detenidos por delitos de distinta magnitud. Me preguntó por mis nulas anteriores relaciones de pareja y por mi ignorancia sexual. Finalmente, acabamos retozando sobre la arena de la playa, amándonos al compás de los golpes de las olas del mar en la orilla, protegidos por la tela oscura de la noche.

Cuando quise darme cuenta, estaba enamorado. Las semanas pasaron raudas. Emelinda se carteaba con su madre. «¿Es que no existen móviles en Inglaterra?», le pregunté medio en broma. En ese momento justo fue cuando describió a Brunilda como peculiar. «Es amante de la palabra escrita; lo que se escribe se medita y, lo que se dice, puede ponernos en un aprieto, según mi madre».

Luego me enteré de que le insistía en que se quedara embarazada. A mí no me importaba lo más mínimo: a esas alturas había dejado el trabajo y estaba dispuesto a seguir a Emelinda al fin del mundo. Según aseguraba, viviríamos temporalmente con su acaudalada madre hasta que nos asentásemos. Entonces buscaríamos trabajo en la ciudad y nos mudaríamos a algún apartamento. Su voz era un hechizo imposible de evitar. Además, la vida es una aventura.

Al cabo de los tres meses, volvió al hogar materno. Lo hizo sola. Estuvo un poco taciturna y esquiva los días previos a su partida, pero lo achaqué a los nervios del viaje. Me dijo que lo prepararía todo para mi llegada, sobre todo a su madre. Quería hablarle de mí, compartir confidencias, pasar algún tiempo ellas dos solas. Luego yo me incorporaría a la nueva familia… y nos casaríamos.

Me pareció muy bien. De hecho, estaba exultante por tener al fin un hogar en el que pasar mis días. Nos despedimos en el aeropuerto con un beso… No podía permitir bajo ningún concepto que mi recién estrenada familia sufriera peligro alguno. En mitad de la noche, me levanté y salí de puntillas de la habitación. Aunque estaba lejos del dormitorio de Brunilda, situado en el ala este, quería evitar cualquier tipo de ruido que pudiera alertarla bien a ella, bien a un posible extraño. Un frío gélido me acompañó en todo momento. Incluso creí oír el llanto de una mujer, la risa de un niño, el lamento de un hombre… sonidos de personas que no existían. ¿Me estarían traicionando los nervios? ¿Se trataría de ecos del pasado que volvían al presente para obstaculizar el descubrimiento de algún antiguo secreto familiar? No creía en fantasmas, pero la noche, la decadencia del palacete y los extraños sucesos, eran factores más que suficientes para autosugestionar al temple más inquebrantable. Llegué de nuevo al pie de la escalera, en el ala oeste. Llovía con fuerza renovada, y el agua se filtraba por decenas de goteras que empapaban la madera podrida, la apolillada moqueta, y humedecía la piedra con sus dedos líquidos. Ascendí lentamente y franqueé el marco roído por la podredumbre. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad desde hacía tiempo, por lo que pude distinguir las siluetas de los objetos acumulados allí durante años. El espacio era grande: ocupaba la mayor parte de la zona superior del ala oeste. El día anterior no me di cuenta del detalle, pero sobre mi cabeza el techo se elevaba varios metros y se inclinaba hacia un lado, según caía el tejado en el exterior. Me interné entre la maraña de objetos que formaban auténticos pasillos. Estuve casi una hora buscando por los rincones, pero no encontré a nadie agazapado entre las sombras. Quizás estuviera oculto en alguna de las muchas habitaciones del amplio ala oeste, pero examinar todos los rincones de aquella casa me llevaría horas.

Algo rozó mi pierna, lo que me hizo dar un salto hacia un lado. Tropecé contra una pila de objetos que se derrumbó como un edificio barrenado. Durante unos segundos se formó una nube de polvo que me hizo estornudar. Cuando se disipó un poco, me dispuse a recoger ese desastre, sin haber hallado qué era lo que me había tocado. ¿Una telaraña? ¿Una rata? Sentí escalofríos solo de pensarlo. No quise seguir barajando opciones.

Entonces lo vi. Después de recoger algunas viejas cajas de madera, un zapato roñoso, varios vestidos antiquísimos y polvorientos y un amarillento globo terráqueo, mis manos asieron un álbum. Un álbum de fotos.

Me acerqué un poco a una de las ventanas, para aprovechar la luz nívea de la luna en su cuarto creciente, y me puse a pasar las hojas. Crujían y se deshacían bajo mis dedos, pero lo importante, las fotos pegadas en el centro de las páginas, permanecieron intactas. Fotografías de antaño, cargadas de colores mates. En todas aparecían mujeres. En realidad, aparecía una única mujer en cada una de ellas. Daba la sensación de ser la misma mujer en varias etapas de su vida, desde su juventud hasta su vejez, con distinta ropa y en diferentes habitaciones, o bien féminas pertenecientes a la misma familia pero de edades dispares, a juzgar por su parecido. Reconocí el salón del ala este donde había cenado con Brunilda como escenario de algunas de las fotos. Algo no me cuadraba. Todas esas mujeres cuyas fotos debían de tener entre más de treinta y cien años eran clavadas a Emelinda y a Brunilda. Además, en todas ellas, un gato negro observaba fijamente desde sus ojos de papel al curioso situado al otro lado de la fotografía, como si pudiera verlo más allá del tiempo y del espacio.

 

5.- CLARIDAD: AMANECER ANTES DE LA LUNA LLENA:

Ignoro cuánto tiempo pasé en aquella buhardilla colmada de trastos viejos pero, cuando quise darme cuenta, el sol comenzaba a devorar la oscuridad exterior. Debían de ser cerca de las seis de la mañana, la hora en que desayunaba mi suegra. No quería que acudiera de nuevo a mi dormitorio a despertarme y pudiera descubrir mis correrías nocturnas.

Regresé sobre mis pasos pero, cuando atravesaba la zona central de la mansión en dirección a la parte alta de la casa, donde se encontraba mi habitación, oí un lejano alarido. El cuerpo entero se me erizó cual ofuscado Cerbero. Algunos rayos de sol se filtraban por la madera carcomida del tejado, y encerraban en su cortina de luz un sinfín de partículas de polvo que danzaban caóticamente. El alarido se repitió. Aunque la madera bajo mis pies se empeñaba en delatarme con sus crujidos, procuré ser todo lo sigiloso posible.

Durante un buen rato seguí los sonidos: gemidos, aullidos, gritos contenidos…

Los extraños ecos que rompían el silencio me llevaron hasta una puerta de madera de considerable tamaño y doble ala. Aquella zona estaba mucho más cuidad que el resto de la casa: el polvo era prácticamente inapreciable, y los tapices que adornaban los muros y las cortinas que cubrían los ventanales no conocían la polilla. Me percaté de que estaba muy cerca del salón. Otro alarido.

Pegué la oreja a la madera: cuchicheos. ¿Risas? Suspiros…

Algo pasaba ahí dentro. ¿No se suponía que en la casa no había nadie más que Brunilda y yo? ¿Y si Emelinda había vuelto? Me armé de valor y empujé un poco la puerta. Cedió sin oposición alguna.

Dentro estaba oscuro. Olía a viejo, y las voces se intensificaron. Gemidos.

Si no fuera imposible, diría que Brunilda mantenía sexo con alguien.

Imposible.

Quienesquiera que fuesen los que se encontraban en el interior no parecieron percatarse de que la puerta se había abierto, pues continuaban con su quehacer. Asomé la cabeza. En la penumbra, distinguí una alcoba abigarrada de objetos: vestidos por todas partes, zapatos, muebles antiguos.... Al fondo, una cama con dosel ocultaba una figura que se perfilaba en la tela. Se movía. Hacía aspavientos. Muerto de curiosidad me interné en el dormitorio. La disposición de la cama respecto a mi posición era vertical, con el cabecero pegado a la pared contraria. Anduve un par de pasos, rodeándola, aunque manteniendo una distancia prudencial. A través del reflejo de un gran espejo situado en una de las paredes paralelas a la cama pude vislumbrar su parte lateral, cuyo dosel se encontraba abierto.

Entonces lo vi: un hombre procuraba brutales acometidas a una mujer que, tumbada bocarriba, las recibía con harto placer. Las piernas marchitas rodeaban la cintura del hombre, unas piernas que no eran más que pellejo plagado de manchas doradas. Las costillas sobresalían de la piel, y dos pechos arrugados se deslizaban hacia ambos lados del torso. Del hombre no pude ver más que su perfil. Lo conocía de algo, pero en ese momento de tensión no caí en la cuenta de quién podía tratarse. La mujer tenía vuelto el rostro hacia el espejo, los párpados caídos.

En ese momento, Brunilda abrió los ojos y me vio. A pesar de la penumbra, Brunilda me distinguía tan claro como yo a ella. Me sonrió. Entonces, su sonrisa se convirtió en una mueca de placer que culminó en un prolongado y orgásmico gemido.

Regresé a la habitación jadeando. ¿Qué coño estaba pasando en aquella casa? Ya era bien extraño que Emelinda no me cogiera el móvil y no hubiera dado señales de vida desde que llegué, pero que Brunilda, con la edad que tenía, mantuviese relaciones sexuales con un extraño que se suponía no debía ni estar en la casa, era algo propio de las novelas de misterio. No dejaba de darle vueltas a la mirada de Brunilda. Me había visto y, aun así, no había dicho nada. De hecho, su placer aumentó cuando nuestras miradas se cruzaron. Removí el interior de mi maleta en busca de mi paquete de tabaco. Necesitaba urgentemente un cigarrillo para calmar los nervios. Debía salir de esa casa.

 

6.- LUNA LLENA:

¿Dónde hostias estaba mi paquete de cigarros? Por más que rebuscaba, no logré encontrarlo. Temblaba. Por alguna razón tenía miedo.

Estaba muy nervioso. Era imperioso que me llevara un cigarro a los labios, o me pondría a gritar. Vacié en el suelo el contenido de mi maleta, y dejé esparcida la ropa a lo largo de la habitación. ¿Se me habría caído en algún momento sin darme cuenta? Busqué bajo el escritorio: nada. Me agaché y examiné los bajos de la cama. Tampoco estaba allí, pero algo llamó mi atención. ¿Era un desconchón en la pared eso que mi cama ocultaba? Tenía una forma demasiado cuadrada. Por pura curiosidad, retiré la cama. ¿Qué era eso? ¿Qué significaban esos dibujos?

Me acerqué para examinarlos: se trataba de unos trazos irregulares que conformaban una palabra. Mi inglés es limitado, pero conocía el significado de esa palabra: Run!... ¡Corre!

Parecía una advertencia. Miré sobre mi hombro derecho al notar una ráfaga de aire frío azotarme el rostro. Un murmullo quedo logró congelar mi ánimo. Miré en derredor, pero la habitación seguía vacía. La luz del sol comenzaba a clarear los objetos.

Mi corazón explotó al oír unos golpes. Cuando me calmé, me di cuenta de que provenían de la puerta. Puse la cama en su sitio.

¿

Q

u

e

r

i

d

o

?

E

r

a

l

a

v

o

z

d

e

m

i

s

u

e

g

r

a

.

V

u

e

l

v

e

s

a

l

l

e

g

a

r

t

a

r

d

e

a

l

d

e

s

a

y

u

n

o

.

El desayuno fue tenso. Ella no paraba de parlotear de cosas sin importancia, mientras daba vueltas y vueltas a la cuchara de su taza de té. Yo no despegaba los labios. Cruzaba mi mirada con la de Cerbero quien, inmóvil junto a su dueña, me clavaba sus ojos de luna menguante. Odiaba a ese gato. Parecía saber lo que pensaba en cada momento. Controlaba mis sentimientos. Cuando nuestros ojos conectaban, las llamas de mi ira lamían mi corazón. Deseaba matarlo pero, ¿cómo matar al gato de mi suegra? Mi prometida me mandaría a paseo en cuanto se enterase. No obstante, fantaseé con el hecho de dar una patada a Cerbero, clavarle un tenedor en el hocico o prenderle fuego con un mechero y echarlo a correr mientras las llamas lo devoraban.

—No me encuentro bien… —interrumpí su perorata.

Ella me miró con la sorpresa dibujada en su rostro. Luego se relajó.

—¿Estás indispuesto, querido? —soltó con una sonrisa en los labios.

—¿Dónde está Emelinda? —Mi tono de voz le hizo cambiar la expresión. Por un segundo noté la tensión dominar los músculos de su cara, pero enseguida compuso una mueca divertida.

—¡Ya te lo he dicho! ¡En la ciudad!

—Pues quizá sea mejor que busque una habitación en un hotel y regrese cuando ella haya vuelto… mamá —escupí mientras me levantaba y me dirigía a la puerta del salón.

—¡Lástima! Hoy es luna llena… ¡te perderás un espectáculo increíble!

Ir a la siguiente página

Report Page