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La utilidad de la poesía en medio de una conversación

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LA UTILIDAD DE LA POESÍA EN MEDIO DE UNA CONVERSACIÓN

Un porteño del cine del cuarenta. Eso parecía Juan Gelman; un personaje de Amadori o de Moglia Barth, de esos que se vestían con corbata para ir al trabajo: pelo engominado, camisa blanca demasiado usada, corbata oscura. Era bastante alto, de modales suaves y su voz no tenía relación alguna con su cuerpo; su tono de voz, en verdad: hablaba muy despacio y con cierta ternura. Era difícil adivinar en él al oficial montonero que, en plena dictadura, aún usaba el uniforme para reunirse en París con un igual. Ya era, cuando lo conocí, el poeta vivo más importante de la Argentina a la que no podía volver. Ahora se discute, como si fuera una cucarda revolucionaria un poco trasnochada, quién lo trajo al país. Un profesor de la Facultad de Periodismo de La Plata, Alberto Moya —que en su blog se define como “el mejor de Berazategui” y reproduce una serie de notas en las que aparece citado—, planteó una polémica con respecto a si Gelman había vuelto al país gracias a Verbitsky o a mí, y que Horacio le había dado trabajo a Juan en el diario. Es difícil de creer que Horacio, un columnista, haya tenido el poder de tomar esa decisión, o que hubiera autorizado las decenas de solicitadas gratuitas que el diario publicó durante años en pos de la vuelta de Gelman, o que hubiera tenido la representación para adherir en nombre de Página/12. En cualquier caso, el diario hizo todo lo posible por el retorno de Gelman. Gelman volvió, se le cubrieron sus necesidades económicas poniéndolo a cargo del suplemento de Cultura y se lo apoyó activamente en el reclamo por la aparición con vida de su hijo Marcelo, detenido y trasladado durante la dictadura a Automotores Orletti. En 1989 el cuerpo de Marcelo fue encontrado dentro de un tambor de doscientos litros relleno de cemento y de arena, exhumado por el Equipo Argentino de Antropología Forense. La noticia había trascendido a mitad de la semana pero aún no era oficial. Llamé a Juan para confirmarla y pedirle, a la vez, un texto para la contratapa de aquel domingo, cuando el cuerpo sería enterrado. Sin mucha explicación, me dijo que no quería escribir. Llamé entonces a Verbitsky, su amigo, para que lo convenciera. Fue en vano. Era inverosímil que, después de toda nuestra historia común, Juan se negara. A la vez, el diario no podía ocultar la noticia ni dejar de darle despliegue. Volví a rogarle que lo hiciera y entonces me contó la verdad: iba a dar, el lunes, una conferencia de prensa para corresponsales extranjeros.

—No quiero quemar la primicia —me dijo.

Yo no podía creer lo que escuchaba. Escribí entonces la contratapa de aquel domingo 7 de enero de 1990. Mi enojo era tal que en ningún momento de la nota menciono a Juan. Algo difícil, porque era su hijo al que enterraban. En un párrafo me refiero al “padre de Marcelo”, sin nombrarlo.

POEMAS EN UNA LIBRETA

Marcelo Gelman murió dos veces. Su primera muerte, en la madrugada del 13 de octubre de 1976, con un disparo a quemarropa en la nuca, con cemento envolviéndole el cuerpo, sumergido en un tambor de doscientos litros, se convirtió en un insomnio: trece años de bocas secas, lenguas cuarteadas, vueltas incómodas en ninguna cama. Su segunda muerte, hace algunas semanas, después de la identificación del cadáver, después del lenguaje lejano de un informe forense que no dice nuca sino región occipital y posterior del cuello, podrá ser, por paradoja, un nacimiento.

Alguien dirá este domingo a la mañana, en el cementerio de La Tablada, Marcelo Gelman descansa en paz.

No conocí a Marcelo Gelman y me parece poco digno que ahora la muerte mejore su capacidad, su talento o su memoria. Siento ahora, mientras peleo contra una Olivetti que se niega a correr la cinta, que me hubiera gustado verlo ocupando un sitio en esta redacción. Tal vez fuera tan malo o tan bueno como cualquiera de nosotros, pero definitivamente estaría bien pelearnos por un sumario, sorprendernos, estar vivos. Marcelo Gelman es el primer periodista NN identificado. El primero de casi un centenar. Cargué en mis bolsillos durante años una vieja agenda de mi madre, con tapas rojas y la inscripción “1949”. En aquella agenda copiaba, en letra de imprenta, los poemas que no quería olvidar. Allí copié un poema que, supe mucho más tarde, Marcelo Gelman había escrito en el mantel de un restaurante.

La oveja negra

pace en el campo negro

sobre la nieve negra

bajo la noche negra

junto a la ciudad negra

donde lloro vestido de rojo.

El sentido de la libreta de mi madre era casi farmacéutico; cualquiera conoce la utilidad de una poesía en medio de una conversación, y también la urgencia de su necesidad. Había en la libreta poemas de Blas de Otero, Dylan Thomas, W. H. Auden, Borges, Gloria Fuertes, y también algunos del padre de Marcelo Gelman, ese del león perdido en el Bois de Boulogne y aquel otro de esa mujer que se parecía a la palabra “Nunca”.

Nunca hubiera pensado que alguien quería escribir la palabra “indulto” en mi libreta. “Es cierto —dijo en este diario Simon Wiesenthal— que no podemos vivir permanentemente pendientes de los muertos en el Holocausto. Pero tampoco podemos actuar como si nunca hubieran existido.”

Esta mañana un silencioso grupo de personas asiste al entierro de Marcelo Gelman. Del país que rodea ese silencio depende que esta no sea también una mañana negra. Tal vez los hombres puedan morir dos veces, pero los pueblos se suicidan sólo una. Que esta mañana dejemos a un lado el cinismo y podamos volver a copiar poemas en una libreta. Y que Marcelo Gelman descanse en paz.

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