56

56


El reencuentro

Página 19 de 26

EL REENCUENTRO

“Un hombre que hacía mucho tiempo que no veía al señor K.

Lo saludó con estas palabras:

—No ha cambiado usted nada.

—¡Oh! —exclamó el señor K., empalideciendo.”

BERTOLT BRECHT,

Historias del señor Keuner

Es imposible contar un proyecto hasta que no se realiza: sólo pueden decirse vaguedades o expresiones de deseo que definirían tanto ese proyecto como cualquier otro. Antes, cuando es idea, un proyecto es una serie de signos de pregunta. Realizarlo es ponerlo en respuesta aunque también esa respuesta dará luego sitio a preguntas nuevas. Los proyectos, como las mujeres, son siempre un secreto. Ya hablamos de las formas y del contenido y dije que no creo en la existencia de los géneros, que son simplemente recursos técnicos, sino en utilizarlos para decir alguna cosa.

Cuando dirigí mi primer diario, Página/12, acostumbraba decir que los diarios no eran necesarios. Borges sostenía algo similar: “No vale la pena interesarse en el periodismo, pues está destinado a desaparecer. Bastaría, en lugar de diarios, con un periódico bimensual, ya que todos los días no se producen hechos sensacionales. En la época grecolatina se leían libros y no se perdía el tiempo en tonterías”.

E insistió en la idea en Diálogo con Ernesto Sabato.

Sabato: —Yo diría, más bien, que en aquellas reuniones hablábamos de lo que nos apasionaba en común a usted, a Bioy, a Silvina, a mí. Es decir, de la literatura, de la música. No porque no nos preocupara la política. A mí, al menos.

Borges: —Quiero decir, Sabato, que no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.

Sabato: —Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.

Borges: —Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.

Sabato: —Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas.

Borges (sonriendo): —Sí… creo que sí.

Sabato: —¿Cómo puede haber hechos transcendentes cada día?

Borges: —Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.

Aquella idea, la de un diario que saliera “cada tanto”, me persiguió durante años, y llegué a registrar la marca “Cada tanto” pensando en utilizarla alguna vez.

El consumo diario de información es parte de una ficción del mercado que necesita la venta diaria de publicidad. “Cinco muertos en una ruta de Mendoza” no le cambiará la vida a nadie sino a los cinco desdichados que ya no podrán leerlo. Con ese criterio, Página fue el primer diario del país que no tuvo editorial todos los días; todos lo tienen: en ellos las empresas dejan clara constancia de la posición editorial del medio. En Página los editoriales salían cada tanto y más bien poco: siempre estuve en contra de la figura del opinólogo en sección fija: tengo que decir algo sobre algo sí o sí, básicamente porque es jueves. Dividíamos entonces las columnas de la información, tratando de no teñir de opinión todo el contenido. Las notas de opinión, claro, llevaban firma. El manejo de la firma, aun así, fue siempre un hecho conflictivo: hay quienes sostienen que deben ser firmadas sólo las notas “buenas” como motivador hacia el periodista, y otros creen que deben firmarse hasta los epígrafes.

En el medio, los nuevos periodistas creen que desde su nacimiento se han ganado la firma en todo, y que al lector le interesa su columna sobre partículas elementales y física cuántica, cuando aún no aprobaron física de quinto año.

Un diario “cada tanto” sería uno que blanquee su pacto de lectura con el público: voy a contarte algo cuando sea verdaderamente importante hacerlo. Así, ese diario podría salir una vez al año o treinta, o una vez cada quinquenio. Sería, claro, imposible de sostener aunque sin dudas ese día, el que estuviera en el kiosco, todos sus ejemplares se agotarían a la madrugada. Es curioso, pero ahora que el bombardeo informativo es mayor que el de cualquier otra época, comienza a dibujarse el concepto de “evento”: el público ve en los medios tradicionales sólo hechos excepcionales; el resto son solamente “highlights” en las páginas del día siguiente. Los “eventos”, claro, suceden cada tanto. Hace unos años, cuando sacamos a la calle el fallido diario Crítica, lo presentábamos como “el último diario de papel”. Hasta ahora no nos hemos equivocado.

En un capítulo siguiente hablaremos de lo que espero del futuro, pero ese augurio del papel me hizo preguntarme cuál época es mi época: comencé en un momento en el que muy pocos “estudiaban” periodismo, fui después yo mismo objeto de estudio ajeno, me resistí a volverme digital y hoy pienso que recién estamos en la infancia de internet. Mi época fue sin duda la del comienzo de la democracia —decíamos en Página que lo que nos diferenciaba de los demás diarios era que dejaríamos de salir después de un golpe— y era también aquella la época de los críticos por sobre los hacedores (el ejemplo de los curadores en el arte es el más exponencial, pero algo similar sucedió en la literatura, los suplementos ad hoc, etc.) y fue también la época de la dictadura en el banquillo y la —primero tímida, luego descarada— reivindicación del setentismo hasta que este llega al poder en la versión kirchnerista. Conmigo Néstor estaba en un problema: yo había hecho el diario que ellos leían desde su salida y, estando en el poder, los denunciaba. Los kirchneristas nunca aceptaron que hubiéramos hecho lo mismo con todos los gobiernos.

El proceso de borrarme de la foto que se llevó a cabo en Página fue aún más brutal durante los primeros años K: me asociaban con Videla, Massera, etc. Como no tengo nada que justificar, evitaré usar este espacio en hacerlo: busquen en cualquier biblioteca toda mi obra, vean los años en que fue publicada. Cuando a través de una maniobra hostil en la Bolsa de Londres el kirchnerismo intentó comprar Clarín, se rompió la alianza que mantuvieron con el grupo durante todo el primer gobierno (y que permitió que la autorización de la fusión Cablevisión-Multicanal fuera el último decreto de Néstor antes de dejar la presidencia a su esposa). La noticia de mi incorporación al Grupo Clarín fue fatal para el gobierno: sus dos peores enemigos se juntaban.

En 2011, cuando un piquete de camioneros de Moyano intentó evitar la salida de los diarios del taller de impresión de Clarínsalí públicamente a defender a mi histórico enemigo. Hubiera hecho lo mismo con Ámbito o con La Nación, o con Billiken: soy un editor, todos los diarios deben salir a la calle. “El decurso del tiempo cambia los libros”, otra vez Borges. Imagínense, entonces, lo que hará el tiempo con las personas.

Tengo, como este libro advierte, cincuenta y seis años y debo confesar que he cambiado. Sería horrible tener el rostro pálido del amigo del señor. La coherencia es, para parte de los argentinos, un valor estático a mantener. Que alguien no cambie, no aprenda, no se equivoque, no reformule, durante décadas, es una virtud. Tal vez por eso el Partido Comunista Argentino apoyó a Videla como la “línea blanda” del Proceso o el setentismo creyó poseer —aún hoy lo cree— el copyright de la verdad. Quedará para otro trabajo analizar qué le sucedió a la Argentina cuando fue gobernada por quienes sintieron que estaban subiéndose al último tren. La generación del setenta nos mintió y nos deformó hasta donde pudo, en nombre de supuestos nobles ideales. ¿Hubiera estado ahí, de haber nacido cinco años antes? No. No soy capaz de matar.

Finalmente, las grandes discusiones filosóficas se reducen a eso:

—¿Es usted capaz de matar a un preso desarmado, mal alimentado y humillado en un pozo que funciona como “cárcel del pueblo”?

—No.

—¿Enviaría usted a esa misma cárcel a un homosexual por el solo hecho de serlo? ¿Sostiene, como afirmó Fidel Castro, que “la Revolución no es para los peluqueros”?

—No.

—¿Castigaría usted una infidelidad entre sus militantes como recomendaba Moral y proletarización del ERP, que aún hoy figura en la web de las Madres?

—No.

—¿Secuestraría al gerente de una empresa matando al chofer y a los custodios en la convicción de que eso mejoraría las condiciones políticas prerrevolucionarias?

—No.

—¿Controlaría usted el contenido de las librerías y dejaría de pagar derechos de autor a cualquier libro extranjero?

—No.

—¿Reivindica usted el control estatal de los medios y la existencia de un solo canal, una sola radio y dos diarios como existe aún hoy en Cuba?

—No.

—¿Controlaría los contenidos de Google y Facebook como en China?

—No.

En algún momento mi generación se sintió culpable al condenar estos hechos. Viajé cinco o seis veces a La Habana. Hace mil años vi, de casualidad, a los niños pioneros: chiquitos de cinco o seis años con el puño en alto, un pañuelo colorado al cuello gritando “¡Seremos como el Che!”. Vi también las diplotiendas, frente a las cuales las chicas se prostituían por un champú, y los CDR, sistemas de vigilancia política y social en cada manzana.

—¿Por qué nos mintieron durante tantos años? —le pregunte a José Saramago durante una cena en una parrilla de Buenos Aires. Martín Caparrós, Manuel Vázquez Montalbán y XX hicieron un silencio breve pero profundo. Saramago dijo una frase de premio Nobel: de circunstancia y quizá un poco autocrítica. La figura del Che guio aquel imaginario setentista: el Che llegó a Bolivia cuando ya había acontecido una reforma agraria, en la peor época climática, y fue denunciado por aquellos campesinos a quienes había ido a liberar. Quienes hablan de la “filosofía” del Che —como si este fuera Hegel— destacan su propósito más folclórico: crear el “Hombre Nuevo”. Para el Che un revolucionario encarnaba “el escalón más alto de la especie humana”. “Una Revolución sólo es auténtica cuando es capaz de crear un ‘Hombre Nuevo’ —escribió—, un completo revolucionario que debe trabajar todas las horas de su vida; debe sentir la revolución por la cual esas horas de trabajo no serán ningún sacrificio, ya que está implementando todo su tiempo en una lucha por el bienestar social. En cuanto a sus relaciones para con la familia, se hace un poco difícil mantener un entorno familiar real, a menos que estos sientan el mismo amor y la misma pasión por la Revolución para así poder entenderse, de lo contrario sería casi imposible sustentarlo.” Curiosamente en el Che la construcción del Hombre Nuevo era iluminista: “La base fundamental del Hombre Nuevo es la educación, ya que es allí donde se va a lograr el cambio de conciencia, ideológicamente hablando”. Frente al planteo de —para usar conceptos tomistas— la “causa incausada”, esto es: ¿y de dónde sale el primer Hombre Nuevo?, el Che patina: Guevara no detalla el proceso ni surgimiento del guerrillero de manera individualista, sencillamente explica que “hay un grupo más o menos armado, más o menos homogéneo que se dedica casi exclusivamente a esconderse en los lugares más agrestes, más intrincados […]. De algún golpe afortunado crece entonces su fama y algunos campesinos […] y jóvenes idealistas de otras clases van a engrosarla”. Aunque a partir de este fragmento es imposible responder la pregunta de la cual se parte (lo que tampoco puede ser logrado a través de sus escritos), realizando una detallada lectura de las obras de Guevara se puede deducir que lo importante para él no es el hecho de saber de dónde venga ese guerrillero sino adónde quiere ir. El hecho de que los hombres viejos sean quienes hagan al nuevo plantea un problema casi irresoluble: ¿el Hombre Viejo se “iría haciendo” Nuevo?

Así, el setentismo vivió negando la realidad que lo rodeaba: desde la “contraofensiva” motonera en 1979 hasta la idea mítica de “generación maravillosa”: ¿fueron tan especiales que por eso los mataron? Ya el Che, como vimos, ubicaba al guerrillero por encima de la escala humana, lo que en el fondo conlleva una especie de discriminación positiva: ¿y si no hubieran sido tan especiales, estaba bien matarlos? No importa lo real sino lo dicho, lo sostenido por la acreencia moral de la víctima: la cifra de desaparecidos no es tal, los colaboradores o traidores no existieron, la Argentina nos debe la democracia que jamás buscamos. A la vez, el bando militar nunca tuvo una autocrítica sincera, jamás reconoció los niños secuestrados ni los miles de delitos cometidos.

En esa Argentina, en la que transcurría entre las peleas de los dueños de la verdad, hicimos periodismo.

Si alguien cree que se recibió de algo, es un idiota. Sería decirse: “no hay más preguntas, mi curiosidad terminó”.

La preocupación por las palabras a la hora de escribir no es estética, es funcional: una nota bien escrita se entiende.

Nunca escriban las preguntas antes de una entrevista: la mayoría de las veces los periodistas toman las entrevistas como la ratificación de opiniones propias; no les preocupa conocer al entrevistado sino tener razón sobre lo que piensan de él. El entrevistado, así visto, es una especie de tesis a demostrar, en la que no tiene ninguna posibilidad de salirse de la escena que fijó el periodista. Un diálogo es dinámico y sorprendente; si se escriben las preguntas, es porque se imaginan las respuestas, ergo, no hay sorpresa alguna.

El reportaje es un juego de seducción en el que debo propiciar que el entrevistado se equivoque: que cuente lo que no pensaba decir. Escribir de antemano las preguntas es, también, un modo de no escuchar las respuestas.

Las palabras tienen música, componen una melodía. Los géneros literarios existen en las tiendas literarias.

La mejor definición de head (cabeza de una nota) que escuché: “Es lo primero que le contarías a un amigo al llegar de viaje”.

Para saber si una nota es buena debemos preguntarnos qué recordamos de ella.

No hay malas notas sino malos periodistas: debemos poder hacer una buena nota con cualquier personaje anónimo: Shakespeare duerme en todos, debemos tener la sensibilidad de descubrirlo.

Se conoce desde el cerebro, se cuenta desde el estómago o el corazón.

Se recomienda llorar. No todo el tiempo, claro, pero sí lo suficiente.

Baudelaire no era Baudelaire por el opio, sino a pesar del opio.

No creo en el genio oculto; tardará más en llegar pero llega. Recibo desde hace más de cuarenta años papelitos, cuentos, poesías adolescentes, textos surrealistas. Novelas eternas. En todos esos años publiqué dos. Los demás eran malos. ¿Alguien creería que de haber recibido Cien años de soledad no lo hubiera publicado?

Se trata de sentir al mundo, y contarlo luego.

“Lunes. Me gusta la Argentina, la aprecio… Sí, ¿pero qué Argentina? No me gusta la Argentina, la desprecio… Sí, ¿pero qué Argentina?” (Witold Gombrowicz, Diario argentino).

Es curioso el tiempo de las palabras; cuando se las pronuncia antes, caen en su sitio, pero su ámbito es más pequeño y previsible: cuando se las pronuncia a tiempo se vuelven populares. Usé varias veces la palabra “grieta”, primero refiriéndome a la dictadura en una contratapa de Página/12 titulada “La grieta”, allá a finales de los ochenta, y que pueden leer en este libro. Luego fue cambiando el referente hacia otros temas. Pero no fue sino hasta la noche del 6 de agosto de 2013, en la ceremonia de entrega de los Martín Fierro, cuando la palabra quedó en la memoria de todos. Con los últimos años del kirchnerismo la grieta se volvió una metáfora popular. Sin embargo, había comenzado mucho antes, por consejo del filósofo presidencial Ernesto Laclau, quien aconsejaba crear un enemigo interno, común, para consolidar el frente propio. Aquella grieta se construyó por el techo y sirvió para consolidar la identidad K por la negación. Pero nadie puede decir que esas dos argentinas eran nuevas; conviven desde siempre y ya Gombrowicz, como Ortega y Gasset, nos advirtieron sobre ellas.

“Miércoles —otra vez el diario del polaco—. ¡Duro con el gobierno! Todos viven en la oposición y el gobierno es el eterno culpable de todo.” Después del derrocamiento de Perón se produjo un idilio callejero: alegría, emoción y banderas. Pero no duró ni una semana. A los pocos días habían surgido unos veinte diarios de oposición con títulos inmensos: GOBIERNO DE TRAICIÓN, NUEVA DICTADURA, DIGNIDAD o MUERTE, BASTA DE OPROBIO. Al cabo de tres meses el pobre general Aramburu, el presidente, no contaba siquiera con el diez por ciento de sus partidarios (sólo después de su renuncia se reconoció que a pesar de todo había sido un hombre honrado). Cuando después Frondizi fue elegido por aplastante mayoría, otra vez la alegría… y al cabo de unos meses nuevamente: “traidor”, “vendido”, “tirano”… Aquellos eran los piropos más delicados. La gritería de la prensa oposicionista es digna de admiración. El origen de estos tristes fenómenos debe buscarse quizás en la facilidad de la vida, en los inmensos espacios poco poblados, donde es posible permitirse una gran impunidad, porque de cualquier manera “las cosas se arreglan”. Si la vida privada de un latinoamericano se caracteriza por tener cierta consecuencia (sabe por ejemplo que si no repara el techo le entrará agua a la casa), su vida política, social, más amplia, en un nivel más elevado, se le vuelve en cambio algo semejante a las Regiones Salvajes, donde se puede vociferar, parrandear, juguetear, porque no existe ninguna lógica, no hay tampoco responsabilidad, al país no le pasa nada, es tan grande… florecen ahí la demagogia, la fraseología, el delirio político, las ilusiones, las teorías, las fobias, las manías, la megalomanía, los caprichos y sobre todo la “viveza”.

Se pregunta Gombrowicz en Diario argentino:

¿Por qué ocurre tan raras veces el gol? ¿No será acaso culpable de ello el “nosotros”, la palabreja “nosotros” (a la que le tengo tanta desconfianza que llegaría a prohibir su uso)? Mientras el argentino habla en primera persona del singular, es humano, flexible, real… y quizás en ciertos aspectos supera al europeo. Menos lastre, menos peso heredado: la historia, la tradición, las costumbres. Mayor libertad entonces de movimiento y mayores posibilidades de elección; mayor facilidad de mantenerse al paso con la historia. Y esa superioridad sería aplastante si la vida sudamericana no fuera tan fácil, si no desacostumbrara al esfuerzo y a la valentía, al riesgo y a la obcecación, a las decisiones categóricas, al drama y a la lucha, si no desacostumbrara al extremismo que es la zona par excellence “creadora”. La vida fácil ablanda (¿para qué ser duro?)… todo se derrite… Pero a pesar de la falta de tensión, el argentino mientras se expresa en primera persona es un individuo nada tonto, abierto al mundo y consciente… yo aprendí poco a poco a quererlos y apreciarlos. Muchas veces no carecen de gracia, de elegancia, de estilo. Sin embargo, el problema es que este “yo” funciona ahí solamente en los niveles inferiores de la existencia. No saben introducirlo en el nivel superior: en el de la cultura, el arte, la religión, la moral, la filosofía. En ese nivel pasan siempre al “nosotros”. ¡Y ese “nosotros” es un abuso! Si el individuo está por decir “yo”, entonces ese “nosotros” turbio abstracto y arbitrario le quita lo concreto, o sea, la sangre, destruye lo directo, por poco lo derriba y lo sitúa en una nebulosa. El argentino empieza a razonar, por ejemplo, que “nosotros” necesitamos tener una historia, porque “nosotros” sin historia no podemos competir con otras naciones, más cargadas de historia… y empezará a fabricarse esa historia a la fuerza, plantando en cada esquina monumentos de innumerables héroes nacionales, celebrando cada semana otro aniversario, pronunciando discursos, pomposos a veces, y convenciéndose a sí mismo de su gran pasado. La fabricación de la historia es en toda América del Sur una empresa que consume cantidades colosales de tiempo y esfuerzo. Si es escritor, ese argentino comenzará a meditar en qué es específicamente la Argentina, para deducir cómo debe comportarse para ser buen argentino… y cómo tienen que ser sus obras para resultar suficientemente propias, nacionales, continentales, criollas. Esos análisis no lo llevan a producir por fuerza una novela relacionada con la literatura gauchesca, puede surgir igualmente una obra realtamente refinada, pero también escrita bajo programa. En una palabra, este argentino educado creará una literatura correcta, una poesía, una música, una concepción del mundo correcta, principios morales correctos, una fe correcta… para que todo eso se ajuste, bien colocado, en su correcta Argentina. Mientras tanto, ¿cómo es esa Argentina?, ¿cuál es ese “nosotros”? Nadie lo sabe. Si un inglés o un francés dicen “nosotros”, bueno, a veces eso puede significar algo, porque allá desde hace siglos se sabe más o menos qué es Francia o Inglaterra. ¿Pero en la Argentina? Mezcla de razas y herencias, de breve historia, de carácter no formado, de instituciones, ideales, principios, reacciones no determinadas, maravilloso país, es verdad, rico en porvenir, pero todavía no hecho. ¿Es ante todo Argentina lo autóctono, quienes se asentaron allí hace tiempo? ¿O es sobre todo la inmigración transformadora y constructora? ¿O quizás Argentina es precisamente una combinación, un cóctel, una mezcla y una fermentación? ¿Es Argentina lo indefinido? En estas condiciones, el cuestionario entero del argentino: ¿quiénes somos?, ¿cuál es nuestra verdad?, ¿hacia dónde debemos marchar?, tiene que ir al fracaso. Porque no es en los análisis intelectuales sino en la acción —acción apoyada sólidamente en la primera persona del singular— donde se esconde la respuesta. ¿Quieres saber quién eres? No preguntes. Actúa. La acción te definirá y determinará. Por tus acciones lo sabrás. Pero tienes que actuar como “yo”, como individuo, porque sólo puedes estar seguro de tus propias necesidades, aficiones, pasiones, exigencias. Sólo una acción directa es un verdadero escape del caos, es autocreación. ¿El resto acaso no es retórica, cumplimiento de esquemas, bagatela, mamarrachada?

En 1929 Ortega señala que en el argentino “el dualismo de alma, lo que les impide comunicar su pensamiento directo y les resta cordialidad social, y la bravura ante el destino que no parecen querer asumir, aunque aceptan sufrirlo. Contrastan ellos en esto con los europeos, que se entregan a la vida y al destino, y hacen del destino su vida misma, considerándolo como meta. Los argentinos están admirablemente dotados de individualismo, porque no se entregan a nada y menos al servicio de cosa distinta de ellos. El argentino típico vive entregado, no a una realidad sino a una imagen de sí mismo. Mirándose siempre reflejado en su propia imaginación, se hace narcisista y vanidoso.

Como ilustración del narcisismo argentino, Ortega señala a Martín Fierro, quien en su monólogo habla con su imagen y se queja de que los demás no la reconozcan. Ortega llega a afirmar que casi todo joven argentino se ve a sí mismo como un posible gran escritor”. Para Ortega es el alma individual la que está dividida: “el futurismo optimista de la Pampa no es un ideal común o una utopía colectiva, sino un extraño estado psicológico individual”. Es una proyección hacia el futuro imaginario, una especie de mezcla de lo real con lo abstracto. Emana de la falta de seguridad interna, ya que “el alma criolla está llena de promesas heridas y sufre radicalmente de un divino descontento”. Otro rasgo observado es el hermetismo de alma que se contrapone a la exteriorización íntima del argentino. La inseguridad interna lo inclina a adoptar un gesto convencional para convencerse a sí mismo y también tratar de convencer a los demás de lo que no es. La palabra y el gesto le sirven sólo para el uso externo. Es una máscara originada en la falta de autenticidad. El bonaerense está siempre a la defensiva, por lo cual Ortega dice que “esa preocupación defensiva frena y paraliza su ser espontáneo y deja sólo en pie su persona convencional”. Una relativa justificación para esta situación defensiva se halla en el constante peligro de los apetitos ajenos en torno a su riqueza, posición social o rango público. Este dualismo psíquico Ortega lo atribuye, en parte, a las recientes raíces formativas de la sociedad argentina, que vive bajo la presión de la inmigración, cuya exclusiva mira es hacer fortuna y con cuyo dinamismo tienen que enfrentarse los criollos nativos. El resultado de tales condiciones estriba en que el individuo argentino despliega un doble papel: como persona auténtica para sí mismo y como figura social con artificiales rasgos exteriores. Según Ortega, la estructura pública de la Argentina fomenta ese dualismo del alma individual. La Argentina es, aún, una pelea inconclusa. Confundir lo que somos con lo que queremos ser, pensar que los cambios verdaderos se producen en poco tiempo, trabajar solo para el presente, gastar más de lo que ganamos, la melancolía del imperio que no fuimos jamás, son parte de un problema cultural; lo político se ha servido de ellos para lograr representación: una mosca pegando contra los bordes de una campana de cristal. La mosca rebota contra el vidrio como si no existiera.

Ir a la siguiente página

Report Page