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La inmortalidad del cangrejo

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LA INMORTALIDAD DEL CANGREJO

En 2001, en medio de una de las crisis económicas y sociales más importantes del país, desde Veintitrés decidimos sacarEgo, una revista de target, cara y bien editada, con textos largos y relativamente atemporal. Por supuesto, fracasó.

En Ego podía escribirse sobre Pessoa, o el tabaco, y en Ego también intenté un “desafío” profesional: escribir sobre la inmortalidad del cangrejo.

Aquí esos escritos sobre Pessoa, el tabaco y la inmortalidad del cangrejo.

LISBOA REVISITADA

Aquí las casas son bajas, y la ciudad está cortada por un río llamado Tajo, tajeada, y el diseño de las calles fue trazado por un demente, y los coches estacionan en triple fila y hay todo el tiempo un aire de paro general a punto de dar comienzo: gente que mira a los costados, personas apiñadas en las calles del centro, tormenta que nunca se desata. Viven aquí un millón de lisboetas, en esta ciudad con el mayor número de accidentes de tráfico del continente y la mayor cantidad de hombres con bigote de la Unión Europea.

Quizá suceda en Lisboa que la pelea entre San Jorge y el Dragón nunca llegó a su fin. Donde hoy se levanta el castillo de aquel santo comenzó, mil doscientos años antes de Cristo, el emplazamiento de Lisboa hecho por los fenicios. Dos siglos más tarde los griegos, sin conciencia de cometer una broma póstuma, llamaron a Lisboa “Alis Ubbo”, o Puerto Tranquilo. Nunca lo fue.

Primero los cartagineses, luego los romanos y después los árabes se adueñaron de Portugal. Recién a fines del siglo XIV, y sólo por doscientos años, los portugueses tuvieron a su país. Más tarde Felipe II de España se autoproclamó Felipe I de Portugal y la doble identidad real se mantuvo hasta que la corona fue ocupada por la dinastía portuguesa de Bragança. Haber recuperado el dominio propio no fue, sin embargo, motivo de festejos. Dueños de sí mismos, los portugueses enfrentaron a partir de entonces su sino trágico, eso mismo que ahora se les nota en la mirada, en la poesía y en el fado, representación musical de una palabra imposible de traducir: la saudade, ese viento caliente que se instala en el alma y que habla más de los sueños que de la vida en sí. Como si los sueños y la vida en sí fueran cosas distintas.

Un jinete entre la niebla

El Imperio portugués llegó a extenderse, en distintas épocas, a las islas Azores y Madeira, Guinea, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe, Brasil, Mozambique, Socotra, India Portuguesa (que dominó durante años Calcuta y Bombay), Malacca, Molucas, Ceilán, Timor Portugués, Java, tres ciudades de China, entre ellas Macao, Ormuz, Bahréin, Muscat y Angola.

A nadie pudo sonarle extraño, en junio de 1578, que el joven rey don Sebastián, bisnieto de Juana la Loca y sobrino de Felipe II, decidiera invadir Tánger. La expedición, sin embargo, tuvo un sesgo original: era la primera vez que el rey en persona dirigiría a las tropas. Diecisiete mil soldados portugueses encontraron su tumba en Tánger; sólo algunas decenas pudieron regresar a Lisboa para contar lo sucedido. El 4 de agosto de 1578 Sebastián combatió en Alcazarquivir contra los moros, y su cadáver nunca fue encontrado. Testigos de la batalla juraron ante la corte lusitana haber visto vivo al joven rey, en medio de la noche, envuelto en un manto, con un gran sombrero inclinado sobre los ojos. La leyenda del jinete decidió que don Sebastián estaba instalado en las islas Afortunadas, que se había salvado milagrosamente y esperaba allí el momento de regresar: reaparecería en Lisboa, remontando el estuario del Tajo, una mañana de niebla, para reanudar el interrumpido destino portugués. Esa sería la llegada del Quinto Imperio.

El chasquido de las patas del caballo caminando por las márgenes del río, el viento pesado del manto sobre los hombros del rey, esa sensación del sueño pegándose en la boca, la historia del alma en pena que lucha por volver, aún sobrevive en el estuario del Tajo. El río se transformó en una herida abierta.

Los dados con que Portugal jugaba su destino estaban cargados: a las nueve y media de la mañana del 1 de noviembre de 1755, el Día de Todos los Santos, la Tierra decidió que Lisboa debía desaparecer. Desde aquella mañana del terremoto la ciudad ardió durante siete días; el teatro Real y veinte iglesias se derrumbaron, también cayeron las murallas del castillo de San Jorge y aquel mismo mediodía olas gigantescas saltaron desde el Tajo e inundaron la parte baja de la ciudad. Murieron más de sesenta mil personas. Absorto, Voltaire escribió que el terremoto de Lisboa demostraba la existencia del mal sobre la Tierra, y el inevitable destino de infelicidad del Hombre. Los portugueses no hacían otra cosa que preguntarse por qué. Una dictadura, la del marqués de Pombal, tomó a su cargo la reconstrucción de la ciudad.

A fines del siglo siguiente, el Portugal de ultramar se derrumbó: Inglaterra le dio a Lisboa el famoso ultimátum para cancelar su expansión territorial. Entonces fue el orgullo nacional el embarrado en las márgenes del Tajo.

Portugal obedeció, consciente de la disparidad de fuerzas militares. Lisboa conoció en 1890 la letanía de la humillación, una muerte inacabada y sorda.

Durante el siglo XX esta ciudad no cambió su actitud de espera, esperó el final de la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar desde 1932 hasta 1968 y esperó luego la construcción de la república a partir de la Revolución de los Claveles, un golpe de Estado que —como pocos en el mundo— derrumbó la dictadura y llevó adelante en efecto la construcción de un gobierno democrático.

Y fue en el siglo XX, también, cuando esta ciudad habló.

Sucede que a veces las ciudades, o los países, o las épocas, se ven impulsados a romper sus secretos. Ellos sabrán por qué, pero casi siempre imponen esta tarea a personajes curiosos: diletantes, solitarios, hombrecitos que apenas sueñan con el destino propio y terminan encarnando el relato de un sueño colectivo. Así Dublín le susurró su historia a Joyce, Praga le dictó a Kafka su monstruosa letanía, Baltimore reencarnó en Edgar Allan Poe, Viena en Karl Kraus o Tánger en Paul Bowles. Fernando Pessoa fue Lisboa, o Lisboas, o todos los sueños que podían caber en ese cuerpo al que el alma le quedaba grande. ¿Para volar en cuál aire tienes alas?

Fernando Pessoa, uno de los mayores autores europeos del siglo XX, publicó en vida un solo libro, Mensaje. Robert Bréchon, autor de Extraño extranjero, una extensa y brillante biografía de Pessoa, aclara en el prólogo: “Para los aficionados a la moirología (el estudio comparado de los destinos), Pessoa pertenece a una categoría intermedia entre los jóvenes locos que queman su vida (Kleist, Mozart, Rimbaud, Van Gogh) y los viejos sabios que la destilan gota a gota para extraer la esencia del tiempo (Goethe, Voltaire). Cuarenta y siete años —la edad en que murió Pessoa— es, más o menos, la edad a la que mueren Beethoven, Balzac, Mahler, Proust o Camus, todos ellos autores de una obra imponente que, en caso de estar inconclusa, al menos está estructurada para facilitar el inventario. Nada parecido al caso de Pessoa, que dejó miles de páginas desordenadas en verso y prosa sin que a primera vista se pueda dilucidar si son obras sin pulir o material de desecho. Ni supo manejar su vida ni estructuró su obra”.

Tenemos dos vidas: la verdadera, esa que soñamos en la infancia, y la falsa, esa que vivimos en convivencia con los otros.

Todas las fotos de Pessoa nos lo muestran igual: con abrigo y sombrero, lentes con montura, moñito, férrea voluntad por pasar desapercibido, bigote —como la mayoría de los portugueses— y un aire lejano a Chaplin, pero mucho menos angelado. Al salir del café Brasilero, o del Martinho de Arcada, nadie podría haber dicho si aquel tipo estaba ahí. La posteridad oficial decidió enmendar este error construyéndole una estatua en el primero de los cafés, de modo que ahí está, paralizado en mármol negro, el reflejo menos importante de lo que fue Pessoa: sentado con el sombrero puesto y el abrigo abrochado, en el medio de la vereda de una calle peatonal. Y es del todo cierto que, a excepción de su infancia en África del Sur, la vida de Pessoa no recorrió una distancia mucho mayor a la que ahora podría recorrer su busto: hay apenas quinientos metros entre la plaza del teatro San Carlos, su lugar de nacimiento, y su lecho de muerte en el Hospital San Luis de los Franceses, en el Barrio Alto. Desde que regresó, adolescente, sólo una vez se movió de Lisboa hacia Sintra, una ciudad medieval muy cercana, y otra a un pueblo del norte en el que compró una máquina impresora, base de una fracasada industria editorial que liquidó la herencia de su abuela Dionisia. Kant encerrado en Konisburg y en sí mismo, levantando el edificio del Imperativo Categórico, Pessoa preso de Lisboa, de la muerte husmeándolo cercana, de los números, del Todo.

A los cinco años perdió a su padre, funcionario y crítico musical, y a los seis a Jorge, su hermano menor, de un año de vida. Del segundo matrimonio de su madre murieron, antes de los tres años, dos hermanas. “Todos los años terminados en cinco fueron importantes para mí”, escribió. En 1895 sucedió el segundo matrimonio de su madre. Se casó por poder con el comandante de Marina João Miguel Rosa, cónsul de Portugal en Durban. La familia, entonces, viajó a Sudáfrica. En 1905 volvió a Lisboa, escribiendo solamente poemas en inglés. Vivió con su abuela Dionisia de Seabra Pessoa y después con su tía materna Ana Luisa Nogueira de Freytas. En 1915 fundó junto a su amigo más cercano, Mario de Sá-Carneiro, la revista literaria Orpheu. Mario se suicidó poco tiempo después en un hotel de París. En 1925 murió su madre.

Pessoa peleó contra la muerte naciendo en otros. Sus heterónimos —concepto más amplio que el de seudónimos, donde el autor siempre es uno y el otro es sólo un nombre— fueron personas de existencia cuasi real, con biografía, descripción física y destinos cruzados con el autor. El poeta fue, en su madurez, tres poetas más: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Si se cuentan los heterónimos desde su niñez, llegarían a setenta y dos. Pero muchos de ellos también murieron en su imaginación. A los cinco años, fecha de la muerte de su padre, se dirigía a sí mismo cartas con la firma de El Caballero de Pas (pas es, en francés, un adverbio negativo. Era justamente francés el idioma en el que el niño de cinco años le escribía poemas a su madre). También en francés escribe poemas como Jean Seul (Juan Solo).

A los diecinueve años, acosado por el temor a su propia locura, encarna en Faustino de Antunes, psiquiatra, y en calidad de tal le escribe a Beerdts y Belcher —dos médicos relacionados con él— preguntándoles sus impresiones sobre el cuadro psicológico de Fernando.

Aquel miedo viaja con Pessoa hasta Lisboa. Cuando vuelve a su patria es tres: Fernando Pessoa, pero también Robert Anon (Anónimo) y Alexander Search (Buscador, Búsqueda). De los tres, es Search quien tiene el mayor miedo a enloquecer. Titula en 1906 Flashes of Madness una serie de poemas en los que postula que el mundo es evidentemente falso y somos víctimas de una mentira universal.

Toda la gente que conozco y se habla conmigo

nunca tuvo un acto ridículo,

nunca sufrirá afrentas,

nunca fue sino príncipe —todos ellos príncipes—

en la vida…

Quien me diera oír de alguien la voz humana

que confesase, no un pecado sino una infamia

que contase, no una violencia sino una cobardía…

¡Oh, Príncipes, Hermanos Míos!

¡Estoy harto de semidioses!

¿En dónde hay gente en este mundo?

En El marinero, su única obra de teatro terminada en medio de una serie de una decena que dejó inconclusas, Pessoa relata la historia de una muchacha que cuenta que soñó con un marinero abandonado en una isla lejana; el propio marinero sueña con una patria que construye poco a poco en su imaginación y que resulta más verdadera que aquella en la que nació, a la que ya ha olvidado. Una de sus hermanas le pregunta: ¿por qué se muere?

—Quizá por no soñar bastante.

Soy los restos de un naufragio.

Mi patria es la lengua portuguesa.

Puede que el portugués no necesite creer, pero siempre necesitará soñar.

El hombre sentado en el café Brasilero escribe, como Hemingway, de pie, aunque a mano. Murió virgen, y tuvo un enfermizo sentido del sexo, un placer culpable que nunca alcanzó a superar. No estaba dispuesto a manchar con sexo su humanidad. Su único amor se llamó Ophelia, como el amor de Hamlet, que termina sumergido en la locura. Y, como los de Hamlet y Ophelia, sus encuentros fueron breves y furtivos. De aquel Pessoa se conservan cartas, poemas en los que su lenguaje se vuelve deliberadamente niño, el mismo niño que nunca fue escribiéndole a la mujer que no será.

No hay felicidad sin conocimiento. Pero el conocimiento de la felicidad es infeliz, porque saberse feliz es conocerse pasando por la felicidad y teniendo, enseguida, que dejarla atrás. Saber es matar, en la felicidad como en todo. No saber, sin embargo, es no existir.

El hombre por el que habló Lisboa tuvo un trabajo desesperante: fue traductor al inglés y al francés de cartas comerciales. Sostenía que para vivir no era necesario superar un gasto de sesenta dólares al mes y con esa suma vivió hasta los cuarenta y siete años, caminando de lado a lado su rectángulo de cinco o siete cuadras que fue a la vez su pozo al Infinito.

Un día —era el 8 de marzo de 1914— me arrimé a una cómoda de cierta altura, tomé una hoja de papel y me puse a escribir de pie, como hago cada vez que puedo. Escribí más de treinta poemas seguidos, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no consigo definir. Fue el día triunfal de mi vida, y jamás volveré a sentir nada parecido. Comencé por el título: “El guardador de rebaños”. Lo que ocurrió luego es que apareció dentro de mí alguien a quien di enseguida el nombre de Alberto Caeiro. Disculpen lo absurdo de la expresión: quien apareció en mí fue mi maestro.

A confesión del propio Pessoa, Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915. Nació en Lisboa, pero pasó casi toda su vida en el campo. No tenía profesión, y prácticamente carecía de instrucción. Era de estatura media y aunque frágil (murió de tuberculosis) no parecía tan débil como realmente era. Tenía el pelo rubio pálido y los ojos azules. De joven perdió a sus padres y vivió de unas modestas rentas. Vivía con una tía abuela, ya vieja.

Ricardo Reis nació en Oporto en 1887. Era médico, un poco más bajo que Caeiro, también más robusto, pero delgado, con el pelo de un castaño apagado y mate.

Fue educado en un colegio de jesuitas. Desde 1919 vive en Brasil, donde se expatrió voluntariamente por ser monárquico. Por la educación que recibió es latinista y por la que se procuró a sí mismo, semihelenista.

Álvaro de Campos nació en Tavira el 15 de octubre de 1890 a la una y media de la tarde. Es ingeniero naval en Glasgow, pero actualmente se encuentra inactivo en Lisboa. Es alto, flaco y con tendencia a encorvar el cuerpo. Tiene la piel clara, y aspecto que recuerda al de un judío portugués. Usa monóculo.

Alexander Search, Anon y Pessoa escribieron Antinoo y otros poemas ingleses.

Álvaro de Campos escribió Antología, Poemas, Poemas escogidos, Tabaquería, Notas para recordar a mi maestro Caeiro.

Alberto Caeiro escribió Poesías completas, con prólogo de Ricardo Reis.

Fernando Pessoa escribió El marinero, El poeta es un fingidor, El regreso de los dioses, Mensaje, Ultimátum.

¡Si al menos enloqueciese de veras!

Pero no: es este estar entre

este casi

este poder ser que

esto.

Cuando quise arrancarme la máscara

la tenía pegada a la cara.

Pessoa, astrólogo consumado, confeccionó su horóscopo en 1934. Allí previó su muerte para 1937. En ese año murió, víctima de cirrosis. Bebía macieira (aguardiente), vino blanco y tinto; explicaba su indiscriminación diciendo que “todo servía para vomitar”. Antes de morir pidió sus lentes.

Él, que tantos hombres había sido, estaba muriendo solo.

TABACO

“Bebo para hacer interesantes a las demás personas.”

GROUCHO MARX

Escribió Colón en su diario el 6 de noviembre de 1492: Iban siempre los hombres con un tizón en las manos (cuaba) y ciertas hierbas para tomar los sahumerios, que son unas hierbas secas (cojiba) metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete… y encendido por una parte por la otra chupan o sorben, y reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y asi diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes… llaman ellos tabacos”. Los acróbatas del humo eran los indios taínos en la costa de Bariay, al noroeste de Cuba. Unas semanas antes los indios arawak, en las Bahamas, que Colón bautiza como San Salvador, aún convencido de estar en las Indias y buscando algún contacto con el Gran Kan, le habían ofrecido hojas secas que los europeos rechazaron. El primer fumador europeo fue Rodrigo de Jerez, quien junto con Luis Torres descubrió a los indios usando un trozo de caña hueca lleno de hojas de tabaco encendidas al que llamaban “tobago” o “tobaca”. Al volver a Ayamonte, su pueblo natal en España, Jerez fue acusado por la Inquisición: le salía humo por la boca, es obvio que estaba asociado con el diablo. Su hábito diabólico le costó siete años de prisión y ser víctima de la peor paradoja: cuando salió en libertad ya todo el mundo fumaba en España.

Como siempre sucede, el tabaco ya llevaba siglos de existencia: esculturas descubiertas en templos de América Central muestran sacerdotes mayas fumando tabaco en pipa en el año 1.000 antes de Cristo. Los aztecas, por su lado, practicaban inhalar el humo en sus ceremonias religiosas; y en la corte de Moctezuma convivían dos castas de fumadores: los de pipa, parte de la aristocracia, y los que enrollaban las hojas de tabaco, de clases inferiores. En 1561 el embajador francés en Lisboa, Jean Nicot, recomendó aspirar tabaco en polvo a su real benefactora, Catalina de Médici, que sufría fuertes dolores de cabeza. La cabeza le siguió doliendo, pero Nicot pasó a la historia como el padre de la Nicociana (así se llama el género botánico del tabaco en su homenaje) y el abuelo de la nicotina. Catalina, por su parte, fue una de las primeras fanáticas del “rapé” (tabaco raspado, picado, molido, que se jalaba como la cocaína) que asoló los salones europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII. En 1603, muerta the Queen Elizabeth the First, Gran Bretaña era el país más rico de Europa gracias a su dominio sobre el mercado del tabaco: dos peniques por libra sobre cada cosecha. En 1606 Felipe III de España decretó que el tabaco sólo podía cultivarse en las colonias españolas, y decretó la pena de muerte para los extranjeros que intentasen producirlo. En 1629 Luis XIII, rey de Francia, siguiendo consejos de su ministro el Cardenal Richelieu, decretó un impuesto de treinta sueldos (antigua moneda local) por cada libra de tabaco. Este vicio permite recaudar cien millones de francos anuales en impuestos —dirá dos siglos más tarde Napoleón III—. Por supuesto que lo prohibiré de inmediato… apenas me nombren una virtud que produzca un ingreso semejante.” En 1633 el sultán Murad IV de Turquía prohibió fumar, bajo pena de muerte. En 1640 el zar Miguel declaró que el consumo de tabaco era un pecado. En 1725 el papa Benedicto XIII permitió que se aspirara rapé en la Basílica de San Pedro, y en 1779 el Vaticano, vislumbrando un gran negocio futuro, abrió su propia fábrica de tabaco. En 1820 se permitió un “Salón para fumadores” en la Cámara de los Comunes británica. En 1908 el alcalde de Nueva York prohibió que las mujeres fumasen en público. Ningún hombre dictará lo que debo hacer”, dijo Katie Mulcahey mientras se la llevaban detenida. Katie se transformó en un símbolo de la emancipación femenina. En 1952 los investigadores ingleses Richard Doll y Bradford Hill descubrieron los vínculos entre el tabaco y el cáncer de pulmón en un estudio de cuatro años sobre 1.465 pacientes.

Patética historia de un adicto que implora por su salvación al Tribunal Supremo del Jugo de Naranja

Fumo, señores del Jurado. Eso significa que soy sudaca, tercermundista, probablemente inmigrante ilegal y, claro, casi negro o casi oscuro o poco blanco. Fumo desde los doce años y, con el primer cigarrillo fumado a hurtadillas en la terraza de la casa de mi abuela, tuve una erección. Esto es: entiendo a los indios taínos. Ya sé que no hay vínculo entre el sexo y el tabaco, pero déjenme seguir con la inocencia de mis doce años. Ahora, a los cuarenta y ocho, cuando tengo una erección fumo para festejar. Vivo, desde hace años, fuera de la ley, y con la conciencia culpable de matar a cada paso a un fumador pasivo. Afortunadamente, nadie se ha muerto aún ante mi vista por culpa de mi humo. Vivo en las “smoking areas”: esos cubículos sucios de los aeropuertos, en los que el aire induce a vomitar. Sé por experiencia que los detectores de humo son aparatos tecno-psicológicos: inducen miedo y sólo suenan si se les fuma a cinco centímetros o menos. He decidido, hace tiempo, no ir donde no me dejan fumar. Mis amigos creen que esto obedece a mi grado de intoxicación, pero no es así: lo he transformado en una cuestión de principios. Quienes me invitan donde sea saben que cargo con mi humo: ya sea un estudio de televisión, una conferencia en un teatro, una cena privada. La decisión fue saludable: no creo, hasta ahora, haberme perdido de nada tomándola. La consecuencia más notable ha sido reducir de manera drástica mis viajes a los Estados Unidos: ese país donde al entrar a uno le revisan los zapatos, le solicitan una radiografía anal detallada y lo interrogan como si fuera miembro de Al Qaeda. Fumo, claro, cigarrillos norteamericanos. Hace más de treinta años. Es como usar un Kamasutra editado por el Vaticano. A veces creo que es cuestión de tiempo, como mostraba el viejo y buen Woody Allen en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo…: la historia transcurre a fines del siglo XXI donde la gente come, con fruición, una sustancia blanca.

—¿Qué es eso? —pregunta finalmente Woody.

—Colesterol —le explican.

En 2050 se descubrió que no hay nada mejor para la circulación.

Espero con ansias el cable que diga que “investigadores de la Arkansas University Research” descubrieron que no hay nada más saludable que el tabaco, y que deben entregarse Gauloises sin filtro a los bebés.

Desgraciadamente, sucede lo contrario: hace algún tiempo un grupo de médicos estudió los hábitos de los personajes principales de las 447 películas más taquilleras de los Estados Unidos, el 35% de los villanos fuma, y sólo lo hace el 20% de los héroes. En Estados Unidos la ficción fuma más que la realidad: el 26% de la población, el 46% de la pantalla grande. El tabaco es en el cine un código múltiple: sirve para definir la clase social con una boquilla o para mostrar la tortura en un brazo, la espera en un cenicero, la única pista en el lugar de los hechos.

Pero la lucha contra el tabaco deja ver su verdadero rastro: es moral, y no clínica.

En el caso del cine, varias productoras han borrado el cigarrillo de escenas y protagonistas. La frase de Henry Fonda sobre Bette Davis sería ahora imposible: He estado cerca de Bette durante treinta años. Tengo las quemaduras que lo prueban”. En scenesmoking.org se publica una especie de bitácora de las prohibiciones y las licencias: en 1978, por ejemplo, Superman le advierte a Lois Lane lo malo del hábito de fumar y le escanea los pulmones con sus rayos X. Pero no surtió efecto: en Superman II (1980) Lois fuma Marlboro compulsivamente, y en Superman regresa (2006) sale a la terraza del diario a dar unas pitadas. ¿Será posible imaginarse a Boogie en Casablanca, dándole sorbos a un jugo de naranja junto al piano? ¿O a Gilda mascando chicle y a Marlene Dietrich comiéndose las uñas?

Pensaba, leyendo el acápite de Groucho, por qué fumo. Fumo porque intento comprender el tiempo. Tal vez sea mucho para la mentalidad de los que inventaron la hamburguesa, ¿no? Debería comentárselo a los indios taínos.

SOBRE LA INMORTALIDAD DEL CANGREJO

Había una vez, en el año 1185, un chico que había perdido todos sus derechos. El chico tenía siete años, pero no tenía derecho a ensuciarse las rodillas, a rodar por el pasto, a subirse a un árbol, a pelear una batalla contra su perro, a que una rama se transformara en una espada; casi no tenía derecho a sonreír, a menos que lo hiciera de una manera amable, sonrisa de estanque o de cerezo, no tenía sin duda alguna derecho al grito y mucho menos al berrinche, o al sueño. El chico se llamaba Antoku, cumplió siete años en 1185 y era el emperador del Japón.

Antoku no era sólo el dueño y señor de la vida y la muerte en el Japón, sino que era también el jefe de un clan de samuráis llamado Heike. Desde que tenían memoria los Heike peleaban una guerra eterna con los Genji, sosteniendo su derecho al trono imperial. El 24 de abril de 1185 en Danno-Ura, mar interior del Japón, los clanes se enfrentaron en una cruenta batalla naval. Los Genji superaban a los Heike en número y en la creatividad de sus tácticas de ataque. Antoku en persona comandaba la marina de los Heike, que fue devastada por el enemigo. Cuando se vio cubierta por las nubes de la derrota la Dama Nii, abuela del emperador, decidió que ni ella ni Antoku podían caer en manos del enemigo. Quienes vieron los hechos lo relatan así:

Antoku, con sus siete años recién cumplidos, parecía mucho mayor. Era tan hermoso que parecía emitir un resplandor brillante y su pelo, negro y largo, le colgaba suelto por la espalda. Con una mirada de sorpresa y ansiedad en el rostro le preguntó a la Dama Nii:

—¿Dónde vas a llevarme?

Ella miró al joven soberano mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas y lo consoló atando su largo pelo en el vestido color paloma. Cegado por el llanto Antoku juntó sus manos en actitud de plegaria. Se puso primero cara al Este para despedirse del Dios de Ise, y luego de cara al Oeste para pronunciar el Nembutsu, una oración al Buda Amida. La Dama Nii lo agarró fuertemente entre sus brazos y, mientras le decía “En las profundidades del Océano está nuestro Capitolio”, se hundió con él debajo de las olas.

Toda la flota Heike fue destruida: sólo sobrevivieron cuarenta y tres mujeres. Las Damas de Honor de la Corte Imperial fueron sometidas por los pescadores de Danno-Ura. Los Heike desaparecieron de la Historia, pero un grupo formado por la descendencia de aquellas damas decidió fundar un festival que conmemorara la batalla.

Hace ochocientos dieciséis años que los pescadores descendientes de los Heike recuerdan, cada 24 de abril, la batalla de Danno-Ura: se visten de cáñamo con un tocado negro y desfilan hasta el santuario de Akama, donde se encuentra el mausoleo de Antoku, el emperador ahogado.

Los pescadores dicen que aún hoy, ochocientos dieciséis años después, los samuráis Heike se pasean por los fondos del mar interior con forma de cangrejos. Frente a los escépticos muestran cangrejos de ese mar, con curiosas señales en sus dorsos, dibujos grabados en su coraza que se parecen asombrosamente al rostro de un samurái. Cuando quiere el azar que pesquen por error a alguno de estos cangrejos, lo devuelven al mar para conmemorar la triste batalla de Danno-Ura.

Hace algún tiempo, Carl Sagan se preguntó cómo era posible que el rostro de un guerrero quedara grabado en el caparazón de un cangrejo. Fue así cómo se supo que en verdad fueron los hombres los que hicieron esa cara: las sombras en los caparazones de los cangrejos son heredadas. Supongamos que, entre los antepasados lejanos del cangrejo Heike, hubo uno que mostró una forma vagamente parecida a un rostro humano. Incluso antes de la batalla de Danno-Ura los pescadores podrían haber sentido escrúpulos para comer un cangrejo así. Al devolverlo al mar pusieron en marcha un proceso evolutivo: Si sos cangrejo y tu caparazón es común, los hombres te comerán; si tu caparazón se parece un poco a una cara, te echarán de nuevo al mar. Cuanto más uno se parece a un samurái, mejores son las probabilidades de sobrevivir. Al final no sólo se obtuvo una cara humana, no sólo una cara japonesa, sino el rostro de un samurái feroz y enojado. Los científicos llaman a este proceso “selección artificial”.

Los cangrejos toman todo con pinzas

A Daniel Tomsic, miembro del Departamento de Biología de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, le consta esta sensible afinidad de los cangrejos por su hábitat. Lleva años experimentando en un laboratorio de Neurobiología de la Memoria, el más avanzado en el mundo en “aprendizaje y memoria de los cangrejos”. Tomsic relató aEgo los pormenores de algunos de sus experimentos: una de las pruebas para evaluar el uso de la memoria en los cangrejos consiste en pasarle a muy corta distancia una figura que el cangrejo podría interpretar como un predador (por ejemplo, una gaviota), su reacción inicial es la de escapar. Cuando esta prueba se repite una y otra vez y el cangrejo advierte que es sólo una especie de juego y no se encuentra en peligro, ya no escapa ni se altera por aquella presencia extraña. ¿Y si lo cambian de estanque y repiten la experiencia? El cangrejo, ante la misma figura y el mismo movimiento, vuelve a escapar en un estanque distinto. Necesita aprender que ante el nuevo hábitat las condiciones de seguridad van a reproducirse.

Es precisamente al escapar cuando el cangrejo ensaya su coreografía más popular: camina con rapidez hacia el costado. Precisamente por esa costumbre, en un texto de los T’Ang (creadores del jugo de nalanja chino), el cangrejo fue bautizado como “Koei”, que significa maligno o astuto, animal que se mueve de lado. Los franceses llaman “panier de crabes” a la cesta de cangrejos, pero la figura también se usa para dos personas que se odian y dañan mutuamente.

Otro mito respecto de sus movimientos ha consolidado la fama de los cangrejos: el hecho de que puedan caminar hacia atrás. El asunto dio a luz preguntas casi metafísicas: ¿el cangrejo avanza retrocediendo o retrocede avanzando? O a chistes de dudoso origen tales como la pregunta: Si los cangrejos caminan para atrás, ¿por qué no los voltean para el otro lado?”.

La cuestión es que los cangrejos casi nunca caminan hacia atrás, aunque pueden hacerlo. En verdad, los cangrejos están capacitados para caminar hacia adelante, atrás, en diagonal o a los costados. Una especie de crustáceo cuatro por cuatro (léase 4 4, como bien describió Martín Caparrós en Veintitrés), o todo terreno. ¿Y cómo hace para no tropezarse?, bien podría preguntarse cualquiera de los humanos que nos tropezamos sin obstáculos y sólo caminando hacia adelante: los ojos del cangrejo ven en trescientos sesenta grados. El jogrecan tiene ojos facetados, similares a los de las moscas, montados sobre un pedúnculo. La imagen sería —perdón, en el nombre de la Ciencia— similar a que el cangrejo tuviera “honguitos” en los ojos, esto es ojos salidos de las cavidades y montados sobre una especie de “tallo”. Moraleja: nadie se animaría a hacerle cuernitos en la espalda cuando están por sacarle una foto.

Existen 4.500 especies de los denominados “verdaderos cangrejos” más otras 1.400 variedades de la subespecie “cangrejos ermitaños”. Los hay desde cangrejos de tamaño extra-small hasta los cangrejos araña, que llegan a medir tres metros y medio con las patas extendidas. Desde el punto de vista del autor, resultaría imposible investigar a estos últimos ya que moriría al sólo verlos. El cangrejo ermitaño, al no tener caparazón propio, usa una de segunda mano y se aloja en una concha de caracol que la va cambiando a medida que crece. Atento a la sentencia bíblica que recomienda que “no es bueno que el cangrejo esté solo”, el ermitaño no es tal al pie de la letra, suele vivir asociado a una anémona. Se han visto hasta siete anémonas en casos de ermitaños promiscuos, pero dos o una anémona son el número más habitual.

En el lago de los Jameos existe una variedad de cangrejos ciegos que, según el biólogo inglés Knyrett Totton, forman parte de una especie separada del mar hace milenios. Son muy sensibles al ruido, por lo que es casi imposible verlos cerca de las orillas.

En Arroyo de Piedra, un pueblo de más de tres mil habitantes a treinta kilómetros de Cartagena, en Colombia, festejan los poderes afrodisíacos del cangrejo azul, en un “cangrejódromo” levantado ad hoc. Allí se montó una pista de tres metros demarcada con harina de trigo y se organizan, con cierto sadismo, carreras de cangrejos en las que el público se come a los ganadores.

Destinos cruzados

“El más profundo problema:

el de la inmortalidad

del cangrejo, que tiene alma

un almita de verdad…

Que si el cangrejo se muere

todo en su totalidad

con él nos morimos todos

por toda la eternidad.”

MIGUEL DE UNAMUNO,

“La inmortalidad del cangrejo”

Mientras Hércules luchaba con Hydra, Juno —reina de los dioses romanos, hermana de Júpiter— envió a un cangrejo para que luchara contra el héroe. El cangrejo fracasó en su misión y fue aplastado. Pero Juno lo recompensó colocándolo entre las estrellas.

La mayor parte de las estrellas del Universo no viven solas. Se cree que más de la mitad de ellas forman sistemas binarios, esto es parejas de estrellas que, por su atracción gravitatoria, orbitan una alrededor de la otra. Si la distancia entre una y otra estrella es sumamente pequeña —como puede ser la distancia entre los planetas de nuestro Sistema Solar— una de las estrellas puede ser “fagocitada” por la otra: cae poco a poco sobre su compañera, entra en su atmósfera y termina fundiéndose con ella.

El telescopio espacial Hubble observó uno de estos sistemas binarios de “estrellas simbióticas”: la nebulosa HE 2-104, conocida como Cangrejo del Sur. Romano Corradi, uno de los investigadores, explicó que el sistema contiene dos estrellas muy viejas, ambas próximas a extinguirse completamente, pero muy diferentes entre sí: una es una gigante roja “fría” y la otra es una enana blanca muy caliente, el residuo de una estrella que ha terminado todo su combustible nuclear y que ahora vive del gas que captura de la gigante fría.

La Nebulosa Cangrejo surgió a partir de la explosión de una supernova hace novecientos años: fue observada en 1054 por astrónomos chinos y japoneses. Cerca del centro de la nebulosa está la Púlsar del Cangrejo. Una púlsar es una estrella de neutrones que gira a gran velocidad, una masa de neutrones herméticamente cerrada: el objeto más denso del Universo luego de los agujeros negros. La del Cangrejo es la púlsar más energética conocida hasta ahora: gira treinta veces por segundo y está fuertemente magnetizada; tiene sólo unos diez kilómetros, pero contiene más masa que nuestro Sol. La nebulosa tiene unos diez años luz de extensión y está a unos siete mil años luz de la constelación de Tauro. El 5 de noviembre de 1995 fue fotografiada por el telescopio espacial Hubble.

Tal vez alguien quiera saber si los cangrejos son inmortales. Creo que sí.

La nota siguiente fue escrita originalmente para la revista Gatopardo, curiosos frente a una respuesta que había dado en un reportaje, donde me mostraba “en contra” de las comidas típicas.

ELOGIO DEL CLUB SÁNDWICH

El momento llega, inexorable, como el destino. Ya terminó la conferencia o el encuentro, ya lograron hacerte quince entrevistas en las que te preguntaron quince veces las mismas cosas que en los últimos quince años. Ya pusiste tu cara número 26, y tu Sonrisa Especial 4, y tus Cara de Imbécil 2, 3 y 5, ya te hicieron todas las fotos posibles y exprimieron hasta el fondo lo poco que quedaba de tu alma al llegar, ya sucedió todo eso cuando siempre, con la precisión de una guillotina se va ordenando un grupo supuestamente espontáneo pero por el que han peleado más que por unas plateas en el Radio City y todos ganan la calle, y sopla un viento de aire puro y entonces llega lo peor: alguien sugiere “ir a comer algo típico”.

Odio las comidas típicas. Odio la idea de “típico”. No es un problema de discriminación, ni de supremacía blanca, ni de complejo de superioridad urbano. Odio las comidas típicas de donde sea. Es cierto que hay excepciones, pero en general son potajes misteriosos en los que mejor no preguntar qué es eso que flota y que, si se los engulle empujado por la cortesía, lo más probable es que pases luego dos o tres días completos cagando agarrado del toallero de tu baño. Eso, o que lo que suplicaste “no spicy” te haga llorar como un huérfano porque lo que ellos imaginan como no spicy es lo que cualquier dragón consideraría picante.

Los caminos de la amabilidad llevan en cualquier caso al infierno: a veces sucede lo contrario, y te invitan a un restaurante argentino. Debería aclarar que uno viene de la Argentina, es argentino y ha pasado gran parte de los últimos cincuenta años comiendo comida argentina. Las posibilidades de que un restaurante argentino en Montreal o Nueva Delhi o Bogotá sea bueno son inciertas; pero, en el mejor de los casos, uno volvería a comer la misma comida de los últimos cincuenta años.

El room service es la solución. El room service y la sinceridad; con los años me fui animando a negarme a la “típica” cena de camaradería con extraños posterior a las giras. Primero se lo hice decir a mi representante, luego lo he enfrentado por mí mismo, como si fuera adulto:

—Jorge odia ir a cenar después, discúlpenlo.

—Jorge está cansado.

—Jorge es un creído, argentino hijo de puta típico que no quiere hacer migas con nadie.

Lo dije una vez en la radio, a los cuarenta y pico:

—Mi lista de amigos está cerrada, les agradezco pero no quiero conocer a nadie más. Conozco a demasiada gente.

Ya es tarde para ser embajador. Es probable que me haya perdido manjares increíbles pero también lo es que me he librado de platos horripilantes que habría tenido que tragar con una sonrisa. Pocas comidas más típicas en Asia que el tofu apestoso, o maloliente, un snack que acompaña casi todos los platos en los bares de China, Taiwán, Indonesia y Tailandia. El tofu huele a una mezcla de basura podrida y abono. Agradezco haberme librado del escorpión a la parrilla con guacamole, o de las hormigas colombianas con nachos y queso, y de los grillos salteados con brotes de bambú. He rechazado los sesos de mono servidos en su cráneo (el del mono) en Guinea, y tampoco probé los gusanos de Maguey con mantequilla en México, esos gusanos amarillos y gorditos que ceden de inmediato a la pisada y largan todo su relleno con facilidad. No he comido escorpión de Toffee en China, ni sangre de cerdo en Hungría o gelatina de pie de vaca en Polonia.

El Club Sándwich es la viva imagen del Paraíso. Solo, en el cuarto, con el aire acondicionado a full y el televisor sin sonido, con la valija a medio desarmar y vasos y ceniceros por todos lados, me pregunto si habré ganado o perdido amigos. Quizá ellos también me agradezcan por no haberlos acompañado, otra vez, a comer sus comidas típicas, sus propias y aburridas comidas de siempre.

—¡Mamá! —se queja el niño—. ¿Otra vez escorpión?

Argentino al fin, creo que tal vez me deben un favor, y no lo saben.

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