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RODOLPHE LUZIN-FARGE, 2

Nieva en Penn State. Desde la ventana de la biblioteca, veo caer los copos, grandes y brillantes, en la noche. Una de las pocas cosas a favor de los estadounidenses: aquí puedes trabajar hasta las dos de la mañana en la sala de lectura si quieres. En París, los bibliotecarios de la facultad ya están mirando el reloj a las seis menos cuarto… Dicho esto, por mucho que me pase aquí todo el día y parte de mis noches, es una pérdida de tiempo dejarme los ojos con estas viejas memorias venecianas. No he encontrado la menor referencia a Scarlatti, a piezas inéditas o a lugares donde pudieran estar depositadas.

Domenico alcanzó la cumbre de su carrera cuando nadie, quizá ni siquiera él, lo esperaba. Había pasado su juventud entre composiciones operísticas insulsas y piezas religiosas escritas por encargo, a la sombra de su padre. Según algunos testigos de la época, sus óperas perdidas eran de una mediocridad digna de olvidar. Y, cuando comenzó a publicar las sonatas, vivía en Madrid con Bárbara de Braganza, a quien la muerte de su suegro, dieciséis años después de haberse casado con Fernando en 1729, había trocado en reina de España y de las Indias. La soberana quería tanto a su maestro de música, cuyo gusto por el dispendio y el juego solo era comparable con su talento, que les proporcionó una pensión a sus hijas y pagó sus deudas.

No obstante, en la década de 1730, el marido de Bárbara de Braganza aún no se había convertido en Femando VI. Condenada a vivir en un ambiente cortesano enfermizo y mantenida por un suegro medio loco, la joven parecía encontrar su único consuelo en la música. Para ella compuso Scarlatti sus Essercizi, el nombre italiano que reciben las sonatas, con el fin de poner a prueba el talento y la destreza de su alumna, cuya reputación como intérprete traspasaba fronteras. Él nunca había tocado en público sus propias composiciones. Y las primeras ediciones de las sonatas llevaban el escudo de armas real, lo que significaba que eran para uso exclusivo de la reina.

Me pongo las gafas y me estiro. Daría cualquier cosa por estar en mi casa esta noche, en la rue Rémusat, y degustar una copa de Puligny-Montrachet en lugar de tener que soportar la insípida cocina del restaurante del campus. Dicho esto, pese a los adornos navideños que cuelgan sin gracia en los pasillos, pese a los ridículos disfraces de algunos estudiantes, estoy a salvo de las hordas de imbéciles que deben de estar abarrotando las calles de París en este mismo instante para hacer sus compras. Hay pocas épocas del año que odie tanto como esta. Y, por favor, que nadie me venga con recuerdos de infancia.

A pesar de mi perseverancia, me enfrento todo el tiempo al deseo de rendirme. Me imagino cerrando para siempre este manuscrito rebosante de aburrimiento y adelantando el vuelo que me llevará de regreso. Podría estar en mi casa pasado mañana.

Curiosamente, ha sido el correo electrónico de Manig Terzian que he recibido cuando volvía de la residencia lo que ha reavivado mi interés. Vieja bruja. Me escribe, como si nada, para hacerme algunas preguntas sobre el inventario de Kirkpatrick. En particular, quiere saber si se han producido nuevos hallazgos susceptibles de poner en duda el número de piezas autentificadas. Por supuesto, no especifica por qué está tan interesada en el tema de repente. Con la de años que lleva interpretándolo y grabándolo, tiempo ha tenido para investigar…

Vaya humillación de Canossa… ¡tener que pedirle un favor a su peor enemigo! Terzian me detesta tanto como yo a ella, sobre todo desde que critiqué su interpretación de K365 en el simposio de Trieste. Una pena, bueno, para ella, quiero decir. No soporto lo que hizo con su segunda obra completa: le dio una lectura mística, extravagante y por completo fuera de lugar. No comprendo cómo alguien puede atreverse a grabar semejante disparate en un disco, y mucho menos que aún haya lerdos que se extasíen con un fraude como aquel.

Le he respondido con la intención de tantear el terreno e indagar sobre sus motivos. No ha soltado prenda. Tampoco cabía esperar más… Aun así, debe de atravesarla una insoportable necesidad de saber para que haya terminado recurriendo a mí. Solo puede tratarse de una cuestión para la que su querido Sandro Baldassi no tenga respuesta, por ejemplo. Tampoco me extrañaría: Ralph Kirkpatrick, el primer biógrafo de Scarlatti, murió en 1984 y, desde mi tesis, yo soy la mayor autoridad en el tema.

¿Qué va a saber esa tortillera decrépita que yo no sepa?

Supongamos que Terzian sí que conoce algo nuevo. Sea lo que sea, no me llevará mucho tiempo descubrirlo. No soy un recién llegado a este mundo: soy catedrático de Música Barroca en la Sorbona, profesor visitante en Harvard, miembro honorario del Instituto Universitario de Francia y aparte de perspicacia, tengo contactos y poder. Hay mucha gente en deuda conmigo y más gente aún que espera obtener algo de mí. Llevo veinticinco años dedicándome a analizar la obra de Scarlatti, su técnica y las sutilezas de su escritura musical, y a investigar su vida. Por lo tanto, no me es ajeno nada de lo que concierne a su vida o a su arte.

En definitiva, si Terzian sabe algo, terminaré descubriéndolo.

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