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Gatos

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GATOS

Conocí a Osvaldo Soriano en una de las peores tardes de mi vida. En diciembre del 84 Julio Cortázar hizo su último viaje a Buenos Aires. El entonces presidente Alfonsín armaba su gabinete en el Hotel Panamericano y yo era —a mi pesar— un demasiado esporádico colaborador del suplemento de Cultura de Clarín. Pero aquella tarde el azar jugó a mi favor: era una de las pocas personas que sabían de la presencia de Cortázar en la ciudad y tenía bajo la manga el as de la dirección de su madre en Villa Urquiza. Fue la primera vez que, como colaborador más que ignoto, pedí un auto al diario. Aterrizó un Renault 12 con Motorola, chofer y fotógrafo. Cuando llegamos al lugar, un portero barría con dedicación las mismas baldosas por cuarta o quinta vez.

—Sí, Cortázar está parando acá, pero salió —dijo.

Esperamos más de una hora hasta que el tipo más alto del mundo, el de los ojos separados como los de un novillo, dio un pequeño salto de la calle a la vereda y se topó con nuestra guardia en la puerta.

Cortázar había aceptado la entrevista cuando comenzó a vibrar, latosa, la radio del auto. El chofer me miró como un condenado a muerte:

—Che, nos dicen que nos volvamos…

Cortázar cruzó la puerta y le pedí cinco minutos para encontrarnos arriba. Había un error, eso era todo.

—¿Quién dice que nos volvamos?

—No sé, del diario.

Tomé el micrófono del equipo y empecé a pulsar el botón de llamada:

—Eh, viejo, ¿qué pasa?

Expliqué que nadie tenía esa nota, y que Cortázar nos esperaba arriba.

La radio no se conmovió.

Intenté un balbuceante argumento de autoridad:

—Tengo orden de Fernando Alonso, jefe del suplemento de Cultura, de hacer la nota.

—Y yo tengo orden del secretario general del diario para que se vuelvan —dijo la lata.

El chofer cerró la puerta del auto. El fotógrafo acomodaba sus equipos en el asiento de atrás.

—¿Volvés? —me preguntó.

—Ni en pedo. Hago la nota.

Arriba Julio Cortázar, de setenta años, guayabera, mate y Gitanes, preguntó dulcemente hacia la puerta de la cocina:

—Mamita, el señor viene a hacerme una nota, ¿puedo hacerlo pasar?

—Sí, Julio, cómo no —respondió su madre de noventa y tantos.

Aquella nota salió por Radio Nacional y fue publicada por una ignota revista literaria llamada América en Letras. En la misma semana, Clarín publicó su reportaje a Cortázar en una doble página central.

—Vos no la hiciste porque el Gordo Soriano ya había arreglado la nota más arriba.

—¿Soriano? ¿Y quién es ese hijo de mil putas de Soriano?

Yo sabía de memoria quién era Soriano: era el tipo que me había contado, en Artistas, locos y criminales, la historia del diarioLa Opinión, el autor de un par de grandes novelas para mí desconocidas en aquel entonces, y el cronista que mejor había narrado la carrera con la muerte del enrulado Robledo Puch. Ese era Soriano.

Trabajamos, cenamos, fumamos y tomamos cincuenta o sesenta veces hasta que me animé a contarle esta historia. Yo seguía siendo su lector, pero ahora también era su teórico “jefe”, como director de Página/12, y él nuestro asesor editorial.

—Con Cortázar, ¿te das cuenta? Yo me moría por hacer esa nota.

El Gordo sonrió algo avergonzado, masticó su cigarro apagado y dijo alguna trivialidad como:

—Ah, sí… mirá vos.

No se acordaba.

—Nos va a ir bien. Nos va a ir muy bien, mirá… michi, michu… mirá, mirá…

Un gato blanco y gris bajó de golpe una persiana para remolonear en los tobillos de Soriano.

—¿Ves? Los gatos están con nosotros… es buena suerte.

Era una medianoche de mediados de mayo de 1987, y caminábamos solos, por Sarmiento, hasta un restaurante vecino al teatro San Martín. Estábamos cansados y ansiosos. Cada uno llevaba un par de números “cero” de Página/12: eran un desastre.

—Son una mierda, nunca vamos a hacer un diario.

—Vamos a comer, y paremos un poco.

—Están los carteles en la calle.

El número uno fue un poco menos espantoso y el cincuenta algo correcto, y quizá pudimos, en esos años, hacer cinco o seis ediciones realmente buenas.

El Gordo tenía razón: los gatos iban a darnos suerte.

Soriano vivía de noche, en su casa de La Boca. Me contagió su amor por Scott Fitzgerald, su interés por las figuras de Moreno y Belgrano, sus historias de Timerman (Jacobo sólo saludaba a los de determinado sueldo para arriba, contaba Osvaldo, que había sufrido en La Opinión la marca hombre a hombre de un escribano que “vigilaba” su trabajo para poder despedirlo con causa. Soriano miraba la Olivetti y cuando el escribano le preguntaba: “¿Usted qué está haciendo?”, el Gordo le decía, impávido: “Estoy pensando una nota”).

Gracias a Soriano conocí la historia de Le Canard Enchainé, el semanario anarquista francés en el que los redactores que reciben un premio —voluntaria o involuntariamente— son despedidos de inmediato.

Soriano fue “popular”, lo que le valió el desprecio de mínimos y masturbatorios círculos académicos, y una constante pelea contra la pequeñez.

Ganó demasiado tarde, y por puntos, contra el cigarrillo, y no dejó nunca de mascar unos cigarros gruesos y espantosos, que terminaban deshilachados en el cenicero.

—Volví a fumar.

—¿Por?

—Anteayer casi le doy una piña al dentista, y hoy cuando salía le pegué una patada a un chico por la calle.

La última vez que nos encontramos fue otro gato el que metió la cola.

Fue en el bar de un hotel en Rosario, en los últimos años de Menem, cuando cubrimos para la televisión aquella historia de familias que, acorraladas por el hambre, se comían los gatos.

Había mucha gente alrededor, y eran las cuatro de la tarde, y el Gordo acababa de despertarse, y hablábamos ambos a la vez, alegres del encuentro, dándonos abrazos.

Soriano era talentoso, pero también resentido por un respeto que había ganado en Italia o Francia pero le daban a regañadientes en la Argentina. No habrá más penas ni olvido no ha sido superado aún como metáfora del peronismo. Soriano era el amante de los gatos y vecino de La Boca, y era también el que me pedía por el despido de Caparrós y Dorio en los primeros meses del diario: habían cometido el pecado de criticar alguno de sus libros.

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