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Hecho de viajes

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HECHO DE VIAJES

Tenía veintiséis años y estaba en el tope de la carrera gráfica: no había heredado el diario de ninguna familia patricia y tenía que darle órdenes a una redacción que, en promedio, era mayor de edad que yo. Pero soy periodista y traté de seguir escribiendo en el diario como una especie de redactor especial. En Editora/12, una editorial cautiva que sacó sólo tres títulos, publiqué mi primer libro: La guerra de las piedras. Estuve en Gaza, en la Intifada, a pocos días de comenzar la guerra entre el ejército más moderno del mundo contra mujeres y niños con piedras. Aquí algunos fragmentos de esa crónica que fue el libro:

LA ANTIGÜEDAD DE UNA PIEDRA

El hombre que maneja la niveladora de terreno mira el banderín azul con ansiedad. Tiene las manos al volante y un cigarrillo apagado en la boca. El sol brilla con desenfado y entonces el hombre se seca una gota que le baila en la frente, y vuelve a mirar al banderín. Ahora está a quinientos metros. Hace seis meses que, junto a una cuadrilla, el hombre trabaja para ensanchar la ruta a Gaza. Ha visto pasar camiones de soldados, móviles de la televisión, micros con colonos.

Sin embargo, todas las mañanas desde las cinco, con la exactitud del destino, el hombre se sube a su niveladora de terreno, espera que la cuadrilla baldee la banquina de pavimento caliente y luego descuenta los metros hasta el banderín. A veces lleva consigo una pequeña radio japonesa que hace equilibrio cerca de la caja de cambios. Hoy el hombre escuchó que suman más de dos mil los detenidos. Se han expulsado a diecisiete personas, y se han destruido y bloqueado trescientas casas.

—En comparación a las veinte por año de la última década.

El hombre escucha al locutor y cae en la cuenta de que está escuchando La Voz de la Paz. Entonces cambia la estación y prende el cigarrillo, que le lleva a la boca un gusto a pasto seco. Sólo cuando vuelve la vista al banderín azul recompone su sonrisa.

A la mañana, mientras desayuna con la cuadrilla al costado de las obras, ve pasar los taxímetros de Gaza repletos de palestinos que viajan hasta Tel Aviv. Hace ya más de un mes que el ejército ha cerrado el tránsito a los ómnibus locales. Los taxistas adhieren a la huelga de los territorios, pero llevan a los trabajadores como contribución. Se apiñan de a ocho en cada automóvil. Todos tienen permiso del gobierno militar para salir a trabajar, de otro modo no podrían hacerlo. Pero son tan sólo unos miles, contra los ciento cuarenta mil que trabajaban antes de la revuelta. A las siete, los choferes los aguardan en las afueras de la capital y retornan a Gaza, la ciudad más superpoblada de la región. Desde 1967, a pocos kilómetros del banderín azul, se ha expulsado de sus tierras a 650 mil árabes para permitir la instalación de 2.700 israelíes en los asentamientos. Camino a la Franja de Gaza, puede verse a los colonos prisioneros de su propia trampa: casas de construcción sólida, rodeadas de alambre de púas, vecinas del destacamento militar.

El hombre de la niveladora es uno de esos colonos. Cada mañana emprende su conquista machacando brea caliente sobre esta ruta que conduce al infierno. El auto se zambulle en una estación de servicio a dos kilómetros del puesto militar. Este lugar es el límite. Hay que llenar el tanque y telefonear a los lugares necesarios. Veinte cuadras más adelante no habrá nafta ni comunicación. La maniobra de cerco sobre Gaza se va cerrando hace semanas, en la ciudad no se despacha combustible y las líneas telefónicas están bloqueadas. Al lado de la estación hay un pequeño autoservicio. El ambiente que se vive adentro es similar al de un día de campo. Algunos jóvenes de fajina, familias, niños que vuelcan una y otra vez su vaso de Coca-Cola sobre la mesa…

—Los periodistas ya se fueron —informa en inglés la cajera—. Ahora van todos juntos y temprano, desde que pasó aquello con los alemanes, a la tarde va a salir otra tanda.

Hace diez días, dos corresponsales de la TV alemana fueron apedreados en el centro de Gaza. El Volvo que los transportaba quedó hecho pedazos. Ya casi no hay reporteros en los territorios; a mediados de marzo la noticia de la revuelta se ha ido diluyendo hacia las páginas de clasificados y avisos de remates. Sólo insisten la NBC y la CBS —dos cadenas de televisión norteamericanas— y algunos cronistas de la prensa francesa y la española. Desde que salimos del kibutz, Celso monologa tratando de convencerse:

—¿Por qué no ir, eh? ¿Por qué tenemos que tener miedo, eh? Si no vamos a atacar a nadie, ¿no? Yo acredito que tenemos que entrar.

La mujer nos escucha discutir refugiada detrás de la calculadora. Creo que no entiende castellano, y menos el curioso portuñol que ambos ensayamos. Sólo agrega cuando salimos del local:

—Si todos los días matamos cuatro o cinco árabes, dentro de poco vamos a terminar con el problema. Ponga eso en su diario. Ponga que no se puede vivir acá sin tomar posición.

El soldado ve el cartel de prensa y hace señas para que sigamos. Un campamento militar se levanta a la izquierda de la ruta, o mejor se hunde, bajo terraplenes de dos metros que sólo dejan ver los techos de algunas carpas. La entrada a la ciudad está colmada de silencio. Racimos de chicos juegan en las veredas de tierra, en esta ciudad donde el setenta por ciento tiene menos de diecisiete años. Algunas mujeres lavan la ropa en las terrazas. Aquí también, como en la mayoría de las aldeas árabes, las casas son verdes o celestes. Es su color de suerte. Celso maneja como si atravesara una cristalería. A las pocas cuadras nos hemos convertido en el espectáculo de la entrada a la ciudad. Nadie nos saca la vista de encima.

Un grupo de niños corre detrás del auto, hasta que uno se acerca a mi ventanilla y pone los dedos en V. Hago lo mismo y el chico sonríe y corre a contarlo a sus amigos. Doy un largo soplido y pienso que el idioma es una barrera menor. Sin embargo, por razones explicables o inexplicables, tengo miedo.

Un camión del ACNUR (Comité de la ONU para Refugiados, los únicos, fuera de los periodistas, que permanecen en la ciudad junto a los árabes) se nos adelanta y le preguntamos el camino al centro. Nos advierten que no vayamos por las calles laterales. Dejamos el auto en la calle principal, un boulevard que llega hasta el mar, y caminamos hasta la plaza.

Toda la ciudad escucha una sola radio, cada casa se ha convertido en un pequeño eco. La radio se llama “Voz de Jerusalén para la liberación de la tierra y del hombre”. Hace una semana cambió de frecuencia: de 630 kilohertz a 702, perseguida por las interferencias. Hace una semana, toda la ciudad barrió el dial para volver a encontrarla. La radio da instrucciones sobre la revuelta. Hoy los comercios abrieron de ocho a once. En pocos minutos comenzará su sección más popular: la de los mensajes personales. Aldeas olvidadas, barrios de Jerusalén y Cisjordania pasan sus noticias cotidianas a través de los llamados a la radio. Hussein Wahidi, nuestro contacto en Gaza, salió temprano hacia Jerusalén. Volverá a la noche, antes del toque de queda. Su mujer nos invita un café espeso y lleno de borra. La conversación se quiebra cuando pregunto por el Jihad.

—Ahora… —dice la mujer apartando la taza— estamos todos juntos, cruzando el mismo río.

Sé que Wahidi es un hombre cercano a la OLP, y que el Jihad islámico está a kilómetros de su posición. Sin embargo, el remolino de la revuelta ha forzado a todos a subir al mismo barco. La fuerza de los fundamentalistas de Irán —vinculados al ultraderechista Ayatollah Jomeini— ha crecido desmesuradamente en Gaza, al amparo del aislamiento y la pobreza. En 1978, el gobierno militar israelí favoreció la instalación del Colegio Islámico, como parte de una estrategia de doble filo: si aumentaba la influencia de los fanáticos religiosos, disminuiría la de la OLP. Ahora el colegio tiene 4.600 alumnos y se ha convertido en el centro de la cólera de Alá.

Hace diez años, había en Gaza setenta mezquitas, ahora hay ciento ochenta. Las tiendas que venden licor o casetes con música moderna son invadidas por los jóvenes militantes del Jihad, y también las fiestas de casamiento al “estilo occidental”. Los grupos de manifestantes irrumpen entonando cánticos religiosos y obligan a los novios a suspender el festejo. Desde el 9 de diciembre, día de comienzo de la guerra de las piedras, fuerzas contradictorias entre los palestinos luchan por su espacio de poder. Los treinta días que antecedieron a la formación del Comité Unificado de la Revuelta desbordaron cualquier control sectorial. Nadie manejó durante el primer mes el estallido de los territorios. Después los cuatro sectores en pugna (pro jordanos, en general las autoridades administrativas, golpistas moderados y ultras, y fundamentalistas) coincidieron en un rumbo común: huelga general sin uso de armas.

La mujer vuelve del escritorio con un volante, que lee en voz alta: “Toma las armas y golpea al enemigo sionista. No importa cómo y cuándo mueras. Lo importante es la causa por la que sacrificas tu vida. Ahora es el momento de liberar a nuestra tierra”. Hace tres días el Jihad tiró este volante en la ciudad. Hussein pasó la noche sin dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama, estaba indignado. Hemos insistido en todas las reuniones del comité en el error político que significa usar la violencia armada en los territorios. Pero hay tierra fértil para eso. En la última reunión me dijeron… ¿saben qué me dijeron? Cuando el enemigo golpea y mata a nuestras mujeres, no hace diferencias.

Ya es mediodía, y el sol es una inmensa moneda dorada. En el patio de Wahidi escucho por primera vez un moazín. No había visto los altoparlantes en la ciudad, pero sin duda están y ahora suenan todos a la vez. Alguien pega un grito descarnado y musical. Parece un largo lamento:

—Alá acwa —me dicen que dice.

—Alá es el más grande.

El lamento se extiende en una oración. Las mezquitas convocan al rezo. Este grito que se enhebra en todas las calles de Gaza tiene la antigüedad de una piedra.

—Alá es el más grande —dice la letanía.

Hombres y mujeres salen de sus casas a rezar. Hay un jeep del ejército en el boulevard. Uno de los soldados juega con el seguro de su metralleta. Lo destraba una y otra vez. Quizá quiera perderle miedo a la muerte. Otro limpia con cuidado el borde de sus lentes. El conductor se reclina con la espalda pegada al asiento, y está nervioso.

Al pasar los saludamos, y los tres nos responden a coro. Ahora miran el desfile callejero: decenas de árabes arrastran los pies por el boulevard a la salida de la mezquita. En una casa vecina vuelve a encenderse la radio. El chofer enciende la del jeep y busca una sintonía: se detiene en un tema de los Rolling Stones. El otro soldado ya no juega con el seguro. Lo ha quitado. Un chico de cinco o seis años pasa dando un grito y pega tres manotazos en el jeep. Después se pierde en una esquina cercana. El otro soldado se calza los lentes, y mira el reloj.

Una ventana se abre en un primer piso cercano.

—¡Vamos a tirarlos al mar! —grita en hebreo.

Otro niño rasca un manotón de tierra con la mano y lo incrusta en el parabrisas. El soldado de lentes toma al chico de la camisa y lo arrastra hacia el coche. Una mujer interviene. Comienza una discusión a la que se suman otras mujeres y algunos jóvenes. El niño ya tiene las manos contra el capot, mientras lo palpan de armas mecánicamente. Alguien tira la primera piedra. A la primera le sucede otra, y otra, y otra más. El chofer pide auxilio por la radio del auto, y en segundos aparece un camión con más de veinte soldados.

A esa altura el revuelo es general. Mujeres y soldados se disputan a los detenidos. El grupo se transforma en un gran nudo. Una ráfaga de ametralladora lo desata. Los gritos se multiplican, y algunas mujeres se apartan hasta la vereda. Hay por lo menos tres heridos. Parte de la patrulla sube al jeep a perseguir a tres jóvenes que corren por una calle lateral. Otros apalean a los detenidos hasta que los suben al camión. El soldado de lentes camina tenso hacia el cordón del boulevard. Un chico de unos quince años yace de espaldas, con la camisa fuera del pantalón. El soldado pega un grito y le ordena que se levante. La cara del chico sigue contra la zanja. Un nuevo grito. Después acerca el caño de la Uzi y presiona sobre la espalda. Un grito más. Entonces mueve el cuerpo con el pie. El chico está muerto. El camión ya volvió por más detenidos. Tres soldados se acercan a la fila de diez árabes que apoyan las manos sobre la persiana de un comercio cerrado. En media hora estarán en Ansar 2 o en la Base de Investigaciones Fara. Una mujer se acerca llorando y pide por su hijo. Pocos minutos después la calle estará desierta. […]

Son las ocho de la noche y Gaza es ahora tierra de nadie. En un rato los jeeps del ejército comenzarán a turnarse para recorrer una y otra vez, como sonámbulos, la extensión del boulevard. Quizá el ejército allane algunas casas antes de la madrugada pero todavía la noche es una tregua confusa. Hussein Wahidi no ha vuelto, tal vez pase la noche en Jerusalén. Las casas de las afueras son las más verdes bajo la luna llena. Al costado de la ruta, el regimiento de infantería protegida por el terraplén parece un enorme cráter iluminado. Por la mañana un soldado me explicó orgulloso el sentido de esta pared de tierra de dos metros.

—Es para evitar los coches bomba —me dijo—. Ya nos pasó en el Líbano —agregó.

De seguro a esta hora el soldado engulle su cena con fruición. A esta hora el odio parece clausurado. La muerte, sin embargo, salta en esta tierra con la destreza de un gato: un seguro mal puesto, un grupo de colonos dispuesto a provocar, una y mil piedras, un grito, y esta paz será solamente un entreacto.

Celso recorre en silencio el camino de vuelta a Tel Aviv. Hemos hablado durante todo el día hasta por los codos: entre nosotros, con otros, por separado. Tal vez sea mejor callarse. Parece tener la vista pegada al camino. Un camión nos encandila y rompe el encanto trágico de este silencio. Entonces Celso dice, sin mirarme, a sí mismo, a nadie:

—¿Cómo se puede convivir con esto?

Abro la ventanilla y dejo que el viento de la noche me pegue en la cara.

Cubrí varias veces Medio Oriente, estuve en la primera y en la segunda Guerra del Golfo, en Pakistán durante la detención de Bin Laden, en Líbano y Siria, lo suficiente como para pensar que aquel problema no tiene solución. Con el correr de los años lo que empezó como un conflicto territorial se transformó mundialmente en una batalla religiosa. Aprendí en Qiryat Shemona que los misiles se escuchan cuando ya es tarde: el silbido empieza cuando faltan menos de diez segundos para el impacto y es imposible saber hacia dónde correr. Estuve en los refugios, y en ciudades vacías defendiéndonos sólo con la ayuda de un cartel en la luneta del auto que gritaba “Prensa” en árabe y en inglés.

LA LLUVIA DE LOS MISILES

Desde Israel

—¿Está lloviendo o ya paró? —le preguntó a alguien, desde su celular, Marcos Lyon.

El celular le dijo que no paró, que seguía lloviendo.

—Qué cagada… —se quejó Marcos—. Bueno… nosotros estamos yendo para allá. Nos vemos en el miklat.

La lluvia que preocupaba a Marcos era la de misiles Katiusha. Esta mañana llovieron unos quince, y poco antes de terminar el shabat, otros diez. El lugar hacia el que vamos es Naharía, a veinte kilómetros de la frontera con el Líbano. La ruta está casi vacía, y es inevitable cruzarse con animales muertos: perros y gatos. Nadie supo explicarme por qué hay tantos animales muertos, entre quince y veinte en los cien kilómetros que separan Tel Aviv de Haifa.

—Acá la gente maneja mal.

—Y a los pedos, nadie se fija.

—Deben ser perros abandonados.

Los muertos que nos preocupan, de todos modos, son otros. El teléfono de Marcos sonó a poco de salir de Haifa. Allí el puerto está cerrado y la ciudad semivacía. También en Haifa llovió, pero no esta mañana de sábado. En Haifa cayó un temporal de Katiushas el jueves y el viernes, y hace unas horas, en el almuerzo, sonó cuatro veces la sirena llamando a los refugios. Comíamos en uno de los dos o tres bares abiertos en toda la ciudad, atendido por un árabe y su empleado. Las llamadas de las dos primeras sirenas nos dejaron la comida a mitad de camino, entre la garganta y el miedo, pero ya en las otras dos hacíamos bromas sobre los bombardeos. Iba a decir que los periodistas bla, bla, bla, pero creo que los seres humanos en general estamos locos. También a las sirenas se acostumbra uno. Escuché a una señora, en Naharía, quejándose porque allá, antes de la caída de un misil, nadie les da aviso, en el mejor de los casos pasa algún patrullero advirtiendo que la lluvia está por caerles encima.

—Y no te dan tiempo —se quejaba la señora, alisándose la falda arrugada como un mapa—. A lo sumo tenés treinta segundos, o un minuto, antes de encerrarte en el refugio.

Un adolescente chileno, en otro refugio (una inmensa caja de concreto oculta unos quince metros bajo tierra), me dijo que a uno de los misiles lo vio pasar. En general nadie los ve: diez o quince segundos antes del impacto escuchan un intenso silbido. Después llueven gotas heladas de metal y esquirlas. Los Katiushas, misiles estrella de la batalla de Stalingrado, se fabrican en la Unión Soviética desde 1941. Son pequeños, pesan unos veinte kilos y se lanzan desde camiones. Los que llegaron a Haifa buscaban impactar en dos zonas estratégicas: una inmensa destilería de petróleo y la fábrica de misiles israelíes Rafael, proveedora del Pentágono. Allí encañonó sus misiles Patriot el Ejército norteamericano, preparado para interceptar los Katiushas y eliminarlos en vuelo.

Llegamos a Naharía a primera hora de la tarde. Gran parte de la ciudad fue evacuada, y los veinte o treinta automóviles que todavía circulan se detienen prolijamente en los semáforos. El aseo parece una preocupación central de las autoridades: el intendente, Jacky Sabag, obligó a los trabajadores de la basura a seguir con la limpieza de las calles, lluevan o no misiles. Y ahí puede verse a ese grupo de desahuciados (en general árabes israelíes o inmigrantes rusos) limpiando la calle con chaleco antibalas y casco para evitar las esquirlas. Naharía es una ciudad pintoresca, a orillas del mar, que fue hace algunas décadas un atractivo balneario construido por judíos alemanes y ahora se convirtió en una especie de Miami subdesarrollada: los hoteles fueron reemplazados por geriátricos y se ha transformado en una especie de paraíso para el público de tercera edad. Viven en Naharía, donde Marcos maneja la radio local, varios cientos de argentinos llegados después de la crisis de 2001. Liliana, Felisa y Mirtha Smith improvisaron su miklat (refugio) entre las columnas del garaje abierto de su edificio. Cada una tiene, además, su propio miklat en casa: desde la Guerra del Golfo es obligatorio que cada departamento a construirse tenga un cuarto de hormigón con ventanas blindadas. La mayoría de las casas tiene uno, y existen, además, los refugios antibombas de uso público, donde pueden dormir y comer unas treinta o cuarenta personas. Las tres reconocen, entre risas nerviosas, que este fue su “bautismo de fuego”.

—Ahora somos realmente israelíes —dice Mirtha, mirándome a los ojos—. Hasta aquí éramos israelíes porque tenemos la ciudadanía, ¿no es cierto? Pero ahora… Bueno, supimos que veníamos a un país en guerra, y que esto en cualquier momento podía ser…

—La verdad es que yo no me imaginaba —interrumpe Felisa, con un extenso monólogo sobre su paraíso—; no sabés lo que era esto, al lado del mar, las fiestas de los fines de semana, las risas… Y ahora es una tristeza —dice ella, que llegó hasta aquí buscando “alguna ciudad como San Juan”, desde donde vino “pero con mar, algo tranquilo, también por los chicos, el hecho de saber que ellos salen a la calle y juegan y pueden volver a la hora que quieren, y vas al cajero automático a sacar plata sin estar mirando hacia atrás a ver quién te roba, y acá ves a las mujeres con unos anillos…

—La gente deja los autos sin llave —agrega Mirtha.

—Como tendría que ser en cualquier parte del mundo —dicen las dos, claro, pensando en la Argentina.

La comparación con lo que dejaron atrás es inevitable:

—¿Vos te pensás que esto es más peligroso que Rafael Calzada? —bromeó Marcos cuando sonó la cuarta sirena.

La familia Smith está sentada frente a un televisor que transmite noticias de Naharía. Un locutor relata lo que acaba de pasarles. Ellos lo miran y hacen comentarios, como si les estuviera pasando a otros. Cuando la pantalla muestra algunas de sus calles, señalan:

—¿Ves? ¡Mirá, mirá! Eso es acá a la vuelta.

—¡Y ese misil estalló acá en la esquina!

Un perro diminuto de carácter espantoso empieza a ladrar y las expulsa del hechizo televisivo.

—¿Hay alguien en la ruta? —pregunta Mirtha.

—Y servicio público, nada, ¿no?

—Es que acá quedamos aislados hace una semana —dice Liliana.

A eso de las nueve de la noche sonó mi celular: era Ariel Jerozolimski, el fotógrafo, para contarme que diez Katiushas más habían caído sobre Naharía. Y que había cinco heridos graves.

Última hora

El Ejército israelí ya parece haber tomado posiciones en una aldea libanesa vecina a la frontera, Maroun al-Ras, y al menos dos fuentes afirmaron que se ha instalado allí un destacamento de comandos de elite. El hecho contrasta con las declaraciones del ministro de Defensa, Amir Péretz, que aseguró esta tarde que “no tenemos intenciones de conquistar el Líbano, y no estamos en guerra con el pueblo libanés”, aunque el propio Péretz aclaró que se intensificarán “las incursiones en puntos específicos del sur”. A las bombas de Hezbollah en Naharía se sumaron otras en Carmiel y Kiryat Shmona, localidades vecinas en la zona de Galilea, dejando siete heridos.

El gobierno libanés, por su parte, volvió a denunciar el uso de bombas de fósforo blanco por parte de los israelíes. Ya el Ejército norteamericano las había usado en Faluya, Irak, eliminando a casi 2.4000 iraquíes y 800 civiles, y el Pentágono se excusó diciendo que las necesitaban para iluminar el campo de batalla. Hace ya algún tiempo una denuncia del diarioHaaretz hizo público que el Tzáhal (Ejército israelí) usaba bombas de fósforo en los ejercicios de entrenamientos pero no en el frente. El fósforo blanco estalla en el aire y no deja nada en un radio de 150 metros. De caer sobre una persona, el fósforo se pega en la piel y sólo deja restos óseos.

Voceros del Ejército de Israel aseguraron a la prensa local que “las operaciones durarán semanas, pero no meses”. Condoleezza Rice, secretaria de Estado de los Estados Unidos, llega aquí este domingo, y tiene previsto luego viajar a Palestina e Italia, proponiendo la instalación en el sur del Líbano de una fuerza multinacional de paz de entre diez y veinte mil soldados que, según el Washington Post, no incluiría a los norteamericanos. La propuesta de Rice, sin embargo, no aclara qué sucederá con Hezbollah, razón por la cual las tropas israelíes volvieron a bombardear Beirut, como lo hicieron en 1982 combatiendo a los militantes de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) en la operación llamada “Paz para Galilea”. La idea entonces fue empujar unos cuarenta kilómetros hacia el norte del límite libanés-israelí, hasta las ciudades de Tiro y Sidón, a las milicias de Arafat. Fue en aquel momento cuando el entonces ministro de defensa Ariel Sharon denunció la existencia de guerrilleros palestinos en los enclaves de Sabra y Shatila, donde los falangistas libaneses asesinaron una cantidad nunca determinada de palestinos, entre 700 y 3.000, bajo la mirada aprobadora de las fueras israelíes. La invasión de 1982 terminó recién en junio de 1990, cuando el Ejército israelí se retiró completamente. Pero para entonces ya había crecido el huevo de la serpiente: la milicia shiíta de Hezbollah, hoy instalada en el sur del Líbano y que cuenta con miles de seguidores y una representación parlamentaria de 14 legisladores, junto a un par de ministros del actual gabinete del país.

Hezbollah no es el Ejército libanés, y es, en la visión norteamericana e israelí, un grupo terrorista. De hecho ha cometido decenas de actos terroristas, pero también otros que los sitúan como protagonistas de una guerra de guerrillas. Hassan Nasrallah, su líder, ha repetido en varias ocasiones que “nuestra consigna era, es y seguirá siendo: Muerte a Estados Unidos”, y por su parte, Richard Armitage, subsecretario de Estado, ha caracterizado a Hezbollah como “el equipo A de los terroristas, mientras Al Qaeda es en realidad el equipo B”. Hezbollah ha alternado los ataques a la marina de Estados Unidos en Beirut en 1983 y a la embajada de Washington en esa ciudad, con el secuestro del vuelo 847 de TWA y una serie de ataques letales sobre blancos israelíes en el Líbano. A la vez Hezbollah ha creado el Frente para la Sinceridad en la Resistencia, un grupo parlamentario y político que ha hecho una intensa actividad social y benéfica, especialmente en los suburbios de Beirut, consiguiendo viviendas, asistencia sanitaria y escolarización para muchos residentes.

Hay aquí quienes piensan, luego de las primeras semanas de conflicto, que Israel subestimó la fuerza de Hezbollah, aunque a nivel oficial se sigue sosteniendo que el Tzáhal pudo destruir la mitad de la capacidad operativa del grupo guerrillero, la realidad pone cada vez más en duda esta afirmación. Por eso más allá de Condoleezza es necesario preguntarse respecto a las intenciones israelíes con Hezbollah: ¿intenta desarmarlo por completo? ¿Quiere Israel sacarlo del sur del Líbano y reemplazarlo por el Ejército de Beirut? Eso llevaría algo más que “unas semanas”. Aunque no se han olvidado del asunto, el secuestro de los tres soldados israelíes que inició este conflicto ya parece haber pasado a un segundo plano. La mayor parte de los consultados cree que los soldados están muertos (al menos los dos últimos, secuestrados por Hezbollah en la frontera norte luego de dispararle al jeep que los transportaba). Sobre la suerte del cabo israelí secuestrado por los palestinos de Hamas el 25 de junio tampoco se sabe nada. Sin embargo, los tres secuestros están presentes en cada análisis crítico que se realiza fuera de Israel: ¿es esta una represalia desmedida?

Semitas y antosemitas

Aunque al principio se levantaron algunas tibias críticas desde la izquierda, nadie cree aquí que el gobierno israelí esté sobreactuando su respuesta. Cuando se les pregunta a los israelíes sobre lo “desmedido” de la acción, no las vinculan a los secuestros en sí, sino a “toda una vida de bombas del Hezbollah, lo de los secuestros fue la gota que rebalsó el vaso”. Todos sostienen que el Líbano debe cumplir con la Resolución 1559 de la ONU con arreglo a la cual Israel se retiró del país en 2000, y que las tropas libanesas patrullen la frontera. Tampoco están dispuestos a discutir por qué Israel no cumple, desde 1967, con la Resolución 242 de las mismas Naciones Unidas, retirándose por completo de los territorios ocupados. Hoy los muertos en el Líbano suman ya unos 500 y 27 los caídos en Israel, sólo durante estas semanas de conflicto.

—¿Y a nuestros civiles no les tiran bombas? —me decía esta tarde un anciano que entrevisté en su refugio—. ¿Sólo importan los civiles de ellos? ¿Las bombas de ellos no matan?

Entre los israelíes de origen argentino, las críticas de Pérez Esquivel y de Vargas Llosa cayeron del peor modo.

—¿Cómo van a decir que Israel les da vergüenza?

Y todos, sin excepción, se unen para denostar a los españoles, desde la prensa hasta el presidente Zapatero, que en el Paraninfo de la Universidad de Alicante dijo ante tres mil jóvenes socialistas de todo el mundo: “Tenemos que condenar cualquier tipo de violencia y rechazamos los secuestros [de los soldados israelíes] aunque tenemos que exigir que nadie se defienda con una fuerza abusiva que no permite defenderse a seres humanos inocentes”. Zapatero fue acusado de “antisemita” por dirigentes de la comunidad judía española, y el matutino El País salió en su defensa en un reciente editorial, afirmando que “nadie puede protegerse detrás de la condición de víctima propiciatoria universal para rechazar el cuestionamiento de su política. Criticar la política del gobierno de Israel no es antisemitismo. La actuación de Israel, en un entorno claramente hostil, puede entrar perfectamente dentro del principio de la legítima defensa. Pero la legítima defensa exige una respuesta proporcionada al ataque del que ha sido víctima. ¿Lo es la que está dando el gobierno israelí?”.

Negaciones

Termina el shabat y se abre la bandera de largada: las calles de Tel Aviv se embotellan y los pubs y restaurantes funcionan a pleno. La gente pasó el día en la playa. El agua tiene más de veinte grados, es amable, y el sol que en Naharía volvía más pesados los ocho o diez kilos del chaleco antibalas aquí tuvo un destino más cercano a la Belleza que a la Muerte. Sólo la televisión, cada tanto, pasa alguna noticia del frente. El problema es que el frente está a poco más de cien kilómetros. Como si en Buenos Aires estuvieran bombardeando Chascomús. Después del segundo día la programación televisiva ha vuelto a la normalidad: novelas argentinas, series yanquis y programas israelíes. Hasta volvieron, anoche, los programas cómicos, cáusticos, bromeando con sus muñecos de políticos. La propaganda de guerra se limita a prolijos afiches oficiales dispuestos en portacarteles vidriados.

Israel es fuerte, dicen.

Israel: fuerza y valor.

Israel Jazaká.

Esa es la única referencia a una guerra que, si evoluciona, bien podría borrar al mundo del mapa.

Mañana al mediodía seguiremos viaje a Jerusalén. Quiero saber si Dios está enterado.

Una pantalla llena de puntos

Día 13. Desde Tel Aviv

Nos encontramos en uno de esos pubs ingleses que abusan del uso del verde y de los posavasos en la pared. Mi fuente es un alto oficial del Ejército israelí, tiene unos cincuenta años y aspecto ligeramente deportivo. Cuando se acerca, me da la mano y sonríe; parece un próspero dentista norteamericano o un ejecutivo planeando su retiro. Tiene, sin embargo, algo hip: no lleva un arito en la oreja, pero bien podría tenerlo. Conozco su nombre, pero no estoy demasiado seguro de que sea real. Estamos hablando de los bombardeos, y de la oficina del Ejército donde se monitorean. Mi fuente me cuenta que generalmente alguien, en tierra, puede redirigir el misil mediante el uso de un láser. Tienen unos cuarenta segundos para desviarlo.

—Después la pantalla se llena de puntos —dice, y da un sorbo a la limonada—. La bomba es de un lado bomba y del otro video game. El cursor persigue y la pantalla se llena de puntos.

Hay un silencio y la fuente me insiste en que esta conversación nunca existió.

—¿Qué conversación? —le pregunto.

La fuente sonríe. Le pregunto por el muro.

—¿Qué muro? —me pregunta él. Ahora el que sonríe soy yo.

—La cerca.

—Bueno, la cerca.

—Gadr abitajon —dice la fuente. Le pido que me lo deletree y, como buen alumno, lo anoto en mi cuaderno: Gadr abitajon, cerca de seguridad.

Le cuento que al día siguiente combiné con un vocero de su fuerza para mostrarme la “cerca” en los alrededores de Kalkiria, una ciudad árabe de los territorios ocupados.

—La efectividad de la cerca es increíble —me dice, orgulloso y provocador—. Los atentados en Jerusalén bajaron un 90%. Igual, no te lo imagines como un “muro”, el 95% es reja.

Le pregunto por los soldados secuestrados: por Shalib, el chico de Gaza, y los dos que se llevaron en el norte.

—Nunca volvió alguien con vida —me dice la fuente—. Yo mismo he visto volver soldados muertos, pero descuartizados. Si a un soldado se lo llevan, está muerto. Está muerto desde ese mismo momento. Yo le advertí a mi gente que si ven que están secuestrando a un compañero, lo mejor es dispararle.

—¿Al compañero?

—Si ya no puede hacerse nada, sí. El tipo ya está muerto. Si dejás que lo secuestren, te estás olvidando del Pueblo. El Pueblo es el Ejército también.

Día 13

En el lobby del hotel. La escena transcurre a tres o cuatro metros de mi mesa: tres chicos de unos 18 años y una chica tal vez un poco menor. Uno de los chicos lleva el uniforme del Tzáhal; están en semicírculo y toda la situación da los indicios de una despedida. Los chicos rodean a una anciana de la que sólo puedo ver la espalda, su traje sastre de media estación y un bolso chocolate. No puedo escuchar ni una sola palabra de las que dicen y, aunque pudiera, no entendería absolutamente nada. Uno de los chicos hace una broma, y el grupo estalla con sonrisas contenidas. El chico de uniforme le da a la anciana un abrazo torpe y masculino: no sabe dónde poner los brazos y el encuentro es breve y confuso. La anciana, de estatura pequeña al lado del militar, le besa el brazo. El chico le acaricia lentamente la espalda, como si con eso la calmara. Los otros miran, divertidos y molestos: saben que esa será algún día, también, su escena. La vieja pellizca un cachete del chico y le dice alguna cosa. El bar del lobby está repleto pero nadie los mira. El chico baja la vista y la anciana insiste en pellizcarle dulcemente la cara. Después toman caminos separados: el chico de uniforme sale hacia la calle y los tres adolescentes y la anciana caminan hacia los ascensores.

Día 14. Desde Jerusalén

Viajo a Jerusalén, donde —como escribió alguna vez Manuel Vicent— “vive envasada la locura de la inmortalidad”. Aunque el país es chico —tiene a lo largo unos 500 kilómetros— el paisaje de la ruta 1 es del todo distinto al que nos llevó, días atrás, a los bombardeos del norte, en Haifa y Naharía. El camino a Jerusalén es arbolado y está lleno de pinos chilenos que sobrevivieron al desierto.

—Allá está el Museo de Tanques —señala Michael—. ¿Y ves esa cruz enfrente?

—Sí.

—Es un convento de monjes benedictinos que hablan sólo de noche.

Me pregunto si Dios estará más cerca por la noche o por la mañana, y realmente no lo sé. Al rato el camino parece una cama desecha, llena de curvas y planicies. Detrás de esas colinas, en otras siete colinas, está Jerusalén. Jerusalén es una ciudad a la que todos llegan, como Nueva York, aunque en este caso lo que buscan no es el éxito inmediato en esta vida, sino asegurarse una tranquila existencia en la próxima, a menos que hayan sido víctimas de una estafa. Enloquecidos por la inmortalidad conviven allí los judíos más ortodoxos, los cristianos más fanáticos y los musulmanes más conservadores. Hezbollah no bombardeó Jerusalén, y nadie cree que vaya a hacerlo. El problema aquí es muy distinto: los hombres, y mujeres, bomba. La semana pasada fueron detenidos dos terroristas suicidas, y la anterior, otro más. Todos los bares —por pequeños que sean— tienen personal de seguridad que revisa los bolsos en la entrada, en este país de seis millones de habitantes donde más de 100 mil personas se dedican a la seguridad privada. El problema de la seguridad es frívolo comparado al interrogante que la existencia de los hombres bomba plantea: ¿cómo pelear contra un enemigo que está dispuesto a morirse para ganar? ¿Hasta qué límite debe llegarse para elegir la inmolación y enfrentar a la Muerte con una sonrisa?

La paz secular de Jerusalén se altera casi todas las semanas: el Shin Bet (equivalente israelí del FBI) o la policía dan el alerta de un suicida y una compleja maquinaria se pone en marcha. En general saben el nombre falso y conocen el aspecto del intruso: el Shin Bet lleva años armando una red de colaboradores árabes que funcionan como agentes encubiertos.

—Cuando veas dos tipos de negro, cada uno en su moto, están buscando un suicida —me dice Ariel Jerozolimski, el fotógrafo, editor gráfico del Jerusalem Post y vecino de la ciudad. Ariel tomó decenas de fotos de restos de suicidas, pero no pudo borrar de su memoria la imagen de la cabeza, limpia como si la hubieran cercenado de un tajo, de una chica que decidió explotar a pocas cuadras de su casa, cerca de un retén militar.

Si las sirenas de Haifa durante el almuerzo cortaban la respiración, convivir con la idea del suicida resulta mucho más perverso y paranoico: cualquiera puede serlo; el joven que cruza la calle con una mochila demasiado pesada, la chica que lleva un carrito de bebé vacío, el chico de piel cetrina que se acerca a toda velocidad en su motito. La sospecha, así, se ha transformado en la actividad más popular.

Día 15. Cruce de Somet Peerot, entre Kalkiria y Kfar Saba.

Hernán Geberovich es argentino, tiene veintiséis años y lleva el uniforme del Ejército israelí: es el vocero para América Latina y Asia.

—¿Iban por orden alfabético? —le pregunto.

—No, lo juntaron así. De todos modos los únicos asiáticos son los chinos y los japoneses. Ah, y un hindú, pero que vive acá. Y después me ocupo de España, Portugal y América Latina.

Hernán trabajaba en informática y estudiaba Ciencias Económicas en Buenos Aires, y lleva acá unos pocos años, aunque los suficientes para haber logrado en la Universidad de Jerusalén un máster de Literatura inglesa y otro de española y latinoamericana. Ahora hace sus tres años de servicio militar. A veces se entusiasma como un adolescente y otras, ensaya una cínica mirada de vocero militar pero, bueno, debe ser la edad. Quiere darnos todos los detalles de la “cerca”.

—La cerca va a tener 760 kilómetros cuando esté terminada, ahora hay construidos poco más de 200. Cada kilómetro cuesta entre dos y tres millones de dólares.

La cerca no es sólo una cerca, como cualquiera podría imaginarse. No se trata, solamente, de un muro de ocho metros que ningún atleta olímpico podría saltar. Para imaginarse la cerca hay que pensar en las capas de una cebolla: cada “cerca” tiene entre 30 y 50 metros de ancho, con siete niveles progresivos de seguridad hasta llegar a la pared propiamente dicha. Hay sensores de calor y de tacto, cinco o seis alambrados, una franja de dos o tres metros de arena en la que pueden descubrirse huellas, una ruta interna de patrullaje, nuevamente arena, un alambrado con sensores, otra ruta interna, un foso de unos tres metros y finalmente la “cerca”.

—No es una pared ideológica —me dice, convencido, Hernán—, es práctica.

Los datos son asombrosos: en la ruta 65 el número de atentados post “cerca” bajó de 68 a 3.

—Pero donde más efectividad tuvo fue en Gaza —me dice Hernán—, allá sólo hubo, después, tres atentados.

—Lo que Israel no dice —me comentará al día siguiente el vicecanciller palestino, en Ramallah— es que el muro duplicó la pobreza y subió como nunca antes la desocupación. No hay que hacer muros, sino puentes —me dirá.

Hernán sigue con las cifras: 40 puertas con tarjeta electrónica, 11 cruces para coches, 5 cruces de mercancía.

La “cerca” no sólo debe imaginarse a lo ancho. A lo largo hay que pensar en por lo menos dos cosas, la frontera no es regular, y la “cerca” serpentea, entra y sale, los territorios se mezclan pero ahí están las curvas de la cerca para separarlos. Las curvas del muro, quiero decir.

Día 16. Ramallah, Palestina

Los datos —como siempre sucede en una guerra, y esta es la segunda guerra del siglo XXI— son contradictorios: se puede entrar a Ramallah, no se puede, podría entrar yo solo como periodista extranjero, los dos israelíes que me acompañan no pueden entrar, no quieren, tienen prevenciones para hacerlo, el seguro de la camioneta no cubre los territorios ocupados. Ariel tiene pasaporte uruguayo y decide acompañarme; en el camino me cuenta que en otra ocasión, dentro de los territorios, llegó a sacarle a su ropa las etiquetas israelíes. Entramos a Ramallah rodeando el muro, que alarga unos diez o veinte kilómetros el trayecto normal. Michael y la camioneta quedan en el retén del Ejército israelí, custodiados por los soldados. Ramallah está atestado de policía palestina: en poco menos de dos horas llegará Condoleezza Rice en una típica camioneta polarizada modelo CIA, con otra camioneta gemela de custodia.

—Queremos resolver el problema de Gaza —me dice Ahmed Sobeh, el vicecanciller de Palestina—. Israel salió de Gaza pero cerró las puertas y se quedó con la llave. No queremos que Gaza se convierta en una prisión destruida.

—¿Cómo caracterizan ustedes a Hezbollah?

—Sabemos y apoyamos todo lo que hace el Líbano para la reconciliación nacional. En las últimas semanas hubo una mesa de integración nacional en la que intervino Hezbollah. Nosotros tenemos cuatrocientos mil palestinos refugiados en ese país. De ninguna manera intervenimos para decir quién es el bueno y quién es el malo. Todos ellos han sido solidarios con Palestina. Lo que los libaneses quieren para el Líbano es bueno para nosotros.

—¿Cómo ven la intervención de Condoleezza, que llegará aquí en un par de horas?

—No queremos ningún Nuevo Medio Oriente que proponga Estados Unidos. No puede haber un Nuevo Oriente Medio con la ocupación de nuestros territorios, porque sería el Viejo Oriente Medio. No podemos crear un Nuevo Oriente Medio sin resolver el Viejo.

—Hay quienes creen que esto nunca va a terminar…

—Sí tiene que terminar. Le doy un ejemplo: cuando Arafat y Rabin se reconocieron mutuamente en 1993, habían concluido que no hay solución militar a ningún conflicto en esta parte del mundo. Esos dos años fueron los mejores en la vida de esta región. Nadie tenía problemas para moverse, de Tel Aviv a Jericho. La gente venía a invertir dinero aquí. No hubo un solo acto suicida contra Israel. Cuando, lamentablemente, israelíes asesinaron a Rabin, todo terminó. Debe haber algunos “Rabines” por ahí, debe haber quienes piensen que la mejor seguridad para Israel es reconocer los derechos palestinos.

—¿Cómo se ve el muro desde este lado?

—No hay muros buenos y muros malos. Israel, al construir el muro, se coloca en un cantón grande y nos coloca a nosotros en muchos cantones pequeños. El que quiere la paz extiende puentes, y no crea muros. Al construir un muro uno cierra la puerta y no quiere ver a su vecino, no quiere intercambiar nada con él. Y si no quiere nada, tampoco quiere hacer la paz con él. Hasta el Supremo Tribunal de La Haya y la Asamblea General de la ONU votaron que este muro es contrario a la paz.

—¿Y qué piensa sobre la reducción del número de atentados post muro?

—Mire, nada en este mundo puede girar solamente en torno a la seguridad de los israelíes. El mundo también está creado para otros. ¿Qué me importa esta cifra? Me importa que se elevó la pobreza de Palestina del 20% al 65% después de la construcción del muro, las familias que quedaron divididas son cientos de miles, la gente que perdió su tierra, su casa, su instrumento de trabajo empeoró la tragedia de Palestina. ¿Por qué todo tiene que ser enfocado desde un solo lado?

Día 17

Cifras. Hay 11 palestinos muertos en Gaza. Hay 22 bajas del Ejército israelí en el Líbano. La IDF (Ejército israelí) informó 41 muertos y 338 heridos. El Líbano registra 400 muertos y 1.570 heridos.

Día 17

En casa. Mi hija menor, Lola, de un año y nueve meses, después de haber visto mi foto con casco y chaleco antibalas en la tapa del diario Perfil, entró al escritorio de mi mujer con una “cajita feliz” vacía puesta en la cabeza y gritando: “¡Lola, casco, papá!”.

Día 18

Error. Israel atacó un puesto de la Fuerza Militar de las Naciones Unidas en Jiam, en el sur del Líbano. Las tropas de la ONU estuvieron seis horas bajo fuego y luego fueron eliminadas con un misil teledirigido. Tres de las cuatro víctimas eran padres con hijos pequeños. Las víctimas habían nacido en China, Austria, Finlandia y Canadá. Kofi Annan, titular de la Asamblea General de la ONU, aseguró que el organismo se contactó diez veces con Israel antes del ataque, solicitándole que no bombardearan la zona. Annan pidió que se investigue el ataque “aparentemente deliberado”. Olmert, primer ministro israelí, pidió disculpas y aseguró que se había tratado de “un error”.

Día 19. Aeropuerto Ben Gurión, Tel Aviv

El vuelo hacia Lárnaca, Chipre, sale a las 7.05. Michael insistió en que pasaría a buscarme por el hotel a las cuatro de la madrugada. Chipre es una de las dos puertas posibles para entrar a Beirut: el general argentino Barnice me dijo anoche por teléfono que las posibilidades de subirme a un barco canadiense que cruzará a Beirut en busca de refugiados son bastante remotas: no se sabe si podré ni tampoco si el barco sale, o cuándo lo hará. El mar del Líbano está custodiado por la Marina israelí, y los canadienses dependen, también, de su autorización para cruzar. La otra posibilidad para llegar a Beirut, de donde todos escapan, es por tierra, desde Damasco, pero se trata de una hora en auto bajo posibles bombardeos.

El aeropuerto está atestado de gente, y parecen las cuatro de la tarde. En el sector de Cyprus Airways hay un inmenso rectángulo de unos veinte metros por treinta, con otros rectángulos adentro, como si se tratara de muñecas rusas. Dentro del gran rectángulo hay una inmensa y cansada fila de pasajeros que arrastran las valijas y los pies hacia una máquina de rayos. Antes de que la máquina devore la valija, cada pasajero mantiene un diálogo de unos diez o quince minutos con un empleado de seguridad. Da la sensación de que preguntan algo más que aquello de “¿quién le armó la valija?”, “¿tiene familiares en el terrorismo?”. Una chica de menos de veinte años y uniforme militar aparece de pronto y me dice que van a interrogarme, “por razones de seguridad”. Luego se va y desaparece por un largo rato. De pronto vuelve a pasar y me ignora. No sé si está distraída o se trata de alguna “táctica”. Pienso en llamarla pero no lo hago. Sigo en la fila. Luego aparece un joven alto como un basquetbolista, también uniformado, y me anuncia lo mismo: seré interrogado. OK. También desaparece. Al rato vuelve la primera chica. Me dice que no hace falta que abra las valijas, que aún no pasaron por la máquina. Luego empieza a preguntar:

—¿Por qué vino?

—¿A qué se dedica?

—¿Estuvo antes en Israel?

—¿Cómo se llama su diario?

—¿Por qué decidieron enviarlo a usted y no a otro?

—¿Cuánta gente trabaja ahí?

—¿Tiene otro trabajo?

—¿Por qué lugares estuvo en Israel?

—¿Qué fue a hacer a esa ciudad?

—¿Conoce a alguien ahí?

—¿Quién se lo presentó?

A esa altura me había cansado de responder.

—I’m tired —le dije, en mi mejor inglés “Yo Tarzán, tú Jane”—. Estoy cansado.

La chica se miró con los ojos en blanco. Nunca le había pasado.

—What? —preguntó, con cierta desesperación.

—I’m tired —insistí—. Too many questions. —“Demasiadas preguntas”.

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