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8 » Cancerbero: el gato del infierno

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Un murmullo de expectación se extendió por el grupo.

—Tengan cuidado por dónde pisan. Aunque la zona oeste del palacete es la que se encuentra en peor estado, por lo que tenemos prohibido el acceso, la zona este también sufre severos desperfectos.

Atravesaron un pasillo cuyo suelo crujía con las pisadas. Las paredes de piedra vestían níveas telarañas. Al fin, sortearon una viejísima puerta y desembocaron en una amplia sala de altos techos y grandes ventanales en un costado. A lo largo del resto de las paredes se sucedía una serie de cuadros que contenían los retratos de hombres adustos. La guía se plantó frente al primero, el de un hombre de cabellos y barbas pelirrojas, vestido con falda de cuadros y portando una gaita. La chica alzó la mirada.

—Yvaine McKenzie, o «El inglés», apodo recibido por sus enemigos tras su famosa traición. Los cuadros siguientes muestran a sus herederos. Este es el último heredero conocido de Yvaine, que cayó en desgracia cuando sus tres hijas, fruto de su relación con su esposa de origen germánico, Adelelma, Diomira y Brunilda, fueron acusadas de brujería y ajusticiadas por ello en 1605. Cuenta la leyenda que las famosas hermanas bebían sangre para mantenerse siempre jóvenes. Raptaban a los niños de los campesinos y, tras realizar un ritual, les sacaban la sangre y se la bebían.

El grupo lanzó algunas expresiones de desagrado.

—Dice usted que ese fue el último heredero directo del tal McKan… McKun…

—McKenzie —ayudó la guía al mismo anciano de antes, tras verse interrumpida.

—McKenzie —repitió el viejo—. Entonces, supongo que el misterio radica en quiénes son los que aparecen en todos esos cuadros repartidos por la sala tras el último… McKenzie.

—Exacto.

—Es muy sencillo —insistió el visitante—. Son los posteriores dueños o inquilinos del palacete. — Murmullos de aprobación.

—Error —corrigió la mujer con una gran sonrisa—. No se conoce dueño posterior al último McKenzie. No hay documentos. No hay nada. Se ignora absolutamente sus identidades.

—Pero es evidente que esos hombres visten ropa de época, cada uno más moderna que el anterior. No existe otra explicación.

—No existe explicación. Repito que se ignoran las identidades de esos hombres. Se rumorea que la hermana menor, Brunilda, no murió en la horca, como hizo creer a sus captores. Dicen que Brunilda ha seguido vagando por estas estancias más de cuatrocientos años, y que continúa atrapando víctimas para beber su sangre… —la guía utilizó un tono de voz bajo para crear una atmósfera de misterio. Todos mantenían la respiración, para no perderse una sola de sus palabras.

—¡Cuentos de viejas! —protestó el anciano.

—Bien, sigamos con la visita. —Acompañó la frase con un ademán para indicar la salida. Entonces se percató.

Mientras los visitantes salían del salón, atravesó la sala y se situó ante el último cuadro. Llevaba tiempo trabajando como guía en aquel palacete, por lo que estaba segura: era la primera vez que veía ese nuevo cuadro. La pintura representaba a un hombre que vestía ropas demasiado modernas como para que fuera una obra antigua. Lo comunicaría a las autoridades con objeto de que investigasen si era fruto de algún bromista que quería continuar con la leyenda.

La guía abandonó la estancia indignada por la falta de respeto que algunos mostraban hacia la Historia. Desde la esquina más alejada, ocultos por las sombras del tiempo, Elodia Hadeswall y el gato de su madre muerta, Cerbero, escuchaban con atención el inexacto relato de la guía. Todavía era pronto, pues Elodia solo era una niña, pero cuando su cuerpo perdiera la batalla contra el tiempo, nuevas víctimas se sumarían a la colección que abarrotaba las paredes del salón del palacete.

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