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Cancerbero: el gato del infierno

Nota del autor:

“SOLEDAD: Fui al cementerio a visitar a mis difuntos. Allí estaba mi familia, llorando ante mi tumba”.

Mira a tu lado. Quizá tengas la suerte de que haya alguien junto a ti. Alguien vivo, quiero decir. Si es así tienes suerte. No hay nada peor que estar solo. La soledad nos hace pensar, y pensar demasiado puede llevarnos a la locura. Eso le pasó a Paco. Su vida no ha sido nada fácil, y está solo en la vida. Posiblemente esa sea la razón por la que fue tan fácil engatusarle. Posiblemente sea la razón por la que lo dejó todo para ir tras una hermosa mujer. Pero esta decisión (quizá, lector, errónea, serás tú quien lo juzgue), le hará descubrir que nadie está solo, aunque lo esté. Porque a nuestro alrededor siempre hay alguien, aunque sea un fantasma… o un demonio.

 

PRÓLOGO:

Susurros en la soledad.

Leves ráfagas de aire que arrastran decadencia. Sonidos que mutan en palabras inapreciables para

el oído humano.

—¿Crees que la muerte está afilando la pluma para

escribir las últimas palabras de la historia de mi vida? —Lo creo, aunque me duela.

—Esta vez ha sido demasiado pronto.

—Demasiado.

—Necesito una nueva presa.

—¿Funcionará?

—Tengo que reconocer que lo dudo.

—Hay otra manera.

—La hay, pero tú no puedes ayudarme. Aunque la

humanidad me sea extraña, nuestra naturaleza difiere

demasiado.

—La presa puede hacerlo, aunque me duela. —No tengo otra opción, más que intentarlo. —Hazlo. No puedo perderte. Te quiero. —Lo sé.

Susurros en la soledad.

Leves ráfagas de aire que arrastran decadencia. Palabras inapreciables para el oído humano que se apagan entre las sombras.

De nuevo, silencio.

 

1.- SE CIERRA UN CICLO: LUNA MENGUANTE:

Los ojillos de Otis nunca permanecen quietos. Se revuelven nerviosos dentro de las cuencas, y despiden un fulgor dorado, como los ojos de las ratas en la oscuridad. Otis asegura que la vida es una aventura. Lo dice mostrando sus dientes ennegrecidos, que despiden un hálito pestilente. Su aliento flota y se condensa dentro de la estrecha celda. Dice que hay vidas más emocionantes, y también vidas menos emocionantes. A Otis le gustaba la aventura del peligro, y eso lo llevó a prisión. Creo que Otis está un poco ido. Algún engranaje ha saltado dentro de su cerebro provocando que no funcione bien del todo. Siempre está sonriendo, pero no sonríe de felicidad, como los niños de los anuncios de chocolatinas, y tampoco sonríe con picardía, como las parejas que van juntas a la cama en las películas subidas de tono. La sonrisa de Otis es más parecida a la del policía que me abofeteó hasta que le dije dónde escondía la droga. Me gusta que la gente sonría, pero esa sonrisa me daba miedo, no sé por qué. Cuando sacaron a Otis de la prisión en la camilla, su cuerpo entero tenía el mismo color carbón que sus dientes, y mostraba la misma sonrisa escalofriante. Gracias a Otis he salido de la cárcel. El juez rebajó mi condena por salvar al funcionario que acudió en nuestro auxilio abriendo las celdas para que escapáramos del incendio, y que se desmayó por el humo. No soy muy listo, pero sí soy fuerte. Cargué con el cuerpo del funcionario hasta que llegaron sus compañeros. Al funcionario le pusieron una máscara unida a una bombona de oxígeno. A mí me golpearon con la porra en la parte de atrás de la rodilla, me esposaron y me arrastraron fuera de allí. A veces, aún me duele la parte de atrás de la rodilla.

Otis me confesó que iba a hacerlo y cómo iba a hacerlo, pero pensé que estaba de broma. Otra más de sus macabras bromas. Gracias a Otis he salido de la cárcel. Tres años después, gracias a Otis, voy a acabar con mi pesadilla.

Otis asegura que la vida es una aventura. Mi aventura comenzó cuando conocí a mi suegra. Hasta entonces la mayor parte de mi juventud la pasé en el reformatorio y, los primeros años de la adultez, en la cárcel.

Mi suegra se llama Brunilda. Brunilda Hadeswall. Es una viuda que ha sobrepasado con creces la cincuentena. No es más que un pellejo arrugado que cubre un esqueleto plagado de débiles músculos. Tiene la nariz ganchuda, labios finos y frente amplia. Siempre lleva el pelo ceniciento recogido en un moño, y siempre viste de negro. Es estricta en cuanto al luto se refiere.

Me recibió en su antiguo palacete del siglo XIV, reformado en varias ocasiones, y que estaba situado en lo alto de una colina. Un taxi me dejó al pie del camino pedregoso que conducía a través de la empinada elevación a la entrada del edificio, y arrastré mi maleta hasta un alto enrejado coronado por siniestros motivos de formas dispares: cabras erguidas a dos patas, gárgolas, cuernos… e incluso creí identificar una calavera. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Los gustos de los antiguos eran harto sombríos.

Brunilda asegura pertenecer a la nobleza. Si no ella, al menos sus antepasados directos. El abuelo del abuelo del abuelo de su abuelo, estuvo relacionado con la Corona Británica, pero por alguna extraña razón, acabó confinado en aquel palacete donde agotó los días de vida que le quedaban. Fue desposeído de sus títulos, repudiado por la monarquía. La Iglesia Católica tuvo algo que ver en el asunto, según afirmaba Brunilda. Tanto las generaciones previas a ese antepasado como las posteriores, habían vivido en la casa. Mi suegra era la última Hadeswall que quedaba con vida. Por ese motivo mi mujer me contaba que, en las cartas que le llegaban de su madre, le insistía en que tuviera un hijo. En que tuviéramos un hijo.

 

2.- CAMBIO DE CICLO: LUNA NUEVA:

Conocí a mi esposa Emelinda en una cafetería de Cádiz. Por aquel entonces trabajaba como camarero a tiempo parcial con uno de esos contratos para reinserción de ex reclusos. Su mirada azul, felina, profunda como el suspiro de un amante, fue lo primero que me impresionó de ella. Los años de reclusión me robaron la habitualidad de ver mujeres, pero ninguna llamó mi atención en la manera en que lo hizo Emelinda. La joven se dio cuenta de que la miraba con demasiado descaro cuando le serví el té en la terraza de la cafetería. Hablaba con un hombre de aspecto rudo, que se encontraba de pie a su lado. En ese momento, el hombre le entregaba un teléfono móvil mientras yo intentaba esquivarlo con la bandeja para depositar sobre la mesa la consumición de la hermosa muchacha.

—Es usted muy gentil, caballero. Un día me dejo la cabeza en cualquier sitio.

—No podía permitir que una joven tan hermosa como usted extraviase su teléfono. Lo dejó abandonado en el banco de la plazoleta donde tomaba el sol.

—Me alegra que se fijase en… el teléfono. Mi esposo celebrará que no lo haya perdido.

El hombre demudó el rostro en un gesto desconcertado. Se quedó unos segundos ante la chica, sin saber cómo actuar. Luego deseó suerte a la mujer y se marchó.

—Con una nube —se dirigió a mí con una voz tan dulce como el caramelo, cuando logré dejar la taza de té en la mesa.

Instintivamente miré hacia el cielo. Estaba límpido, con un sol refulgente en el cenit del firmamento.

—No parece que vaya a llover —repliqué confundido.

Mi respuesta le hizo gracia, y se deshizo en una melodía de carcajadas, como si mi afirmación hubiera sido una broma. Su risa flotó en el aire, trazó un tirabuzón, y se me incrustó en el corazón.

—¡Quiero decir con un par de gotas de leche! —Su forma de reír, de mirar y de hablar era absolutamente sensual. Hipnotizadora. Una trampa imposible de sortear.

—¡Oh! —exclamé azorado. Me sentí un poco ridículo—. Ahora mismo se la sirvo. ¿Su marido la acompañará con alguna bebida? —Estaba sola, pero le había dicho al hombre del teléfono algo relativo a su marido.

—¡Oh, eso! Nada, era una forma de quitarme de encima a ese caballero tan molesto, antes de que intentase sobrepasarse conmigo. Estoy soltera.

Sonreí tontamente y entré en la cafetería. Regresé con una humeante jarra de zumo de vaca, como me gustaba llamar a la leche. Incliné un poco la jarra sobre su taza de té hasta que alzó la mano para que me detuviera.

—Gracias —dijo con la sonrisa más increíble que había visto en mi vida.

—¿Es usted alemana? —Me envalentoné.

—Inglesa…

—Inglesa —repetí. Era evidente que su acento no era español, pero no supe discernir de qué país provenía. Tampoco tenía mucha experiencia en el habla con extranjeros.

—Estoy en España de vacaciones. Mi madre me ha pagado una estancia de tres meses. Quiere que conozca mundo, otras formas de vivir, otras culturas… Y como soy muy obediente, no me he podido negar —bromeó.

—¿Y viaja usted sola? Quiero decir… una chica tan joven y hermosa… Perdón, no quería ser descarado —me dispuse a regresar al interior de la cafetería. Ella me siguió con la mirada hasta que traspasé el umbral del local.

—Perdone. ¡Camarero! —llamó la joven de nuevo. Como soy un profesional, volví rápidamente sobre mis pasos para atender a la clienta.

—Dígame, señorita.

—Es muy descortés por su parte no compensar mis explicaciones contándome algo de su vida. Mientras me ofrece un cigarrillo, dígame, ¿está casado? ¿Vive con sus padres?

El corazón me dio un vuelco. Esa joven tan hermosa quería saber algo de mí… claramente estaba tonteando conmigo. Saqué el paquete de tabaco del bolsillo de mi camisa y le ofrecí un cigarro con mano temblorosa.

—Pues verá… Tampoco hay demasiado que contar. Soy huérfano, y la mayor parte de mi vida la he pasado internado en… bueno, que he sido un poco problemático… ¡Pero ya estoy reformado! — Me estaba metiendo en un lío del que no sabía cómo salir, pues se me daba muy mal inventar mentiras—. Estoy en un piso de alquiler, pero temo que van a echarme porque debo dos meses. Con el sueldo que gano aquí no me llega para vivir y… disculpe si me estoy enrollando demasiado.

—¡Paco!

El encargado me llamaba desde la puerta. No quería gritar, ni amonestarme delante de aquella clienta, pero estaba claro que mi tardanza en servir a esa joven le estaba poniendo de los nervios. Había más mesas que atender.

—Lo siento, señorita, tengo que seguir trabajando. Ha sido un placer conocerla —sentí una profunda tristeza al ser consciente de que me alejaría de ella para seguir con mis tareas, la joven pagaría y ya jamás volvería a verla.

—Espere. —El humo del tabaco escapó por entre sus labios entreabiertos y cubrió su mirada como una cortina de seda—. Necesito un guía para que me enseñe la ciudad. Le pagaré. ¿A qué hora sale del trabajo?

 

3.- REVELACIONES: LUNA CRECIENTE:

El palacete sobre la colina parecía a punto de venirse abajo. La planta tenía forma de herradura invertida, y sus laterales se unían con las rejas que acababa de traspasar, cerrando el perímetro en un cuadrado perfecto. Desde ellas hasta la entrada al inmueble, atravesé un jardín en el que las malas hierbas imperaban sobre escasas y marchitas flores. Por un momento, el espeso ramaje sobre mi cabeza ocultó el sol. La fachada delantera presentaba profundas grietas que nacían en su base y serpenteaban hasta alcanzar los puntos más altos. La hiedra ascendía por las paredes como dedos verdosos que sostuvieran al edificio entre las garras de una mano vegetal. Uno de los dos torreones que remataba la ruinosa construcción se inclinaba peligrosamente hacia un lado. Las puertas principales eran enormes, como edificadas para gigantes, pero una de sus hojas tenía embutida otra puerta de tamaño normal. Llamé varias veces utilizando una desvencijada campana, que alzó su voz estridente, pero nadie acudió al reclamo. Saqué el móvil del bolsillo de mi chaqueta, marqué el número de mi prometida y esperé: tras varios tonos, saltó el contestador automático. Toqué la puerta con dedos inseguros y, ante mi sorpresa, cedió con un quejido de sus oxidados goznes, por lo que decidí entrar por mi cuenta y riesgo. La vida es una aventura.

El primer susto llegó cuando creí ver a dos robustos tipos armados flanqueando la entrada. Luego resultaron ser dos deslucidas armaduras antiguas. Suspiré aliviado. Si el edificio parecía abandonado por fuera, la sensación de ruina en su interior era alarmante. El polvo alfombraba lo que debió ser una hermosa moqueta color sangre; se extendía y trepaba y cubría todos los objetos. Las telarañas abrigaban las espectaculares lámparas de lágrimas, y adornaban todos los rincones. No había ni una sola fuente de luz, por lo que tuve que esperar a que mis ojos se adaptaran a la penumbra.

—¿Hola? —anuncié mi llegada mientras miraba hacia las puertas laterales y oteaba la escalera de piedra que llevaba hasta la planta superior.

Entonces oí pasos. Eran suaves, pero sin duda alguna alguien acechaba entre las sombras. Bajaba las escaleras, pero no logré distinguir a nadie en la oscuridad reinante. Me acerqué sigiloso, aún cargando con la pesada maleta. Tenía que haberle hecho caso a Emelinda y haberme comprado una maleta de ruedas, pero mi situación personal me ha causado una tacañería crónica, por lo que suelo destrozar los objetos antes de adquirir otros nuevos: hasta que mis zapatos no gastan sus suelas, hasta que mis dedos no asoman por el calcetín, hasta que mi trasero no queda expuesto tras descoserse mis pantalones… hasta entonces no me compro un nuevo lo que sea. Anduve hasta el pie de la escalera entrecerrando los ojos con objeto de ver a través de la negrura.

—¿Hola? —repetí en un tono levemente menor. Ya no sabía si deseaba que alguien me respondiera a la llamada.

Entonces un gruñido demoníaco me erizó la piel. Algo había saltado desde la escalera al pasamanos y me miraba con sus ojos brillantes. Por un momento vislumbré el rostro cadavérico de Otis arropado por la oscuridad.

Grité del susto y caí de espaldas, mientras aquella cosa me observaba atentamente, inmóvil desde la piedra maciza. Mi maleta se abrió y el suelo quedó cubierto de pantalones, camisas, calcetines, calzoncillos y un bocadillo envuelto en papel de plata que me había sobrado del viaje.

—¡Cerbero, no asustes a nuestro invitado! — ordenó una voz femenina desde el escalón más alto. Una rutilante luz apareció en la segunda planta y bajó apresuradamente las escaleras hasta donde me encontraba. La luz iluminaba el ajado rostro de Brunilda y al causante de mi miedo: su gato Cerbero.

Cerbero es el típico gato que podemos ver en las películas de miedo. Es negro como la madrugada, sigiloso como el aire, silencioso como el miedo que nos domina en una noche de difuntos. Lo azabache de su pelambre bien podría deberse a la acumulación de inmundicia, de tan mal que olía. Una de sus orejas puntiagudas presentaba un severo corte que dejaba colgando un desagradable y agusanado trozo de carne. Sus bigotes tensos como cuerdas de violín vibran con cada uno de sus maullidos de ultratumba. Desde que llegué al palacete, Cerbero no me quita la vista de encima. Emelinda no me habló nunca de él, aunque tampoco existieron motivos para ello. Ese gato no me gusta nada. No soy una persona violenta, pero metería a gusto a ese ser diabólico en un saco cerrado y lo lanzaría a un río profundo.

No hizo falta que me presentara. Mi suegra supuso con acierto que yo era el prometido de su hija, por lo que, tras una fría bienvenida, me guió por una red de pasillos oscuros e impresionantes estancias, hasta la parte alta de la construcción; era una zona humilde en comparación con el resto de la casa que había podido ver (o entrever), una zona donde, probablemente, vivió el servicio cuando aquella casa gozó de mejores tiempos y de más calor humano.

—¿Vive usted sola con Emelinda? —me atreví a preguntar. Solté mi maleta sobre la cama, que crujió con el peso.

—¡Ah! No sabes cómo está el servicio, hijo. Mi Emelinda y yo utilizamos una mínima parte del edificio para vivir. La tenemos bien acondicionada y con ello nos basta y nos sobra. Sería absurdo contar con mayordomo o doncellas que ganasen un jornal para mantener una casa tan grande ocupada solo por dos personas y Cerbero. El tesoro familiar menguaría alarmantemente… Además, no me gusta esta parte de la casa —aseguró lanzando desconfiadas miradas hacia todos los rincones de mi alcoba y hacia el pasillo que nos había traído hasta ella, como si pudiera ver algo que mis ojos no eran capaces de detectar. No me tranquilizó su actitud, la verdad.

—¿Y Emelinda? ¿Dónde anda? Tengo ganas de que sepa que estoy aquí.

—Mi hija está en la ciudad. Ha ido a negociar la venta de un cuadro que nos dará para vivir sin problemas durante al menos un años más. Volverá en dos o tres días.

—Cuando llegué la llamé al móvil y no lo cogió — repliqué extrañado.

—Lo sé. Oí sonar el teléfono en su habitación. Se lo habrá dejado olvidado otra vez…

Típico en Emelinda. Aunque algo preocupado e incómodo por tener que pasar tres días sólo con aquella desconocida, no pude evitar que una sonrisa aflorara a mi rostro al recordar que, el día en que nos conocimos, un señor se había encontrado su teléfono olvidado en el banco de una plazoleta.

—Bien, deshaz tu maleta y aséate. A las diez nos vemos en el comedor del ala este para cenar. ¡Sé puntual!

Me percaté de que, cuando salía por la puerta, volvía a mirar de reojo hacia la habitación y se frotaba los brazos como si tuviera frío.

Saqué mi maquinilla de afeitar, que funcionaba a pilas, y me dediqué un buen rato a pasármela por el rostro, con objeto de estar presentable durante la cena. No quería dar mala impresión a mi futura suegra. Lo hice de manera automática, sentado en la cama, mientras mi mente divagaba. Amaba a mi Emelinda, pero no me gustaba aquella casa. Tampoco su madre, siendo sincero. Y, quien menos de todos, su gato, que me miraba con sus ojos rasgados desde el alféizar de la ventana.

—Los hombres buenos son los primeros que perecen en una guerra —respondió Brunilda.

—No sé si su hija le habrá informado, señora Brunilda—. Solté la cuchara. La sopa estaba incomible.

—Llámame mamá —cortó con una tierna sonrisa que estiraba la piel de sus pómulos de tal forma que parecían a punto de rasgarse.

—Mamá… —respondí, incómodo. Jamás había tenido madre, en el sentido de mujer que te cuida de pequeño, pero no era ése el motivo principal de mi embarazo. No me gustaba la manera en que me había pedido que la llamara así. De todas formas, no soy un tipo que tenga el aplomo de negarse ante una petición. Quizá mi vida hubiera sido diferente de haber tenido el valor de negarme a muchas peticiones de las que he acaba accediendo—. Yo no he sido muy bueno que digamos, y no estoy orgulloso de ello. He perdido mis mejores años entre rejas, no tengo familia, ni amigos, y preferiría ser el primero en morir en un conflicto que sobrevivir cargando con la culpa el resto de mis días.

Brunilda mostró su conformidad levantando su copa hacia mí con una enigmática sonrisa en el rostro. Cebero no perdía palabra de la conversación, sentado en mitad de la enorme y destartalada mesa.

Ignoro cómo llegamos a ese punto de la conversación. En cuanto tomé asiento, Brunilda se lanzó a un soliloquio acerca del pasado glorioso de su familia, los Hadeswall. Me narró que habían sido nobles guerreros, y que habían batallado al lado de muchos reyes desde que traicionasen sus raíces escocesas y se posicionaran junto al invasor inglés, cientos de años atrás. Con la misma sonrisa del policía que se quedó con la droga escondida bajo el abeto de un campo abandonado, la misma sonrisa de Otis cuando hacía alguna confidencia y que llevaba en el rostro cuando lo sacaron de la celda carbonizado, con esa misma sonrisa, Brunilda me narró cómo su antepasado directo convocó para una reunión en un granero a varios jefes de los clanes cercanos, con objeto de llegar a acuerdos para combatir al inglés, y cómo, una vez dentro, salió con la excusa de recibir a más invitados, trabó las puertas del granero y prendió fuego con todos dentro. La dudosa hazaña le valió el título de lord inglés, con tierras y privilegios, y le valió también las maldiciones de los escoceses a los que había traicionado. De hecho, lo encontraron colgado por sus propias tripas en la ventana de la torre del homenaje del castillo que se construyó a costa de exprimir vía impuestos a los súbditos de sus tierras.

Perdí un poco la consciencia del momento, imaginando el granero en llamas, el insoportable calor alrededor del edificio, por cuyas ventanas escapaban gigantescas llamaradas que iluminaban la noche… y los gritos. Los gritos de los escoceses achicharrados, los cuerpos plagándose de bultos colmados de pus, que reventaban casi al momento de brotar en la piel, cual maíz que se convierte en palomita, la carne ennegrecida separándose del músculo, los ojos estallando por el calor. El olor a quemado. Los gritos. Sufriendo de la misma e inhumana manera en que lo hizo Otis en su celda. Los mismos gritos de cerdo en el matadero.

—…pronto, ¿no? —decía Brunilda, sorbiendo la cuchara de sopa. Un hilillo de caldo le corrió por la comisura de los labios y se precipitó sobre la madera de la mesa, llenándola de lunares oscuros.

—¿El qué? —Desperté de mi ensimismamiento—. ¡Ah, sí! He venido pronto. Sé que no me esperabais hasta pasado mañana, pero aproveché una oferta de última hora para coger el avión. Quería dar a Emelinda una sorpresa llegando con antelación a la fecha prevista. Me dijo que las vistas desde los torreones eran espectaculares las noches de luna llena, y deseaba que mi primer día fuera así, por eso me emplazó a que viniese dentro de tres días. Supongo que quiso cuadrar el viaje a la ciudad para regresar justo el día en que yo llegaba, la noche de luna llena. Quise darle una sorpresa, pero me ha salido el tiro por la culata.

—Una urgencia de última hora, querido. Nos percatamos de que nuestros recursos habían disminuido mucho más de lo que pensábamos. El viaje a España de Emelinda ha sido costoso. Nos hacía falta subastar otro de nuestros preciados bienes.

El salón donde cenábamos y departíamos era amplio, más largo que ancho, cuyas paredes estaban ocupadas por una treintena de cuadros desde los que sus ocupantes, hombres de porte marcial en su mayoría, nos observaban con ojos rudos. La evolución de la moda inglesa en el vestir se reflejaba en ellos. Antepasados Hadeswall, supuse. Una antigua lámpara de forja pendía sobre nuestras cabezas, y derramaba la luz juguetona de dos docenas de velas. En uno de los muros laterales se situaban cuatro grandes ventanales rematados en pico. Los mosaicos que componían sus vidrieras representaban distintas escenas bucólicas: una caza, unos villanos pastoreando, una especie de ser medio hombre medio cabra tocando una flauta entre los árboles… De cuando en cuando, lanzaba miradas furtivas a la chimenea apagada. La humedad se filtraba a través de la fría piedra, material principal con el que se construyó el palacete, pero Brunilda parecía estar acostumbrada a la gélida sensación. Yo estaba aterido, y la desapacibilidad me instaba a que finalizara aquella sesión con premura.

—Bueno… mamá… estoy agotado. Si no te importa, voy a acostarme. El día ha sido largo, y el viaje duro.

—Siéntate —ordenó seriamente.

Luego contrajo el rostro en una sonrisa de hiena—. Por favor… — añadió.

Obedecí, confundido.

—Cerbero lleva días ensayando para ti. Quiere darte la bienvenida.

Antes de que pudiera preguntar a qué se refería, el gato negro saltó desde el suelo y aposentó sus posaderas sobre la mesa, justo delante de mí. Me clavó sus ojos amarillentos. Brunilda se levantó del asiento, cogió la cuchara, y golpeó la mesa tres veces. La pestilencia del felino me mareó.

El gato abrió la boca e inicio un maullido largo y pausado. Tras cada maullido, recuperaba el aliento, inspirando profundamente, y volvía a berrear esa especie de cántico felino. Una y otra vez. Una y otra vez. Su mirada, el tono de esa especie de quejido que entonaba, eran hipnóticos. Todo desapareció a mi alrededor. Sólo estábamos el gato y yo. No podía dejar de escuchar esa letanía. Un ruido sordo, como el de un pestillo al correrse, me sacó del trance.

Brunilda aplaudía.

—¡Bravo, bravo! —felicitaba a Cerbero, que paseó con parsimonia por la mesa, llegó hasta el plato de sopa de su ama, y se dio a engullirla sin ningún reparo por su parte ni reproche por parte de Brunilda.

—Bueno… hasta mañana —acerté a decir, pasmado. Salí de aquel salón situado en el segundo piso del ala este del edificio. Regresé sobre mis pasos, con el mismo candelabro oxidado con el que había acudido a la cena. Atravesé pasillos y escaleras, intentando guiarme en la oscuridad. Las lámparas de aceite que pude distinguir colgadas de las paredes, permanecían apagadas todo el tiempo. Efectivamente, como dijo Brunilda cuando llegué, la parte de la casa en mejor estado era la zona del ala este donde habíamos cenado. Dejando a un lado la suciedad y las telarañas en las que me enredaba a cada paso, la madera podrida de las puertas, la pintura descolorida y desconchada de algunas zonas, el papel pintado seco y agrietado de otras, los escalones hundidos, las lámparas caídas, las cortinas roídas, algunas formando acumulaciones de tela deshecha tras romperse de su sujeciones carcomidas por el paso del tiempo… tuve que poner mis cinco sentidos alerta para no matarme en mi periplo de ida y vuelta.

Al fin, logré llegar al que había sido asignado como mi dormitorio, esperaba que de manera temporal hasta que regresara Emelinda de su viaje.

Cerré la puerta nada más traspasar el umbral, deposité el candelabro sobre una vieja mesilla de mármol y me senté en la cama. Utilicé la punta de mis pies para descalzarme: la punta del derecho empujando hacia fuera el talón del zapato izquierdo y viceversa. Mientras, me desabrochaba la camisa. Lo hacía de forma distraída, sumido en mis pensamientos. No entendía qué había significado eso que había hecho el gato. Juraría haber oído un sonido lejano, como si una puerta se cerrase a cal y canto. Una puerta que me separaba del mundo exterior. De la realidad.

Una ráfaga de aire helado me puso los pelos de punta. Revisé la ventana, la puerta y posibles grietas, pero todo estaba cerrado a cal y canto. Ignoraba de dónde podía provenir ese aire gélido, pero no logré averiguarlo. ¿Por qué me habría dado una habitación tan alejada de la zona realmente habitable de la casa? ¿Sería por desconfianza hacia mi persona? ¿Por pudor ante lo que pudiera decir Emelinda cuando regresara, si descubría que dormía pared con pared con su madre? ¿Qué podía pensar al respecto? ¿Que iba a aprovechar la connivencia de las sombras para deslizarme con sigilo hasta la cama de Brunilda? ¡Si esa vieja debía de ser quebradiza como la rama de un árbol podrido! La mataría a la primera acometida… si tuviera el estómago de hacer algo semejante. Decidí pensar en positivo. La cárcel era un sitio mucho peor, así que no me pasaría nada por dormir varias noches solo, a la espera del regreso de mi novia.

Tras propinar un par de mordiscos al bocadillo sobrante del viaje, cogí mi móvil, que dejé antes de ir a cenar sobre un ajado y polvoriento escritorio. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Empezaba a preocuparme por Emelinda. Me percaté de que la batería estaba baja. No hallé ninguna toma de corriente en la habitación. No obstante, como suelo ser precavido, saqué una segunda batería cargada de la maleta y sustituí la que estaba a punto de agotarse. Por si acaso Emelinda me llamaba.

Me acosté dispuesto a dormir, con la inquietud de estar en medio de la nada en una casa desconocida, con una vieja desconocida, y con el viento aullando en el exterior con su siniestro ulular…

No sabía dónde me encontraba. Me había incorporado de un sobresalto. ¿Eso había sido un grito real, o producto de un sueño? Los muebles de la habitación presentaban un aspecto fantasmal, bañados por la luz de la luna, que entraba a raudales por el ventanal situado frente a la cama. Cuando recordé dónde estaba, me relajé un poco. Pasé la mano por mi rostro agotado. Volví a escuchar aquel sonido. Parecía un gemido, o un alarido, pero muy lejano… ¿Le pasaría algo a Brunilda? Un crujido en el techo sobre mi cabeza me alertó. ¿Había oído pasos en el piso superior? Mi imaginación debía de estar jugándome una mala pasada. Dudé sobre lo que debía hacer. Eché mano a mi móvil para ver la hora, pero no estaba donde lo había dejado. Eso sí que me asustó. Estaba seguro de que lo puse en una silla de madera que coloqué junto a la cama al efecto. No estaba allí. ¿Habría caído al suelo?

Apoyé los pies descalzos sobre el piso. El frío de la piedra me atravesó como un rayo desde las plantas hasta la coronilla. Sentí un intenso escalofrío. Tanteé el suelo en la oscuridad hasta hallar los zapatos y me calcé. Un movimiento cerca de la puerta me puso en alerta. Algo se movía junto a la parte inferior de la madera. Fijé mi vista y allí estaba: Cerbero plantado ante la puerta entreabierta de mi habitación. Tenía algo agarrado entre sus dientes… ¿Un ratón? No. Se trataba de un móvil. Mi móvil.

—Puto gato… —mascullé—. Bonito… ps, ps, ps… bonito, dame mi móvil.

El gato salió disparado de la habitación.

—¡Eh, gato, espera!

Sin pensarlo, corrí tras él. No podía permitir que me extraviara el teléfono. Cuando Emelinda regresase le pediría que fuéramos de visita a algún pueblo cercano, pero mientras tanto el teléfono era mi único contacto con la realidad.

El gato era rápido, y se escabullía por entre los muebles desvencijados de las estancias donde se internaba. En un momento dado, le perdí la pista.

Con un enfado de mil demonios, me quedé plantado sin saber qué hacer. Entonces caí en la cuenta. Probé suerte. Me agaché y examiné el suelo. La suciedad formaba una capa de un dedo de grosor. Sobre ella, vislumbré unas pequeñas pisadas, marcas de pezuñas gatunas. No tenía nada que perder, así que las seguí. Las pisadas atravesaron un largo pasillo que conducía hacia el ala oeste. Sin duda era la parte del palacete que se encontraba en peores condiciones. El suelo había cedido en muchos puntos, formando bocas oscuras dispuestas a engullir a aquellos despistados que no anduviesen con ojo. Las pisadas desaparecieron de repente. Me di cuenta de que, en el lugar en el que se desvanecían, se situaba una escalera que ascendía a mi derecha. Subí por unos escalones que crujían peligrosamente bajo mi peso. Tras varias vueltas en redondo, la escalera culminaba en una acumulación de trozos de madera que debió de ser una puerta. Los insectos se habían dado un festín con ella. Me interné con cuidado. Parecía una especie de buhardilla.

—Gatiiitooo, gatiiitoooo… —llamé a la oscuridad. No hubo respuesta. Agucé el oído, pero solo logré escuchar el viento y un serio aguacero que acababa de desatarse fuera.

Volví a agacharme, en busca de más huellas de gato. Cuál no fue mi sorpresa cuando encontré unas huellas grandes, alargadas y rematadas en cinco dedos. Unas huellas humanas. Entonces, de la nada, surgió una tos. La tos de una persona.

Tuve la tentación de huir, de girarme y enfilar a toda prisa escaleras abajo, pero permanecí allí, de pie, en mitad de la oscuridad, pendiente de lo que se ocultaba entre las sombras. No podía permitir que un intruso se escondiera en la casa de mi prometida y mi suegra. ¿Y si era peligroso?

—¡Salga de ahí! Le he escuchado. Si sale, no llamaré a la policía… —solté. Luego caí en la cuenta de que estaba en Inglaterra, por lo que quien quiera que fuese el que se parapetaba entre los montones de cacharros viejos que acumulaban polvo en el trastero, posiblemente no entendería mi idioma—. ¿Hello? If… you… —intenté expresarme en un torpísimo inglés, sin resultado. No había ido al colegio, y las cuatro palabras que sabía, las había aprendido de oírlas en alguna película—. ¡Que salga de una vez, leches!

Vi un puñado de muebles viejos situados a mi diestra. Arranqué sin mucho esfuerzo una de las patas de una antiquísima silla y blandí la madera amenazante. De nuevo, algo se removió pocos metros delante de mi posición. Empecé a sudar copiosamente. Anduve con lentitud, acercándome al sitio donde se ocultaba el intruso. La vida es una aventura.

De repente, una luz blanca inundó el desastroso piso, arrancando siluetas fantasmagóricas a lo que eran simples muebles viejos. Justo en ese momento, la luz iluminó a un ser pequeño de pelambre oscura, que lanzó un terrible maullido y saltó hacia mí. Con el susto perdí el equilibrio, y el grito de un trueno acompañó mi caída, mientras Cerbero me esquivaba y salía raudo por la puerta, en dirección escaleras abajo.

—¡Joder, puto gato! —protesté con las nalgas doloridas por el golpe.

Me erguí y examiné la zona donde había estado escondido Cerbero. Un nuevo relámpago dibujó en la oscuridad una silueta humana, que elevó mi corazón desde el pecho hasta la boca, pero cuando mi fantasía exacerbada por la sugestión se calmó un poco, me di cuenta de que se trataba de un perchero. Seguí intentando localizar mi móvil. No hallé rastro del teléfono. Lo que sí encontré fue la colilla de un cigarro. La punta aún estaba caliente.

 

4.- LUZ: CUARTO CRECIENTE:

Al día siguiente me despertaron unos golpes en la puerta. Por un momento quedé desorientado. No sabía si estaba soñando o estaba despierto. A mi cabeza acudieron las imágenes del paseo por la casa de la noche anterior, cuando perseguí a Cerbero en busca de mi teléfono. No lo había soñado, ¿verdad?

—¡Vamos, dormilón, que llevo media hora esperándote!

La voz de mi suegra… Miré la hora en mi reloj de pulsera digital. Me había quedado sin pila. ¿Cómo era posible que todos los aparatos electrónicos que había llevado a esa casa se extraviaran o fallasen?

—Voy, Brunilda…

—Mamá…

—Voy… mamá… ¿Qué hora es?

—Las seis y media de la mañana. En esta casa se desayuna a las seis. Aséate. Te espero en la cocina de la planta baja.

«¡Vaya horas!», pensé. «Vieja del demonio».

Desayunamos unos huevos pasados por agua con un sabor harto extraño, y tiras de beicon fritas, demasiado secas para mi gusto. Luego paseamos por lo que ella denominaba «hermoso jardín». En realidad se trataba de un siniestro paraje abandonado, con árboles de corteza quebradiza, cuyas copas estaban plagadas de lo que, en principio pensé que eran aves. Luego me percaté de que eran murciélagos. Espinosas zarzas envolvían deshojados matorrales. El césped crecía desigual en la tierra, fangosa en algunas partes, y que alcanzaba la zona de las rodillas en las zonas más abandonadas.

—Tienes un poco desatendido el… jardín — comenté para romper el hielo.

—Esperábamos unos brazos fuertes como los tuyos para dejarlo en condiciones —sonrió—. ¡Oh, Cerbero! ¡Ven aquí, bonito!

El gato negro nos seguía a todas partes. Aproveché para contar a mi suegra lo acaecido la noche anterior. Se limitó a reír el robo de mi móvil como una gracia del gato. Cuando le narré lo de las pisadas en el polvo y la colilla de cigarro, respondió:

—¡Ay, he intentado dejarlo! Como se entere mi niña me reprenderá severamente —pretendió conmoverme con su gesto lastimero.

—¿Las huellas y la colilla eran de usted?

—Estuve por la tarde ordenando algunas cosas, y aproveché para fumar un cigarrillo.

Algo extraño estaba pasando. Preferí dejarlo correr. Cuando llegase la noche, investigaría por mi cuenta. No quería empezar una relación con mi prometida en una casa donde ocurrían cosas inexplicables. Alguna vez Emelinda había utilizado el eufemismo «peculiar» para referirse a su madre. Peculiar no: era rara de cojones.

La primera noche de embeleso en la que serví de guía a mi actual prometida, derivó en una segunda noche de admiración y en una tercera noche de deseo. A la cuarta noche mi corazón, alimentado por el indisimulado interés que ella mostraba hacia mí, promulgaba amor con sus latidos. Me preguntó acerca de mi inexistente familia, sobre mis amigos, la mayoría muertos jóvenes por sobredosis o en la cárcel detenidos por delitos de distinta magnitud. Me preguntó por mis nulas anteriores relaciones de pareja y por mi ignorancia sexual. Finalmente, acabamos retozando sobre la arena de la playa, amándonos al compás de los golpes de las olas del mar en la orilla, protegidos por la tela oscura de la noche.

Cuando quise darme cuenta, estaba enamorado. Las semanas pasaron raudas. Emelinda se carteaba con su madre. «¿Es que no existen móviles en Inglaterra?», le pregunté medio en broma. En ese momento justo fue cuando describió a Brunilda como peculiar. «Es amante de la palabra escrita; lo que se escribe se medita y, lo que se dice, puede ponernos en un aprieto, según mi madre».

Luego me enteré de que le insistía en que se quedara embarazada. A mí no me importaba lo más mínimo: a esas alturas había dejado el trabajo y estaba dispuesto a seguir a Emelinda al fin del mundo. Según aseguraba, viviríamos temporalmente con su acaudalada madre hasta que nos asentásemos. Entonces buscaríamos trabajo en la ciudad y nos mudaríamos a algún apartamento. Su voz era un hechizo imposible de evitar. Además, la vida es una aventura.

Al cabo de los tres meses, volvió al hogar materno. Lo hizo sola. Estuvo un poco taciturna y esquiva los días previos a su partida, pero lo achaqué a los nervios del viaje. Me dijo que lo prepararía todo para mi llegada, sobre todo a su madre. Quería hablarle de mí, compartir confidencias, pasar algún tiempo ellas dos solas. Luego yo me incorporaría a la nueva familia… y nos casaríamos.

Me pareció muy bien. De hecho, estaba exultante por tener al fin un hogar en el que pasar mis días. Nos despedimos en el aeropuerto con un beso… No podía permitir bajo ningún concepto que mi recién estrenada familia sufriera peligro alguno. En mitad de la noche, me levanté y salí de puntillas de la habitación. Aunque estaba lejos del dormitorio de Brunilda, situado en el ala este, quería evitar cualquier tipo de ruido que pudiera alertarla bien a ella, bien a un posible extraño. Un frío gélido me acompañó en todo momento. Incluso creí oír el llanto de una mujer, la risa de un niño, el lamento de un hombre… sonidos de personas que no existían. ¿Me estarían traicionando los nervios? ¿Se trataría de ecos del pasado que volvían al presente para obstaculizar el descubrimiento de algún antiguo secreto familiar? No creía en fantasmas, pero la noche, la decadencia del palacete y los extraños sucesos, eran factores más que suficientes para autosugestionar al temple más inquebrantable. Llegué de nuevo al pie de la escalera, en el ala oeste. Llovía con fuerza renovada, y el agua se filtraba por decenas de goteras que empapaban la madera podrida, la apolillada moqueta, y humedecía la piedra con sus dedos líquidos. Ascendí lentamente y franqueé el marco roído por la podredumbre. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad desde hacía tiempo, por lo que pude distinguir las siluetas de los objetos acumulados allí durante años. El espacio era grande: ocupaba la mayor parte de la zona superior del ala oeste. El día anterior no me di cuenta del detalle, pero sobre mi cabeza el techo se elevaba varios metros y se inclinaba hacia un lado, según caía el tejado en el exterior. Me interné entre la maraña de objetos que formaban auténticos pasillos. Estuve casi una hora buscando por los rincones, pero no encontré a nadie agazapado entre las sombras. Quizás estuviera oculto en alguna de las muchas habitaciones del amplio ala oeste, pero examinar todos los rincones de aquella casa me llevaría horas.

Algo rozó mi pierna, lo que me hizo dar un salto hacia un lado. Tropecé contra una pila de objetos que se derrumbó como un edificio barrenado. Durante unos segundos se formó una nube de polvo que me hizo estornudar. Cuando se disipó un poco, me dispuse a recoger ese desastre, sin haber hallado qué era lo que me había tocado. ¿Una telaraña? ¿Una rata? Sentí escalofríos solo de pensarlo. No quise seguir barajando opciones.

Entonces lo vi. Después de recoger algunas viejas cajas de madera, un zapato roñoso, varios vestidos antiquísimos y polvorientos y un amarillento globo terráqueo, mis manos asieron un álbum. Un álbum de fotos.

Me acerqué un poco a una de las ventanas, para aprovechar la luz nívea de la luna en su cuarto creciente, y me puse a pasar las hojas. Crujían y se deshacían bajo mis dedos, pero lo importante, las fotos pegadas en el centro de las páginas, permanecieron intactas. Fotografías de antaño, cargadas de colores mates. En todas aparecían mujeres. En realidad, aparecía una única mujer en cada una de ellas. Daba la sensación de ser la misma mujer en varias etapas de su vida, desde su juventud hasta su vejez, con distinta ropa y en diferentes habitaciones, o bien féminas pertenecientes a la misma familia pero de edades dispares, a juzgar por su parecido. Reconocí el salón del ala este donde había cenado con Brunilda como escenario de algunas de las fotos. Algo no me cuadraba. Todas esas mujeres cuyas fotos debían de tener entre más de treinta y cien años eran clavadas a Emelinda y a Brunilda. Además, en todas ellas, un gato negro observaba fijamente desde sus ojos de papel al curioso situado al otro lado de la fotografía, como si pudiera verlo más allá del tiempo y del espacio.

 

5.- CLARIDAD: AMANECER ANTES DE LA LUNA LLENA:

Ignoro cuánto tiempo pasé en aquella buhardilla colmada de trastos viejos pero, cuando quise darme cuenta, el sol comenzaba a devorar la oscuridad exterior. Debían de ser cerca de las seis de la mañana, la hora en que desayunaba mi suegra. No quería que acudiera de nuevo a mi dormitorio a despertarme y pudiera descubrir mis correrías nocturnas.

Regresé sobre mis pasos pero, cuando atravesaba la zona central de la mansión en dirección a la parte alta de la casa, donde se encontraba mi habitación, oí un lejano alarido. El cuerpo entero se me erizó cual ofuscado Cerbero. Algunos rayos de sol se filtraban por la madera carcomida del tejado, y encerraban en su cortina de luz un sinfín de partículas de polvo que danzaban caóticamente. El alarido se repitió. Aunque la madera bajo mis pies se empeñaba en delatarme con sus crujidos, procuré ser todo lo sigiloso posible.

Durante un buen rato seguí los sonidos: gemidos, aullidos, gritos contenidos…

Los extraños ecos que rompían el silencio me llevaron hasta una puerta de madera de considerable tamaño y doble ala. Aquella zona estaba mucho más cuidad que el resto de la casa: el polvo era prácticamente inapreciable, y los tapices que adornaban los muros y las cortinas que cubrían los ventanales no conocían la polilla. Me percaté de que estaba muy cerca del salón. Otro alarido.

Pegué la oreja a la madera: cuchicheos. ¿Risas? Suspiros…

Algo pasaba ahí dentro. ¿No se suponía que en la casa no había nadie más que Brunilda y yo? ¿Y si Emelinda había vuelto? Me armé de valor y empujé un poco la puerta. Cedió sin oposición alguna.

Dentro estaba oscuro. Olía a viejo, y las voces se intensificaron. Gemidos.

Si no fuera imposible, diría que Brunilda mantenía sexo con alguien.

Imposible.

Quienesquiera que fuesen los que se encontraban en el interior no parecieron percatarse de que la puerta se había abierto, pues continuaban con su quehacer. Asomé la cabeza. En la penumbra, distinguí una alcoba abigarrada de objetos: vestidos por todas partes, zapatos, muebles antiguos.... Al fondo, una cama con dosel ocultaba una figura que se perfilaba en la tela. Se movía. Hacía aspavientos. Muerto de curiosidad me interné en el dormitorio. La disposición de la cama respecto a mi posición era vertical, con el cabecero pegado a la pared contraria. Anduve un par de pasos, rodeándola, aunque manteniendo una distancia prudencial. A través del reflejo de un gran espejo situado en una de las paredes paralelas a la cama pude vislumbrar su parte lateral, cuyo dosel se encontraba abierto.

Entonces lo vi: un hombre procuraba brutales acometidas a una mujer que, tumbada bocarriba, las recibía con harto placer. Las piernas marchitas rodeaban la cintura del hombre, unas piernas que no eran más que pellejo plagado de manchas doradas. Las costillas sobresalían de la piel, y dos pechos arrugados se deslizaban hacia ambos lados del torso. Del hombre no pude ver más que su perfil. Lo conocía de algo, pero en ese momento de tensión no caí en la cuenta de quién podía tratarse. La mujer tenía vuelto el rostro hacia el espejo, los párpados caídos.

En ese momento, Brunilda abrió los ojos y me vio. A pesar de la penumbra, Brunilda me distinguía tan claro como yo a ella. Me sonrió. Entonces, su sonrisa se convirtió en una mueca de placer que culminó en un prolongado y orgásmico gemido.

Regresé a la habitación jadeando. ¿Qué coño estaba pasando en aquella casa? Ya era bien extraño que Emelinda no me cogiera el móvil y no hubiera dado señales de vida desde que llegué, pero que Brunilda, con la edad que tenía, mantuviese relaciones sexuales con un extraño que se suponía no debía ni estar en la casa, era algo propio de las novelas de misterio. No dejaba de darle vueltas a la mirada de Brunilda. Me había visto y, aun así, no había dicho nada. De hecho, su placer aumentó cuando nuestras miradas se cruzaron. Removí el interior de mi maleta en busca de mi paquete de tabaco. Necesitaba urgentemente un cigarrillo para calmar los nervios. Debía salir de esa casa.

 

6.- LUNA LLENA:

¿Dónde hostias estaba mi paquete de cigarros? Por más que rebuscaba, no logré encontrarlo. Temblaba. Por alguna razón tenía miedo.

Estaba muy nervioso. Era imperioso que me llevara un cigarro a los labios, o me pondría a gritar. Vacié en el suelo el contenido de mi maleta, y dejé esparcida la ropa a lo largo de la habitación. ¿Se me habría caído en algún momento sin darme cuenta? Busqué bajo el escritorio: nada. Me agaché y examiné los bajos de la cama. Tampoco estaba allí, pero algo llamó mi atención. ¿Era un desconchón en la pared eso que mi cama ocultaba? Tenía una forma demasiado cuadrada. Por pura curiosidad, retiré la cama. ¿Qué era eso? ¿Qué significaban esos dibujos?

Me acerqué para examinarlos: se trataba de unos trazos irregulares que conformaban una palabra. Mi inglés es limitado, pero conocía el significado de esa palabra: Run!... ¡Corre!

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