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Tapas y contratapas

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TAPAS Y CONTRATAPAS
Selección periodística: Flavia Pittella

DEBAJO DE LA ALFOMBRA

Domingo 7 de agosto de 1988

El caso de Juliana Sandoval ha obligado a esta sociedad a mirar debajo de la alfombra. Entretanto, Carmen Rivarola y José Treviño —quienes adoptaron a la chica en 1978 por disposición de un juez que no investigó el destino de sus padres desaparecidos— eligieron alimentar el show de ciertos sectores de la prensa que recibieron la noticia como una bendición. Aun cuando no se trata del primer caso, la pregunta que los abogados vinculados a la dictadura hacían en 1984 terminó sucediendo: ¿qué iba a pasar cuando las Abuelas encontraran un niño que no estuviera en manos de represores? A pesar de que subsisten ciertas dudas respecto del trámite de adopción —la vinculación familiar de la adoptante con el juez, la desaparición del expediente, el desinterés del juez por investigar la procedencia de la chica— no puede, sin embargo, asimilarse al matrimonio Treviño con secuestradores conscientes. La polémica parece patinar por ejes falsos y por omisiones. La familia Sandoval —fundamentalmente— y el matrimonio Treviño —en menor medida— han sido perjudicados por lo mismo: son víctimas del terrorismo de Estado. Sin embargo, ninguno de los medios que dedicaron páginas y minutos al caso —entre ellos Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, que elevaron la historia de los Treviño al nivel de sus campañas por los teléfonos privados— refiere al asunto desde su comienzo: la desaparición de los padres de Juliana, el derecho legítimo de su abuela a reclamarla, el derecho de la niña a pertenecer a su familia, a reencontrarse con ella y reconstruir su historia. En Tiempo Nuevo, Carmen Rivarola ha insistido en el cariño que sienten “por su hija”. ¿Acaso cualquiera de los secuestradores de niños no quería a los suyos? ¿Acaso Bianco —médico de campos de concentración— no quiere a los hermanitos Carolina y Pablo al punto de huir al Paraguay para seguir teniéndolos en su familia? Sin embargo, esos no son sus hijos: en algún lugar de su historia se ha quebrado y debe dárseles el derecho de ser personas. Personas enteras, que conozcan y asuman su pasado.

Esta sociedad, que eligió de modo suicida enterrar todo lo sucedido debajo de la alfombra, no se ha dado un ordenamiento legal específico en estos casos en el convencimiento de que, ocultos, los problemas desaparecen.

Algunos sectores de la izquierda han presentado otro argumento endeble: se recuerda que una pericia psicológica realizada en el Ministerio de Acción Social afirma que Treviño “es un desequilibrado”. ¿Qué cambiaría en el caso de serlo? O, mejor, ¿qué pasaría si fuera, en realidad, una persona normal, madura y serena? ¿Tendría en ese caso más derecho sobre Juliana? En medio de la locura general la posición de las Abuelas de Plaza de Mayo aparece como la más equilibrada: darle tiempo a Juliana. Tiempo para que recupere su historia, y tiempo para que —viviendo con su abuela— pueda recuperar los lazos con los Treviño en la nueva situación. En 1978 Carmen Rivarola, prima del juez Gustavo Mitchell, logró la adopción de Juliana Sandoval. Pasaron muchos años hasta que debió enfrentarse a la realidad. En 1988 José Treviño, periodista de larga data, solicitó la colaboración de amigos y compañeros en todos los medios para difundir su caso. Nadie puede dudar de la sinceridad de sus sentimientos hacia Juliana ni su desesperación. Sin embargo, terminó montando una campaña que va en contra de los intereses de la niña: los mismos medios que colaboraron o silenciaron la desaparición de los padres de Juliana son los que ahora lo apoyan y utilizan como bandera. Y, valga la obviedad, el fin no justifica los medios.

El martes pasado, en la emisión de Tiempo Nuevo, Mariano Grondona echó por la borda su imagen de liberal arrepentido. Aseguró sin hesitar:

—Esta chica ha perdido, primero, a sus padres fuera de la ley. Ahora ha vuelto a perderlos, pero dentro de la ley, lo que es peor.

Carmen Rivarola asentía en silencio. Puede pensarse que comparte lo dicho.

A kilómetros de esta confusión, con su familia, Juliana Sandoval juega y dibuja. Quizá sienta una mezcla de alegría y congoja. Con el tiempo, podrá reconstruir su historia. Ojalá tenga un país mejor para vivirla.

ESA PLAZA

Jueves 8 de diciembre de 1988

Es cierto que la indignación lleva a pensar que este es un país menos serio que Burkina Faso. Es del todo cierto, a la vez, este aroma a jarabe del olvido que invade toda la ciudad con el olor dulce de la basura. Mientras el médico asegura que me duelen las piernas por el cigarrillo, intuyo y sé que este peligroso equilibrio por las cuerdas de la transición es el motivo real. Son ciertos los sueños cancelados, esa resignación estúpida que se nos pega a la boca como pasta de dientes apretada, blanca, imbécil. Sentado ahora frente a la máquina y dispuesto a violar las reglas básicas de este diario —no hablar en primera persona, dar información en cada línea, no comentar experiencias personales— me pregunto dónde quedamos todos. ¿No éramos, acaso, mucho más? Hace algunos años que siento con la letanía de una gota que cae y cae que hablamos sólo entre nosotros, que hacemos diarios y programas de radio para nosotros, que formamos parte de una numerosa soledad. La bronca, sin embargo, multiplica otra sensación: es cierto que nada cambia, que muy pocas cosas cambian, pero también es cierto Bragado, y Neuquén, y las fotografías de Villa Martelli que se posaron en mi escritorio el domingo por la noche. Es cierto, como aseguraba Marc Chagall, que “aun cuando retrocedo, avanzo”. Que en medio de la crisis la realidad queda clara como un estanque. He asistido también, durante estos años, a la pequeñez. A las divisiones entre nosotros: a la lucha atroz por un trozo tan pequeño de poder que corre el riesgo de ser barrido por un viento suave. He visto también cómo la bestia del olvido, de la inconsciencia, del sálvese quien pueda, mascó durante años de este pasto de la división. Me ha costado entender que podíamos ser peores, que quienes queremos una sociedad más justa, en la que se pueda mirar a los demás a los ojos, podíamos también no ser mejores. “Es más difícil conciliar ideas que cuentas bancarias”, dijo alguna vez Mario Benedetti refiriéndose a la división de los sectores progresistas y a la sólida unidad de la derecha.

Escribo estas palabras desordenadamente, como si se tratara de una carta:

Justicia

Impunidad

Vida.

Las releo. Alguien me dice que las Madres hoy comienzan, por veinticuatro horas, la Marcha de la Resistencia. Me pregunto cuánta gente irá. ¿Más que el año pasado? ¿Menos? Pienso que sería bueno volver a encontrarnos entre todos. Quizá fue simplemente una equivocación de horarios: llegamos tarde, o demasiado temprano; pensamos que se habían ido, o que ya no vendrían. Creo que tenemos que empezar a cumplir este largo encuentro. Lo que jugamos en ello es el futuro.

BIRD

Jueves 5 de enero de 1989

Le molesta tener tanta vida encima. Tanta vida no entra en un solo cuerpo. Por eso se burla de ella, la amenaza, flirtea con la muerte hasta la exasperación, se cansa de ella, la sopla y la transforma en música. No le preocupa que todo esto tenga alguna explicación; hace una eternidad, en algún rincón de su infancia, ha renunciado al sentido de las cosas. El mundo simplemente sucede, y se escurre con la rapidez dorada de la arena.

Inaugura una época con la fatalidad de quien abre una puerta. Descubre un día, a finales de los cuarenta, que hay otra trama detrás de la canción que una y otra vez toca en un club social. Y detrás de esa trama otra, y otra más, hasta que las notas se convierten en una madeja suave de lana blanca. Los críticos —apresurados por la definición— lo llamarán be bop. Recorre ese camino con la seguridad de un ciego en su propia casa: sonríe tocando los obstáculos y cada metro se convierte en un triunfo cotidiano. Toca en los cabarets y la mitad de los músicos de Nueva York corren hacia el río Hudson y se desembarazan de su instrumento: nadie puede tocar así.

La ciudad lo aplaude pero no lo consagra, le paga pero nunca lo suficiente. Le da lo mismo: toca en un casamiento judío pocas semanas después de volver de una gira exitosa en París. El dinero va y viene, aunque a veces solamente va.

A comienzos de los cincuenta ya no es yard bird (ave de corral), sino simplemente bird, y el nombre le calza como un zapato: tiene los ojos inyectados y ausentes de un pájaro.

Es negro y para colmo músico, y no tiene la tranquila disciplina de Dizzy Gillespie: llega tarde, se pica con heroína, aterriza borracho en las reuniones. No es un negro presentable en la mayor democracia blanca del mundo. Fracasa en Los Ángeles: sólo hace música de negros, be bop o como se llame. Vuelve a Nueva York cuando los nights clubs se han transformado en prostíbulos baratos. Algo le rebota en la cabeza diciéndole que ha llegado siempre tarde: morirá sin saber que, en realidad, se ha adelantado.

No tiene ese tipo de fuerza que hace resistir y, como un pájaro, destroza sus alas contra los barrotes. Pasa largas temporadas en el hospital y escapa por milagro del electroshock.

—Moriré este año —dice, y se equivoca.

—Yo soy un reformista. Y vos, un mártir —le dice la sombra de Dizzy Gillespie—. La gente se acuerda de los mártires. Cuando te mueras terminarán con su trabajo: van a destrozarte. Pero después van a comenzar a hablar de Charlie Parker.

Se bambolea por el escenario como un boxeador que ha perdido la dirección del ring. Recobra el sentido cuando baja la cabeza y está el saxo, y el micrófono de pie, y el silencio inmóvil del público que se rompe con un aplauso cerrado. Cuando termina de tocar se sonríe y luego se queda quieto y baja la vista, trágico como un niño.

La muerte le salta encima como un animal: su corazón se detiene mientras mira un programa de televisión, y Charlie Parker muere en el sillón del living, como si se tratara de un empleado de correos disfrutando de su retiro. En 1955 tenía treinta y cuatro años, aunque su cuerpo acusaba casi sesenta.

Bird muere sin casi sospechar que años después Julio Cortázar escribirá “El perseguidor” en su homenaje, describiendo como nadie ese exceso de vida que le saltaba por los poros. Tampoco supo, paralizado sobre el sillón de una casa prestada en Nueva York, que Clint Eastwood, ese actor duro y tan inexpresivo como un semáforo, contaría a finales de los ochenta, en un film agónicamente bello, el obsesivo vuelo de este pájaro hacia la muerte.

EL TÚNEL DEL TIEMPO

Martes 10 de enero de 1989

Tal vez nadie le haya dicho a Roberto Echarte, cuando asumió su cargo como secretario de Energía, que iba a poder dominar el tiempo. Sin embargo esta sorpresa se contaba entre sus atribuciones y por eso el lunes, con tono compungido y consciente de su responsabilidad, anunció que todos los relojes del país se adelantarán una hora a partir de las cero de hoy. Los motivos resultaron tan atendibles como incomprensibles: la falta de energía, la modificación del huso horario y el adelantamiento de la hora por decreto. La burocracia, sin embargo, cometió un desliz: nadie aclaró qué debe hacerse con la hora que sobra —o que falta, según cómo se vea— y cuál será el ministerio encargado de distribuirla. Esta ciudad será, el día de hoy —y seguro los días sucesivos—, un revuelo de relojes. En el mejor de los casos, las agendas se derrumbarán ante los borrones, y tal vez quienes tengan hoy, a las cuatro, una cita decisiva, deban postergarla indefinidamente. La confusión de los relojes provocará desencuentros amorosos y encuentros ocasionales: tal vez a la búsqueda de la hora exacta y por la gracia del ingeniero Echarte, algunos argentinos encuentren su verdadero destino, mientras otros lo perderán irremediablemente: habrán llegado tarde, se habrán ido, no habrá disculpa posible.

—Te esperé una hora —pasará a ser una reprimenda popular.

—Llega una hora tarde —será un descuento de premio por asistencia.

Quienes se hayan hecho una hora libre para desplomarse en una plaza del centro, quizá la pierdan para siempre. Al menos a esa hora, en esa plaza, a la posibilidad de que caminara por allí algún director de cine a la busca de un actor desconocido. Pero de seguro el ingeniero Echarte haya pensado en el lado bueno mientras firmaba su decreto contra el tiempo: el país escuchará una hora menos de campaña electoral, algún programa de televisión quedará perdido en esa hora, y la Argentina habrá disminuido su retraso de cuarenta años con respecto al mundo, al menos en una hora.

Una hora, sin embargo, es demasiado tiempo de vida para perder: desde hoy habrá quienes nunca podrán terminar de despedirse, y queden deambulando por los andenes; otros que jamás leerán el capítulo 7 de Rayuela —iban a hacerlo a las dos, pero ya son las tres por decreto—, habrá silencios y miradas que no se pronunciarán en medio de relojes que giran como locos. Hoy, indefectiblemente, fallarán los robos a los bancos y los asesinatos: meses de planificación en departamentos oscuros serán tirados por la borda. El decreto tuvo, a pesar de todo, su costado benevolente: la hora de adelanto no perjudicará a la city —ya que será a la medianoche— y no podrá esperarse una hora menos de especulación financiera. También resulta difícil de creer que, en algún lugar del Fondo Monetario, decidan disculpar esta hora menos de intereses de la deuda.

Los deterministas, por su parte, entrarán en crisis: es cierto que todo estaba escrito, pero no decretos de esta calaña. Aunque quizá se conformen pensando que una mano invisible guio la otra mano, la del ministro que modificó este tiempo.

Habrá desesperados que marquen el 113 con el reloj en mano, esperando en vano una respuesta: la voz de la mujer de la hora dudará o quizá se limite a un carraspeo; quizá dé ocupado todo el tiempo. En esta ciudad donde los relojes de los edificios no funcionan, bien podría pensarse que el “¿Tiene hora?” sirva para aumentar la solidaridad o, al menos, para promover el diálogo.

Ya hay quienes comentan que anoche, sobre el filo de las doce, los acaparadores de horas hayan hecho lo imposible por gastarla antes de perderla de un plumazo. A medida que se acercaba la medianoche, el público que rodeaba las relojerías fue cada vez mayor, y en la esquina del Trust Joyero una multitud caminaba cabizbaja mientras cambiaba sonrisas de complicidad.

Los melancólicos, por su parte, tendrán algo para contarles a sus nietos con voz quebrada: cómo fue aquel jueves 1.º de diciembre de 1988, el día en que varios relojes terminaron en el cesto y una hora se les escurrió como agua por las manos.

BATMAN EN EL SUR

Martes 24 de enero de 1989

En aquella época la muerte no era un asunto personal. La muerte era, a lo sumo, un perro muerto. Tieso, embalsamado de muerte en el medio de la calle. En aquella época, en el sur, un palo podía transformarse en una espada y la justicia era una reivindicación individual. En las mañanas de invierno las nubes bajaban tanto a la altura de Sarandí que era posible correrlas con la mano, apartarlas como pedazos de niebla y emprender el camino al colegio, al nuevo día que jamás iba a terminar, al pelo por encima del cuello de la camisa. En aquella época el amor era secreto y fatal: amábamos con la cursilería de los boleros, de lejos, del banco del fondo a la primera fila. El corazón podía explotar con el timbre del recreo, pero nadie iba a lograr que pronunciáramos en público el nombre de Ella.

Un año era simplemente una eternidad: sin embargo estaríamos dispuestos ese año, y el otro, y siempre, y aunque la vejez era un accidente ajeno podíamos pronunciar las palabras Toda la vida sin caer en la trampa.

En aquella época intentábamos mentir, pero la verdad daba un salto traidor a los ojos, o a la sonrisa, y nos delataba de inmediato. El miedo a la oscuridad de aquellos años tenía poco que ver con la conciencia: creíamos a pie juntillas en los fantasmas, en Dios, en los monstruos; bastaba que alguien apagara secamente la luz para que una batalla de sombras se desatara en el techo.

En aquella época, en el sur, buscábamos palabras prohibidas en el diccionario:

—Concha —buscábamos.

—Parte dura que cubre el cuerpo de muchos moluscos y crustáceos: la concha del carey es muy estimada. Anat…

—Anatomía.

—Anat. Concha auditiva: cavidad de las orejas donde nace el canal auditivo. Platillos en forma de concha para servir manteca, aceitunas y otros elementos. No, no dice.

Pocos diccionarios decían. Sencillamente nos matábamos de risa sin saber que íbamos a tardar algunos años en averiguar que aquella palabra también quiere decir luna, humedad, encuentro.

En aquellos años mirábamos los trenes con cierta melancolía y nos cambiábamos para salir al centro. No nos preocupaba quién gobernaba este país: era algún militar que no recordábamos ni siquiera de nombre, y la Casa Rosada era un inmenso monumento de yeso custodiado por los granaderos.

El primer ruido de la mañana era la voz de los obreros que apuraban el paso contra el reloj de la metalúrgica, y el segundo, el del repartidor de leche que llegaba al almacén de al lado.

—Vas a ver cuando vuelva Perón —se decía como un secreto.

—La palabra “Perón” está prohibida —advertían los familiares.

Pasábamos cerca de las comisarías y decíamos bajito: “Perón”. Pero no pasaba nada. En aquella época no existían ni la derecha ni la izquierda, y la política era un asunto de los diarios.

El tiempo pasaba lento como una tarde en el parque, y éramos libres. Los malos llevaban bigote, o mirada torva, o una cicatriz que los identificaba con claridad, y el general Custer llegaba siempre a tiempo con el Séptimo de Caballería.

En aquella época, en el sur, llenábamos un plato de pan tostado con manteca frente al televisor y mirábamos Batman.

LA GRIETA

Miércoles 16 de abril de 1989

Hitler era vegetariano. Pensaba que “matar a los animales al por mayor”, para después comerlos, era un acto demasiado cruel.

En una carta al periódico Ámbito Financiero, publicada a mediados de la semana, el general Menéndez balbuceó una excusa: “Yo sólo aprobaba el asesinato de comunistas”.

“Yo disparaba contra blancos móviles”, dijo, seco, ante la Cámara Federal, el teniente “Rudger” Radice, que todos los días lleva a sus hijos al jardín de infantes, y despide con un beso casual a Barbarella, la ex montonera que conoció en la ESMA.

Sólo en los barrios del sur se recuerdan aquellos días del cine continuado en que los malos tenían bigotes y cualquiera podía delatarlos desde la última fila, al lado del matafuegos. La secuestradora de Romina Siciliano miente y llora en el programa de Bernardo Neustadt, pero mira frente a la cámara con obsesión y levanta el mentón antes de afirmar.

La muerte puede ser muchas cosas, pero también el detalle de Alcides Lanza Perdomo en el Nunca más uruguayo, casi una clase de física, con el timbre del recreo que se retrasa moroso como una carta de amor: “Lo llamaban el chanchito —dice—, consiste en un cajón de unos 75 cm de ancho por 1,20 m de largo, confeccionado en madera rústica, con una pequeña puerta al costado y una tapa de altura graduable, que actúa como prensa”. Un caño de tres cuartos “de hierro galvanizado atraviesa el cajón en sentido longitudinal, a unos 80 cm del suelo”. Un escribiente de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU traduce la muerte al lenguaje de los expedientes: no vacila en usar medidas exactas, palabras como “graduable”, “longitudinal”, precisiones sordas dentro de un inmenso cajón de madera. “El proceso comienza con una paliza dada con un látigo, de alma de acero y revestimiento de cuero, mientras cambian la posición del alambre con que habitualmente me tenían atado por las nuevas esposas traídas de los Estados Unidos, que al menor movimiento se aprietan más sobre mi carne.”

Una mujer con voz afectada —quizá vecina de Pocitos, el barrio norte de Montevideo— dice todo el tiempo por la televisión uruguaya que así no se puede seguir. Que le preocupa lo de La Tablada, ese desastre que sufrieron los argentinos. Dice que quiere vida, que vota la amnistía por eso, que no quiere que vuelva la muerte. ¿Dónde fue más muerte la muerte?

Albert Speer, condenado por el Tribunal de Nuremberg a veinte años de prisión —cumplidos en 1971— por haber “llevado más de cinco millones de trabajadores esclavos al Reich, muchos de ellos en terribles condiciones de crueldad y sufrimiento”, respondió el 8 de junio de 1971 a Eric Norden, de Playboy: “No hay manera, legal o moral, de evadir mi culpa. En el juicio tomé esa posición, aunque sentí la gran tentación de intentar salvar mi vida mitigando culpa, ofreciendo excusas, culpando a otros, clamando que yo sólo obedecía órdenes. Sin embargo, cada vez que vacilaba, pensaba en el montón de pruebas presentadas ante el tribunal: fotografías, los testimonios, los documentos sobre lo ocurrido. En particular había una foto de una familia judía que iba hacia la muerte: un esposo con su mujer y sus hijos, a quienes conducían a la cámara de gas. No podía quitarme esa foto de la mente: la veía por las noches, en mi celda. Todavía la sigo viendo, ha hecho de mi vida un desierto. Pero también, de una manera extraña, me liberó. Cuando uno comprende por fin que ha dedicado quince años de su vida a la construcción de un cementerio, sólo le queda aceptar la responsabilidad de sus actos. Desde ese momento de entendimiento sentí, por primera vez en mi vida, una calma interior”.

Wim Wenders filma la vida de un ángel en Berlín, y Berlín es gris. Los franceses publican y discuten los mitos de la Resistencia: nunca fueron tantos como se suponían y quizá no hayan pasado de cinco mil los que dijeron no.

—Hay momentos en los que un hombre debe decir no —aconseja, desde la reposición de Pasqualino Siete Bellezas, uno de los personajes de Lina Wertmüller. Otro, Fernando Rey, escapa del último soplido de la muerte del campo de concentración hundiéndose en una gran cloaca. Hundiéndose en una pileta de mierda.

—¿Cómo lo llaman ustedes? —me dice hace unas semanas un periodista francés—. Grieta —deletrea—. Esta sociedad tiene una grieta. También nosotros tenemos una grieta allá. Es una grieta casi imposible de cerrar.

Hoy Uruguay construye un puente. Este país de tres millones de habitantes, que en un pestañeo parece el Buenos Aires del cuarenta, en el que los policías pueden torturar mientras silban un tema de Viglietti, se prepara para darle una lección de honestidad al planeta. El penúltimo golpe de Estado en Uruguay —a principios de siglo— fue dado con el único apoyo del Cuerpo de Bomberos, a tal punto la vocación de traje civil de este país con pocos jóvenes, demasiados emigrados y muchos viejos que los domingos se calientan al sol por la 18 de Julio, leen con avidez interminable y mantienen intacta la capacidad de indignarse por los atropellos.

A casi veinte años del viaje a la Luna, uno de los países más pequeños de América Latina decide convocar a un referéndum para discutir si se debe autorizar el asesinato. En solemne reunión, otros países vecinos ya dijeron que sí, que depende, que el futuro, que todo es según el cristal.

Primero fueron las firmas y luego ratificación de firmas: el sistema se frotó los ojos en medio del letargo y quiso saber —doblemente saber— si todo eso era cierto.

Los uruguayos fueron a ratificar. Contaron firmas como los niños cuentan papelitos, con la misma histérica alegría de saber que todas las partes son necesarias.

Hacía calor, y en una de las ciudades del interior el sistema cometió una travesura:

—No se puede entrar con pantalones cortos —dijeron los burócratas de la ratificación de firmas.

—Pero todos vienen así, no los vamos a mandar a cambiar —se disculpó la comisión.

—No se puede.

—No le entra. Ese pantalón no le entra.

—Pero tiene que votar.

—Pero no le entra.

Dios existe y vive en Uruguay, pasó otro gordo y nunca un talle fue tan exacto, ni en las sastrerías de medida, entonces la comisión detuvo el auto, explicó entre sonrisas repletas de vergüenza y logró que el segundo gordo se quedara en calzoncillos.

Quizá se pierda el referéndum. Tal vez se instale la grieta y el puente se ubique a pocos centímetros del abismo. La realidad sería, en ese caso, un accidente menor: ¿qué hacer con un país que contiene la mitad de su población decidida al recuerdo? Si este domingo los uruguayos simplemente salieran a la ventana, la cara al viento, y gritaran no, el murmullo se escucharía en las Guayanas.

—Típico de sudacas —dirán en el Norte, en medio de un bostezo moderno. Y la semana próxima podrán espantarse en el living: las revistas traerán los resultados a todo color, entre propagandas de Toshiba, la última coupé de Lancia y un modelo de Armani mirando a nada, al espejo, vestido de lino blanco.

Los uruguayos, lenta y silenciosamente, construyen un puente. Quizá lleguen a la costa. Quizá no. Tal vez sea sólo cuestión de tiempo, o de cemento. Han pasado la mitad del río, han sonreído con orgullo ante la grieta. Hoy saldrán temprano de sus casas para decir no.

EL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

5 de noviembre de 1989

Ximena Vicario no se da vuelta cuando la llaman. Espera que alguien le grite:

—¡Romina!

Y entonces vuelve la cabeza con interés. En los últimos días ha visto su foto en los diarios asociada con los dos nombres:Crónica la llama Romina Paola Siciliano, y Página/12 Ximena Vicario: cuando los micrófonos de Canal 2 le apuntan la garganta, la respiración de Ximena Vicario se acelera y se transforma en un ronquido hueco.

—¿Qué pasa, nena? —le pregunta el periodista en un hilo de baba con veinte puntos de rating.

—Me quiero matar —le dice.

El grupo de policías que el 5 de febrero de 1977 secuestró a su madre, María Gallicchio, en el Departamento Central durante un trámite de renovación de pasaporte, jamás hubiera imaginado este desenlace. Su idea del sufrimiento era sin duda más elemental, y terminaba con la muerte. La idea de una tortura extensa e implacable como la memoria sería para ese grupo demasiado sofisticada. Cuando ese mismo día algún integrante del grupo llevó al bebé hasta la Casa Cuna, seguramente se divirtió con la ocurrencia: ponerle un cartel que dijera, simplemente, “hija de guerrilleros”. El poder parecía en aquellos años eterno como la muerte, y entonces el policía no se inmutó cuando tuvo que entregar a Ximena Vicario con sus documentos. Quizá cambió un par de palabras con la enfermera de la Casa Cuna y se lamentó por tener que volver ya mismo al trabajo. Ya en su Falcon y volviendo a Moreno y Sáenz Peña, nunca hubiera imaginado que, en otro piso de la Casa Cuna, Susana Siciliano encontraría el remedio para la soledad que se pegaba en el cuerpo. Esa noche el policía hundió la cara en la almohada y durmió tranquilo. Antes de derrumbarse ante el sueño pensó que quizá le concedieran un ascenso.

En su casa de Rosario, Juan Carlos Vicario escuchó cómo la puerta se desarmaba ante las patadas. En ese momento sólo recordó el rostro de su esposa, María, que por la mañana había viajado a Buenos Aires a tramitar el pasaporte con Ximena. Las manos que tironeaban de Vicario cerraban su parte en este rompecabezas fatal.

Susana Siciliano llevaba casi quince años en su trabajo de hemoterapista de la Casa Cuna. La imagen del cartel que aseguraba “hija de guerrilleros” la persiguió sólo por algunas semanas, hasta que se derritió frente a las sonrisas del bebé. Guardaba su soledad como un secreto, y selló también sus labios ante el secuestro, inventando una historia convincente: la chica había sido abandonada por una mucama. Pero el destino le jugó una trampa: cuando su amiga Olga Violeta Casabianca, compañera de un curso de italiano, le preguntó por el bebé, Susana relató el hecho con precisión: habló del cartel y de Ximena en la escalinata de la Casa Cuna, de Romina en la escalinata de la Casa Cuna, dijo.

Ximena Vicario comenzó a ir al colegio cuando la muerte se declaraba en retirada. En esos años simplemente creció. Con nombre y pasado de alquiler, se daba vuelta en los recreos cuando le gritaban Romina. Susana Siciliano aprendió en esos años que pueden construirse pirámides de mentiras: una sobre otra, y sobre otra, hasta que todo coincida. Tuvo respuesta para cualquier pregunta.

El cristal cayó al suelo por accidente: la imagen de un medallón había quedado grabada en la memoria de Ximena Vicario. Cuando en 1984 volvió a verlo colgado del cuello de Darwinia Mónaco de Gallicchio —su abuela— la chica lo señaló con inocencia y luego se perdió en un recuerdo confuso. Un juez —Juan Edgardo Fégoli— y la madre apropiadora —Susana Siciliano— contemplaron la escena con los nervios de punta.

No pasaron muchos años para que policías y militares reclamaran su feriado: la sociedad debía agradecerles su tarea, habían logrado del asesinato un arte que trascendía su propio tiempo, que podía mezclarse como una mórbida mariposa en los sueños de una chica de trece años, el delito de una solterona y los ojos azorados de una abuela que termina una búsqueda y comienza otra.

CABEZA DE NOVIA

Domingo 3 de junio de 1990

A Bárbara Lanata, para que recuerde

—¿De todo?

—De todo, de cada cosa que pasaba, por pequeña que fuera.

El abuelo hablaba agrandando las cejas y dejaba que pequeños silencios se abrieran paso a los codazos entre las oraciones. A mí me gustaba imaginarlo contando cuentos frente al lago, en un domingo de pesca. Pero en Sarandí no había lagos: sólo un brazo de agua enferma de petróleo hasta el cuello que pasaba a doscientos metros de la casa y se volvía subterráneo en los sótanos de la pensión La Norita. Para señoritas y viajeros, advertía un cartel que había dejado de respetarse años atrás. No había lago; estábamos los dos sentados en el mármol verde del umbral y yo rascaba con una caña sin riel las baldosas de la vereda.

—Se olvidaban de todo —decía entonces el abuelo, luego una pausa, otra vez las cejas en remojo, húmedas y abiertas, y el silencio. Había escuchado toneladas de historias, pero nunca esta. A veces la memoria le jugaba una mala pasada y el abuelo repetía los mismos cuentos con la precisión de un disco de pasta. Una vez me animé a decírselo, y supe días más tarde que lo entristeció. Desde aquel día simplemente me dediqué a escuchar, con su memoria a favor o en contra. Esta mañana doña Carmen había salido de la cocina pegando las manos contra el delantal, como si hubiera descubierto una araña:

—Tanta mala sangre, ¿para qué hacerse tanta mala sangre? —preguntó sin destinatario, caminando hacia el patio.

Un segundo después el abuelo hizo un bollo con un ejemplar de La Prensa y gritó un insulto largo, que terminó en un carraspeo. Después del almuerzo, los dos estábamos en el umbral y yo recorría con la caña los bordes de las baldosas.

—Era un país —comenzó el abuelo— donde todos vivían con cabeza de novia. Nunca pudo saberse qué día, porque todos lo olvidaron, claro, pero un día los recuerdos de la gente se apagaron hasta desaparecer. ¿Has visto los proyectores del cine cuando se apagan?

Asentí abriendo la mano y cerrándola hasta mostrar un puño.

—Así, lentamente, así se apagaron.

Seguí escuchando conforme, y volví con la punta de la caña a las baldosas.

—Al comienzo nadie lo advirtió: olvidaron pequeños detalles, hechos sin importancia. Aquel automóvil, ese paisaje, aquella foto del colegio. En el caso de los viejos la explicación resultó cantada: mala circulación, peor memoria; ya han vivido demasiado. También era lógico que los niños olvidaran, con estos tiempos que corren… tan rápido, se vive tan rápido, mira, los niños olvidaban la clase de la mañana y el partido de fútbol de la tarde. Volvían a casa pasadas las siete con moretones inexplicables, rodillas embarradas y solemnes como un enterrador. Pero no fue cosa de un día, ¿eh?

—No, claro.

—Duró meses.

—Meses.

—Pasaron meses hasta que se olvidaron de todo. Al principio la sensación fue dulce: parecía la siesta, como si todos sintieran que la comida baja lentamente por acá, por la boca del estómago, y tienen todo el tiempo del mundo, y se te seca la boca y te moja el sueño. A pesar de que nadie podía saber por qué se encontraban ahí, en esa casa, o en aquel empleo; por qué terminaba el día en los brazos de esta mujer, por qué cargaba con esa prole los domingos por la tarde. Cuando la modorra fue general, sucedió algo increíble.

—¿Qué?

El abuelo masticó un silencio, lentamente. Pensé que se tomaba tiempo para inventar el resto.

—Pues que todos pensaron que aquello, que lo del olvido, era una enfermedad individual. Y todos callaron. Así que llegaban a esa casa desconocida y se saludaban casuales, con aire familiar. Se acostaban buscando los pies fríos del compañero y rascaban con ternura la cabeza de los niños que suponían sus hijos. Algunas cosas los consolaban: es cierto que no podían amar —porque no tenían vínculos ni recuerdos— pero tampoco odiaban. Hacían el amor por una fuerza anterior a ellos mismos, pero olvidaban con facilidad aquel instante de abismo, de abrazo en la cornisa, y encendían con rapidez un cigarrillo. Por paradoja…

—¿“Para…” qué?

—Es cuando tú dices… un contrasentido, algo distinto de lo que se quería.

—Sí.

—Por paradoja no pudieron escapar de la melancolía: es cierto que los recuerdos no los tironeaban, pero vivir en un presente perpetuo era caminar por arena movediza. Y caminaban como sonámbulos. Imagínate un toro embistiendo, yo te he contado aquellos de las corridas, o no, o imagina una pareja de bailarines en un concurso, en un concurso que dura hasta la madrugada: son más de las doce y sólo importa resistir, llegar, no sabes bien adónde, pero sientes cada músculo de la pierna cuando se tensa, cuando está por estallar, cuando estalla; nunca mirarías el reloj, porque podría decirte demasiadas cosas. Sería tan estúpido como preguntar por los pisos por los que vas cayendo. Así se sentían, con una compulsión por inventar un futuro. Bueno, que algo tiene que haber, allá adelante. Algo, digo, alguna cosa. Alguna cosa bueno, claro. Algo por lo que valga la pena estar aquí. Ellos pensaban que era posible pensar en un futuro sin pasado. Pero aquello, hombre, era… imposible.

El abuelo carraspeó un largo rato, y finalmente escupió una bola de tabaco mascado contra el piso.

—Se habían vuelto niños. Inocentes, y también peligrosos como niños. Mira, ¿qué habría pasado si yo te hubiera dado a ti hace, digamos, cuatro o cinco años, una pistola?

—No sé.

—Que era muy posible que me dispararas, niño. ¿O no?

—Capaz sí… no sé… jugando.

—Jugando, claro.

Me incorporé y apoyé la espalda contra el marco de la puerta.

—¿Y qué más pasó?

—Que se volvieron temerosos.

—¿Y qué más?

—Y crueles. También llegó el momento en el que necesitaron inventarse un pasado: no muy grande, digamos, un pasado que se pudiera estudiar en los colegios, llano.

—Liso.

—Liso, sí, un pasado liso como un espejo. Los niños comenzaron a repetirlo como loros y al cabo de un tiempo aquel pasado parecía más y más irrebatible. A esa altura ya se habían encontrado respuestas familiares: ¿Por qué te quiero? Porque estoy contigo. ¿Por qué te quiero? Porque estoy contigo hace tanto tiempo. Mira a los niños, ¿cómo pude pensar alguna vez que no los conocía? Son tan tiernos… Joder, que así vivieron.

—¿Y nunca más les pasó nada?

—No. Nunca les pasó nada.

El abuelo, sorpresivamente, se levantó. Me pidió el bastón con un ademán molesto y empezó a caminar por el pasillo. Aquella era la primera vez que yo escuchaba una historia sin final. Hasta esa tarde de 1970, en Sarandí, los buenos eran rubios de ojos azules que llegaban justo a tiempo, y los malos llevaban barba o bigote. La vida real parecía más complicada. Sin embargo aquel final me desesperó. Corrí por el pasillo cuando el abuelo estaba por entrar a la cocina.

—¿Nada? ¿Nunca les pasó nada? —pregunté.

—Nada de lo que valga la pena acordarse —me dijo, y cerró la puerta.

GUERRA

Martes 24 de julio de 1990

“—Observe la miseria del mundo.

¿Qué hace usted por ella?

—¿La miseria del mundo? No la aumento.

¿Cuál de ustedes puede decir otro tanto?”

ALBERT CAMUS, durante un encuentro internacional de escritores en 1948 y recogido en el libro Moral y Política

El presidente Bush juega al golf y sonríe ante la televisión. Cuando le preguntan por la guerra, mira a la cámara y advierte:

—¿Si vamos a hacer la guerra contra Irak? Esperen, vean y aprendan.

El presidente Hussein acaricia la nuca de una niña de diez años y circula por el satélite con la ternura de una abuelita de Quaker.

—Queremos dialogar. Pero no retroceder.

El presidente Menem asegura que la guerra —una guerra estatal, voluntaria y estoica— es la manera más segura de ingresar a Occidente, al confort, a los préstamos refinanciados.

El ex presidente Galtieri, beneficiado con el indulto, riega las plantas en su balcón en Devoto —el barrio residencial, no la cárcel— y amenaza:

—Todavía no ha llegado el momento de hablar.

—Cuando lo haga muchos se van a tener que agarrar fuerte —ratifica su esposa, Lucía Noemí Gentile.

El aspirante a presidente —a gobernador, a ministro, a embajador itinerante— Luis Samid se disfraza de árabe para la revista Gente y asegura en los programas políticos que la causa de Irak es similar a la de Malvinas.

—Es una causa justa. Hay que mandar tropas pero para combatir del otro lado.

La concentración de analistas internacionales por metro cuadrado asciende súbitamente en el país: desconocidos especialistas en Medio Oriente invaden la televisión, la radio, los diarios locales. Todos hablan con erudición y lejano respeto.

Mariano Grondona instala la dicotomía desde las páginas de La Nación: ¿Hussein es un Hitler o un Quijote? Llega a la conclusión de que Galtieri era el Quijote. Evita las menciones a Sancho Panza, encarnación del sentido común.

La prensa norteamericana apoya una invasión en nombre de la democracia, de Occidente, del planeta. Evitan las menciones a otras dictaduras convenientes —la de Sudáfrica, para citar un ejemplo actual en el que Estados Unidos no respeta el bloqueo; la de Argentina, Chile, Paraguay, Brasil, etc., etc., para citar ejemplos menos recientes— y difunden las encuestas de opinión: la mayoría de los norteamericanos quiere invadir y terminar de una vez con ese tipo molesto, de bigote prolijo como los actores del cuarenta y mirada inescrutable.

Todos los pensamientos se unen en una fatalidad: la manera de lograr la paz es la guerra. Se trata simplemente de unos miles de asesinatos, dos o tres semanas —dos o tres años, qué más da si resulta Vietnam o Corea— de tapas de los periódicos, reactivación de la industria, pasto político para los analistas, y algunos futuros cortados de raíz.

Frente a la Segunda Guerra, en sus carnets, Albert Camus anotó una Carta a los desesperados: “Me escribe usted que se siente abatido por esta guerra en la que consentiría morir pero que no puede soportar esta necedad universal, esta cobardía sanguinaria y esta ingenuidad criminal que cree aún que la sangre puede resolver los problemas humanos. […] Lo comprendo pero no estoy de acuerdo cuando pretende hacer de esa desesperación una norma de vida y, juzgando que todo es inútil, escudarse en su repugnancia. Porque la desesperación es un sentimiento y no un estado. No puede permanecer en ella. […] Usted dice: Y, por otra parte, ¿qué hacer? La cuestión no se plantea así. Usted cree en el individuo, puesto que comprende perfectamente lo que hay de bueno en lo que los rodean y en usted mismo. Pero esos individuos no pueden hacer nada y usted desespera de esa sociedad. Pero tenga cuidado, porque usted había repudiado esa sociedad ya mucho antes de la catástrofe, usted y yo sabíamos que el fin de esa sociedad era la guerra, usted y yo lo denunciamos y, en fin, no sentíamos nada en común entre nosotros y ella. Llegó a su fin normal. Y, viendo lo que nos rodea, no tiene usted hoy más razones para desesperarse que las que tenía en 1928. Tiene exactamente las mismas. […] Pero en primer lugar debe preguntarse si hizo lo necesario para impedir esta guerra. Estoy seguro de que no lo hizo, no más que cualquiera de nosotros. ¿Usted no pudo impedirla? No, eso no es cierto. Esta guerra, usted bien lo sabe, no era fatal. […] Usted supone que su papel de individuo es prácticamente nulo. […] Tiene algo que realizar, no lo dude. Cada hombre dispone de una zona más o menos grande de influencia, que se debe tanto a sus defectos como a sus cualidades. Puede convencer a diez, a veinte, treinta hombres que esta guerra no era y no es fatal, que los medios de detenerla pueden ser intentados y todavía no lo fueron, que hay que escribirlo, decirlo, gritarlo cuanto sea necesario. Esos diez o treinta hombres lo dirán a otros que lo repetirán. Si la pereza los detiene, tanto peor: vuelva a empezar con otros. […] Comprenda que se puede desesperar del sentido de la vida en general, pero no de sus formas particulares; de la existencia, puesto que no se tiene poder sobre ella, pero no de la historia, en la que el individuo puede todo. Son individuos los que hoy nos hacen morir. ¿Por qué los individuos no logran dar la paz al mundo? Sólo hay que comenzar sin pensar en grandes fines. Comprenda que se hace la guerra tanto con el entusiasmo de los que la desean como con la desesperación de los que la reniegan con toda su alma”.

BOMBAS

Sábado 26 de enero de 1991

Los cables que ayer por la tarde informaban del estallido de una bomba frente a Clarín indicaron con tono casi farmacéutico: “En el lugar no se encontraron panfletos ni ningún otro elemento que permita establecer los motivos del atentado”. Sin embargo, la bomba que estalló en la madrugada en Tacuarí al 1800 o la que apareció la semana pasada frente al taller de impresión de Página/12 reconocen identidades previsibles, y forman parte de una vieja costumbre nacional cimentada en una falacia: que la libertad se combate con trotyl. Las manos que las disponen resultan pequeños instrumentos de una enfermedad social mayor.

—No es para preocuparse, era un termo igual a una bomba casera, pero en este caso no tenían ningún explosivo adentro. Debe ser algún loquito —decía un comisario a uno de los responsables de Página/12, el sábado pasado, luego de la bomba que no estalló.

—Un artefacto explosivo de escaso poder que no provocó víctimas ni daños materiales —informaron ayer las radios sobre la bomba casera en la puerta de Clarín, que sólo detonó en parte.

Los constructores de bombas disfrutan de varios minutos de celebridad: armaron ese artefacto en algún sitio oscuro, y se solazan al verse al otro día, aunque anónimos, en los periódicos. Creen en la magia de una manera trágicamente infantil y piensan que el miedo es el motor de la historia. Tal vez esperen que, en medio de tanta reivindicación, también se los reivindique; por eso estallan.

Hace algunas semanas, cuando durante el caso Swift el gobierno calificó a este diario de “delincuente periodístico” —por una información que finalmente quedó comprobada por la realidad y motivó cambios en el gabinete—, quedó en evidencia la cólera oficial ante el ejercicio de la prensa libre. Ello provocó diversos comentarios en prestigiosos medios del exterior, un comunicado de la SIP e importantes muestras de solidaridad en la prensa local. Quizá haya permitido, también, que el Gobierno se arrepintiera de los excesos verbales y las amenazas y comenzara a tomar en cuenta el derecho a la libertad de prensa como una de las garantías del funcionamiento democrático. Tiene ahora la oportunidad de demostrarlo, a través de los organismos competentes, poniéndoles nombre a estas bombas que estallan en medio de uno de los dispositivos más importantes de seguridad en la ciudad, mientras se temen atentados terroristas por la Guerra del Golfo. Nunca fue mayor la cantidad de policías por metro cuadrado que sin embargo fueron eludidos por los autores de estas bombas caseras, que no parecen preocuparse por la Guerra del Golfo sino por otra, reiterada y antigua: la guerra absurda que sostiene que a las palabras se les oponen los estallidos.

MEMORIAS DEL SUBSUELO

Miércoles 30 de enero de 1991

Toman el té, aman la ópera o los valses, visten sobretodos verde profundo y devoran su porción ritual de tarta Sacher. Como todos los austríacos, los nazis vieneses sonríen con discreción y obedecen la señal de los semáforos. Guardan similitudes de lenguaje con sus pares argentinos: casi todos recitaron ante los tribunales “Befehl ist Befehl”, órdenes son órdenes, iniciando una extensa cadena casual que terminaba en Hitler. La tesis de la Befehlnostand sirvió como atenuante, pero sólo eventualmente como liberadora; a los pocos meses de terminar la guerra muchos fueron fusilados, otros condenados y algunos todavía perseguidos. Las mismas palabras saldrían años después de la boca del teniente Calley por los crímenes de Vietnam y se instalarían en el laberinto del Código argentino. No podrían reconocerse al cruzar una esquina, pero sin embargo los une una línea común: todos ellos, en distintas circunstancias, forzaron el límite de la condición humana.

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