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Boxear

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BOXEAR

Siempre cuento, en las entrevistas, que me hubiera gustado ser boxeador. En verdad lo soy. Alguna vez, en mi primer ciclo de televisión de cable, que resultó interrumpido por el éxito de mi primer programa político en la televisión abierta, grabé “Torito”, aquel cuento de Julio Cortázar, en el ring de la Federación de Box. Bien podría haber sido cualquiera de esos pibes del interior que llegaban a jugarse el destino en una sola noche, con su familia explotando entre la hinchada y el público pidiendo sangre. Siempre uso ese ejemplo para hablar de los críticos: “Yo estoy ahí, en el medio del ring, peleando, y abajo hay un tipo recién bañado y con la camisa nueva que anota los golpes que doy”. En aquellos tiempos de Página la pelea era permanente: contra mí mismo, contra los demás, contra el gobierno de turno, contra los avisadores, contra los otros diarios, contra todos los que suponían que no era yo quien debía estar ahí. Iba a decir que en Página aprendí a conocer a las personas, pero en verdad todavía no termino de hacerlo. Supe, sí, que la mejor manera de perder a un amigo es darle trabajo. Y resulté, quizá, la primera víctima de un relato kirchnerista que aún no existía como tal: cuando el diario cambió de manos y se vendió al Grupo Clarín, vi cómo las mismas personas que yo había puesto ahí me censuraron durante más de quince años. Mi nombre desapareció del diario, y esto fue aún más contrastante porque coincidió con mi aparición masiva en la televisión y en la radio. Podían hablar mal de mí, pero no podían evitar hacerlo. A los diez años, pocos meses después de mi salida, un número especial me arrinconó entre lo que empezó a llamarse “el grupo fundador”. Desmentirlo era tan fácil que no hice nada: sólo había que ver la contratapa de los 3.650 ejemplares anteriores, en todos yo aparecía como “Director periodístico”.

—Usted es Página/12 —me había dicho, nerviosa, la florista del supermercado.

—No, yo soy Jorge Lanata.

Había que salir a la calle a preguntar. Pero el estalinismo local persevera: reescribieron y reescribieron la historia hasta que, en el trigésimo aniversario, la presidente argentina ratificó mi desaparición.

Realmente no sé cómo es Horacio Verbitsky, y lo conozco hace más de treinta años. Siempre lo vi más como un político que como un periodista. En nombre de la concordia, era Ernesto quien mantenía el diálogo cotidiano con él para su nota del fin de semana. Pequeño truco de director: no ser nunca la única y última instancia, siempre es mejor que otro actúe como colchón ante una dificultad. Mis diálogos con Verbitsky siempre fueron ásperos y calculados; una vez —en nombre del Lector, lo juro— le planteé que la extensión de sus notas conspiraba contra la lectura del común:

—¿Por qué no agregás un par de recuadros? Lo haría más llevadero.

—Porque yo no escribo para la gente —soltó, de golpe.

—No te entiendo.

—Claro, yo escribo para un grupo de gente que me sigue, serán doscientas o mil personas, no sé.

—Ah.

Horacio seguía escribiendo para la “orga”, para sus militantes. Una lástima: sus crónicas del Juicio a las Juntas publicadas enEl Periodista fueron de lo mejor que leí en mi vida. Nunca las publicó. Prefirió hacer best sellers olvidables como Robo para la Corona. “Ese es un libro que ilustra el sobaco”, me dijeron una vez. “Nadie lo leyó, pero todo el mundo lo compró porque queda bien tenerlo.” Como era de esperarse, Horacio no tenía en el diario compañeros sino “acólitos”, un pequeño grupo —que en la redacción llamaban “Los chicos Diez”— lo rodeaba adulándolo y se encontraban, semanalmente, para ver, grabadas, las participaciones de Horacio en la televisión. La pantalla lo revelaba: Horacio aparecía increíblemente calculador, estudiaba cada palabra antes de que saliera de su boca, con la frialdad de alguien que todos los viernes podría ir a cenar con su amante y el esposo, y divertirse con ambos.

¿Trabajó para la Fuerza Aérea? Sé que sí, tengo el libro dedicado al brigadier Güiraldes y él mismo lo reconoce. He visto algunos recibos de sueldo publicados por Levinas en Doble agente. Recuerdo artículos suyos y de Soriano en la campaña Menem-Angeloz elogiando al riojano (acudan, por favor, al archivo) y en la pantalla de Día D admirando a Rodríguez Saá. Su conversión al kirchnerismo no fue nueva; hizo equilibrio por toda la cuerda floja del peronismo. Era lógico que frente a un resonante hecho de censura en Página/12 reaccionara como lo hizo.

A fines de 2004 Página/12 decidió censurar el panorama económico de los sábados firmado por Julio Nudler durante más de diez años. La nota de referencia denunciaba la designación de Claudio Moroni al frente de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) y sus vínculos irregulares con el entonces jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández. El escándalo se potenció porque varios miembros del diario lo eran a la vez de la Asociación Periodistas por la Libertad de Expresión. Tiffenberg, Verbitsky y Martín Granovsky (luego presidente de Télam denunciado por corrupción), por ejemplo, estaban en esos dos lados del mostrador. El propio Nudler publicó entonces en las redes (en 2004, a un año de la asunción del kirchnerismo): “Personalmente apoyo diversos aspectos de la política de este gobierno, pero veo que su corrupción va en aumento (la designación de Martín Pérez Redrado y Miguel Pesce al frente del Banco Central ha sido otro hecho muy preocupante, además de las exacciones que cometen a diario los ministerios de Roberto Lavagna y Julio de Vido, con total impunidad) […] Los fraudes cometidos por Fernández y Moroni son alevosos, y ya pueden imaginarse para qué se designa a un delincuente al frente de la SIGEN, donde por otro lado permanece la mujer de De Vido, carente de toda idoneidad […] Así como no quiero perjudicar a este gobierno sino evitar, con mi modesto aporte, que se suicide, tampoco quiero afectar al diario, que también se está suicidando. No le adjudico al director ni a nadie el derecho a censurar mis notas, aunque él lo haga cada tanto y yo no pueda evitarlo y no pienso negociar nada al respecto”. La timorata reacción de Tiffenberg fue previsible: se consideró —escribió— que “las afirmaciones de Nudler merecían mayores explicaciones antes de ser publicadas”, y lo acusó de haber iniciado negociaciones laborales con Szpolski, que en ese momento adquiría la revista Veintitrés, y de “haber entregado la nota tarde”. Verbitsky y Granovsky apoyaron la censura basándose en argumentos alambicados, desde falta de confirmación de fuentes hasta necesidad de pagar los salarios en el diario, ergo necesidad de recursos publicitarios estatales. La polémica fue vergonzosa. “La extensa nota del comisario político Horacio Verbitsky en la edición dominical de Página/12 confirma, lamentablemente, su degradación moral, ya tal vez sin redención posible —escribió Nudler—. ¡Demasiados años de enjuagar ropa sucia y publicar aguas servidas!” Aquel escándalo implotó en Periodistas. Julio murió al poco tiempo.

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